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lunes, diciembre 21, 2015

El dictador. Un esbozo


Nació en el campo. De niño buscaba nidos de pájaros para quebrar los huevos y mató lagartijas, como todos. Con sus amigos sacaban las arañas peludas de sus cuevas. Y las hacían pelear entre ellas.
Acudió junto a los demás a la escuela rural.
A los 9 años era un niño dócil; a los 13 también. Fue a los 20 años cuando se empezó a diferenciar del resto. Sintió que ya se habían grabado en su alma todas las experiencias que se pueden acumular en el tránsito del hombre por la tierra. A esa edad ya intuía las mareas sobre las que navega el pueblo, la forma mutante de las masas y la estructura universal del corazón. Procedió en consecuencia.
Qué más se podría reseñar sobre los orígenes del gran dictador que alumbra las sombras por las que atraviesa la humanidad. Nada. El resto se halla envuelto en un halo de misterio, incluyendo el nombre de sus padres. Ni siquiera sus más cercanos consejeros conocen los enigmas de su ser, ni siquiera ellos han logrado acceder al manantial de donde emana su fuerza.
Acabará siendo apuñalado por la espalda, como los egregios dictadores. Pero antes le habrá dado muerte a la bestia prehistórica que habita en los bosques de cedro, hazaña que los poetas cantaron hace miles de años pero que ya no recogen los libros. Solo por esa gesta debería recordársele sin asomo alguno de envidia; vayan de antemano para él la admiración y el reconocimiento de un pueblo que no supo agradecerle en su día.
De vuelta a la civilización, con la cabeza del monstruo en la mano, fue reconocido y elevado a los altares de la fama, porque se atrevió a demostrar su genio. También los demás sabían qué hacer, pero había que ser temerario de verdad, despreciar la vida como la entienden los parroquianos de la taberna: una suma de buenos momentos y aspiraciones quiméricas, nunca el Irkalla de vecino.
Los años le irían jugando en contra. Nada menos recomendable para la gestión de un gobernante que un pueblo satisfecho cuando ve a su enemigo moribundo. El músculo se afloja; la cabeza no guía rebaños. Los dictadores no nacieron para tiempos de paz.

II

Grandes convicciones nunca tuvo. A veces se preguntaba él mismo qué perseguían sus actos, por qué los demás iban detrás de él. Entendió que en cada uno de los hombres de la tierra duerme la semilla del gran dictador. No podía mostrar el más ligero signo de debilidad; el mínimo error lo arrojaría al despeñadero donde los buitres se sacian de carne podrida.
Procedía entonces de acuerdo a los momentos. Y la última adición daba la consecuencia.
Los domingos, al acercarse el mediodía, debía ser visto en el coche engalanado. Era una victoria tirada por dos caballos blancos adornados con guirnaldas. Detrás del cochero, de pie entre los dos asientos, saludaba al pueblo que se agolpaba en la plaza para rendirle pleitesía. Luego los padres llevaban de la mano a sus hijos a tomar leche azucarada y comer pan de huevo a la confitería ubicada en la otra punta de la iglesia. Y todo el mundo se sentía mejor al regresar a sus casas.
A esa misma hora el dictador comía espárragos y bebía agua mineral, nervioso, insatisfecho. No era la paz que ansiaba aquella que se vivía en las paredes grises de su palacio subterráneo. Intentaba leer, pero las letras le bailaban en las páginas y terminaba apartando el libro, desorientado y ausente. Se le había informado que a su alrededor todo marchaba según sus directrices. Su pueblo era pobre; él le encendía una candela que le permitiera entrever en las tinieblas. El gusano en la manzana.
Conduciría a su gente al matadero, pero no había más opción. Y él fue el elegido de los dioses. La luz de la candela terminaría alumbrando sus llagas purulentas.

III

Su relación con las mujeres, dicho esto en el sentido erótico, daba vueltas y vueltas en el centro del remolino de sus secretos. Se afirmaba de él que era un atleta sexual; una oficina secreta sería la encargada de seleccionar para su privado goce los mejores ejemplares del género femenino, noche a noche. No era raro que en alguna fiesta de fin de año una chiflada se atreviera a sugerir, pasada de copas, que el dictador era el verdadero padre de sus hijos. El comentario más frecuente aseguraba que las mujeres ingresaban de incógnito, disfrazadas de aseadoras, y de madrugada salían despedidas por la puerta trasera, con dinero en efectivo. También se decía que abandonaban el palacio envueltas en sudarios, directo a la fosa común o al cinerario. Muy en la intimidad, otras voces comentaban que el dictador jugaba con lo ambiguo, de allí el aura de hermetismo con que se rodeaba todo lo concerniente a su vida personal. Incluso otro de los corrillos postulaba que de joven había sufrido un accidente que desembocó en la extirpación de sus testículos, de cuya desgracia surgió un hombre voluntarioso pero de apariencia amable, suave y serena, concentrado en la política, no asexuado sino célibe.
Jamás se pudo comprobar el más mínimo rumor, ni a favor ni en contra.

