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lunes, abril 15, 2024

Interpretación del 18 de octubre

Para mi frágil, tal vez ingenuo, modo de ver las cosas, el día 18 de octubre de 2019 tiene su origen en el día 11 de septiembre de 1973; seguramente esto lo habrán dicho antes, muchas veces y de mejor forma, con la profundidad que corresponde a la comparación que se desprende de los hechos, reputados analistas, por lo que doy por terminada mi interpretación. 
Si se diera la casualidad de que esto no se hubiese expresado exactamente así, por lo descabellado de la hipótesis o su falta de argumentos sólidos, paso a continuación a quedar en ridículo o a ser pasto de los buitres. 
El 11 de septiembre de 1973 fue la culminación de una contienda civil entre las fuerzas de izquierda y las fuerzas de derecha, ambas muy bien respaldadas por potencias y las ideologías en que se amparaban cada una de ellas. A cualquier persona que tuviese uso de razón y hubiese vivido en Chile en esa época se le imaginaba inevitable la salida violenta al conflicto irresoluble (incluso ambos bandos la patrocinaban), por más que décadas más tarde los políticos aseguren que era evitable y que la democracia pudo sostenerse.
No. Esos mismos adalides de la paz y el diálogo habían caldeado los ánimos a niveles insoportables. Hoy no lo recuerdan, porque no les conviene.
De modo que, desatado el conflicto, había solo una posibilidad: el triunfo de uno de los dos bandos.
Ganó la derecha. Cómo ganó, ya se sabe. Cómo reaccionó la izquierda, no se sabe tanto; he ahí la base de esta hipótesis. Hubo miles de muertos, detenidos desaparecidos y torturados, miles de exiliados, miles de despedidos de sus trabajos y expulsados de sus universidades. ¿Qué pasó dentro de ellos? Lo que ordena la diversidad de la naturaleza humana: salvando obviamente el destino de las víctimas fatales, unos se adaptaron a la nueva realidad, otros se cambiaron de bando, otros mantuvieron y reforzaron sus ideas y se fueron preparando para el día de la venganza, alimentándose de ira soterrada.
Volvió la democracia, diecisiete años después. La gente quería paz, votaciones libres, no deseaba más violencia, el costo había sido demasiado alto, quería unidad, y así se fue construyendo un país más igualitario, Chile comenzó a despegar económicamente, la pobreza fue disminuyendo, hablo a través de datos objetivos de dominio público, pero no todos estaban en eso, había sangre en el ojo y si se advirtió, se obvió. Tampoco era cosa de darles el favor, rendirse ante ellos. Eran minoría y se vivía en democracia.
Para esa minoría la hora de la venganza llevaba años postergada. El proyecto se había aniquilado por la fuerza. Había que volver a él, había que engrandecer a los mártires y rendirles el tributo que se merecían. Dispusieron de casi cincuenta años para concebir una heroica trama, que se fue perfeccionando y heredando a través de tres generaciones. La derecha callaba. No es prudente pisotear a los ídolos del otro bando.
Hasta que llegó el gran momento en que la oportunidad se les dio. Consistió en la simple alza de un pasaje de la locomoción, torpemente calibrada por los señores políticos. Ese día estalló la fiesta, el desahogo. La venganza tomó cuerpo y el país entró en una vorágine de locura que duró tres años. Todos caímos en ella; casi nadie ha hecho su propio mea culpa. Total, pagaba Moya.
De pronto los vientos cambiaron; el frenesí del saqueo, el incendio, la humillación y las venas hinchadas del cuello fueron cediendo paso a la recuperación de la conciencia. El espectáculo cansó a esa misma gente que lo aplaudía noche a noche a cacerolazos. Nada bueno había acontecido para nadie. Los ricos seguían siendo ricos y los pobres ahora eran más pobres. La idea de la justicia popular poco lucía; los mismos que durante el carnaval vociferaban, ahora en el poder asumían en silencio las verdades de la vida.
Ni en sus mejores momentos fueron más de un tercio, pero el 18 de octubre de 2019 fue el tercio que se hizo notar y que influyó en la masa desprevenida. Y si resalto algo bueno de todo esto es que ya no hay a quién culpar de las desgracias del país.    

