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viernes, diciembre 31, 2021

Queridos amigos...

Tengo pocos amigos, pero muy buenos. A todos ellos (a todos ustedes) sin excepción, les deseo un feliz año 2022. 
Amor, dicha, prosperidad, buena salud y buen ánimo, cuando toque enfrentar malos tiempos. Y algo que para mí es como un tesoro escondido y efímero: optimismo y alegría.
¡Felicidades!

sábado, diciembre 04, 2021

El auto y la araña

Hoy maté a una araña que esperaba a su víctima escondida en una caja de huevos vacía, con esa paciencia que tienen las arañas. Yo no soy tan paciente; si me dijeran espera y verás, verás que vas a aprender a tocar el piano el día menos pensado, es cosa de paciencia y trabajo, paciencia y fracaso, paciencia y oído y muchas teclas que esperan ser descifradas, traspasadas a tus dedos y a tu cerebro, la paciencia de las teclas muertas, yo diría sí y después diría no, como ya he dicho tres veces, porque carezco de la paciencia de las arañas.
Pero necesitaba esa caja, me habían dado bruscas ganas de comerme unos huevos fritos, ya daban las seis de la tarde y deseaba freírme un par de huevos, untarlos en el pan y saborearlos, devorar la tarde, la hora muerta de la tarde, necesitaba esos huevos, necesitaba moverme, ir a comprar aunque fuese a la esquina, salir de mi casa, de mi mundo muerto a esa hora de la tarde, y en medio de esa urgencia neurótica estaba firmando la sentencia de muerte de una araña.
Tomé la caja, estaba en el piso del patio entre otras cajas de huevo, eran el juego olvidado de Benicio, algún tren de pasajeros, un refugio antinuclear, echadas en el rincón del olvido, el rincón de las arañas. Una simple caja de seis huevos, cartón limpio, salvo esos hilos raros que divisé de pronto en una de las concavidades, y en el fondo una sombra inmóvil, dormida o expectante, la araña, de la que ya se podía afirmar que estaba muerta por el insecticida que en no más de medio minuto le caería sobre el tórax, así como cuando se mata a alguien por detrás, a la maleta, a sangre fría.
Despertó, estiró las patas y reveló sus formas inquietantes, la velocidad de sus miembros, se abrió a su misterio arácnido; aun a la hora de su muerte generaba espanto, angustia, impulsos de aniquilación. Corrió, desenfrenada, hacia la vida en cualquier rincón del patio, hacia el sector de las plantas, corría mientras la cubría el segundo rocío.
La caja estaba inservible, busqué otro envase y salí a comprar mis huevos sin pesar alguno, pero a esta hora de la noche, en la que los recuerdos del día señalan lo más íntimo, me veo obligado a suspender el descanso: la araña no me dejará dormir. Debo escribir, repasar la historia, intentar mi redención.
Mi hijo, que en muchas cosas suele darme ejemplos que no asimilo, toma arañas como esas con un papel, las deposita fuera de su pieza y les da la posibilidad de continuar viviendo. A mí me asaltó el temor por mi nieto, pero el temor auténtico fue a mi ayer. 
Aún no estoy preparado para enfrentar a las arañas; seguirán colándose en mis sueños, ignorando que así se vengan de mis actos.   
Noches atrás había despertado por un ruido que me hizo levantarme y salir a la terraza que da a la calle: dos muchachos intentaban robarse un auto estacionado frente a mi casa. Agachados, maniobraban la patente o tal vez la alarma, porque de pronto esta sonó y huyeron en el vehículo que usaban para cometer su fechoría.
Me daba vueltas en la cama, intranquilo, cuando sentí que volvían. Ahora estacionaron detrás del objetivo y lograron abrir la puerta delantera, pero no lo podían hacer arrancar. 
Tomé el celular y llamé a Carabineros. Demoraron un mundo en responder, unos seis minutos, pero una vez que lo hicieron no tardaron más de un minuto y medio en llegar junto con vehículos de Seguridad Ciudadana. Un radiopatrullas lo hizo contra el tránsito, para bloquearles la huida. Vinieron los intentos de escape, un griterío infernal, amenazas a punta de pistola, balizas revolucionadas, reclamos de una vecina que un carabinero sobreexcitado paró con un ¡cállate mierda!   
Desde el balcón, las luces apagadas, era mudo testigo de un guión policial fabricado minutos antes por mi llamada. Por un instante había escrito otros destinos y pude haber sido el autor intelectual de alguna muerte, como luego lo sería, materialmente, de esa pobre araña. Esa noche no ocurrió así, y lo agradezco.   

domingo, octubre 17, 2021

18 de octubre de 2019: el Día del Terror

El 18 de octubre de 2019 se recuerda el Día del Terror. La fecha será un hito para las generaciones venideras, que se horrorizarán ante las escenas de barbarie que les mostrarán los libros de historia y que llevaron al país a retroceder treinta años en treinta horas.