IV

Con su manto dorado, el crepúsculo va suavizando la luz en la faz de la tierra. Los campesinos vuelven de la magra jornada a sus casitas de adobe, donde los esperan sus mujeres y sus hijos. Entran extenuados y son recibidos con una jarra de agua dulce que les sacia la sed. A esa misma hora el dictador cita a sus hombres de confianza a la pieza más profunda de su palacio subterráneo, donde les imparte las órdenes que deberán cumplirse al día siguiente.
El trigo no ha brotado, la sequía agota los manantiales y a las ovejas no les queda pasto que comer. Nuestra tierra está baldía, pero los campos del país vecino refulgen de verdor y las cosechas llenan sus canastas.
¿Cómo encender la llama de la guerra, si nuestros hombres son pacíficos y humildes, faltos de ambición?
El problema ha sido planteado; las preguntas han sido planteadas. La sala se agita.
Irán cuatro al bosque y matarán al niño. Irán disfrazados de enemigos. Eso encenderá los espíritus y nos devolverá el agua y el trigo; es la necesidad.
No surgió voz opositora, ni siquiera una duda; esa apariencia amable, suave y serena es arma demasiado poderosa. Cada palabra que pasa por su filtro sale limpia y justa.
Fraguado el crimen, ¿perdona Dios la miseria? ¿Es cómplice pasivo del dictador que vela por su pueblo?
El sacrificio se cumple, el niño apuntado por la mano del destino se extravía y es hallado muerto, horriblemente mutilado. Los asesinos dejan huellas falsas y el espíritu del campesinado se inflama. Una invasión vengativa les devolverá el trigo y las cosechas; habrá una ofrenda y la tumba del niño se cubrirá de velas. La nación marcha hacia la guerra, morirán justos y pecadores, culpables e inocentes. El hombre ha vuelto a ser esclavo de su pasión. El dictador mueve monigotes sobre un mapa.

V

Las arcas están llenas y la ciudad se reconstruye; se han firmado pactos y tratados, ha vuelto la paz. Del enemigo vencido brotan sonrisas compungidas. Cerca de Dios, el dictador.
Se multiplican sus paseos por la plaza; accede a ser entrevistado. Huele la fragancia del éxito y la fama.
Es el momento de recomponer la madeja, volverla a su color blanquecino, borrar el color rojo de la lana. Pero el dictador no dispone aún de la tecnología para emprender tal desafío y pronto descubrirá que el paso del tiempo solo se encarga de ahondar la herida del vecino.
¿Qué deseaba lo más profundo de su corazón? ¿Dónde radicó el motivo de sus actos?
En un acto de arrojo, el dictador emprendió la ocupación de la tierra fértil para ser recordado y amado por su pueblo. Y para darle una demostración de su amor, llenando las arcas vacías.
Quiso amar y ser amado. Esa fue su única verdad, desprovista de ropajes filosóficos.
Las cartas han sido echadas; los hilos del destino le irán revelando con el correr de los días que habrá de fracasar en todos sus empeños. Morirá empalado, decapitado, crucificado.
El pueblo celebrará su ejecución y derribará sus estatuas.
El día siguiente será el día del caos.
Al surgir la decadencia, con trazos tenues, apenas perceptibles, el dictador cita a sus asesores y les anticipa lo que habrá de ocurrir años después. Es ahora cuando hay que detener lo inevitable o será tarde; es ahora y de no mediar remedio no solo él sino toda la sala reunida probará el sabor de su propia sangre, vertida a la vista del pueblo.
Surgen interminables teorías. Algunas motivadas en el miedo, otras en la desconfianza, otras en la indiferencia. El dictador contiene su ira y dibuja en la pizarra.
Qué dibuja. Una serpiente mordiéndose la cola.
He aquí el principio y el fin. Sus palabras no me han servido para nada. Retírense todos. Váyanse a beber. Y brinden por mí.