sábado, abril 06, 2024

Leer a Bukowski

Leer a Bukowski me divierte, lo que es harto decir, y me plantea dudas. 
Cada libro que cae en mis manos condiciona mi estado de ánimo. Me levanto con Auster y ya sé lo que me espera; momentos de placer, pero raros; personajes con problemas de identidad y personajes fantasmas, el autor convertido en personaje, el personaje con el nombre del autor, yoes múltiples casi hasta el infinito. Borges lo supera en eso, dice lo mismo pero en forma sosegada, imprime en el alma una sensación de ironía, como de desdén accidental. Es tan grande su superioridad que no lo puede evitar. En una de sus clases en la universidad -recogida en un libro- contaba que corrigió a unos ingleses acerca del mensaje que contenía un letrero en un pueblo chico de Inglaterra. Ellos erraban en su significado y él los corrigió en su propia tierra, sin vanidad, al menos en apariencia. Leer a Borges siempre es un agrado, si estamos preparados para agachar el moño, y perdonándole sus trucos, a los que todo escritor tiene derecho. 
Leer a Teresa de Ávila es meterse en honduras, aunque escriba en fácil, es tomar conciencia de lo poco que vale uno, de las montañas de vanidad apozadas detrás de nuestras aparentes buenas intenciones; todo estriba en creerle lo que siente y no intentar darles explicaciones científicas, psicológicas, hasta patológicas a sus mensajes. Cómo se ha de sentir uno cuando lee que mientras está de rodillas en el templo Dios le toma el cuerpo de los pies y se lo levanta delante de las otras monjas, qué ha de de ser eso sino éxtasis místico.
Leer a Carla Guelfenbein es una prueba de paciencia y un desafío al alma para que esta no se entregue a la ira, cómo puede alguien escribir de esa manera y vender libros y ganarse el premio de 140 mil dólares de la editorial que la promueve al tiempo que organizó el concurso
Dos mujeres, ¡cuánta diferencia! 
Y sin embargo escribe bien, lo de Carla no es con mala intención, hace lo que le dicta su espíritu, no tiene errores, es loable su objetivo, hay trama e historia, ¡pero me dio una rabia!, menos mal que ya devolví el ejemplar en la biblioteca, leído hasta la última línea, testimonio de perseverancia y masoquismo. 
Leer Textos de Frontera es arrimarse a una hipótesis pretenciosa, que no puede ser más rebuscada, arrimarse a un invento de principio a fin, que pervierte al lector al convertirlo en voyerista de un onanismo literario. Leer lo que escribe Roald Dahl es maravillarse con argumentos ligeros para terminar aburriéndose un poco; leer Paris Review es asomarse a los secretos de los grandes, que no sirven de mucho; Roth es un judío neurótico que se ama a sí mismo, destaco lo de judío porque él se encarga de subrayarlo en sus libros y en las entrevistas que concede. 
Leer a Jorge Marchant es leer a mi compañero de curso, lo leo con cariño y recuerdo nuestro paso por la agencia de noticias Orbe, sección Crónicas, él como cronista, yo como fotógrafo. Pero no puedo dejar de experimentar la sensación de estar cayendo a una especie de túnel del tiempo, no me refiero a la época en que se desarrollan sus historias sino al lenguaje. Es como si el pasado hermanara la trama con la escritura. 
Leer a Bukowski es vivir un sismo de mediana intensidad. A las diez o quince páginas uno ya se acostumbra a las resacas (quiero decir que ya se las espera, ya se las echa de menos, alegran la mañana) se acostumbra a las peleas a combo limpio, a sus visitas al hipódromo, a la sensación de no tener nada y de aspirar a nada, de estar echado en la cama a la una y cuarto de la tarde escuchando música de Mahler con las cortinas cerradas, a los bares de mala muerte, a la ronda de putingas, a los recitales de poesía y a sus aspiraciones de escritor que no renuncia a sí mismo pero que con los años se va poniendo blandengue, incluso se acostumbra uno a las traducciones españolas, tomar por culo, chavales, vamos a por ellos. Con el correr de las páginas surge el Bukowski sensible, no era tan duro, él mismo hace que se lo echen en cara sus conocidos y conocidas, queda claro que sobre todo es un artista viciado. Y de pronto cambia del cielo a la tierra al conocer por fin a una persona a la que admiró por años; se vuelve tierno, cariñoso, ubicado, todo un caballero, como alguna vez nos ha pasado a nosotros mismos cuando se nos ha puesto por delante un viejo maestro que se va a morir. 
Allí es donde me entran las dudas con Bukowski. Porque no había un Bukowski, había dos bukowskis.   

jueves, abril 04, 2024

El vicio, las ideas difíciles, el dolor y los tormentos

Lo esencial es relativamente fácil de explicar. El vicio se nutre de culpa y es gozoso; se desea caer en sus garras porque da un respiro; descreo del que lo confiesa arrepentido a los pies del confesonario entre las tinieblas.
Las ideas difíciles, las fórmulas, son propias de especialistas. Si se las estudia durante un tiempo, unos veinte a veinticinco años, resultan ser juego de niños, desprovistas de genio. Son como decir voy llegando a la esquina y cuando llego diviso otra esquina.
El dolor y los tormentos paralizan. Se hace uno la pregunta de si allí está la verdad o por qué no resisten análisis. Simplemente paralizan, lo dejan a uno botado, aguardando el milagro que vendrá y que siempre ocurre.
Cuando me llegue la hora preferiría morir de un ataque al corazón, sería perfecto.  