martes, septiembre 14, 2021

Historias maravillosas

... Y terminé así mis palabras: 
"Mi experiencia me asegura que cada uno de ustedes es protagonista de una maravillosa historia que daría para una larga crónica o una novela. Eso es todo, muchas gracias por haberme acompañado en este lanzamiento. Ahora los invito a pasar al quincho. Adelante, por favor".
Los asistentes agradecieron con los ojos enrojecidos y uno a uno se fueron levantando de sus asientos alrededor del fogón, cuyo humareda dispersada por el viento en todas direcciones los hacía lagrimear. En el quincho mis buenos amigos Cecilia y Marcos, anfitriones de la velada, habían preparado las mesas. En una destacaba la torta, tres termos de té chai, tazas y platillos. En otra había vino, espumante, frutos secos, salame, quesos, paté y rebanadas de pan artesanal. Una tercera mesa, al fondo, ofrecía mi libro y otros de mi autoría, estos últimos a precio de oferta. Un lanzamiento con todas las de la ley.
Mi esposa acompañó del brazo a una señora que contaba los días para su operación de las caderas. Los demás, la mayoría también de edad madura, entraron en fila india y naturalmente se fueron acomodando lo más cerca posible de la estufa a leña, donde el fuego resplandecía detrás del vidrio. El frío invernal se dejaba caer sobre el valle del río Elqui.
No soy un primerizo en esto de los libros. Ya sugerí que he escrito textos que se han ido apilando en cajas arrinconadas en mi closet; tampoco soy una persona joven. Aun así, acababa de estrenarme en el tema de las presentaciones literarias y por ende era la primera vez que daba uno de esos discursos entre emotivos, pedantes y latosos que suelen improvisar los escritores en momentos como estos. Y a pesar de que los asistentes no pasaban la decena, de que todos eran amigos o conocidos de los anfitriones y de que habían acudido antes que a una cita intelectual o artística a un evento social de día sábado, luego de la presentación me sentía sobreexcitado, alegre y dispuesto al intercambio de opiniones, tres características que no me son habituales.
Mi mujer conversaba con Ángela, la señora de la operación de las caderas. Dueña de una voz firme, Ángela le contaba que su trabajo en oficinas de Air France, Varig y Avianca en Santiago le había permitido conocer el mundo entero. Un viaje mensual al destino que quisiera volar. Luego, en La Serena, se había hecho cargo ad honorem de la rama cultural de la Alianza Francesa, de la que el último de sus tres maridos era director. Como actriz personificó a Gabriela Mistral en un celebrado monólogo. Ahora, viuda y alejada de toda responsabilidad, tomaba clases de canto. Mientras se me acercaba otro de los asistentes mi mujer me susurró al oído: "Ángela merece estar en uno de tus libros. Su historia es maravillosa, escribió unos cuentos infantiles magníficos y además es tía de una de las grandes sopranos que ha dado este país". Su sobrina, efectivamente, es Cristina Gallardo-Domas.
El hombre que se acercaba, moreno, de baja estatura, resultaría ser alguien seguro de sí mismo y al mismo tiempo bastante acomplejado. Abrió la conversación de forma directa.
"Escuché con atención las últimas palabras de tu discurso. Por qué te lo digo. Porque siempre he querido escribir mi vida, pero no sé cómo hacerlo".
Me estaba pidiendo un consejo; tal vez secretamente me rogaba que lo desanimara, que le quitara ese pensamiento que le robaba sus mejores horas de ocio. Le respondí con entera seguridad:
-El tuyo es un problema de fácil solución -me miró algo sorprendido, entre escéptico y atento-. Tú te expresas bien, eres coherente y fluido en el lenguaje oral, virtud que no poseen todas las personas, incluyéndome. Mi consejo es que te compres una grabadora. Elige una habitación solitaria y silenciosa, toma asiento, haz como si estuvieses conversando contigo mismo y cuéntate tu vida. Divídela en capítulos; digamos, infancia, adolescencia, algo grande que te haya ocurrido en el paso a la madurez, la formación de tu familia, tus años laborales y así hasta nuestros días. Graba un lado del casete por sesión y si te entusiasmas mucho, los dos lados, que equivalen a una hora. Junta unos diez casetes, págale a alguien para que te los pase al computador y tendrás tu libro. No puede ser un mal libro si refleja lo que ha sido tu vida. Por lo demás, para cada libro hay un tipo de lector, nos recuerda Borges.
"La primera parte de mi libro sería hasta los cinco años", declaró con una firmeza que me llamó la atención. Algo ya me habían contado Marcos y Cecilia de ese hombre, de allí que al aconsejarlo usara deliberadamente la expresión "algo grande que te haya sucedido en el paso a la madurez", de modo que mi pregunta lógica vino a continuación.
-Tú has vivido muchos años en Canadá. De eso tendrás mucho que contar.
Sus ojos brillaron al responder. "Si tú no abrieras la boca pasarías por canadiense. Pero yo... moreno y chicoco, ¿a quién puedo engañar? He vivido 42 años en Canadá, tengo papeles canadienses, una pensión del gobierno canadiense, mis hijos son canadienses, pero yo nunca me sentí canadiense... porque en Canadá fui siempre un latino".
Me disponía a rebatirle, pero no me dejó hablar.
"Siempre trabajé a la intemperie, por mi especialidad en conexión de estructuras eléctricas. Una noche revisaba el pronóstico del tiempo en el campamento, vi los números y alerté a mi jefe. Mañana se anuncian 53 grados bajo cero. ¿No sería mejor pasar el día bajo techo? Mi jefe me contestó fríamente: Hay doce personas esperando su puesto".
Hablaba con rencor, conservaba esa respuesta en la epidermis.
"A la mañana siguiente, con los 53 grados bajo cero, cortaba unos troncos para despejar el camino y con el calor que me dio el ejercicio me quité el buzo, la parca y el polar, quedando solo con la camisa, la camiseta y los pantalones forrados. De pronto sentí un dolor agudo en el costado y caí a la nieve. La motosierra me aplastó las piernas y mi walkie talkie saltó a dos metros. Tardaron treinta minutos en darse cuenta de que no volvía. Cuando al fin dieron conmigo me llevaron a la base y me sumergieron en una tina con agua tibia, mientras yo gritaba de dolor. Ya recuperado, el doctor me dijo: usted es un tipo afortunado. Se salvó por minutos; el sudor se le congeló y su espalda le quedó igual que la carne que cuelga en los frigoríficos".
El hombre se me pegaba como lapa. Ansiaba contarme su vida con detalles, lo dominaba una especie de urgencia por lamerse la herida vieja, ese tipo de ansiedad que rebrota en los exiliados apenas el tema sale a la palestra; no le cayó nada de bien que un tipo largo como un flamenco, dueño de una de esas sonrisas que exhiben los europeos, sonrisas que dan la impresión de que siempre estuviesen felices (no es descartable: boca y ojos suelen reflejar la temperatura del alma) se acercara a la mesa donde se exhibían mis libros.
-¿Desea comprar alguno? -le pregunté, zafándome del canadiense.
-Los quiero todos.
Me sorprendí; él me explicó la raíz del antojo.
-Me servirán para mis noches de insomnio.
Tenía un dinero extra, se veía; o mayor interés por mi literatura, o tal vez la esperanza de que mis letras le provocaran más sueño que una píldora. Es un lugar común oír que los ancianos que ya se acercan a los ochenta duerman poco.
Algo me había soplado de él mi prima Eliana, su amiga de años.
-¿Cómo un noble suizo como usted vino a dar a Vicuña? -le pregunté a sangre de pato.
-Soy un trotamundos. En los años sesenta trabajaba para una compañía eléctrica. Pasado un tiempo me mandaron a la polinesia francesa, a Muroroa. Allí estábamos cuando Francia realizó su experimento nuclear. El día que lanzaron la bomba atómica bajo el mar nos metieron a todos a un refugio. Se sintió una vibración tremenda; después salimos y eso fue todo. Luego la compañía me destinó a Chile y aquí me quedé. Chile es un país extraordinario y los chilenos son de otra serie.
-Al revés de lo que solemos pensar nosotros cuando nos comparamos con los suizos.
-Ustedes no aprecian lo que valen como personas, como pueblo. Siempre se levantan, sortean los peores apuros; la gente sencilla tiene una chispa para salir adelante, usa un lenguaje vivo, pícaro, divertido. 
El hombre estaba animado y hablaba con soltura, aunque su acento seguía siendo el de un extranjero.
-En esos tiempos me ofrecí de fotógrafo a la revista Paula. Allí conocí a la Delia Vergara, a la Isabel Allende y a Sergio Larraín, con el que nos hicimos muy amigos. Hace unos años llegué a Vicuña y me compré una casa. Y hace poco adopté a una niñita de diez años y le di mi apellido; ella y su madre heredarán mis bienes, porque de aquí no me voy a mover hasta que me muera.
-Sergio Larraín es hoy todo un personaje. Se han hecho un montón de reportajes y documentales sobre su vida -lo interrumpí a sabiendas de que decía algo que él bien sabe.
-Hablábamos horas de horas y mientras conversaba se ponía a escribir, a inventar proyectos. Esas páginas, cientos de páginas, quedaron en mi poder, las conservo en mi casa. Nadie sabe eso, ni siquiera su hermana. Era una persona extraordinaria, ¡con una inventiva!
Los minutos iban pasando, el picoteo escaseaba en las mesas, al igual que mis libros, para mi satisfacción. El frío se adueñaba de la sala a pesar de la estufa a leña, que echaba el bofe intentando temperar el ambiente. Un grupo algo alejado de nosotros se había enfrascado en el tema del apetito desmedido de los productores agrícolas por el agua, dada su escasez en la zona. Entre ellos argumentaba un hombre dueño de unas de esas voces que sea por la inflexión, el modo de usar la palabra o el simple milagro se hacen escuchar. Nos fuimos acercando para integrarnos a la conversación.
-Como ustedes saben, mi relación con el agua viene de muy atrás -decía Orlando Alvarado, presidente de la junta de vecinos de Quebrada de Talca, cuya principal misión es la defensa del agua de los pequeños parceleros del sector.
Varios de los presentes, que ignoraban el "como ustedes saben", guardaron un incómodo silencio, sorteado cuando alguien recordó que Alvarado se hallaba en el sur para el gran terremoto de 1960.
-Tenía 15 años... vivíamos en Ancud... fue un remezón espantoso, duró demasiados minutos, pero lo aguantamos -declaró, y mientras hablaba iba bajando la voz. Era evidente que su ser entero se envolvía nuevamente en la aterradora experiencia. Confirmé una vez más entonces la diferencia que a grandes rasgos existe entre un periodista y las demás personas. Pues mientras los demás, por respeto a la intimidad de Alvarado, se acercaban con rodeos al tema, haciendo comentarios generales y evitando por pudor las preguntas obvias, aunque se morían de ganas de hacerlas, el periodista que se alojaba en mí fue directo al hueso, al centro de la herida, al centro de la emoción, al detalle de las cosas. Ante un personaje dueño de una historia tan fascinante me sentí obligado a volver al oficio. 
-¿Dónde estaba usted en ese momento?
-Dentro de la casa, pero se movía tanto que los pilotes perdieron la vertical y tuvimos que bajar a la playa, donde la arena amortiguaba el movimiento, que a todo esto no paraba. El día anterior había sido el terremoto de Concepción, que en Ancud se sintió fuerte, así que ya veníamos de pasar un gran susto.
Hablaba, desde luego, del gran terremoto de Valdivia de 1960, el domingo 22 de mayo, que a nosotros los chilenos, aunque lo disimulemos, nos provoca cierto orgullo, pues ha sido el más devastador de la historia, de acuerdo con los registros instrumentales. Alcanzó un insólito grado 9,6 en la escala de Richter y fue precedido por otro devastador sismo el día anterior, que asoló a Concepción, aquel que recordó Alvarado al introducir su historia.
-Cuando se cumplieron sesenta años de la catástrofe los periodistas viajaron a la zona y entrevistaron a un montón de sobrevivientes. A mí no me entrevistaron, porque estaba aquí, en el Valle del Elqui, y así fue como se perdieron una exclusiva, porque nadie como yo vivió el maremoto arriba de una lancha; todos los entrevistados lo vivieron en tierra firme.        
Relató entonces Alvarado que cuando se hallaban en la playa soportando el movimiento telúrico decidieron subir a la lancha de la familia, que estaba posada en la arena, porque era domingo, día de descanso. "Los Alvarado Vargas éramos quince; al lado nuestro había otro lanchón al cual se subieron otras veinte personas. De pronto vimos que el mar empezaba a subir, venía avanzando como un río suave y nos empezó a llevar tierra adentro con lancha y todo, hasta que las casas que se habían salido de sus bases nos encajonaron. Era como si la ciudad se desordenara, moviéndose sus partes de un lado a otro. El mar seguía subiendo y después empezó a retroceder, arrastrando a personas, animales, las cosas más increíbles. Yo vi pasar flotando a mi lado una máquina de escribir dentro de su estuche, estiré los brazos y la tomé, como si hubiera encontrado un tesoro. El mar nos devolvía a la playa; entonces mi papá nos ordenó tomar los remos y luchar contra la corriente para no irnos mar adentro. Eso fue lo que nos salvó, porque el mar se recogió, quedamos varados en la playa, nos bajamos y corrimos al cerro. Los del lanchón de al lado estimaron que era más seguro seguir con la corriente y arrimarse a una barcaza que sorteaba el movimiento en alta mar. Se subieron a la barcaza con la ayuda de la tripulación y se sintieron a salvo".
-¿Cómo terminó la historia?
-Yo ya estaba en el cerro cuando escuché un bramido espantoso, algo que no había oído nunca y que nunca más he vuelto a oír en mi vida. No era algo humano, ni tampoco animal. Venía del mar, de una ola de unos treinta metros que avanzaba enfurecida; traía a la barcaza con toda su gente y la arrojó a los roqueríos, donde la nave se desintegró. Entre tanto la ola seguía avanzando; pasó por encima de la costanera, llevándose todas las casas.
-¿Qué le pasó a la gente de la barcaza?
-Murieron todos, menos una madre que logró subir por las rocas y llegar a tierra firme con su hija de meses, pero a la hermanita de la bebé se la llevó el mar. A los pocos días internaron a la mamá en el psiquiátrico, pero luego se recuperó, si es que es posible hablar de la recuperación de una persona que vivió una tragedia como esa.
-¿Y ustedes?
-Quedamos con lo puesto y como familia tuvimos que separarnos. Yo me vine a Santiago y viví en la calle. Pasé hambre, pasé frío. No quise entrar a la escuela; sentía que debía ganarme la vida, trabajar, y así lo hice. Tenía solo 15 años, como ya he dicho. Con el tiempo la fortuna me regaló la posibilidad de conocer gente que me ayudó a volver a los estudios. Saqué la secundaria y entré a la universidad, trabajé en buenos puestos. Ahora tengo 78 años, soy jubilado, superé un cáncer de estómago, pero vivo con un cáncer de próstata y una leucemia.
-¿Nunca más volvió a Ancud?
-Voy de vez en cuando a ver de nuevo la casa de mi infancia: la reconozco en una roca debajo del mar.
Todos quedamos helados, tanto como la sala, impregnada de un frío que ya se hacía insoportable. La reunión había llegado a su fin natural. Nos despedimos de los visitantes con grandes abrazos; luego ellos subieron a sus vehículos y tomaron la ruta que los conduciría a sus hogares. Ya en el living de la casa, y mientras disfrutábamos la última copa de la noche, les recordé a mis anfitriones la frase que usé para rematar mi presentación. 
"Detrás de cada persona se guarda una historia maravillosa y esta tarde los asistentes a la presentación han dado buena prueba de ello, con la excepción, quizás, de esa señora bajita de lentes que estuvo siempre en un rincón con un tejido en las manos. No debe de haber tenido nada importante que contar", mencioné.
-No te engañes -me aclararon-. Esa señora de la que hablas se lanzó al vacío desde el séptimo piso de su departamento y sobrevivió. Sufrió gravísimas fracturas y perdió la vista de un ojo, pero hoy le manifiesta a todo el mundo que la vida le dio una segunda oportunidad.    
       


lunes, septiembre 13, 2021

El Director

El presidente de la compañía conversaba de pie con uno de sus asesores. Yo los miraba desde más abajo; al parecer no estaba a la altura de ellos. Al acabar el diálogo le notificó mi nombramiento como nuevo director. Me quedé de una pieza.
De modo que ahora era yo el Director. Pero necesitaba de una prueba para confirmarlo.
Mi dirigí al Club de la Unión y entré, mirando a todos lados. Hasta ese momento seguía siendo un ser anónimo; las parejas charlaban en los pasillos de baldosas a cuadros blanquinegros o en los gabinetes reservados, los mozos se desplazaban con las bandejas de cocktails; en general primaba un ambiente sofisticado, teñido con esa alegría serena de los poderosos. Nada de gritos ni carcajadas destempladas. Divisé a uno de los Grandes Asesores. Destacaba por su pelo engominado y sus lentes de marco negro. Y su porte imponente. Parecía muy interesado en su charla con una dama de la alta sociedad. Su mirada no se cruzó con la mía. O sea, no me reconoció. Y si no lo hizo fue porque yo aún no era famoso. ¡Pero ya comenzaría a hablar de mí la gente!
El director que dejaba su cargo me ofreció asiento en su escritorio. Quise preguntarle en qué consistiría mi misión, pero me callé. Parecía abatido; se notaba que no quería abandonar el puesto que había desempeñado durante tantos años. Era un hombre cultísimo, bien relacionado, dominaba los avatares empresariales y políticos, pero me temo que había sido víctima de un capricho del presidente de la firma. Mi nombre era hoy la novedad, el signo de cambio, la esperanza de la compañía. En el fondo me estaba haciendo ver que el peso de su trayectoria quedaba atrás por un novato y un ignaro como yo, hablaba de eso y de otros asuntos. De pronto se retiró a un rincón y estampó su firma: el cambio estaba hecho.
Recorrí la sala entonces con otros ojos. Una vieja secretaria se me acercó con un papel de bienvenida, escrito en el tono en que lo haría una vieja secretaria. Sin demasiada imaginación ni menos conceptos de orden técnico, profundos o enrevesados; las típicas palabras que mezclan hechos de la cotidianidad con celebraciones de oficina. Lo leí con hipócrita atención. No me interesaban sus palabras. Lo que ansiaba era impresionar a los poderosos. Recorría la sala consciente de mi nuevo estatus. ¡Cuánto se hablaría de mí a partir de este momento!
Después de todo, no era tan difícil ser Director. Detrás de él hay equipos; a otros les corresponde sugerir las soluciones. Aunque había que hacer cambios, para eso estaba yo. Ir acorde con los tiempos, imprimirle un poco más de democracia a la empresa, abuenar los ánimos.
  

domingo, agosto 22, 2021

El espejo

Interrumpí la pichanga y entré a mi casa, a tomar agua. Desde el baño seguía oyendo los gritos de mis compañeros de juego, los pelotazos contra la pandereta de la señora Blanca. El agua corría por la llave; siempre fue un baño modesto, con piso de cemento y guáter con un estanque en altura del que colgaba la cadena. La tina tenía cuatro garras de ave a modo de patas, y debajo de ella reinaba la más completa oscuridad; no había modo de limpiar esa parte del piso con una escoba, un trapero. El espejo de medio cuerpo era simple y rectangular, sin marco.
Saciada la sed cerré la llave. Iba a salir apurado del baño, ansioso de proseguir el juego, cuando el espejo me devolvió mi imagen. Tenía la cara cubierta de transpiración; gotas de piñén me bajaban por la sien hasta perderse en el cuello. Me la lavé con las dos manos y me sequé con la toalla. Estaba limpio. 
Desde el espejo era observado por la cara de un niño de unos ocho años, una cara seria, serena y pensativa. Ese soy yo, recuerdo claramente que pensé; ese de ahí soy yo ahora. Tal vez sea la última vez que me vea así. Pasarán los años y mi cara será otra, no soy capaz de imaginar la forma, pero ahora soy ese que me mira desde el espejo y parezco ser eterno. Hoy mi cara es esa y parece ser eterna; redondeada, de ojos grandes bajo una sola ceja, frente estrecha, una oreja más curiosa que la otra, pelo corto peinado hacia el lado. Una cara que representa lo que escucho que los grandes dicen de mí: un niño tranquilo, un niño bueno.
¿Por qué mi ser guardó para siempre ese instante en su memoria? Lo ignoro; la memoria no es voluntaria, no obedece órdenes.
Luego tuve que haber vuelto a la calle y disfrutado del juego hasta la hora de once, momento en que los demás niños debieron dispersarse en todas direcciones. Caída la tarde, estos ya son recuerdos generales, vagas impresiones, la luz del poste habrá comenzado a emitir una luz tan débil que apenas llegaría a la vereda. La gente mayor regresando a sus hogares, las ventanas tomando un brillo que distingue las casas unas de otras, dibujando un negro bosque urbano de luciérnagas inmóviles, completarían la escena ya sin emoción, la parte de una película que aburriría incluso al mismo protagonista.