VI

Decálogo del dictador

El pueblo deambula en las tinieblas para ser iluminado.
El pueblo tiene nervio. El nervio requiere orden.
El pueblo tiene estómago; requiere pan.
El pueblo tiene piel lampiña. El pueblo requiere techo.
El pueblo tiene uso de razón; requiere circo.
Las necesidades del pueblo son infinitas.
El pueblo es ignorante. El pueblo intuye y olfatea.
El pueblo paga con su vida por sus sueños.
El buen dictador ama a su pueblo; de ahí que lo regañe.
Por emplear un eufemismo, el amor del dictador debe ser severo. Torturador.
El pueblo es traicionero. Si se le somete se amansa; si se le libera asesina.
El dictador necesita al pueblo. El dictador sin el pueblo no es nada.
Pocas veces el pueblo necesita dictador, contadas veces el pueblo exige dictador, nunca el pueblo está conforme.
Si el dictador no se rodea de aduladores es que no es un buen dictador.
Todo adulador debe morir en las mazmorras, mejor aun en el patíbulo.
Si el sucesor del dictador no aprendió la lección de gobernar, el dictador debe apartarlo por su propio bien.
El dictador no debe reír jamás. Su sonrisa le está reservada para los días de fiesta y una sola vez se le permitirá derramar una lágrima.
El día de su muerte el dictador deberá exhibir el temple de Hitler y Ceausescu.

VII

Cuando de los perdidos lindes de su territorio le llegaron las primeras noticias de la invasión reparó en lo mal que había hecho algunas cosas. No bastaba ganar una guerra. Las guerras debían ser eternas, una vez que se entraba en ellas. Declarar la guerra era apostar a la sangre fresca. La sangre seca no da frutos. Se limpia la baldosa con mangueras y la baldosa queda manchada de pasado. Esa mancha no sale con cloro; debe resignarse uno ante la presencia del recuerdo sucio.
El Decálogo, polvoriento, en una caja fuerte.
Negándolo, negándose a sí mismo, su memoria confusa lo había confinado al olvido, sobre todo los puntos siete y seis.
Alguno de sus consejeros le había metido en la cabeza que él siempre fue un demócrata. De modo que la lengua de la serpiente iba ya apuntando hacia la cola.
Ejércitos panzudos volvieron a la guerra. Caballos cansados. Las ruedas de los tanques chirriaron que dio dolor de muelas, porque les faltaba aceite. Los ministros en su gabinete. No había causa para matar a un niño. El pueblo veía televisión; había llegado la luz y el pueblo se informaba por la televisión, echado en los sillones.
Los generales dialogaron con los invasores a los pies de la ciudad, así de tanto habían avanzado. Los enemigos pidieron la cabeza del dictador, pero había que estudiar el modo. El comandante en jefe le transmitió en persona la noticia. El pueblo no estaba en ánimo de guerra. El dictador salió a la calle y un loco enfurecido le gritó que cerrara el trato; otros se le unieron y de pronto la plaza se llenó de vociferantes. Una masa no era, a lo más doscientos, trescientos, pero bastaron para incendiar los espíritus de los revolucionarios de sillón.
De esa forma se cumplieron los augurios.
El dictador fue entregado al pueblo y murió crucificado.
El pueblo celebró su ejecución y derribó sus estatuas.
El enemigo recuperó sus tierras.
El día siguiente fue el día del caos.

VIII

Pasan los años. Su flama se cuela entre los corazones del pueblo. Y los entibia.
Se le ve vagar a veces por las calles; sale de una esquina, aparece en una foto.
Empieza su imagen a poblar estanterías; las bibliotecas se nutren de su sangre.
Despierta la nostalgia.
Turbado, el pueblo confunde su fantasma con el de Gilgamesh y en el Parlamento un descerebrado presenta una moción para endiosarlo. Del inframundo surgen lenguas de fuego que arden en el cielo, como arreboles místicos.
Oh, dioses que malguían nuestros pasos y escamotean la escasa luz con que sorteamos las tinieblas de este mundo, apártense de una vez y dejen vivir al hombre a la usanza del hombre. No tenemos destino, la vida es el presente y el miedo es nuestro eterno compañero, pero ustedes se empeñan en dar vuelta el espejo y nos llenan de cuentos la cabeza. Hay tiempo para todo, nada nos faltará y si jamás llegó a mis brazos el amor por el que me amanecí esperando es que se trataba de un truco del espejo.
La madre del pueblo parió al dictador; su padre fue un borrachín.

