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domingo, agosto 11, 2024

Un domingo en el hotel Elún

Se acaban de ir. El vestíbulo, que también es recepción, bar, comedor, estar, todo dispuesto alrededor de la gran chimenea, vuelve a quedar vacío. Se fueron las voces, las risas, los intercambios de palabras, las acotaciones, los planes inmediatos, el optimismo que se les despierta a los pasajeros que abandonan los hoteles al mediodía, cuando tienen algo más que hacer.
Y qué hay de mí? Nada trascendental; vuelvo a quedar solo con la música del parlante, siempre la misma canción de Adele, todos los domingos es igual; la dulce Pía, sirviéndome el mismo café de siempre, antes de que se lo ordene, la joven de lentes sentada frente al pc de la administración, en mis manos el libro Vida, de Santa Teresa.
No puedo creer que siga dudando de las visiones de la santa, al leerlas se me vienen a la mente los delirios de Bernardo Lazcano Mella, el personaje de mi libro de crónicas; en algo se parecen la intensidad con que describen la presencia, la visita de Jesús y de Dios a sus almas, y el dolor, la extenuación que les deja la experiencia, una vez acabada. Yo siempre leí con respeto las palabras de ese loco, aunque para mis pocos lectores no sean más que una chifladura de marca mayor y su historia suelan pasarla pronto al olvido. Es curioso que eso mismo pensaran hasta los mismos confesores de la santa. La invitaban a rechazar sus visiones, de las que aseguraban eran muestras de la presencia del demonio. Hoy se diría de visiones como esas que constituyen la prueba de un síndrome mesiánico, delirios místicos. Desde luego, en aquel tiempo las rechazaban porque ninguno de esos católicos ejemplares había vivido ni vivió jamás algo así.
Conforme avanza el tiempo y la vista se me cansa, la sensación que se apodera de mi cuerpo es de serena placidez, sensación lindante con el aburrimiento, con la comprobación de ausencia de emociones; el vaso de agua que acompaña al café me hace ir una, dos, tres veces al baño. Es un vaso grande, a esa hora me provoca ese efecto. Tal vez se deba a la blandura del sofá o al líquido que consumí antes, al desayuno, en mi cabaña. A la otra posible causa no me voy a referir, ni por broma: ya un gran amigo está padeciendo sus efectos, recibiendo rayos cada martes hasta que complete el tratamiento. 
Sea como fuere, las mañanas de los domingos siempre son iguales: salgo de la cabaña, tomo el auto, llego al hotel, me sirven lo de siempre, saco del estante el libro de la santa, que se halla siempre donde mismo, lo abro donde lo dejé marcado con una boleta, avanzo diez páginas, busco luego otro más simple, divertido, crónicas de cine. De pronto y sin aviso, alguna idea, el contenido de la lectura, algo que mis sentidos captaron, me fuerzan a sacar el lápiz y un pedazo de papel en blanco, que siempre es el reverso de una boleta, y escribo. Esta vez fueron las voces a mi espalda, las alegres voces que daban por terminada la estancia de fin de semana en un hotel, las voces que se iban. 
Para no ser menos me levanto, pago la cuenta, me despido y yo también me voy.

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