jueves, agosto 19, 2021

Avanzamos hacia un mundo de pacotilla

Avanzamos hacia un mundo de pacotilla; las bases fueron puestas después de la guerra, cuando debió rearmarse todo. ¿El heroísmo, el altruismo, el desinterés, el verdadero amor de hermano dónde yacen? Recluidos en la sala donde los anónimos representantes de la raza se declaran extenuados y claman al cielo por una copa de vino y alegría.
La sustancia se ha materializado y luce dondequiera se posen los ojos: en la luz de la pantalla que refleja los estadios, en las mesas de centro cubiertas de cerveza y papas fritas, en los sexos húmedos de las fiestas procaces de las tres de la mañana, en el brote de las masas que exigen su puesto en el banquete.
Adiós a la finura, a la grave felicidad, al compromiso del alma. Es cosa de examinar los pliegos de peticiones. Hasta la ignorancia peca de idiota ingenua, ni siquiera allí hay un asomo de verdadera maldad. El mundo ideal siempre es el de atrás, el de más atrás, más atrás que los griegos y los asirios, colindante al bosque donde Adán conoció a Lilith. El mundo ideal no entiende el hambre el frío la injusticia la luz de la vela y el agua de la acequia, entes sembradores de corrupción y frivolidad de arcas llenas de monedas de oro. Producción, fabricación, reparto, ahorro, vacaciones, vuelos, no llego a la palabra... a la síntesis del vacío de la sobreexposición. Y qué viene: más de lo mismo. Días inimaginables, mundos divididos en mundos infinitos, gobiernos enloquecidos guiados por asambleas de maricones, comunidades de élite viviendo en las montañas como huraños gatos bonachones. Después de todo qué es el mundo, una sucesión de ásperas voluntades reunidas. Tal como en 1789 la indignación, la barbarie, la necesidad y el terror se infiltraron en las redes del poder, qué queda en el recuerdo, los logros del neoclasicismo, de la dinastía Shang, del renacimiento italiano antes que el mandato de la sombría vida verdadera, los atardeceres pastoriles, millones de cópulas bajo los puentes, sobre el trébol, tras los portones de la iglesia, entre paredes de adobe.
Y dentro de la maraña, atrapado, el cerebro atrapado, dándose vueltas una y otra vez en los mismos pensamientos, los mismos problemas, las mismas dificultades, cerebro enganchado en darles forma y dirección a sus peleles obedientes, la lengua, las manos y las piernas que lo sacan a vitrinear a la superficie de la tierra. Así, con un destino escrito tan tempranamente, ¿qué son los actos posteriores que rubrican el origen? ¿El disparate de Prometeo, el sacrificio adorador de san Agustín, la comedia humana? 
              

viernes, julio 23, 2021

Una invitación a la rápida

Al igual que nosotros, la señora Mariana Machoski vivía en la población Rubio, a unas dos o tres cuadras de nuestra casa, en la calle Palominos. La recuerdo alta, delgada, de pelo corto y oscuro, extravertida, graciosa y algo cándida, si se trata de dar a conocer la impresión que le causaba al niño que entonces era yo.
Caminábamos con mi mamá rumbo al centro cuando la divisamos a lo lejos. La señora Mariana dejó a un lado la escoba con que barría la vereda y corrió a saludar. ¡Hola, tía Fani, qué es de su vida! Conociendo a mi mamá, me preparé para una charla de al menos diez minutos, y así fue, por parte baja. Esos desplazamientos al centro para realizar una simple diligencia solían extenderse por no menos de dos horas, divisibles por el número de personas con las que ella se topaba; así se socializaba en Rancagua en aquel tiempo.
Las dos se pusieron a conversar de esto y de aquello. Yo las miraba desde abajo y trataba de entretenerme en algo; iba perdiendo el aguante hasta que pronto me rendí y los nueve minutos restantes fueron un completo aburrimiento.
Salió el tema del Lalito, quien había sido párvulo suyo en el kinder y que ahora estudiaba en los hermanos maristas. En un arrebato de afecto, la señora Mariana entró de pronto a su casa y salió a los pocos segundos con un pequeño sobre blanco que le entregó a mi mamá: era una invitación formal, al Vitorio y a mí, para que el domingo acompañáramos al Lalito en su ceremonia de primera comunión.
Hablar de una fiesta de primera comunión no era nada del otro mundo. Significaba levantarse temprano, ponerse terno de pantalón corto, camisa blanca y humita, asistir a una misa eterna que se oficiaba dentro de una iglesia oscura de cielos inalcanzables y bañada de un vapor oloroso, dicha además en un idioma desconocido cuyo eco resonaba en las naves laterales. Ya había asistido antes a otras ceremonias similares, empezando por la mía. Todos los niños sabíamos que había que sacrificarse, porque la parte relativamente buena venía al final, cuando nos hacían pasar a la casa del niño receptor del sacramento, estoy usando un giro pretencioso, donde nos servían torta y chocolate caliente.
Al momento de las despedidas, la señora Mariana se quejó amargamente del Lalito. "Me está haciendo salir canas verdes, tía Fani. ¡Fíjese que el otro día puso iba con be larga!"
-¡Pero si iba se escribe con be larga, señora Mariana! -la corrigió mi mamá, emitiendo una de sus sinceras carcajadas.
-¡Uyyy, tía Fani, me quiero morir! 
Llegó el domingo y se cumplieron todos mis vaticinios. Nos levantamos temprano, nos vestimos de terno, mi mamá nos abrochó la humita y partimos caminando a la iglesia San Francisco, donde soportamos de pie la misa soporífera. Al final, una pila de niños de rostro angelical se hincaron ante la balaustrada que los separaba del altar mientras el curita les iba repartiendo la hostia sagrada, la que recibieron con los ojos cerrados, sin masticarla por ningún motivo, de modo que a casi todos se les quedó pegada en el paladar. Entre ellos estaba el hijo de la señora Mariana, con sus ojos azules, su pelo rubio cortado al cepillo y su timidez.
La casa del Lalo, como ya habrá comprendido cualquiera que conozca ese sector de Rancagua, quedaba a no más de dos cuadras de la iglesia. Con el Vitorio nos fuimos caminando, todavía en ayunas, dispuestos a degustar la recompensa matutina. Pero no contábamos con una especie de sargento de la Gestapo instalada en la puerta de la casa. Era la abuela del Lalo, que premunida de una especie de lista hacía pasar a los invitados. Ustedes... pasen... Tú como te llamas... pasa... Ustedes tres... pasen. Al llegar nuestro turno su voz sonó como un martillazo en nuestros oídos. Ustedes dos... no, ustedes no están invitados...
Volvimos a la casa muertos de hambre y con la cola entre las piernas. Cuando le contamos la historia, mi mamá se enfureció y voló a la casa de la señora Mariana. Ella, que ignoraba el desaire, se deshizo en disculpas y le rogó una y otra vez, casi con lágrimas en los ojos, que nos fuera a buscar. Pero las papas ya estaban cocidas. Desprendidos del disfraz dominguero, con el Vitorio habíamos tomado desayuno y jugábamos un campeonato de fútbol chico antes de pensar en el almuerzo.
Por alguna razón que desconozco, el Lalo nunca llegó a ser amigo de nosotros, aunque tampoco enemigo, viviendo tan cerca. Era parco de palabras, usaba camisas de franela a cuadros. Por casualidad nos enteramos un día cualquiera de que había muerto antes de cumplir los veinte años.

viernes, junio 25, 2021

Una fría decepción

Al ingresar al comedor del hotel sentimos una fría decepción. Hay una mesa dispuesta para la cena, de la que nuestros dos amigos no nos han dicho una sola palabra. Hemos viajado a saludarlos por sorpresa y nos encontramos con esto. 
Uno a uno van llegando los demás, regiamente ataviados. Se saludan, se sacan los abrigos, extienden sus manos hacia la chimenea crepitante, escogen sus aperitivos. Con sus miradas severas y sus tacos de goma, el ejército de mozos engominados se torna invisible y ubicuo; parecen bailarines taciturnos.
Por efecto del azar nuestra presencia está pasando inadvertida. Con mi esposa decidimos refugiarnos detrás de las cortinas. No estamos para pasar vergüenzas. Dos recién llegados se nos instalan a centímetros, rozando el algodón. Lindo tu Loden, Waldo, pero te gastas lo que no tienes, suena el tímido reproche. ¿Y qué quieres, le contesta él, airado, eufórico, que les dé mi plata a los comunistas? Por qué lo dices, Waldo. No te hagas el de las chacras: si te compras un departamento pagas "contribución", si te compras un auto pagas "permiso de circulación", si recibes una herencia te quitan el no sé cuánto por ciento, si ahorras te sacan plata, si gastas te sacan plata, si emprendes te sacan plata. En esta vida el lema de los pobres es recibir y el de los ricos, dar. El Estado se lo traga todo y quiénes ganan: ¡los burócratas, los operadores políticos! ¿Y me preguntas por qué me gasto lo que no tengo? ¡Para que me den, tontorrón! No me hieras, Waldo, digo las cosas por decir.  
Mira, le susurro a mi  mujer, allá están los Bracamonte y allá, Silvio y Daniel. Y la Bettina Colodro, me contesta bajito, vino sola. ¡Don Ismael! ¡El Rigo y el Pato! 
Toda una tropa de amigos segundones invitados a la fiesta. Y nosotros, ¿que no fuimos siempre los primeros? ¡Hasta qué punto, hasta dónde pudo llegar el engaño antes de que la casualidad lo hiciera público!
Enorme desilusión.
Qué hacemos, me dice. Mira, tenemos dos posibilidades: o nos descubrimos quedando como mártires de utilería expuestos al sacrificio, a las burlas soterradas y las peticiones de clemencia; o apelamos al orgullo silencioso, al retiro disimulado por el anonimato.
Parece que nos vieron, me dice. Qué hacemos.
Tengo ganas de pegarles con la palabra, de hacerles ver su pequeñez. Optamos, sin embargo, por escondernos bajo una mesa, ante la proximidad de lo inevitable.
Don Ismael se agacha, levanta el mantel y me ordena: ¡Usted tiene un talento enorme! El dueño del club de equitación dice que a los grandes se los reconoce por la planta de los pies. ¡Usted está hecho para lucirse en el caballo, venga con nosotros a la fiesta! Y me arrastra del zapato.
Enfurecido, le doy de patadas.
 