martes, diciembre 15, 2015

Argumentos

Lo acompañaban dos ángeles. Pensaron que dormía, pero estaba imaginando; descartaba argumentos que iban y venían por su mente como ráfagas de viento contaminado, el del hombre que imaginó que lo aplastaba una montaña gigante, el de los tres amigos que salieron de juerga y se abrieron a la noche en un barrio bohemio sin meditar sobre las consecuencias que sufrirían sus tarjetas de crédito, el del ensayo de Otero sobre la epistemología leído en un bus que lo llevaba a Rancagua a visitar a su tía de 83 años mientras a su lado una mujer llamaba a su hija y le pedía que volviera pronto a su casa, el de sí  mismo pensando, el del tedio a medianoche con su cuerpo satisfecho y falto de inspiración, el de la mujer hinchada, el de la joven obsesionada con los regalos de Navidad, el de los ritmos del lenguaje, el de las profundidades en las que se internó una avioneta por las quebradas de los fiordos del sur.
No lo dejaremos solo, lo ayudaremos en su faena
Le diremos hasta cuándo debe seguir y cuándo debe parar
Está anclado a  metros del lugar donde murió su madre
Ella está viva a través de nosotros y él lo sabe
Entonces, por qué no escarmienta
Una suma de símbolos. Los ángeles se comunicaban entre ellos pero era él quien parecía incitarlos a imaginar, de nada valían si él no estaba allí, falto de inspiración, azuzando con su carencia a los nobles espíritus insomnes.

viernes, diciembre 11, 2015

El canario

-Hugo, despierta.
-Qué...
-Está cantando el canario del vecino.
-Ehhh... ¿qué dijiste?
-Está cantando el canario del vecino.
-Se le habrá olvidado taparle la jaula. Duérmete.
-Está cantando; el canario nunca había cantado a esta hora.
-¿Qué hora es?
-Son las cuatro de la mañana.
-Con razón está oscuro. Duérmete con el canto del canario y déjame dormir a mí.
(Al rato).
-Ya dejó de cantar.
-Para de fregar con el canario. Me despiertas.
(Al rato).
-Hay olor a humo. ¿No sientes olor a humo?
-Qué...
-¿No sientes?
-No... sí... parece...
-Está entrando por la ventana.