martes, abril 02, 2024

Qué pasará con las ranitas

Cuidado con la temperatura ambiente 
Cuidado con los giros de la historia
Ustedes parece que no reparan en los giros de la historia
Se dejan llevar por la corriente porque piensan que la corriente es la cara de la normalidad
Olvidan las corrientes que corren por abajo
Por qué Constitución y por qué Constitución
Parecía tan normal pero nadie se lo imaginó poquito antes
He ahí un ejemplo sacado del libro de los generales después de la batalla
Pensaban una cosa y después pensaban otra cosa Normal
Entonces cuidado con la paz que te rodea
Ni siquiera te puedo aconsejar que la alimentes con tus actos
De pronto llegan vientos de guerra y estamos hasta las masas
En la vida todo tiene justificación, hay razón para todo, no hay hechos estúpidos 
Estúpidos sí, claro que eso se ve con los años
Fácil
Volvemos con los famosos generales
Cuidado con los bienes, con la salud, con el amor de tu señora, con el ojo del que pasa por el lado
Cuidado con lo eterno, lo imperecedero, lo invariable. No te fíes
Nada asegura que el dolor sigue doliendo
Que la  mala racha es perpetua
Que los pasos se pierden 
He aprendido en esta larga vida que la vida tan larga no es
Es cortita
El cerebro es un baúl lleno de recuerdos sin ton ni son 
La niñez está a la vuelta de la esquina 
He aprendido a agradecerle al destino
Cuando se aparece la mala suerte
Pero la gran pregunta es otra
Qué pasará con las ranitas si el hombre emigra a Marte
Habrá que llevar unas cuantas
YA PERO Y LAS OTRAS

miércoles, marzo 20, 2024

Carta al director

Señor Director

Yo nací en una población obrera. A lo largo de toda mi vida no hice más que trabajar para mi empleador, quien cada mes me descontaba religiosamente de mi paga los impuestos que mandataba la ley. Como no se podría afirmar que he sido un boratata, pude ahorrar en forma metódica, de modo que al momento de jubilarme disponía de un dinero a buen resguardo.
Ahora observo que esa voracidad insaciable que caracteriza al Estado, semejante a la voracidad de las hienas, me ha ido cercando por todos los flancos, y está logrando extraerme la sangre de mis venas, año a año, a través de su esbirro omnipotente, el Servicio de Impuestos Internos.
Ya puedo adivinar que cuando me quede lo justo para sobrevivir retirará sus fauces de mi garganta y dejará en paz lo que reste de mi vida; no le faltarán nuevas víctimas, a las que primero olfateará y luego desplumará. De este modo, en vez de premiarnos por nuestra sensata conducta ciudadana, nos habrá sacrificado en pro de la justicia social, a tantos millones de inocentes como a mí.  

S.M.L.

domingo, marzo 17, 2024

La vida, sin auto

Ya va siendo hora de relataros las peripecias que esta alma en pena ha vivido durante los últimos cuarenta días en que no ha podido disponer del vehículo de su propiedad, debido a una falla eléctrica. Lo usaba, como es de estricta lógica inferir, ya fuese para el desplazamiento regular hacia el pueblo, y cuando llegaba el caso, desde el pueblo a su cabaña, ubicada a tres kilómetros y doscientos metros de la esquina donde se halla la sucursal de BancoEstado, uno de los puntos de referencia de Frutillar Bajo; digamos, su límite norte, siendo el límite sur el Teatro del Lago. Entre ambos edificios se extiende una breve y hermosa costanera de unos ochocientos metros. No es el momento indicado para describirla, pero ya que estoy en eso, diré que destacan en ella las pocas casas de colonos alemanes que aún se conservan en pie, las iglesias católica y luterana, más bonita la luterana que la católica, el muelle desde donde incia su viaje turístico el barquito que recorre una parte del lago Llanquihue, el cuartel de bomberos, un par de cafés, el Chucao y el Herz, ambos en calles perpendiculares a Rodolfo Philipi, nombre de la costanera; la cervecería La Tropera, que vende una fantástica Strong Lager de 7,6 grados de alcohol; esa cerveza llena todo mi gusto y la consumo antes de retornar a mi cabaña, cada vez que bajo de la biblioteca, alrededor de la una y media de la tarde, lo que equivale a hacer un aro en el camino, un momento de socialización con las encargadas o encargados de la barra, momentos que me recuerdan que aún tengo lengua y cuerdas vocales para hablar, y tal vez alguna idea para ensayar.
Corría el fatídico domingo 11 de febrero, Frutillar se hallaba plagado de turistas. Salí del supermercado, encendí el motor, el auto corcoveó y se detuvo. Qué saco con hablar de la causa, si hasta el día de hoy no la conozco. Así que ahí quedó el pobre, varado en la calle, a la intemperie, en pleno centro de Frutillar Alto y yo, con lo ansioso que soy, imaginando las peores tragedias mientras lo abandonaba como se abandona a las personas que uno va a ver al hospital, claro que sin enfermera que lo cuide por la noche. El autito parecía que se hubiera puesto a llorar en silencio mientras me iba alejando de él, nadie me sacaba de la cabeza que lo suyo al mirarme a la distancia era un ruego de perdedor, ¡no me dejen solo, me van a robar, me van a romper los vidrios!, cara de angustiado le encontré.
El pobre durmió solo. A la mañana siguiente lo fui a ver. Ahí estaba. Donde mismo. Ya era lunes, hacía frío, estaba soleado, ese sol filudo del sur que en este caso derivó pronto en un sol veraniego, amigable. Sin recriminaciones, muchacho, somos amigos, creíste por un minuto que te había abandonado, ¡pero cómo! si te necesito más de lo que tú a mí, ¿no lo entiendes? Mi mente desvariaba pero en el fondo estaba relativamente calmado. Nadie se lo había llevado, nadie le había quebrado ningún vidrio; ahora solo era cosa de que lo viese un mecánico.
La tentación del masoquista que late en mis venas me lleva a escribir sobre la de manos que se han metido a resolver el problema, empezando por la del carabinero Jonathan, que se hace pasar por experto en configurar llaves desconfiguradas en sus horas libres, poseedor de secretos revelados a través de sus misteriosos escaners y otros aparatos aún más raros confeccionados para detectar mágicamente la falla, cualquier falla en el arranque, salvo la de mi auto, lo siento caballero, no me anda, no hay caso, mañana vuelvo, hay que meterse en la cablería, aquí tiene la llave, ¡pero cómo!, parece un esqueleto, es que tuve que sacarle el chip y para eso había que romper la goma, pero se lo puse de nuevo y lo pegué con huincha aisladora, cuidado, no se le vaya a soltar; a todo esto con mi hijo, mi nieto y mi nuera veraneando en la cabaña, sin poder desplazarlos a ninguna parte, obligados a la solución Uber, que acá es mahometana no más, hay como tres autos y nunca acuden, rara vez, una de cada quince.
Mis buenos momentos se han reducido a muy poco, los malos priman. La categoría de mis sueños ha vuelto a teñirse de castaño oscuro, color de hormiga, como se dice. Algunos los consigo recordar, a mi pesar. Lo que vale es que a mitad de la noche despierto con la sensación del vago malestar, cercano al miedo, de la persona que ha perdido la fe. Antes de volver a dormirme alcanzo a pensar: se me viene todo un nuevo día por delante. 