miércoles, junio 23, 2021

Domingos de fútbol

No podría explicar cómo ni por qué se me vinieron a la cabeza esas imágenes, luego de sesenta años. En sí mismas no dicen nada; más bien revelan pinceladas de una tarde rutinaria de domingo. Partíamos con mi papá al estadio Braden para ver el partido del O'Higgins. Minutos antes del comienzo llegaban los niños huérfanos de don Guanella, a quienes se les acomodaba en una tribuna lateral. Eran muy ordenados y casi no gritaban. Diríase que se les dejaba entrar con la condición de que no fueran a molestar. 
Con mi papá nos sentábamos en las gradas de la galería Rengo. Cada cierto tiempo le hacía las mismas preguntas: ¿cómo está el partido, papá, bueno o malo? A veces me decía bueno, a veces me decía malo, a veces me decía más o menos. ¿Quién está jugando mejor? Y él me contestaba. Yo era muy chico para apreciar las sutilezas de la contienda. 
Era una constante que el estadio se sumiera en un hondo silencio, roto de pronto por alguna escaramuza, un cabezazo en el área, un remate apenas desviado. La explosión llegaba con el gol de O'Higgins, pero eso no era tan frecuente. 
Cada cierto tiempo nos veíamos obligados a desviar la vista de la cancha. En la galería surgía una pelea de la nada; dos hombres se agarraban a combos y no era raro que rodaran entre los asientos, pasando por encima de los espectadores que se hallaban en la cercanía. Luego era como si desaparecieran: retornaban a sus puestos, sosegados, acusando la vergüenza de sus pecados infantiles. Diez, quince minutos más tarde, emergían otros dos peleadores de un nuevo sector. Luego otro par; peleas relámpago, tres coscachos y vuelta a la calma. Era la invariable rutina de las tardes deportivas, junto con la rifa de la pelota de fútbol y el paso entre la gente del señor que vendía el "rico veneno". Al entretiempo mi papá sacaba el termo y me servía un vaso muy pequeño de té, hasta la mitad, con un sándwich preparado por mi mamá. Hallulla con mantequilla o hallulla con dulce de membrillo. El termo hacía menos de dos vasos.
Mientras jugaban los equipos, los ojos se me iban hacia la cordillera de los Andes, siempre cubierta de nieve. El sol daba de lleno en las caras del público situado en la tribuna del frente, aunque lo que de verdad me distraía era una ráfaga de golondrinas que iba y venía sobre el cielo. Subían y bajaban como una sola y ondulada masa larga que pintaba de negro un rincón del firmamento.

martes, junio 15, 2021

En honor a José Gai Hernández

Querido colega
Hoy 15 de junio estamos de nuevo reunidos, esta vez invocados por tu nombre y tu recuerdo. Me he preparado en mi casa unas prietas con puré picante, acompañadas de un tintolio, para animar la fría noche y rememorar esos inviernos profundos que tantos momentos de alegría nos han dado a los cinco integrantes de la cofradía "Le tengo pieza" -contigo éramos seis- en el regimiento-palacio de nuestro Comandante Yuyul. En esta ocasión nos hallamos separados físicamente, pero unidos en el alma y a través de la realidad virtual.
Pienso en las cosas que te has perdido en los dos últimos años. La principal, el mentado estallido del pueblo que te habría hecho vibrar hasta la médula, palabra fatídica, la médula, que no debí emplear. La pandemia es otra, y hasta el momento la hemos podido sobrellevar. Una tercera es tu fama artística, que parece irse extendiendo con la lentitud y la seguridad con que avanzan los grandes en el tiempo. 
Cuán callados estarán ahora mismo los restos de tu cuerpo en La Serena, cuán lejos se hallará tu espíritu. Quisiera que el Más Allá existiera, siguiendo a Swedenborg, y que fuese tan luminoso como lo describe ese escritor y filósofo sueco admirado por Borges. No es que en tal caso nos vayas a estar mirando desde una altura inefable; mas bien pienso que en tu devenir eterno seguirás viviendo con nosotros, con tus demás amigos y con las personas más parecidas a ti, ya que esa es la afirmación teológica de Swedenborg: el difunto ignora y experimenta la muerte como una prolongación del mundo material separado en una infinidad de conjuntos; de allí que inocentes se unen con inocentes, artistas con  artistas, bellacos con bellacos, mediocres con mediocres, algo bastante parecido a lo que hoy constituyen los diversos grupos que se forman en las redes sociales. Sin gustarme ese ejemplo para la realidad de carne y hueso, quisiera que así fuese el otro mundo para el alma. Pero ya que aún parece que seguimos en este, alzo mi copa junto a mis más grandes amigos para brindar por ti, hoy 15 de junio de 2021.
¡Salud, colega, y que suenen tres golpes en la mesa!

miércoles, junio 09, 2021

El Expulsademonios; los muertos en vida

El Expulsademonios es reversible; procesa hasta el infinito sus defectos, que van renaciendo de su boca calcados de los anteriores. 
El hecho de carecer de brazos no lo victimiza más que a los otros ejemplares de su raza hermana, la de los muertos en vida. Mientras a estos últimos sus parientes los instalan al lado de la puerta para que contemplen el atardecer y el pasar de sus vecinos, el Expulsademonios vive sentado en el piso de baldosa en un estado de obscena desnudez.
No puede inspirar piedad un espécimen de esa calaña. Lo que despierta son deseos de aniquilación y venganza soterrada, pensamientos debilitados por el contorno de pajarillos irónicos que adquieren sus defectos y que sumando y restando le otorgan una engañosa fascinación a su persona.
Los muertos en vida son seres renacidos con la misma edad que tenían al morir y las mismas enfermedades. Renacieron porque sus deudos no se alcanzaron a despedir de ellos como Dios manda. Luego de que han muerto por segunda vez son vueltos a enterrar. Tengan la edad que tengan al momento de fallecer, a los muertos en vida se los reconoce por el tono amarillento de la piel, un olor dulzón que se desprende de sus cuerpos y un impenetrable gesto semejante a la resignación, diríase una resignación propia de los que han retornado del Más Allá. La gente los saluda al pasar porque generan placidez, ganas de mecerlos. Ellos devuelven la mirada con una sonrisa boba, intraducible. Es imposible arrancarles palabra alguna, de allí que se les termine viendo sentados frente a las puertas de sus casas. De seguro molestan a los de adentro, sus deudos, mientras estos pasan la aspiradora, limpian las ventanas, preparan el almuerzo, vigilan las tareas de los niños o hasta hacen el amor. Los muertos en vida no se comunican; tal vez guardan celosamente el secreto de la eternidad.







 


Dibujos: S.M.L.

 

lunes, junio 07, 2021

7 de junio de 1971

Un lunes 7 de junio, hace exactos cincuenta años, la invité a Cartagena y aceptó. Nos fuimos en la micro hasta la Estación Central, nos bajamos y en San Borja tomamos el bus a Cartagena. Eran cerca de las cuatro de la tarde; con suerte llegaríamos a ver la puesta de sol. Una locura, de pies a cabeza. Contaba con la plata de la mesada semanal, no tanta como para un desarreglo pero sí la suficiente para costear los pasajes.
En el país se vivían los primeros meses de la victoria de Salvador Allende y la Unidad Popular con una especie de euforia o al menos de optimismo, pero eso no duraría mucho. De hecho, al día siguiente de la vivencia que relato acribillaron a Edmundo Pérez Zujovic y la historia política de Chile comenzó a dar un vuelco.
En Cartagena nos sentamos en una baranda frente al mar y nos dimos un beso. Olas mansas golpeaban la arena, una tras otra, sin majestuosidad alguna. El sol estaba cubierto por las nubes; hacía frío y no había mucho más que hacer. Estábamos solos.
En un momento le pedí pololeo y aceptó.
Regresamos cerca de las siete de la tarde, llegamos a Santiago de noche, la fui a dejar a su casa en la calle Francisco de Villagra y me devolví al pabellón Jota del pensionado del Pedagógico.
Yo tenía 18 años y vivía días de desadaptación e incertidumbre en mi carrera, tanto así que dos meses más tarde me retiraría de la universidad. Ella cursaba pedagogía en alemán y ya había pasado los temibles rápidos que debe sortear toda vocación. La mía no era una crisis vocacional, sino, pienso ahora, una crisis existencial. En agosto, el 21, abandoné la capital y me fui a enseñar a una escuela de campo; deseaba con ansias ser pobre, vivir poco menos que como san Francisco. Pero el plan se vino al suelo y tres años después, cuando todas las puertas se me habían cerrado tras la caída de Allende, retomé la carrera, que me seguía esperando, y reinicié mi vida. Durante esos años ella siempre fue mi luz, la luz es amor, y nunca me falló.
Nos casamos en 1975; llevamos juntos 45 años y vamos para los 46.
Dejo este sencillo testimonio en mi blog en un día como hoy.

sábado, mayo 08, 2021

Mientras agonizo

Mientras agonizo hay un hombre que se apropia de mis últimas horas; mientras ese hombre vive momentos de felicidad leyendo la poesía inglesa descrita por Borges, agonizo. Mis últimas horas, qué sabe nadie cómo son. Ni se las imaginan. 
Viví también felicidades, investigué, elaboré mis teorías, asesoré al Poderoso y me eché encima a medio pueblo; gocé del vino y del amor, tuve fuerza y subí escaleras hasta el piso dieciséis. Nada de eso vale hoy, me llegó la hora y la espero, sometido. Si puedo recordar, si puedo pensar, es gracias al hombre que escribe. Pero qué sabe él, ni se imagina lo que pasa por mi mente y por mi cuerpo. 
Aguardo en mi cama mientras los hombres hablan, repudian, beben hidromiel y se hacen tatuajes; aguardo mientras olvidan, quieren olvidar. Las mujeres empeñosas y las putanescas, los intelectuales y los cabezas de alcornoque y también las especialistas en autobiografías.  
Cuando agonice el hombre que escribe habrá alguien disfrutando, pensando que agoniza el que agoniza. Es el mismo oscuro trance de Faulkner y de tantos famosos que se tatuaron el ano y los testículos.  
Después de mi agonía, cuando agonice esa persona que mañana estará disfrutando mientras el hombre que escribe agoniza, el César abrirá los ojos asombrado y hablará: ¿Tú también, hijo mío?

jueves, abril 29, 2021

La serpiente moribunda

Mi hijo me ha contado un sueño y yo apenas lo he escuchado. Estábamos preparando el almuerzo en la cocina, él llevaba una serpiente, pero se le resbalaba y se le caía al agua. Sentía una tremenda ansiedad al ver que la serpiente trataba de sobrevivir no a pataleos, porque las serpientes no tienen patas, sino dando latigazos con su cuerpo, sin poder gritar, y él no podía rescatar al animalito inocente e inofensivo. Le tendía un tallo seco que llevaba pero no lograba sacarla del agua, que al parecer era el agua de una piscina. A continuación la buscaba en unos pantanos y golpeaba el palo aquí y allá en el fango, y la serpiente no salía, hundida como se hallaba bajo el lodazal. Finalmente despertaba llorando, angustiado, en el departamento en el que dormía junto a su hijito, mi nieto.
Horas después, por la noche, que es cuando tiendo a reflexionar sobre los hechos que solo en ese instante surgen como los más importantes del día, reparé en mi falta: dejé pasar un momento precioso para acercarme más a él, para sentirlo como a un igual.
Mi análisis me dicta que él temía perder algo muy preciado que se encuentra dentro suyo, que es su vertiginosa y plástica imaginación, o su poder musical de tan frágil sustento, o tal vez su bondad marcada por la inocencia, que se le escapaba entre los dedos pero que seguía estando a la vista, y luego se le iba hundiendo en una zona viscosa, como son las aguas de un pantano o las marcas que va dejando la vida. No soy capaz de darle más interpretaciones al sueño; pero sí de interpretar mi reacción ante ese pequeño episodio vivido en la cocina. He juzgado siempre con severidad su débil sentido de la vida material; admiro las profundidades de su genio poético, lo sobreprotejo y lo amo como ama un padre bíblico a su hijo.

martes, abril 27, 2021

Qué me ha enseñado todo esto. Tardes de agobio

Qué me ha enseñado todo esto. Pues, que mi vida se ha edificado sobre la base del miedo. He ido construyendo lentamente, con la paciencia y la perseverancia del avance de las obras de una catedral del medievo, una vida que paradójicamente me ha brindado más incertidumbres que certezas. Cunden los temores; pisos y techumbres hacen agua y en medio del constante aguacero real y sobre todo imaginario, el ahorro se acumula en cofres ocultos en el sótano. Desde luego, y si es que antes no me son arrebatadas por las águilas humanas de rapiña, se trata de monedas de oro que quedarán allí guardadas hasta el día de mi muerte, cuando por fin mi alma se libere del estado de ansiedad en que ha vivido. 
Porque claro está que el cambio no es posible. La conducta se puede cambiar, esto es, las acciones, el modo de vida, los hábitos, pero no las emociones que generan los hechos; están demasiado abajo como para que el maestro descienda con sus herramientas de gasfitería y las modifique.
Apuestas, riesgos, valentía, pasión. Grandes objetivos. Gracias, me inclino ante esos temperamentos que abren puertas y disfrutan de la vida en todo su esplendor, pero modestamente... paso. Me esperan los andamios, faltan ladrillos que instalar.