martes, noviembre 17, 2015

El misterio de los bosques

El calor era agobiante; Vargas había sido engañado por el pronóstico del tiempo y esperaba una lluvia que lo oscureciera todo. El camino de ripio levantaba polvareda y parecía no terminar nunca, lo que encendía su ansiedad. De la radio del auto hubiese deseado que surgieran las voces de los Beatles jóvenes cantando Can't buy my love, esa vieja melodía pegajosa. Pero a la sombra de los árboles nativos el tema habría lucido ajeno, leve, aplastado por el peso del enigmático sur de Chile, de modo que durante todo el trayecto desde el aeropuerto la radio había estado apagada.
Tras doblar una más de tantas curvas emergió una construcción fantástica que se elevaba en medio del bosque. Parecía una salvaje torre ideada para una película de ficción, con sus muros tapados por las enredaderas y las ventanillas iluminadas que sobresalían como luciérnagas en la noche de la zona austral.
-Creo que hemos llegado -le dijo a su mujer.
Estaba cansado y excitado. Tenía ganas de beber, comer y darse un baño de agua caliente.
-Qué hermoso -apuntó ella.
Solo dos palabras, que traducían su tensión acumulada durante cuarenta años.
Cuando entraron a la habitación, Vargas sintió que el mundo se le venía abajo. No veía aquello que había imaginado, sino algo muy distinto, cerrado, rústico, ordinario. Había telarañas en los rincones y las ventanas de duendes apenas dejaban entrar la luz que perdonaba el bosque.
La fortuna, sin embargo, se puso de su lado en el momento justo: observó que el frigobar convenido no se hallaba en ninguna parte, un detalle sin importancia, pero que le dio pie para exigir un cambio de habitación. Ella, maravillada por el entorno, no decía nada. Vargas intuyó que la única preocupación de su mujer era de que él no estuviese feliz, de modo que solucionado el problema, llevados ambos a una suite en altura con frigobar y vista al bosque, todo anduvo sobre rieles.
Las noticias que llegaban desde Europa le provocaban sentimientos encontrados. Sensaciones de angustia e incredulidad.
Aunque vivía tan lejos y su alma parecía ser tan ajena a esa experiencia, no podía dejar de hacerse la pregunta. ¿Por qué ellos les abrían los brazos a sus propios verdugos?
En el pasado remoto todos los pueblos partieron de cero. Los europeos habían usado las mismas armas y se habían impuesto al mundo por la fuerza, la inteligencia y ese poder de organización que brota de la voluntad de ciertas ideologías. Ahora, con la culpa en sus corazones y la ausencia de un Dios temido que los impulse a proseguir su misión, abrían sus brazos solo para recibir bofetadas de sangre, bombazos que hacían astillas sus almas y sus edificaciones.
Aquella reverencia hacia la debilidad, traducida por la sociedad moderna en humanidad, también la observaba en su país, mas no en los animales, que continuaban cumpliendo su destino, al igual que hace millones de años. Ellos no habían cambiado prácticamente nada. Solo evolucionaban de la manera en que evolucionan los animales; algunas especies desaparecían de la faz de la tierra, incapaces de adaptarse a los mandatos del matar para vivir; otras se mantenían, otras se convertían en plagas. A Vargas le pareció, caminando por el sendero que seguía el correr de las aguas turquesa del río Fuy, que la plaga era el hombre. Había demasiados, sobraban millones; el progreso de la ciencia ahora podía mantener con vida hasta a los desahuciados; los viejos iban llenando los espacios como si fuesen zombies que estiran los brazos a los seres vivos para alimentarse de ellos.
El bosque, el hotel de lujo, el ambiente de aniversario se prestaban para esas insensatas reflexiones antes del baño de vapor, de la copa de espumante en el balcón, mirando los árboles silenciosos y las nubes corredizas del cielo del sur. Reflexiones de ganador.
Al día siguiente un muchacho alegre les ofreció huevos en una cocinería del pueblito de Neltume. Se sentía feliz porque Vargas y su mujer le habían alabado la música que dejaba oír desde su computadora. Era música en inglés, de la que a ellos les gustaba. Temas de John Lennon, de Santana, Eagles. El destino del muchacho alegre era ese lugar. Trabajar para vivir. Mantenerse con tres chauchas, alejado de los centros donde se toman las grandes decisiones. Su sonrisa parecía sincera.
Quizás la solución imposible fuese rebobinar la historia. Detenerse en el nacimiento de Cristo. Hacer como que nunca nació, que nunca fue. No darle prensa. Dejarlo como un profeta más de esa región. Hacer que se peleen entre ellos mientras Roma sigue creciendo, cada vez más pagana y feliz, como se estila que hoy en día sean las personas.
¿Tanto les debemos a los primeros cristianos que pasamos a ser sustancia de esa religión nacida en Medio Oriente? Nos invadieron el alma; hoy rechazamos a quienes se apartan de sus mandamientos, pero al mismo tiempo abrazamos al dios dinero, al dios progreso, al dios de la salud, al dios de la gastronomía, al dios del ejercicio y al dios del consumo. Volvemos al politeísmo. Los bárbaros entran a Europa como los primeros cristianos y se inmolan como si se echaran ellos mismos a los leones. Da la impresión de que el único dios pareciera tener más fuerza que todos los demás juntos, al igual que el dictador ante la democracia. El único dios que ordena obedecer y elige para la foto a los más pobres mientras el hombre sigue haciendo su negocio.
-Mira allá -le dijo de pronto su mujer.
En pleno bosque, al lado de la reserva de los ciervos, una inmensa catedral de madera se levantaba a los pies de un monte tupido de verdor. Era el museo de los volcanes, construcción impropia, desmedida, como los hoteles del resort. El techo de piedra volcánica semejaba una cúpula negra y las puertas de madera nativa parecían abrirse a la verdad eterna.
Quedaba aún el tema del amor. Y la única verdad de Vargas, aparte de sus hijos, su nieta, su trabajo, sus amigos, sus dioses y su tiempo era él mismo. Él y su mujer. El misterio concentrado en las figuras suya y de su esposa. Caminando entre la húmeda sombra de los coigües y las lengas ella le comentó que le era más fácil entender el alma de su hermano que la suya propia. Pensó entonces Vargas a qué misterio podría referirse, su alma de fisgón elucubró sin base alguna en las veces en que ella pudo haberse echado a los pies de algún amante en un arrebato de locura, en las excusas que alguna vez pudo enhebrar para dar rienda suelta a las palpitaciones de su corazón, en si ella habría amado de verdad. Porque en el rescoldo de sus dudas, en el fondo pantanoso de su alma insegura, Vargas siempre pensó que ella no lo amaba de verdad. Antes lo asumía con abatimiento, hoy con la fría serenidad de quien comienza a despedirse de la vida. Y sin embargo allí estaban los dos, caminando de la mano, bebiendo el agua cristalina del torrente, celebrando cuarenta años de matrimonio envueltos en el misterio de los bosques.
De vuelta en el hotel su mujer reparó en la cantidad de espacios para el descanso en los pasillos. Sofás de los más variados estilos se desplegaban a la vista como cartas de naipe, como dados echados para un descanso que nadie tomaba. Las chimeneas encendidas no calentaban los huesos de nadie. Estaban allí no por ostentación, sino como la materialización de un sueño. Alguien había soñado esa grandeza y la había hecho materia. La desmesura está en el ADN de los genios, pensaba Vargas ya de noche, con la petaca de whisky en sus manos, bebiendo a sorbitos bajo las estrellas; son ellos quienes siembran la semilla de la locura en los espíritus dóciles, los mansos corderos que somos todos los demás.