(Sigue)

sábado, marzo 09, 2024

Qué vendría siendo el paraíso

Descartando las fuentes sagradas que trocaron en clichés, el cliché del jardín del edén, el cliché de los ríos de leche y miel, el cliché de la luz eterna sobre un fondo de nubes de algodón, el del vergel en medio del desierto, el de los palacios en el cielo, incluso el de los amantes que se reúnen para siempre en un solo corazón...
... a mi edad y para mí la mejor definición del paraíso vendría siendo una tarde tranquila, sin nubarrones de deudas atrasadas ni deudas por pagar, un saldo razonable en la cuenta, buena digestión por la mañana, una breve siesta previa, mi esposa a mi lado, tomados de la mano o cada uno en lo suyo, buena salud y sin apuros económicos mi descendencia, tranquilo mi país, la perspectiva de un libro que seguir leyendo, una historia que seguir contando, un partido de fútbol decisivo por la televisión, un par de copas de whisky mirando las estrellas bajo el frío de la noche del sur.
Hoy por hoy no espero más que eso, y bastante es lo que estoy pidiendo.

martes, febrero 27, 2024

Réquiem por Maluco

Llevo varios días pensando en escribir sobre la suerte de Maluco. Me preparaba para comenzar esta tarde, pero por la mañana, en la biblioteca, bajo el poderoso influjo de las "Notas de un ventrílocuo", de Germán Marín, recordé de pronto esa noche que viajaba en una micro destartalada a la que logré subirme en Arica, con el objetivo de volver a Rancagua. Se me imagina que en toda la historia que pasaré a narrar, no sé bien en qué orden, se esconde una oscura asociación, de tal manera que los cabos sueltos deberían unirse al final. Es mi pretensión, pero si no la materializo en estas breves páginas sospecho que algo intangible habré ganado en el intento.
Me había desplazado al norte afectado por un arranque de idealismo; había viajado a vivir la experiencia del trabajo del obrero, para este caso un trabajo consistente en la construcción del alcantarillado en una humilde población de la última ciudad nortina del país. Tenía 17 años; fue una experiencia fascinante. Supe lo que era laborar de sol a sol, con los rayos del desierto hiriendo la espalda, supe lo que era devorar los almuerzos que nos fiaba el posadero del vecindario, y que liquidábamos religiosamente cada vez que recibíamos nuestra modesta paga; supe lo que fue echarse irresponsablemente en la arena un domingo en la playa de La Lisera, lo que me costó una grave insolación y la formación de llagas en los hombros que debí soportar durante esa y las demás semanas, echándome sacos de cemento al hombro. Conocí la generosidad y el cariño que el obrero chileno de esa época les brindaba a estudiantes universitarios como nosotros; grité el gol de Colo Colo en el partido que escuchamos por la radio y que le dio el campeonato en ese mes de enero de 1971. 
Esa vez, y porque era de pocas palabras, me fui ganando fama de inteligente, como si una cosa tuviese que ver con la otra. Un domingo que disfrutábamos de un asado de cabrito en el valle de Lluta, ya pasados de copas, el capataz, que era el padre de uno de mis compañeros, me ofreció la palabra para que opinara sobre el tema del que se hablaba, un asunto muy serio. Un enorme lagarto nos miraba soñoliento desde una piedra cercana, echado al sol. Se hizo un grave silencio; me preparé para dar mi discurso, pero al oír mi voz pronunciando un par de insensateces me di cuenta de que no tenía nada que decir. Nadie pareció percatarse de mi estupidez; la reunión al aire libre prosiguió hasta el atardecer y volvimos al pueblo.
La micro de la que hablo no pertenecía a empresa alguna; dada la escasez de pasajes se ubicó de pronto en un rincón del terminal; el ayudante voceó la capital de Chile como destino y se llenó en minutos. Logré meterme casi a la mala, de modo que me resigné a viajar de pie los dos mil kilómetros que separan Arica de Santiago. Afortunadamente a la altura de Iquique me pude sentar en el pasillo, sobre un cajón de manzanas, y en Antofagasta por fin agarré un asiento. 
Esa noche iríamos en algún kilómetro de ese espacio interminable que media entre Antofagasta y Copiapó cuando la micro se detuvo. Serían las tres de la mañana.
Algo había pasado en el camino. Los pasajeros bajamos, algunos aprovecharon de orinar. Más allá de la berma, a unos cinco metros del asfalto, sobre la costra de tierra infértil, vimos un auto volcado. Fuera del auto había un cuerpo inerte, un cadáver del que emanaba una sangre viscosa que iba enturbiando la tierra. A su lado, su compañero de viaje, su amigo o su hermano, lo lloraba a gritos; el llanto se perdía en el desierto, era la única vibración que le daba sentido a la noche, transformada en una boca de lobo, a falta de luna. El deseo de ser partícipes de la tragedia, el deseo de mirar, de acercarse al muerto, primó en nosotros, los pasajeros. Al darse cuenta de que tenía compañía, el sobreviviente suspendió su clamor, dirigió una mirada furiosa a la masa informe que lo rodeaba y prorrumpió en maldiciones enloquecedoras hacia todos nosotros. A mí se me pusieron los pelos de punta, porque sentí que deseábamos prestar ayuda y como nada podíamos hacer, nuestro papel en esa puesta en escena era el de mirones; eso era lo que nos clavaba a la tierra, no otra cosa. Saciado el malsano apetito subimos a la máquina y la micro prosiguió su viaje. Al volver la vista atrás, el desierto se tragó en segundos la imagen del auto volcado y de los dos hombres, el uno vivo, el otro difunto.