En las tardes de agobio me refugio en Bach y en Borges, porque me parecen estar más allá de este mundo. Me parece el de uno un mundo que se conecta a Dios a través de lo más profundo que ha sido capaz de entregarnos la música; me parece el del otro un mundo que, sin burlarse de mi ignorancia sino haciéndomela ver tácitamente, se sostiene en la historia, en el pasado. Ciegos ambos, pudieron acercarse más que los pisatierras engreídos a la esfera celestial, y eso le devuelve algo de fe a mi espíritu.

martes, abril 20, 2021

El oro de los tontos

En un viejo y feraz reino detrás de las montañas el terco león fue acusado de intentar cumplir la ley de la selva. Los ávidos lobos lo condenaron al destierro y se repartieron el botín. Tras lamer hasta la última gota de riqueza empezaron a mirarse a las caras entre ellos. Años después, el reino hecho cenizas exhibía vergonzantes cuerpos esqueléticos de animales que vagaban por la selva con la mano abierta y la piel hecha jirones, y nadie tenía qué ofrecerles para calmar el hambre. Entonces comenzó el éxodo en busca del oro de los tontos.

miércoles, abril 14, 2021

Teoría del conocimiento de la personita. Breve ensayo

La personita nace con inteligencia, pero sin ideas. Las ideas las va adquiriendo a fuerza de repeticiones y se las van metiendo en la cabeza sus mayores. Mientras más tiempo la acompañen, más ideas le meten en la cabeza. Por ejemplo, si pasa más tiempo con su mamá, la mamá le meterá más ideas en la cabeza. Si pasa más tiempo con la asesora del hogar, la asesora del hogar le meterá más ideas en la cabeza. Las primeras ideas que se le meten en la cabeza son las ideas de que las sensaciones son buenas o son malas. Si a la personita le hablan con cariño y le mecen la cuna, la personita se irá formando en la idea de que la vida es placentera. Si a la personita la tratan a gritos y golpes, la personita tenderá a creer firmemente que el dolor y el miedo son lo más importante de su vida. Superados los primeros meses de crecimiento, como especula la ciencia, la personita comienza a formarse una idea de sí misma y del mundo. Ya más grandecita la personita, sus ideas chocan con las de sus amigos y amigas del curso, lo que expande o reprime su entendimiento. Con la adolescencia y luego con la mayoría de edad se puede decir que ya se ha formado "ideas propias". Por ejemplo: Colo Colo es Chile, los de la "U" son los leones, los pacos son asesinos, hacer las tareas es bueno, la política es un nido de corrupción, los curas son pedófilos, la marihuana hace bien y no es dañina, es bueno incendiar de vez en cuando las iglesias para manifestar la rebeldía idealista, es bueno responder a golpes si la personita no es bien atendida en el consultorio, los tiempos nuevos traen nuevas y mejores ideas y hay que adherir a ellas. Y así se van sumando una idea con otra, hasta que la personita deja de crecer y aprende a sumarse al resto, como las ovejas se alinean al ladrido del perro; luego se va haciendo viejita, termina de hacer su pequeño aporte al mundo y finalmente desciende al polvo de donde surgió. 
Se puede afirmar, sin temor a equivocarse, que ninguna de sus ideas fue suya o le llegó del cielo. Solo los grandes genios crearon nuevas ideas. Las demás personitas tuvimos que conformarnos con creer que nuestras ideas, aun las más íntimas y personales, se nos ocurrieron a nosotros, en circunstancias que las traíamos del espacio interestelar, presentémoslo así, o que alguien más vivo nos las metió en la cabeza, lo más recurrente.
De modo que la humilde pregunta que le haría a la personita es: ¿De dónde sacó las ideas que repite como loro en los muros de la ciudad, en los debates, en el café, en las charlas de sobremesa, en el Parlamento? Piense y confiéselo, estimada personita: ¿Las sacó de un libro, las sacó de Twitter, las sacó de una influencer, las sacó de una película, las sacó de su mamá, las sacó de su tío, las sacó de su pareja, las sacó del Partido, las sacó de "la sociedad", las sacó...? sí, es verdad, admítalo, nada de lo que usted piensa y nada por lo que usted lucha es de su autoría. Copy-paste no más.
En cuanto a la personita que soy yo, debo admitir que se indigna al constatar estas verdades; no le hace bien llenar de bilis su estómago. Cuando pase todo esto se dirá de ella: se distrajo en minucias. 
 

domingo, abril 04, 2021

Vientos de otoño

Votaron por Aylwin y por Frei, años después renegaron de ambos 
Votaron por Lagos, años después renegaron de Lagos
Votaron por Bachelet, ahora último reniegan de Bachelet
¿Hacia dónde llevan los vientos del otoño a las almas veleidosas?

viernes, marzo 26, 2021

Una maraña de problemas

Como casi todo el mundo, el señor Gálvez no sabía nada de medicina. Si ni los médicos sabían, qué iba a saber él. De modo que si el señor Gálvez había de caer en manos de alguien, ojalá no hubiera sido en las de los doctores (y puesto que su persona me despierta clemencia, diré que lo mejor para él habría sido no caer en mano alguna, sino haber salido del agua sin ayuda, hasta alcanzar la orilla). En los tiempos que corren, los médicos, que gustan de ser llamados doctores, parecen apasionarse más por los autos de gran cilindrada que por la medicina y en lo que concierne a su oficio propiamente tal, se han especializado en la refinada técnica originada en el mundo del billar consistente en sacarse el pillo. Ordenan exámenes; días después, con las fotos, los números y las rayas delante de sus ojos, números y rayas que son antecedidos por un forzoso reembolso monetario del paciente, conjeturan acerca de los resultados, que previamente les han sido traducidos en letra chica. Enseguida recetan el tratamiento y el medicamento, que pueden servir tanto como pueden no servir, sin mencionar los efectos colaterales. Pero antes de decidirse a seguir los consejos de los galenos hay que dejar la otra mitad de la billetera en la farmacia. Incorporado a estos pilares de la salud, a estos titanes protectores del cuerpo humano, a estos esculapios, a estos proveedores de la panacea, un letrero gigante brilla por su ausencia: "Nada garantizado". Y por si faltara una guinda para coronar la torta, de tanto en tanto a ellas o a ellos, como se dice ahora, les da por incursionar en la política...
A pesar de lo anterior, al señor Gálvez se le hizo imprescindible acudir al galeno. De un día para otro había comenzado a ver nubecillas de color violeta, ya fuera en los vagones del metro, alrededor de las cárceles, en las calles, oficinas bancarias, cultos religiosos; en fin, dondequiera se cruzara con personas. Concluyó esto último pues el vaho tendía a desaparecer en los parques y zonas despobladas. El señor Gálvez recuperaba la visión normal en zonas despobladas, de modo que forzosamente había algo en los humanos que le nublaba la visión. Sin que él nada pudiera hacer, una mancha violeta se iba apoderando del mundo, de su mundo.
El señor Gálvez pasó de mano en mano por los médicos. El oftalmólogo lo tapó de exámenes, que le costaron un ojo de la cara. Rendido ante la normalidad de su paciente procedió a emitirle una orden de consulta con un neurólogo. El neurólogo lo sometió a un scanner y para no quedar mal con su cliente, pues no tuvo nada que decirle, decidió derivarlo a un psiquiatra. El psiquiatra le hizo contar su vida entera, de la que desprendió que el señor Gálvez padecía una típica neurastenia pigmentada asociada a una deficiencia de la corteza visual primaria, enfermedad que desde luego era indemostrable, aunque tenía un nombre muy científico, largo y severo.
Del acostumbramiento a ver el mundo color violeta el señor Gálvez pasó al susto una vez que comenzó a oír voces y captar imágenes dentro de esas nubes. Siempre que algo va mal puede ir peor, sentenció su mente. Eran las voces internas de la gente que iba pasando a su lado, expresadas en ráfagas de imágenes que se disolvían en fracciones de segundo. Indudablemente pertenecían a esas almas, no a la suya, no eran voces ni imágenes inventadas, se autoconvenció. Al mezclarse con la multitud las visiones cinéticas crecían; al alejarse, iban desapareciendo. Las imágenes venían acompañadas de suaves lamentos escépticos, agobiados, retorcidos, angustiados, estoicos, voces que podían emparentarse con el sufrimiento y la desesperanza. Se le dibujaban perfectas entre el vapor violeta frases como madre mía, puchacay, mierda, por qué a mí, la puta que lo parió. En no pocas ocasiones el fenómeno tomaba la forma de palabras que armaban un pensamiento, incluso palabras mal escritas, palabras con faltas de ortografía. 
Cuando ingresó de nuevo a la consulta del psiquiatra le contó que por las noches se despertaba dando manotazos al aire, según pensaba, debido a que su enfermedad lo hacía depositario de la maraña de problemas que aquejaban a la gente. Por una razón desconocida, le dijo, de pronto podía ver con claridad los problemas de las personas que pasaban por su lado, los enredos que tenían en la cabeza, problemas que ya era capaz de advertir a medida que se aproximaban dichas sufrientes humanidades, gracias o debido al tono violeta que irradiaban. Qué bien, tenemos aquí al salvador del mundo que de una sola plumada es capaz de descifrar los misterios del inconsciente, comentó el psiquiatra, intentando dar a sus dichos un tinte festivo, sin sopesar la crueldad hiriente y despiadada de su broma nada empática, que el señor Gálvez interpretó en su real medida, pues contraatacó de una forma lapidaria. A usted, doctor, lo abruma la hipoteca de la casa que se compró. La veo claramente, veo el farol a la entrada, la piscina en reparaciones. Pensó que la podría pagar y ahora se dio cuenta de que con los ingresos de su consulta no le alcanza y no halla qué hacer; es más, ha iniciado una relación sentimental con su secretaria, está a punto de separarse y sabe que eso le costará una fortuna. Lo está pensando ahora mismo, mientras simula que me presta atención. Bueno, entonces para qué viene a verme si sabe tanto, le preguntó el especialista. No se altere, doctor, no piense que estoy usando un truco para leer la mente; lo vengo a ver para que me cure, para eso le estoy pagando, argumentó el señor Gálvez, condenado por sus propios dichos a esperar poco y nada de la consulta que tan cara le salía. Voy a ordenar un scanner... No, lo interrumpió el señor Gálvez, lo que yo deseo saber es si me imagino las voces que siento o si realmente corresponden a las voces de las personas con las que me cruzo, como la suya dentro de esta nube violeta que nos rodea.
El psiquiatra se encogió de hombros. Esto me supera; me encantaría presentar su caso en nuestro próximo congreso en las Bermudas, le dijo mientras lo acompañaba a la puerta. 
La sensación de hallarse en un callejón sin salida lo llevó a confesarse con un sacerdote jesuíta que había conocido tiempo atrás. Enterado del pecado de "intromisión en la vida privada de la gente" del señor Gálvez, pecado que se cuidó de calificar de voyerismo, el presbítero se apresuró a absolverlo y lo invitó a charlar bajo la sombra de una palmera. A diferencia suya, Gálvez, le dijo, mis feligreses me confiesan no sus verdaderos y grandes pecados, sino lo que desean confesarme; luego de tantos años podría darle una lista exacta de esas faltas que aparentan abrumarlos. De tan simples que son, me refiero a la inmensa mayoría, pues también oigo pecados verdaderamente graves, como habrá de suponer, digo que esos pecados, de tan simples, han terminado hastiándome, se lo puedo confesar a usted, ya que veo que es capaz de leer la mente de las personas. No, Padre, no leo la mente completa de las personas, solo soy capaz de oír la maraña de problemas que las afligen, se lo aseguro pues cuando paso frente a jardines infantiles veo muy pocas nubes violeta sobrevolando el lugar, y esa escasa radiación emana desde luego de las parvularias y sus asistentes y poco y nada de los niños. También le admito que los problemas que me llegan a la cabeza son todos harto parecidos, aunque a diferencia suya, que oye generalidades, pues imagino que no es usted un cura que exige detalles en el confesonario, ninguno de esos problemas es igual en su forma de sentir y de describir, aunque no deja de ser sobrecogedora, diría lastimosa, digna de compasión, la pobreza de lenguaje que denotan las reflexiones interiores de la gente cuando es aquejada por sus problemas. Esto explicaría de paso por qué tenemos tanto que aprender de los sabios.
El señor Gálvez se desviaba del tema que le interesaba al jesuíta, un hombre ansioso de llegar a la raíz del pecado con la pasión que despertaría el asunto en un filósofo moralista. La confesión oída le había despertado la idea de que el pecado podría derivarse de la mala salida que la gente da a los problemas que la atormentan. Pero dígame por favor qué oye, deme el ejemplo más exacto del contenido de las palabras que usan las personas que pasan por su lado. El señor Gálvez le explicó que, más que palabras, lo que a él le llegaban envueltas en las nubes violeta eran imágenes recubiertas de malestar, aunque él traducía fielmente las imágenes a palabras. Usted me lleva la delantera, reaccionó el cura, pues yo solo oigo voces, unas voces calladas y plenas de culpabilidad que emanan del otro lado de la ventanilla del confesonario. 
Picado por la curiosidad, el señor Gálvez le ofreció canjear pecados por problemas; el sacerdote le contestó que su juramento ante Dios le impedía aceptar la oferta, aunque agregó que no le faltaban ganas, ya que tenía más de ganar que de perder. Mientras el señor Gálvez se daría cuenta de inmediato de la simpleza de los pecados que confesaban los fieles, el sacerdote se acercaría a una verdad que hasta ese momento le era inabordable y que le serviría para probar una hipótesis que había comenzado a fraguar su mente: hasta qué punto los pecados de sus fieles dependen de los problemas que sufren, o dicho de un modo crucial, hasta qué punto el origen del pecado se halla en la tierra antes que en el paraíso. El señor Gálvez asumió la negativa y le propuso que se dispusiera a acompañarlo a la calle; entonces le contaría lo que iría escuchando. Se dio cuenta de que le convenía que un cura de aura intelectual se enterara de los problemas de la gente relatados por él, pues ante una arremetida contra sus poderes mágicos emanada de una persona natural o de cualquier institución, desde una insignificante junta de vecinos hasta el Poder Judicial, tenía para sí el aval de un representante del Supremo Hacedor, conveniente material de defensa. El sacerdote se ausentó un momento y volvió con una grabadora. Salgamos, le dijo. Y ambos se fueron caminando hacia una calle situada a unas cinco cuadras de la iglesia. Lo llevaré a una feria libre, le dijo el señor Gálvez, pues allí suelen presentárseme algunos de los mayores desprendimientos de nubes violeta. ¿Ah, sí?, se sorprendió el sacerdote. Sí, le respondió. ¿Y dónde están los otros? En los paraderos de la locomoción colectiva, en el interior de los vagones del metro, en las comisarías; en las salas de hospital, en las filas para pagar cuentas, aunque ninguno de esos escenarios se compara con el de las manifestaciones públicas, cloaca donde los problemas se hacen carne antes de ir a dar a la alcantarilla.
Escuche esto, dijo de pronto el señor Gálvez, al pasar frente a una vivienda. Al hombre que está sentado en el escusado lo atormenta su mala digestión y piensa que el colon lo podría llevar al hospital. Cree que se ha dejado estar y observa que hay un escape de agua bajo el lavamanos. Veo claramente la imagen de una pobre digestión y una hinchazón de vientre, y la humedad de la baldosa bajo el lavamanos. La mujer de la casa de al lado sigue pensando en la gordura que le delató el espejo antes de meterse a la ducha; en cada jabonada nota un rollo nuevo y se promete que retomará la dieta pero sabe que no lo hará y por eso está tensa, a pesar del agua caliente que corre por su espalda.
Mire a esa señora que compra lechugas, le comentó, ya en la feria. Vive en constante estado de estrés. Pareciera recién titulada y eso la inseguriza, todos le han dicho que debe salir de eso, romper ese círculo, pero ella no es capaz de cambiar. Está comprando lechugas, pero la atormenta eso que le digo. Se me aparece su figura haciendo clases, preparando trabajos interminables que no son tan necesarios, se me aparece llena de trabajo. La joven que selecciona el jengibre tiene una hija de ocho años que es súper alta, como ella. Le va  muy bien como ingeniera, pero le detectaron un cáncer precoz. La rodea una nube violeta muy tenue, porque espera los resultados de los exámenes con confianza; me aparecen ella y su hija entrando al cine, se trata obviamente de un problema muy menor, no porque la enfermedad no sea grave sino porque ella sobrelleva la situación con entereza. Fíjese en esos dos que echan frutas a la bolsa, son padre e hijo. El padre imagina a su hijo indeciso, sabe que le gusta el deporte y quisiera verlo estudiando pedagogía en educación física, kinesiología o veterinaria en la onda de la inteligencia artificial. Un amigo suyo empezó parecido y ahora diseña prótesis.
De vuelta a la parroquia el cura le aconsejó postular a uno de esos concursos que dan jugosos premios. El señor Gálvez se marchó casa rumiando el consejo, mientras su figura desaparecía entre una densa nube violeta. 
Un productor de TV, días más tarde, comprobó su poder cuando el señor Gálvez le leyó el pensamiento. La mente del productor era un hervidero de cifras mezcladas con vehículos de arriendo, teléfonos, rostros de invitados. Maravillado ante su don, le dijo: "Usted no me sirve. No sé cómo adivinó mis problemas, pero ¿qué pruebas le daría al público de algo que solamente usted puede ver? ¿Y si además al elegido, sumido en la excitación del show, no le aflora problema alguno? ¡Pasaríamos más vergüenzas que el tipo que hablaba 27 idiomas! El suyo no es un tongo, pero hay tongos mejores que el suyo".
Pasaban los días; se iba a completar un mes de nubecillas de color violeta en la vida del señor Gálvez, nubecillas que lo tenían más arriba del paracaídas. Se sentía como Atlas cargando el Cielo o San Cristóbal cruzando el río con el niño Jesús sobre sus hombros, misiones que no le hacían ninguna gracia. Bastantes líos tengo yo para meterme en la cabeza de los demás, que es lo mismo que los demás metan sus problemas en mi cabeza, se repetía. Esa noche, mientras dormía, su madre muerta le aconsejó que acudiera a tres clarividentes, quienes, cada uno en su estilo, darían con la solución, mensaje onírico que surtió efecto, como pasaré a relatar. Y así fue, en efecto. A la mañana siguiente vio al primero, quien le anticipó que la Luna haría desaparecer naturalmente el vapor violeta al completar tres veces su ciclo. El segundo le vaticinó un éxito seguro luego de beber tres buches de gorrión pasados por la juguera. Por la noche, el tercero le ordenó instalarse frente a la pantalla chica y ver tres partidos de la segunda división del campeonato de fútbol nacional.
Fuera por las razones que fuesen, el señor Gálvez despertó un buen día con la vista despejada y las calles retomaron para él las tonalidades normales del smog. ¡Qué alivio más grande, cantó triunfal, el de volver a ser mezquina víctima de mis puros problemas!
Y así llega abruptamente a su fin la historia del señor Gálvez, quien disfrutó a partir de entonces de una vida repleta de satisfacciones, hasta que le salió al encuentro Aquella que pone término a los placeres y dispersa a los amigos.    