martes, noviembre 10, 2015

Un sueño en un sueño

Hace unos días se me apareció una ex colega en una pesadilla breve, intensa, cuyo final me despertó abruptamente. Es la esposa de otro periodista y siempre la he tenido por una mujer delicada, optimista y amante de su marido. Una mujer buena. Debido a una lamentable distracción de su parte, ella cruzaba la avenida con ademán preocupado y yo fui testigo de ese cruce impertinente desde la micro que me llevaba al centro. Al pasar ante nosotros la micro frenó y ella, en medio de la calzada, indecisa, decidió seguir atravesando, pero se encontró de frente con otra micro. El atropello era inminente, ante lo cual optó por tenderse a lo largo del pavimento, pero entonces pude ver claramente que la micro iba directo a aplastarla con su rueda izquierda, de los pies a la cabeza. Queriendo evitar la colisión caía en algo peor. El sueño se contaminó con el horrible verbo reventar, tan desagradable y violento. Cerré los ojos para no ver la escena y desperté. Estaba en mi cama y los primeros trinos anunciaban el alba.
Dos días después, de nuevo durmiendo, nos encontramos con otro colega en medio de una avenida muy parecida, si no la misma, detrás de un camión detenido que de pronto echó a andar, dejándonos sin protección. Nos costó llegar a la vereda, pues tuvimos que sortear dos microbuses. Con la situación salvada y mientras caminábamos hacia una plaza le narré mi sueño de dos noches atrás y le comenté cuánto se parecía a lo que nos acababa de pasar.
De modo que le contaba un sueño, dentro de un sueño.
Ya despierto, al menos lo relativamente despierto que ando durante el día, traté de imaginar el sentido de esas moles que me rodeaban debido a la torpeza de inmiscuirme en sus dominios; intenté desentrañar la mirada asustadiza, de reojo, de mi colega arrollada. Pero sobre todo analicé sin éxito la razón de recurrir a un sueño para contar otro sueño.
Esta mañana, al bajarme del microbús, decidí atravesar la calle a mitad de cuadra, a sabiendas de que el taco que se forma allí me permite caminar entre los autos detenidos. Esta vez el taco se disolvió en segundos, pero logré llegar a salvo a la otra vereda, a pesar de mi imprudencia. No alcanzó para una revoltura del corazón, pero me recordó ambos sueños, tan demoledores frente a esta pobre anécdota de la realidad.