No es que esa experiencia me haya abierto al mundo de la muerte, tan presente hoy en mi edad dorada; pero sí puedo afirmar que aportó su grano de arena, que sumó en la preparación de la mente y del cuerpo a la verdad más inevitable, poderosa e ininiteligible de todas. Como era de prever, al llegar a Rancagua a disfrutar de los días de veraneo que me quedaban antes de volver a la universidad, echado al sol sobre la toalla en el césped de la piscina de la Braden, rodeado de chicas en bikini, ya había olvidado la experiencia; a lo más se pudo haber colado en el relato de mis tantas aventuras ariqueñas. Hoy se me presentó bruscamente, leyendo un libro de Germán Marín que desplazó mi intención de escribir sobre la suerte de Maluco, el toro que mantenía corto el pasto del lugar en que vivo.
Marín, quien hace pocos años llegó a ocupar el aposento que el tártaro le tenía reservado, escribió que una madrugada fue testigo de un accidente de un vehículo de Tur Bus que bajaba por Agua Santa, en Viña del Mar. En la calzada había tres cadáveres cubiertos de diarios; esa visión le generó un insomnio que le duró varias semanas. Yo he tenido un insomnio parecido en estos días, pero por otras razones; desde luego, no a causa de la partida de Maluco, ya que ante esa situación vivo una suerte de melancolía filosófica, de exhibicionismo del dolor; no llega a tanto mi sensibilidad poética; ni se le acerca a la de Keats ni menos a la de una joven de la que leí que desfalleció al momento de ingresar a la iglesia de la Santa Cruz de Varsovia, donde se guarda el corazón de Chopin.
Como decía, Maluco me sacaba de apuros y me cortaba el pasto gratis. Lo acompañaban dos caballos corraleros, buenos para morder el pasto hasta la raíz, para hacer hoyos con las pezuñas y para revolcarse en la tierra que iban formando. La bosta de Maluco era aplanada, la de los caballos, redonda. Las dos sirven de abono, pero la de los caballos es más visible, molesta a la vista. Ninguno de los tres pacen hoy en la parcela; los caballos se fueron al terreno del frente y a Maluco también se lo llevaron. Días atrás dos hombres descendieron de una camioneta cuatro por cuatro y me pidieron permiso para entrar a la parcela a estudiarlo. "Bonito el animal", "debe pesar unos 600 kilos", "se ve mejor de lo que pensaba", se decían el uno al otro, mientras le tomaban fotos. Maluco los observaba con esa mirada inocente y cansina de los bueyes y volvía a fijar la cabeza en el pasto, mientras con la cola espantaba a las moscas. 
Yo ya le había perdido el miedo. Todas las mañanas desprendía el seguro que lo encadenaba al fierro de cincuenta kilos que le fijaba el radio de diez metros que le permitía la cuerda a la que se hallaba atado; luego lo conducía al bebedero, en una esquina de la parcela. Maluco me seguía mansamente, hundía el hocico en el agua y bebía con los labios cerrados, bebía unos diez a quince litros de una vez, entonces se relamía la nariz con la lengua, dos a tres veces, y se quedaba quieto frente al bebedero, señal de retorno. Volvíamos, lo encadenaba al fierro, lo cambiaba de posición y lo dejaba comiendo. Así fue nuestra relación durante un par de meses, hasta la llegada de los visitantes.
-¿Se llevan a Maluco?
-El jueves que viene lo venimos a buscar. Nos gustó.
-¿Cuánto pesa?
-Unos 600 kilos.
-¿Cómo calculan el peso?
-Al ojo. Al carnearlo se corta una paleta y el peso de la paleta se multiplica por cuatro y da el peso exacto. Este andará por los 600 a 650 kilos, mejor de lo que pensábamos. Un animal de 600 kilos da 300 kilos de carne, lo demás se bota.
-¿El cuero lo aprovechan?
-No, se bota. Hay gente que hace alfombras, pero es mucho trabajo.
-Le llegó la hora a Maluco...
-Pero no va a sufrir. Con un balazo en la frente muere al tiro.
Los hombres subieron a la camioneta, negociaron el precio por teléfono y en dos minutos quedó sellada la suerte de Maluco. Esa misma tarde lo cambiaron a una de las parcelas de sus dueños, frente a la mía. Ayer llegué tarde, miré al frente y no estaba. Supongo que en el momento en que pretendía escribir estas líneas sobrevino el trámite.