  


viernes, marzo 12, 2021

Rumores del otoño

Una vaharada de culpa rellenó sus mejillas en el momento del vacío. Esa tarde, con un libro en las manos, sintiendo la brisa que anuncia los primeros rumores del otoño, se preguntaba si su conducta más profunda se motivaba en el deseo de castigo, o si este aparecía naturalmente luego de arriesgarse a sobrepasar sus límites y gozar de la bofetada que le provocaba el riesgo, lo que lo conducía inexorablemente a echarse con resignación a los pies del padre eterno, como un perro apaleado. 
Recordó su ingenua inclinación ante la autoridad, su obediencia a los mandatos. La madre es la referencia, su autoridad es buena; la madre es buena. La desobediencia es obscena, la obscenidad es un pecado que arrastra por los adoquines el saco de la culpa; la culpa deviene en merecido castigo.
Pero en lo más profundo de su corazón palpitaba la desobediencia, la obscenidad. ¿No había sido acaso el fuego creativo de la desobediencia el que le permitió abrirse paso en la vida? ¿No ocurrió que cada vez que desobedeció logró elevarse de la tierra y levitar? 
Con cuánta nostalgia evocaba hoy las tediosas tardecitas de domingo en su provincia, la ingenuidad de los coléricos ignorantes del poder que les brotaba por los poros. Ahora las masas se habían organizado y la autoridad les tenía respeto, les temía, las intentaba controlar por las buenas. No era además su estilo el de los magníficos artistas que van y vienen por el mundo hablando incoherencias brillantes y viviendo de lo que el día les depara, ajenos a imposiciones previsionales y depósitos bancarios. En este punto no lograba precisar quién se alejaba más de la realidad, si él y su rutina o ellos y su desprecio; si los coléricos de antaño o los indignados de hoy.  

jueves, marzo 11, 2021

La vida, la fortuna, la muerte y el retorno

Frente al miedo
La vida
Frente al odio
La vida
El rompecabezas se desarma
La vida es un regalo

Nada tengo contra un comunista, en el fondo lo admiro
Nada tengo contra un millonario, en el fondo lo admiro
Entro en sospechas cuando el comunista es millonario

A los diez, inaudito
A los cuarenta, mala suerte
A los setenta, atento al lobo
A los cien, sombras nada más...

Volvería a Tomás y su Evangelio
Al éxtasis eterno
Aún más atrás de Pocoyó
Quisiera conocer el estado anterior a la caída 

miércoles, marzo 03, 2021

De qué se trata

Se trata de avanzar por los costados, sorteando obstáculos que se levantan como luces de neón, atractivos, populares, recubiertos de ira y descontento. Es un viaje un tanto solitario, no animado por espíritus de ninguna índole, sin aplausos; a cada paso surgen emotivas tentaciones que invitan a gritos al descanso y al retiro. No hay meta ni algo parecido, tal vez una orquesta de ciegos esté esperando en la falsa línea de llegada. El director echará a andar la música al percibir leves pasos lejanos y el premio de consuelo no será mucho más que eso, unas notas musicales emanadas de hombres con gafas en la cara y de una sola mujer, con las cuencas vacías.
También se trata de la desidia, de la voluntad oprimida por la batalla constante entre lo de adentro y lo de afuera; incluso de unos míseros pesos más pesos menos, sobre todo de las advertencias del soberano inclemente.
Las  nuevas ideas soplan poderosas; arrasan y avergüenzan al tiempo. En aras de una extraña coherencia el Estado defiende y protege ahora a los culpables y en cuanto a la plaza pública, solo abre la boca cuando oye sonar la flauta sin saber dónde se halla el asesino. A veces quisiera sumarme a este clamor; estaría cómodo, sería Alguien con mayúsculas y tendría tiempo hasta para echar al viento un lagrimón de cocodrilo. 
Pero se trata, en lo posible, de no prestar oídos a la fascinación de la venganza, al goce de disparar al cuerpo. Aún sabiendo que se lo tienen más que merecido. En la guerra de las verdades absolutas el más sordo ganará. Y el más olvidadizo. Puede que no el más justo; pero a la larga el más justo. Así es la suma de las guerras.
En última instancia se trata de que para escribir hay que necesitar escribir, necesitar conectarse con esas fuentes de luz y de sombra que ocupan el poso, o por decir las cosas por su nombre, con los pensamientos, emociones y recuerdos. Intuyo que mi amigo Rodolfo, no puedo dejar de asociar su nombre al de Sócrates El que Habla, ha optado sabiamente por dejar las luces y sombras que pueblan su poderoso ejército amontonadas en el yacimiento. No le nace el deseo de despertar a esos monstruos en reposo, deseo que sí me nace a mí, de lo contrario no estaría escribiendo. 