jueves, noviembre 05, 2015

El carnet

Mi mamá me levantó más temprano que de costumbre y me llevó al registro civil. Fue un día frío y yo me puse el abrigo de solapas cortas, abrochado hasta el penúltimo botón. Debajo, en vez del uniforme, usé un banlón beatle verde oscuro; si lo recuerdo a la perfección es gracias al documento que hoy aparece ante mis ojos mientras me deshago de algunos cachureos.
Hacía frío porque estábamos entrando al invierno. Era el día 3 de junio. Llegamos a la oficina, me parece que en O'Carroll o Gamero, y gracias a sus contactos me atendieron pronto. Mientras estaba sentado en la sala de espera miré un afiche pegado a la pared. Un niño dibujado en colores cruzaba la calle mientras un carabinero hacía parar el tránsito. Todos los personajes del dibujo sonreían. El afiche decía en letras mayúsculas SU MAJESTAD EL NIÑO.
Yo mismo era un niño y sentí que nunca nadie me había tratado así; jamás había reparado en los privilegios especiales sobre los mayores que me correspondían por mi condición de niño. Mi autocalificación había sido siempre la mínima, hay una palabra que la refleja mejor, y es insuficiente. Yo no era suficiente ni física ni mentalmente, no era suficiente ante el mundo, desplegaba colgajos de insuficiencia por todo el cuerpo, visibles a cualquier ojo adulto. Por eso mientras esperaba, mientras los grandes preparaban sus documentos y sus máquinas en la oficina; sentí que no merecía ese trato y me avergoncé del privilegio tácito que me otorgaba la sociedad, de lo que concluí que el mensaje explícito del afiche no era real sino engañoso, y posiblemente lo habían dibujado por otra razón, que bien podía ser la contraria. La sociedad necesitaba exculparse frente al maltrato que le daba al niño, imponer una nueva conducta, reforzar un nuevo mensaje que dijera que el niño era realmente su majestad, a través del expediente de un cartel pegado en las paredes de todas las oficinas públicas. Desde luego, en mi insuficiencia era incapaz de idear un razonamiento como este, de modo que lo fabriqué a través de una sensación de desasosiego, la que sentí tras la observación de ese cuadro.
Ya casi estaban por llamarme, dentro de unos minutos pasaría a tener identidad. Hasta ese momento era tan niño que no necesitaba poseerla. Me bastaban mi segundo nombre de pila y el apellido que pronunciaba todos los días la señorita María Eugenia cuando pasaba lista. Interiormente, sin embargo, ya iba notando un vacío. Si nunca había gozado plenamente la libertad de ser niño, ¿para qué prolongar un estado falso de las cosas? ¿No era hora de intentar un tímido debut como grande? Hoy algunos me tratan de señor, con respeto y a veces hasta con miedo; ignoran el secreto que escondo, pero a esos rostros mansos de amaneceres provincianos también les llegará su hora y elevarán la voz.
Primero me mancharon los dedos, cuyas huellas puse una a una en un libro; luego me sentaron, me pidieron mirar a la máquina, se encendió una luz  y listo. Ya tenía identidad, había pasado a ser el número 175.261. Tenía identidad, pero no tenía carnet. Gran desilusión. No lo entregaban de inmediato. Había que retirarlo como a los diez días. Y eso hice.
Cuando llegué a buscarlo iba preparado, me habían dicho que había que estampar una firma en el carnet, así que durante esos días estuve ensayando una. Debía ser parecida a la de mi padre, que empezaba con una S gigante, seguida del apellido, ilegible, y una cola que lo subrayaba. La mía la hice no igual, para que no se notara, sino con dirección vertical en vez de la cursiva que usaba mi padre. La firma de mi mamá era más bonita, porque su letra era más bonita, fina, redonda y cariñosa, pero eso significaba demasiado simple. La letra de mi papá era de sílabas separadas, bruscas y con recovecos ordenados que delataban un asomo de angustia.
Estampé mi firma en el libro, luego en el carnet y me lo entregaron. Curioso que algo tan sagrado, selecto y custodiado me perteneciera enteramente a partir de ese momento, sin ningún tipo de seguro. Era elegante, de plástico verde, con varias hojas. Caminé hasta la Plaza de los Héroes y me senté en un escaño. Lo abrí y lo primero que vi fue mi foto. Sentí palpitaciones y se me heló la sangre de las venas. ¡Había salido horrible de feo! y encima con un lunar de mentira a un costado del labio superior. La oreja izquierda se me veía aún más grande de lo grande que era y el pelo corto, casi al cero, era como una sombra erizada que me cubría la cabeza y realzaba mis cejas juntas. Mi mamá siempre me recordaba que debía cortármelo "para que no se me calzara la frente". A veces yo mismo me medía la frente ante el espejo y no alcanzaba a los dos dedos. Otras veces ella se untaba el dedo con saliva y trataba de echarme el pelo hacia arriba; en fin, cada 15 días la máquina de la tía Mirita pasaba a mordiscones sobre mi cabeza. En cambio al Vitorio le permitían usar chasquilla porque era frentón. Él se veía bien y yo me veía mal.
Y en esta foto del carnet ni siquiera sonreía. Estaba serio como un preso condenado a muerte, aunque no asustado, más bien aburrido. En resumidas cuentas estaba frito: el tesoro que soñaba con exhibir a mis amigos debería quedar guardado bajo siete llaves.
Esto ha venido a mi memoria a propósito de la ligera revisión de una gaveta, pero sobre todo porque hoy vivo obsesionado con los documentos valiosos que guardo en mi billetera. A cada rato me la palpo en el vestón para ver si todavía existe, a sabiendas de que la pérdida de cualquiera de esas tarjetas de plástico haría de mi futuro inmediato una catástrofe. Mi identidad se ha dispersado en ramificaciones increíbles.