Extrañamente, en el mes de febrero, clímax de la época de verano, como decir agosto en Europa, con la playa de Frutillar colmada de turistas, me he llenado de pensamientos y sensaciones trágicas. Vino a verme mi hijo y mi nieto y justo se me echó a perder el auto. Quedamos inmovilizados en la cabaña, a tres kilómetros del pueblo, lo que nos obligó a hacer dedo como hábito diario. Hacer dedo depara grandes sorpresas; con mi mujer nos hemos hecho de dos excelentes nuevos amigos que nos rescataron en el camino bajo un caluroso sol impropio de las tierras patagónicas, un matrimonio conformado por un argentino y una rusa, él veinte años menor que nosotros, ella, treinta. Tienen dos niñas preciosas y la familia entera es muy amigable. Pero el auto malo es fuente de tensiones y cálculos económicos que se van disparando a medida que lo ve un mecánico y otro y otro. Es un problema no resuelto; odio los problemas no resueltos, la vida es una suma de problemas no resueltos y a estas alturas me siento vulnerable, poco preparado para enfrentarlos. Cómo he deseado volver a ser hijo este mes de febrero, de esos hijos irresponsables de diez a doce años cuya única misión es sacarse buenas notas, hijos llenos de ilusiones y ganas de disfrutar del verano, cómo he deseado lanzarme a nadar a las aguas del lago y mirar las nubes, flotando de espaldas. Pero así no se me están dando las cartas de la baraja. Surgen problemas de salud, hay un familiar muy cercano que se ha visto en apuros; las noticias no eran halagüeñas, pero hoy van mejorando. Hace tiempo que no le rezaba a Dios y a la Virgen por estas cosas. Dios parece que no escuchara y la Virgen tampoco, no deseo pasar por escéptico ni ateo, pero al repasar los logros divinos tiendo a pensar que no es Dios el autor de los milagros, a pensar que no existen los milagros, pero sí existe un alma resignada al oír su propia voz, al sentir su fragilidad, al entregarse al destino. Vaya uno a saber...
Cuando se llevaron a Maluco tuve un presentimiento: ¡Se sacrificó por mi nieta! y me sentí algo aliviado. Puede ser cierto aquello de que las almas nobles de los animales dejan su lugar en la tierra por la vida de un ser humano muy querido. Si ha ocurrido así, Maluco goza de la luz eterna en el cielo.
Debería darle un poco más de espacio al párrafo sobre la divinidad, me quedó dando vueltas, debería detenerme aunque fuese un par de minutos, por respeto a la idea. No creo en Dios, más bien no sé si creo en Dios, ansío creer; rezo con fe y luego me sumerjo en el mundo en el que vivo. Me doy cuenta de las variantes, de lo que rodea la aureola de mis rezos, y sigo transitando. No logro desprenderme de esa imagen  del Dios que ve, entiende, juzga y ordena desde lo alto, no me cabe en la cabeza la existencia de ese todo anterior a todo y posterior a todo, ese todo nacido en la tiniebla y que volverá a la tiniebla y continuará gobernando cualquier fenómeno que se asemeje a vida, movimiento, espacio.
Es un hecho de la causa que mi ánimo se hunde cada cierto tiempo en la depresión y la angustia. Basta una minima circunstancia para que se desencadene la sensación, y siempre me hago a la idea de esperar días, semanas, para que desaparezca. ¿Es la parte infinitesimal de la creación divina? Allá por los años ochenta viví uno de esos episodios, que duró semanas, tal vez un mes, dos meses. Una tarde me hallaba en la oficina y fui al baño, sumergido en un sentimiento de derrota. En el urinario me sonó un clic mental. ¿No habrá llegado el momento de dejar de autoflagelarme?, creo que pensé. Salí optimista. Había expulsado al fantasma de mi cuerpo.
Cuánto desearía ser Maluco, el toro manso que se alimenta y levanta la vista, come y duerme, camina en círculo sin chistar, absorbe la lluvia y el sol, espanta las moscas o las sufre. Y muere sin advertir el cañón que lo apunta, porque sus ojos no ven bien de frente, están hechos para hacerse a un lado.
Tal vez este desorden narrativo podría resumirse en el sueño que tuve anoche. Subí a un bus lleno (¿la micro de Arica?) desconfiando de los pasajeros. Para pagar el pasaje debí sacar la billetera y se alcanzaron a ver unos billetes grandes, me dio miedo. En otros sueños hay personas que se me acercan y me amenazan como los perros que atacan por detrás, y yo les doy de patadas que me hacen despertar. Aquí no hubo nada de eso; los pasajeros redujeros sus amenazas a gestos ambiguos. Sin embargo, había que cambiarse de sitio, y así fue como me deslicé a un espacio más cómodo, un poco más caro, pero adaptado a mis necesidades. Elegí un sofá con una mesita de arrimo, donde me instalé a mis anchas. Todo en ese nuevo espacio del bus destilaba uso, descuido, decadencia. La comida no era cara; me incliné por el menú de la casa. En una salita reservada, del porte de un baño, mi compañero se ladeó, cambió de ángulo, y le vi la cara (entonces me enteré de que este viaje lo hacía con un compañero, no andaba solo por la vida). Su rostro gastado lucía amargado, ojeroso, amoratado en las mejillas; rostro desilusionado, casi pegado a un cenicero cubierto de colillas de cigarro. Me habló con la mirada, una mirada desoladora. Adiviné que se trataba de mi otro yo, no me gustó nada saberlo y la inquietud me hizo abrir los ojos. Serían las tres de la mañana.