viernes, febrero 12, 2021

Un poema fácil, una prosa difícil

La carretera se va comiendo los kilómetros uno a uno, anunciados por monótonos letreros soñolientos. La noche le ha revelado que las cosas deben acometerse con audacia, dejando de lado toda familiaridad, renunciando aún al peso del amor. La esposa, muy bien, pero de este lado. Los arranques creativos, de este otro lado. La nieta, corriendo por el sendero intermedio. La forma cómoda de tomar la pluma, a la basura; así fue el sueño. Por alguna razón, durante el extraño verano se impuso el objetivo de dar con la síntesis que uniese al poema y la prosa. Un poema no tan avaro en palabras, una prosa ni cristalina ni lineal. Un poema fácil, una prosa difícil. 
Almas de diversa índole traspasan el parabrisas. Viejos de piel reseca y arrugada esperan el momento de la vacuna, cubiertos obedientemente con sus mascarillas. El científico indeciso con espíritu de niño desprotegido, generoso y amable hasta el cansancio, suelta de pronto una rabia que él mismo no logra entender. Surgen dos primas alegres de verse, de vivir, de afrontar las novedades; un infartado prudente, juicioso, místico, solitario. Esa suma de personajes, menos los viejos, vuelven a sentarse ante un fogón bajo las estrellas, y la conversación se encamina hacia el más común de todos los lugares: la vida después de la muerte.
Yo, que soy católico, creo que más allá no hay vida alguna, y sin embargo no puedo explicar que cada vez que le rezo a la Virgen, la Virgen oye mi plegaria, la atiende y me da lo que le pido
Yo doy fe de que entré al túnel, vi los rostros de mis abuelos y cuando me dirigía hacia la salida, donde me esperaba una luz enceguecedora, alguien me rechazó y me mandó de vuelta a la tierra
Yo estimo que sí hay vida, pero no individual, sino un cúmulo de datos, de información entrelazada
A mil quinientos kilómetros de distancia habla el académico retirado con estampa de capitán de barco, y su micrófono es el timón. Detrás suyo, una suerte de estrella italiana de los años 50 se adueña de la conversación. ¿Es ella el verdadero capitán del barco? ¿O él, demasiado listo, favorecido por una inteligencia que deviene en escepticismo y amargura, se deja guiar hasta que adivina los arrecifes bajo el agua y oye los cantos de las sirenas, y entonces gira, retoma el rumbo original y vuelve a dirigir la nave?
Graham Greene vivió sus últimos años en Francia, desilusionado de sus raíces británicas. Cuando lo entrevisté para mi tesis doctoral se había  empecinado con la trama de la mafia francesa 
Mi vecino arruinó su vida luego de una noche de excesos
Algo recuerdo...
Entra un amigo a su habitación y él, entre despierto y dormido, saca la pistola de debajo de la almohada y lo mata
Pero hacía tiempo iba cuesta abajo; se había farreado la herencia que le dejó su padre, le fue mal en los negocios
Pensaba que se le había metido un ladrón y terminó en la cárcel 
Un whisky bajo las estrellas, sintiendo el paso de la vida, nada se le asemeja
Oh -entre el paisaje movedizo se le cuela el recuerdo de la burrada del hombre afirmado en la baranda del departamento frente al mar donde lo acoge su benévolo anfitrión-. ¡Oh, camarada, qué inmensidad, la del vasto océano!
El académico lejano corrige a su interlocutor con delicadeza. ¿Ese Amigo americano de que hablas será el mismo Americano impasible?   
Alrededor del fogón el grupo medita y pide por Liesbeth. La pantomima holandesa llegó al hospital por un dolor de cabeza y ahora se halla ad portas de una operación al parietal izquierdo del cerebro. Elija con cuál de los cinco idiomas que habla se quiere quedar, le ha dicho el neurocirujano. El infartado prudente se la juega por su mejoría, el científico irascible no se aventura a opinar pero no duda en guiar la meditación, las primas truecan alegría por piedad.
¿Pasemos a comprar queso de cabra? 
Bueno, uno para cada hijo
Días de descanso, días enteros rodeados por árboles, flores y arbustos; almuerzos al atardecer, en la noche el fogón; y el libro atento siempre a la necesidad, esperando en la mesa de arrimo, cerca de la fuente de sandía en trozos y la cerveza helada. 
Y aun así hay angustia, se infiltra entre los sueños, por las mañanas o en los despertares nocturnos.
¿Pero si nada es mejor que esto, entonces qué, cómo, por qué?
Ya los ha visto antes. Son los dos muertos de la calle, uno de polera celeste, el otro con un cartón blanco en la boca, como si lo masticara con las muelas del lado derecho de la mandíbula, lo que le confiere un rictus enervante. Nos reunimos en la plaza de armas con mis amigos, es el punto convenido para iniciar el viaje. Serán las siete y media, las ocho de la mañana y nos sale vapor por la boca. Una prostituta delgada, sin curvas, de jeans, bastante pasadita en años, ofrece sus servicios profesionales. Uno de los nuestros se le acerca y le mete conversación. Indaga sobre los detalles, curioso. ¡Conque hay interés por la tercera edad! Pero la mujer se marcha sola, se pierde entre la gente. Otras tres nos miran pasar, sentadas en un escaño. El sol les da de lleno en la cara, descubre sus ungüentos. La más gorda hace alusión a las vestimentas de oso que cargamos sobre las espaldas con una sonrisa pícara, pero las cosas no van más allá. Deberíamos internarnos por los pasajes del sector para iniciar el viaje; sin embargo en la calle Estado los policías vuelven a bajar a los muertos, en realidad proceden a cambiarlos de vehículo. Los sacan de un furgón, los arrastran por el piso en dirección al otro furgón, que los espera con la puerta lateral abierta. No quiero verlos, no quiero ver esa escena, de modo que vuelvo la cabeza. Es paradójico contemplar un cadáver arrastrado por el suelo, más aun ver dos. Causan espanto la ausencia de reacción de los cuerpos, sus colores verdosos, el gesto al masticar el cartón, la vida que pudieron haber vivido y que se tronchó a raíz de un hecho violento, porque resulta evidente que ambos han muerto bajo dudosas circunstancias.
Siento dolores en las piernas, estimado. Me agacho y me cuesta levantarme; estoy pensando en seguir una dieta que vi en Youtube
Y yo qué le respondo al científico irascible. Nada. Solo oigo. Qué le podría comentar de mis dolores propios
Ay de los dolores ajenos causados por una masa enferma; se vieron venir, nadie les puso atajo y ahora es tarde para llorar sobre la leche derramada, ha llegado el turno de la sentencia
Estaba solo en el living, a días de regresar desde Canadá, cuando me vino el ataque. Llamé al 911, llegaron en tres minutos y detectaron el infarto. Si hubiese permanecido en el sofá esperando que pasara el dolor no me hallaría hoy entre ustedes 
En cuanto a dolores, no se lo doy a nadie el que provoca el manguito rotador
Llevo varios días con una molestia en el costado
El capitán del barco se va difuminando, cuesta distinguir las líneas de su rostro, su calvicie, su blanca barba bien cuidada, la mujer que vigila por detrás
Si todo se tratase de un poema fácil, qué fácil sería. Y qué difícil si a la historia se le exigiera más que historia...

miércoles, febrero 03, 2021

Desde luego, le viene bien a mi temperamento

El auto bajó la curva del camino asfaltado que iba a dar al mar. Eran cerca de las dos de la tarde; había un sol radiante, desacostumbrado para el paisaje austral. Otro vehículo le fijó un límite por delante. Su auto hizo lo propio con el que lo escoltaba. En pocos minutos se había formado una larga fila de coches que esperaban el siguiente transbordador. Desde su lugar en la cadena de vacacionistas se alcanzaban a divisar los pelícanos que permanecían atentos a las novedades que ofrecían los botes de los pescadores. Paseaban por el muelle, sobrevolaban la orilla, nadaban mansos en las aguas aceitosas, con sus ojos de sueño. Costaba diferenciarlos, al igual que a los turistas, similares autos de precios parecidos, el mismo plumaje, similares parkas con los diseños de moda, vestidos sacados a crédito de las mismas tiendas, las mismas patas membranosas, gafas no tan diferentes unas de otras, barrigas calcadas por similares dietas, los mismos decibeles en los gritos de los niños, carcajadas uniformes que revelaban la emoción efímera de felicidad, lo que la gente común entiende por felicidad; el hambre rondando en torno a ellos.
Calculó que en una media hora lograría acceder al transbordador. Inmejorable ocasión para comer unas empanadas fritas con su familia. A los costados de la rampa y unos cincuenta metros hacia arriba del camino se sucedían las fritanguerías. La costumbre se había impuesto, los locales se pegaban unos con otros y cual más cual menos, ni uno solo abandonaba la pretensión de atribuirse el dudoso cetro que lo consagraba rey de las empanadas fritas.
El curioso recuerdo le surgió mientras leía "Herzog", de Bellow. El episodio en que Herzog llegaba a Vineyard Haven lo había conectado con un momento de su vida, acaecido diez a quince años atrás. Él viajaba al sur con su esposa, dos de sus tres hijos y su nieta. A la carretera austral. Las fritanguerías de paredes blancas, rojas y amarillas se le venían a la mente junto a la manida reflexión, al lugar común en que se ha transformado la comida como leit motiv de la existencia humana, del turismo como válvula de escape. Tenía algo de Bellow, había algo de Bellow en él, sin esa inteligencia desenfrenada, sin esa obsesión judía. Su estilo le era familiar, mezcla de crónica, cuento y ensayo. Antes de echarse a la cama, pasadas las doce de la noche, recapituló sobre su extraño día. Una molestia en la espalda -un lumbago doloroso- el paseo con su mujer por la plaza Pedro de Valdivia, la inquietante noticia de que en ese mismo sector, en la misma esquina por la que habían transitado apaciblemente el día antes, un hombre de 51 años había sido asesinado por resistirse a entregar su celular.
Escribir es fisgonear un sueño ajeno.
¿Por qué escribo? -caviló minutos antes de entrar a la región de las fantasías-. Desde luego, porque le viene bien a mi temperamento. No hablo del placer que provoca la palabra que desembarca en la página, sino de los objetivos últimos del proyecto. Desde mi nido de araña, al ocultar mis escritos en el océano de información circulante transmito el mensaje vanidoso que se asocia al de los poetas románticos: alcanza la gloria y conquista el futuro, aunque eso no dependa de tu pobre espíritu. 
¿Qué legado esperaban dejar a la civilización? Ninguno. A ellos los movía solo el anhelo utópico de saber para qué fue que llegaron a poblar un pestañeo de este mundo, conscientes de que no podíamos sacar provecho de sus letras, a menos que sirvieran para conectarnos con nuestro propio misterio.
Ideas así se le iban mezclando con el frescor de la noche y el reposo del alma. El encargado, que se hallaba de pie y vestía un delantal azuloso, ocupó un rincón de la sala gris, examinó los resultados de su examen de depresión y exclamó en voz baja: "Vaya, nivel 5".
¿Tan mal estaba? Él no lo veía de esa manera; ni siquiera se le pasaba por la cabeza que lo podía rondar una depresión. Caminaban por la calle abandonada con el  ministro Insulza, rumbo al edificio. No lograba dar con la entrada. Lo intentó por una puerta lateral; Insulza desapareció de la escena. Una vez adentro descubrió que el paso era custodiado por una joven de uniforme. "Si supiera mi importancia en esta historia me dejaría continuar, como no la conoce deberé entrar por la fuerza".
Adentro lo aguardaban las autoridades; la muchacha insistía en cerrarle el paso. Tomó fuerzas y se largó a correr; las autoridades lo seguían esperando, impacientes. Entonces las palabras se le confundieron con los números y con tardanza descubrió que la solución se hallaba en una nota al pie de página. 

miércoles, enero 27, 2021

El incierto camino que conduce a la moderación

Sin que hayan menguado ni el ansia ni el bendito atributo de generar ficciones, ha crecido con los años un ímpetu de tinte confesional, característico de las memorias, que busca revelar los hilos internos que van moldeando las personalidades por las que atraviesa una vida, algo más cercano al ensayo que al cuento, y reñido de cierta forma con la vanidad latente en el deseo de impresionar. Digo de cierta forma, porque ese pecado se cuela en cualquier proyecto, en cualquier obra humana.
Ya enteré quince años escribiendo bagatelas, cuentos que devinieron en libros, impresiones, sueños, reflexiones de orden político (obligado por las circunstancias. Imposible desligarse de las amargas realidades), poemitas que hacen bien en permanecer muy escondidos. En los inicios se trataba de alimentar las Parábolas del dr. Vicious, texto que inauguró mi prescindible obra. Al poco tiempo las nuevas contribuciones fueron siendo reemplazadas por historias de alcance más ambiguo y el dr. Vicious fue enviado a su casa. Permanecieron de este las acciones grotescas, vulgares, desmedidas, violentas, expresadas desde luego a través de la palabra escrita, porque de eso se trata todo esto. Siguieron brillando la rabia, la ira y la venganza, hermanas trillizas, pero fueron agregándoseles otras emociones, otras formas de examinar la sexualidad y el deseo carnal, otras ambiciones literarias. 
No es el propósito de esta entrega, como se pudiera creer, hablar de la evolución de este blog, sino de la evolución de mi vida. Intento comprender mis estados, saber si van hacia alguna parte, saber si la edad, el deterioro físico, el retiro laboral influyen realmente en la creación artística. ¿Cuánto de mí queda del dr. Vicious? ¿Cuánto de él se me sigue revelando en los sueños? ¿O en mis estados obsesivos, manipuladores, en mis aproximaciones trágicas a la cotidianidad, mis revueltas mentales, mis ansias de poder, mis extraños deseos de pisotear al más débil al hacerle ver mis argumentos "irrebatibles"? El dr. Vicious es una fuente inagotable de contradicciones, muy parecidas a las que yo mismo me echo en cara. Si puedo escribir sobre esto, por ejemplo, es porque lo hago en un momento de serenidad. Al mismo tiempo, porque experimento día a día aquello sobre lo que escribo.
Cuánto influye la salud, la situación económica, el tiempo disponible, las frustraciones, los problemas familiares, la plácida autocomplacencia, en lo que el escritor traduce en texto. Cuánto es solo creación en estado puro, cuánto de lo que se originó en Siddhartha bajo la higuera sagrada fue producto de su sola experiencia interna. Nunca me ha dejado de sorprender un comentario de Nietzsche sobre lo que puede variar el ánimo de una persona según el estado en que se hallan sus intestinos.
Según pasan los años, mi estilo ha ido variando del sarcasmo y la vulgaridad a una forma de contemplación más indulgente hacia los personajes que desfilan en la escena de la comedia humana. Así como me puedo seguir acusando, lo que de hecho materializo entrega por media, siento también que tiendo a perdonarme más ahora que antes. A perdonar mis vulgaridades, mis apetitos carnales, mis egoísmos, envidias y avaricia. Intento transitar el incierto camino que conduce a la moderación. A la vejez. Mas no será mi persona la que dictamine si esa tendencia le hará mejor a las letras que brotan de mis manos; eso quedará para quienes se aproximen a las pruebas del tránsito. Hay artistas cuyos trabajos más notables han sido los tempranos, se da también el caso inverso. Obras más bien juveniles de Schoenberg como sus Gurre Lieder y Verklärte Nacht son fascinantes; Pierrot Lunaire, compuesta un año más tarde, es intragable y desvergonzadamente revolucionaria. Los primeros dibujos de Van Gogh presagian tormentas; Hokusai entra a la gloria pasados los setenta. El asunto estriba en dar con la clave que abra el corazón del creador, sea a través de la vulgaridad, el humor, la serena reflexión o lo que venga. Pero nada que no vaya en ese sentido vale la pena. Ni siquiera las nobles aspiraciones a una moral redentora.

lunes, enero 18, 2021

Debo conservar la compostura, no puedo dar indicios de nerviosismo

Apenas salí de mi casa volví la mirada sin motivo. Ahora estoy sentado en el café; había mesas. Si llego antes no hay, he detectado por la fuerza del hábito que los clientes acuden más temprano y que pasando el mediodía disminuyen las visitas. Eso hablaría de cierto uso consagrado en este barrio. ¿Vienen a darse un break en medio de la rutina del teletrabajo? ¿Se levantan más temprano? ¿Yo me estoy levantando más tarde? (Debo escribir. Debo escribir. La vida se me tiene que ir escribiendo, escribir me salva la vida, me la arregla mejor dicho, no es hora de frases dramáticas, aparatosas, escribir me arregla esa parte de la vida en que la vida navega por el río y llega a la catarata que la arroja al vacío y a una suma de preocupaciones angustiantes).
El lector empedernido me observa al pasar y vuelve a su libro; la mujer solitaria se halla esta vez al fondo, disfrutando su café y su pastel, le sientan bien las canas. Estoy aprendiendo a conocerlos, sus figuras se me van haciendo familiares. El lector empedernido bordea los cuarenta. De complexión gruesa, mirada candorosa y barba cerrada, da la impresión de ser abordable. Lee, toma notas, se le adivina la humedad en la piel mientras toma notas, tal vez esté escribiendo la gran novela chilena, el corpus de la estética en la era de la posverdad, la introducción crítica al psicoanálisis freudiano, me ha tocado ver casos parecidos en otros cafés... y luego conocer los resultados. Esa novela que nunca llega, ese autor que se enreda en sus propias trabas, ese tono huidizo que se fondea en la página entre los espacios de las letras. Tuve hace cincuenta años un compañero aventajado en la escuela de periodismo. Yo era un imberbe de 17 años, él rozaba los 28 y se imponía en los debates universitarios con sesudos argumentos imposibles de ser rebatidos. Con los años llegó a alcanzar cierta figuración en la TV criolla; luego se lo tragó la tierra. Un amigo mío, también ex compañero de curso, mantuvo un ligero contacto con él y me ofreció una señal. El genio se hallaba recluido en la penumbra de su habitación y escribía una suerte de tratado filosófico que ya se encumbraba en los tres tomos; sus ojos brillaban en la oscuridad de la pieza. Abro los míos. 
Me gustaría acercármele, al lector empedernido. Compartamos mesa, hablemos de nuestros sueños, compartamos textos. Yo escribo mis memorias, ¿y tú en qué estás? Con la mujer sería más difícil. ¿Cómo hacer para que la invitación parezca inofensiva? ¿Con qué excusa un sesentón se acerca a la mesa de una mujer madura? ¿Y para plantearle qué? ¿Para contarle su vida? ¿Para oír la suya? ¿Y si eso resulta, a qué conduce? A que al cabo de un mes ambos estén echados en la alfombra de un cuarto de hotel, al cabo de dos meses tracen planes y a los tres meses uno de los dos intente sacarse de encima al otro. También existe lo que se llama La amistad. Qué lindo sería. Gustarse y mantener la compostura, privilegiar el decoro por sobre los apetitos adolescentes, hablar de la vida, la familia, los tiempos que corren, el agobiante calor del verano. Aunque este verano los termómetros no han marcado récords, por suerte, he allí una vertiente de la conversación, quiero decir hablar de algo formal, aburrido. Y eso sí que sé a qué lleva: a la fuga instantánea. Chao, chao. Hablamos, te llamo. En otra mesa brilla con luces propias la figura del artista, un hombre de piel blanquecina. Parece que le hubieran sacado dos litros de sangre. Albos cabellos aceitados, mocasines, blusa de diseño hindú, pantalones blancos, ropa antigua y elegante, collar dorado, una piedra roja en el anillo, reloj macizo. Un ojo a medio abrir; voz cavernosa. Ese veterano no puede ser otra cosa que un gran director de teatro, tal vez un notable ex director de teatro, el globo terráqueo daría muestra de un severo error, de una grieta insalvable, si no lo fuese. 
El vidrio de la puerta del local me devuelve la imagen del tipo gruñón. Lo aborrezco. Se hace atados por todo; discute con su mujer y sus hijos por naderías. Él se dice a sí mismo échalo a la broma, tómatelo con calma, construye armonías, pero los buenos propósitos le llegan hasta la punta de la lengua, la voz se le agudiza, se burlan en sus narices, se sale de sus casillas y vuelve a los senderos espinosos. ¡Cómo quisiera abandonarlo a su suerte! O que Dios le regalase una brizna de tolerancia, de horizonte, miguitas de ternura que no solo le aflorasen después del primer whisky vespertino.
Decía que apenas salí de mi hogar volví la mirada; vi a un muchacho entrando en bicicleta. Le abría mi hija: era uno de sus alumnos de canto. Interminables escalas de una hora. Dulces consejos. Ejercicios de yoga. Experimentos de música electrónica, ejercicios de batería, conciertos virtuales. Pienso tanto en mis hijos. ¿Cómo se las arreglarán cuando no esté? Esas son las cosas que me quitan el sueño. Exceso de paternalismo. No quiero sentarme a tu lado, te has puesto demasiado autoritario, decía mi nieta mientras tomábamos el té. Y yo ausente, comiendo más que compartiendo.
En la esquina me frenó el semáforo. Retrocedí un par de metros para aprovechar la sombra de un ciruelo. Al frente de la calle, un joven ciclista. Ciclistas, ciclistas, cada vez más ciclistas. Aguarda impaciente el cambio de luz. Dan la verde y parte; un automóvil que se saltó el rojo lo pasa rozando, le toca la bocina y desaparece. El joven le hace un gesto, indicándole la luz, pide explicaciones al viento y avanza, más sorprendido que asustado. Te salvaste, le digo al cruzarme con él. A  mitad de cuadra me asalta un pensamiento: dale gracias a la vida a cada minuto, no lo olvides, sé agradecido. Estar vivo es lo mejor, es tan bueno que el menor dolor provoca angustia. Es tan bueno que nadie se quiere morir. Aunque duela, aunque se viva inmerso en la pellejería. Renunciar a la vida es sacarse de encima la luz para entrar en la oscuridad. Dolor insoportable. Recomendaciones que me voy dando yo mismo mientras camino al café y me saturo de problemas. Cada día tiene su afán, ese dicho se lo escuchaba a Aylwin y cuando lo sacaba a colación parecía que el país entraba en sabia calma. Hay tanto apuro por adelantar el tiempo. El futuro debió ser ayer. No solo el futuro, sino el lejano futuro, y no solo el ayer, sino el pasado remoto. Ahora les dio con los últimos treinta años. Metro Goldwin Mayer presenta Regreso al futuro IV, el profesor y su ayudante Marty McFly visitan el mundo y atrasan el calendario.
Un capuccino simple con espuma de leche y un rollo de almendras, por favor. Llega el café, pero no el dulce. Me levanto a recordar el resto del pedido. Ya venía en camino. Impaciencia. O previsión. A eso me refiero, a ese tipo de problemas; ejemplo, la intervención de una figura líder del Frente Amplio en el programa de Matías del Río. Qué me tenía que importar. Asistía como invitada pero retomó su viejo rol de periodista y acosó a preguntas venenosas a su contradictor. ¿No es eso un aprovechamiento descarado, una bajeza? Del Río no se atrevió a pararle el carro; entre colegas no se estila. A ella le corría la rabia por la comisura de los labios. Los abusos. Los súper ricos. La distribución del poder. Los mutilados. ¿Se puede gobernar un país analizando esos temas mientras la emoción aflora en el sudor de la piel? Basta de injusticias. Usted no tiene derecho a ser candidato. Sus actos lo han vetado. Usted es responsable de la violación de los derechos humanos. Unos pocos iluminados dictaminando la suerte de todos. 
Ante la mesa, un árbol de hojas verdoso-rojizas, una enredadera de flores violetas, un zorzal portando un gusanillo que ha destinado a sus crías. La vida de los pájaros. El teatro de la naturaleza. Benicito cumplirá cinco años. Al pagar la cuenta encargo una torta de chocolate para este viernes. Anote por favor: Feliz cumpleaños Benicito. ¿Benesito? No. Benicito, de Benicio; con ce, no se olvide, que la dedicatoria quede bien escrita. ¿Así? Así. A Benicio le gusta el queso, el salame y la leche. La doctora se los prohibió mientras le hacen unos exámenes. ¿Y qué harás cuando te den ganas de comer queso y tomar leche, Benicito? Voy a tener que... resistir, Tatines. A la salida me topo a boca de jarro con mi ex editor. ¡Hola, Pato! ¡Hola! Le doy la mano, me salto las medidas de seguridad. Mira detrás mío. Se nos une un tercer periodista. ¡Mario Cavalla! ¡Hola, Sergio, qué pintita la tuya! Fíjate, Pato, zapatos rojos, bermudas, la dolce vita. Se han concertado para almorzar. ¿Son habitués? Nunca los había visto por acá. Acuérdese que yo trabajo en la Finis Terrae. De veras. Patricio le habla a su amigo: cuando salí del diario don Sergio me dijo: "No se preocupe, don Pato. Usted nunca tendrá problemas de pega, porque es un caballero". ¿Y resultó cierta mi profecía?, le pregunto. Claro. Me alegro. ¿Y cómo anda el trabajo, don Sergio? No, si ya me jubilé. ¿Se jubiló? Claro, el 2 de octubre. Eso era lo que te decía, Pato, no me entendiste recién, la dolce vita, le acota Mario. ¿Y cómo ha sido el proceso? Entonces empiezo a contarlo paso a paso, desde que me llamaron, me ofrecieron una digna salida, lo que ha venido después, y mientras voy hablando me obligo a conservar la compostura, no puedo dar indicios de nerviosismo, es como si estuviera dando examen, acuciado por la ansiedad de explicarme bien, por el apuro de decir todo rápido, como si valiera poco o los demás no tuvieran tiempo para mí como lo tienen para los presbíteros, enseñados para hablar con ese ritmo tan sereno y tan pausado.