jueves, febrero 01, 2024

Dilema

Profundizar en el detalle o intentar una irreflexiva pincelada general. 
He allí la cuestión que se presenta con la edad.

jueves, enero 25, 2024

Su Majestad Carlos III acude al urólogo

Sabido es que los hombres deben visitar al urólogo cuando se han hecho mayorcitos; esto vale para reyes, bomberos, empresarios, apostadores de casinos, hombres buenos, trabajadores a honorarios, empleados municipales e inquilinos. La mayoría le saca la vuelta a tal responsabilidad; algunos, no pocos, exhiben rasgos de presunta hipocondría visitanto al especialista dos y hasta tres veces en el año. Precisamente por estos días el cable nos trae la noticia de que Su Majestad el Rey Carlos III del Reino Unido ha ido a dar al despacho de su urólogo de cabecera, ignórase si por primera, segunda o cuarta vez. Tampoco se ha dado a la publicidad el nombre y el domicilio profesional del galeno que lo atendió, aunque es de suponer que se trata de un urólogo londinense de fama mundial quien, sometido a una cláusula leonina que lo puso entre la espada y la pared, ha de haber firmado un juramento que le impide revelar cualquier atisbo de relación con su mayestático cliente.
No vamos a caer en la bajeza de recordar el chiste del paciente que sucumbe a cada uno de los requerimientos, mejor dicho extrañas sugerencias de su doctor al momento del examen, paciente al que finalmente se le enciende una débil luz en su mente sugestionada y con todo respeto le solicita humildemente a su médico "si pudiera cerrar la puerta de su despacho doctor para que la gente que pase y mire no vaya a creer que me está culiando". Chistes como esos no contribuyen al bien ganado prestigio de tan loable profesión, de modo que no caeremos en el mal gusto de contarlos.
Puedo dar fe, eso sí, merced al trabajo investigativo de ciertos contactos de los que dispongo, de algunos detalles de la visita que el Rey Carlos III le hizo a su urólogo de fama mundial. 
Una vez descartado el ingreso por la ventana, por razones obvias, Su Majestad hizo ingreso a la oficina del doctor por la puerta, como todo el mundo, aunque con dos importantes salvedades. La primera fue que además del Rey el doctor no recibió a paciente alguno esa tarde, porque la visita fue en la tarde, no en la mañana. La segunda fue que acudió de incógnito, para lo cual sus ayudantes de cámara le acomodaron en su rostro una barba con bigotes, además de unos anteojos de voluminoso marco. Una vez adentro, y con la puerta cerrada, el diálogo habría sido el siguiente.
Buenas tardes Su Majestad, tome asiento.
Gracias doctor.
¿Trajo los exámenes?
Aquí están.
(El médico va leyendo los papeles sobre su escritorio con leves interjecciones como mmm... ah... mm... ¡hummm!... ¡oh!... mmm, hasta que los vuelve a meter al sobre y dictamina).
Colesterol pasadito, glicemia dentro del rango... un poquitito alto el antígeno... tenga la bondad de pasar a la camilla por favor.
(El Rey mira de reojo los dedos del doctor mientras se levanta y se sienta en la camilla. Esa mirada le permite conjeturar a quien habla que se trataría de la primera visita a este médico, aunque también podría deberse a un gesto reflejo).    
Bájese los pantaloncitos y los calzoncillos y ponga las rodillas en el pecho, afirmándose las piernas con las manos.
¿Y la capa y la corona, doctor?
Dejéselas puestas, Su Majestad. No influyen.
¿Duele?
¡Para nada!
¿Y esa cremita doctor?
Tranquilito... tranquilito...
¡Ay!
Ya está. Vístase no más.
¿Me puedo sentar?
¡Claro que sí, Su Majestad, faltaba más, no fue nada del otro mundo!... Otro gallo cantaría si tuviera almorranas, je je... disculpe el alcance... pequeñas licencias de la profesión.
¿Qué hacemos ahora doctor?
¿Hacer respecto a qué, Rey Carlos III?
A lo que viene ahora.
Ah, ¿quiere que le sea franco?
No doctor, quiero que me mienta.
Bien. Entonces le cuento que tiene la próstata de un bebé. 
¡Esa mentira no me gusta, porque me permite extraer conclusiones preocupantes!
Entonces mejor le digo la verdad, Su Majestad Rey Carlos III.
Bueno.
Tiene la próstata de un bebé.
¡Ah, qué alivio, doctor!
La próstata del porte de un bebé de unos cuatro kilos y medio. Disculpe Su Majestad, se lo tenía que decir. Dura lex sed lex.
¡Shit!, por eso me cuesta tanto mear.
Así es Su Majestad. Bien grandecita la tiene.
¿Y qué podemos hacer ante este cuadro? ¿Qué le diré a mi pueblo?
Por de pronto se va a tomar estas pastillitas antes de evaluar una posible intervención quirúrgica. Pero no se preocupe, ahora no es como antes. En media hora estamos listos. Ambulatorio. Hay que tener cuidado eso sí de no pasar a llevar el nervio del pico.
¿El nervio de qué, doctor?
La nervadura que induce la erección del miembro viril. Uso un término vulgar para que no queden dudas, Su Majestad. Disculpe la pregunta, pero, ¿aún mantiene usted relaciones sexuales cuerpo a cuerpo? 
Asiduamente, doctor.
Bueno saberlo. Tendremos sumo cuidado entonces con el nerviecito. Y ahora puede irse tranquilo a casita. Vuelva en quince días y ahí tomamos la crucial determinación.
¿Cuánto le debo doctor?
Cómo se le ocurre que le voy a cobrar a un Rey, Su Majestad. Aunque...
¿Sí? Diga, doctor.
Si pudiera meterme en la lista de los candidatos a caballero de este trimestre...
¡Yo lo nombro caballero mañana mismo, si me salva el nerviecito!

sábado, enero 06, 2024

A merced de los rateros

Mientras me hablaba con esa confianza de las mujeres que apoyan la cabeza en el respaldo del sofá y cruzan un brazo bajo el cuello, yo sentía que se me acercaba demasiado. Éramos buenos amigos, es verdad, y ella se las ingeniaba para embriagar con su pelo corto y ondulado y sus labios gruesos y sus ojos grandes, almendrados, pero la amistad conlleva ciertos límites tácitos. Sin embargo, ella se aprestaba a traspasar el umbral, lo noté en sus ojos que miraban decididos, y en su sonrisa. Y tal como lo preví segundos antes, se me puso frente a frente y me estampó un beso en la boca.  
Su casa era un laberinto de piezas, dispuestas como los vagones de los coches dormitorio. Para transitar de pieza en pieza había que caminar por pasillos laterales. Estos pasillos eran de color crema y no eran angostos, como los de los trenes, pero sí interminables, lo que daba una idea lejana de la gran superficie de la casa. Fue entonces, cuando estábamos por llegar a la habitación principal, la pieza del pecado, por usar la metáfora más acertada, que tomé la decisión.
Ese beso no me llevaba a ninguna parte; ella se había equivocado y yo no sería el manso corderito debilucho que cedería a sus deseos encendiendo los míos. Había pasado mi cuarto de hora.
Serían las dos y media de la mañana cuando abandoné su casa. ¡Diablos!, no me había dado cuenta de que quedaba tan lejos, tan a trasmano. La esquina era una pasta grisácea, se asemejaba a un óleo oscuro y difuso, parecido al de los pintores que ansían lograr la fama con pinceladas bravías. Era mucha la gente que esperaba locomoción, y las micros pasaban llenas bajo la luz mortecina del poste de alumbrado público. Estaba en problemas, ninguna de ellas me servía; opté por tomar cualquiera que al menos me dejara a unos kilómetros de mi casa, pero eso tampoco resultaba fácil. Del atado de billetes que portaba en el bolsillo del pantalón intenté sacar uno para pagar el pasaje, pero en la maniobra el billete se enredó con otros y no hubo forma de esconder el fajo en el bolsillo, para que no se viera. Ahora sí que estaba a merced de los rateros. Debía de haber muchos de ellos confundidos con la multitud. De modo que buscaba en vano la micro que me sirviera mientras oteaba en todas direcciones, tratando de adivinar de dónde vendría el ataque.
El ataque llegó de improviso, de manos de un hombre maduro que abrió la puerta de otra casa, salió a la calle y me agarró por detrás, de la cintura. Traté de agacharme; comparamos fuerzas y hasta donde tengo entendido no pudo salirse con la suya.