miércoles, septiembre 30, 2015

La vida

Mis pensamientos habían pasado del horror al miedo, del miedo al desaliento y del desaliento a la resignación. Abatido en la celda, echado como un perro viejo en un rincón del altillo, aguardaba las primeras señales del alba con la mente puesta en el Señor, y hasta llegué a desear su pronta visión, mas no fue su luz la que me encegueció, sino  la de un rayo que partió la celda del castillo en dos, conmigo adentro. Desde el cielo se me reabrían las puertas de la vida y una vibración desconocida se apoderó de mis nervios; me hizo bajar las escaleras con la energía de un felino y pisar la hierba mojada que anunciaba el bosque impenetrable como si no hubiese recuerdos y mi ser entero fuese el solo momento del presente.
No era tiempo de analizar la despreciada ofrenda del abrazo divino. Un fenómeno imprevisto y misterioso me ofrecía un poco más de tiempo, mi cuerpo volaba hacia el bosque de la noche y las aves nocturnas ya ensayaban su concierto rutinario de notas disonantes.

miércoles, agosto 12, 2015

Una casa limpia, silenciosa y ordenada

-¿Qué buscas?
-Una casa limpia, silenciosa y ordenada.
-¿Para qué?
-Para instalar mis huesos.
-Y esta que te ofrezco, ¿no te gusta?
-Busco algo... más limpio.
-Eso es obsesión.
-Algo más... clásico.
-¿Sí? ¿Como qué?
-Viejas maderas barnizadas, una chimenea encendida, ausencia absoluta de arañas, una alfombra en el piso, un berger y una lámpara de pie con pedestal de bronce...
-Lo podríamos arreglar.
-... Un ventanal con vista al lago y a las ramas de los árboles que se mecen con el viento.
-¿Algo más?
-Una estantería repleta de libros, un cuaderno y un lápiz, y una botella de whisky.
-Subirá un poco el precio, pero se puede.
-No he hablado de dinero.
-Yo tampoco.
-Entonces, ¿firmamos?
-Espera. ¿Qué ves allá afuera?
-Un ave negra.
-¿Qué hace?
-Bate sus alas contra las nubes bajas que enturbian el ambiente.
-Es tu alma.
(Largo silencio).
-Mi alma... mi alma... ¿conque así sería mi alma? No estoy en desacuerdo por completo con la metáfora.
-Guarda esa imagen para cuando te llegue el momento de rendir cuentas.


miércoles, julio 29, 2015

Vergüenza

Vagos recuerdos alimentan mis días y de ellos unos pocos, muy pocos pero fuertes, precisos, inolvidables, me avergüenzan. Provienen de creaciones que he dejado impresas. Las palabras necias, los gestos ridículos, las actitudes absurdas del pasado se aceptan como hechos de la vida. Si durante el velatorio de un pariente anciano, en una fiesta de familia o en una reunión de amigos alguien devuelve esos hechos al presente, sirven como excusas para reír de buena gana (siempre que los recuerdos se hagan en los jardines de la iglesia, en el caso del velatorio). Pero son evocaciones que no avergüenzan. Lo que avergüenza es el testimonio inscrito en el papel, el testimonio que no acepta dobles interpretaciones. Hablo naturalmente de un tipo de vergüenza; diría una vergüenza terrenal, menuda, de la vergüenza infantil que hiere la inteligencia; esto es, la vanidad. Las grandes vergüenzas no caben en estas líneas. Haría falta un libro entero para intentar esbozarlas, otro para reconocerlas y un tercer volumen para expiarlas. Las grandes vergüenzas hablan de senderos mal escogidos y peor transitados, de traiciones, cobardías, secretos inconfesables, robos de almas, castigos brutales a seres que no lo merecían, imprudencias temerarias, deslealtades, decisiones insensatas y otros pecados atribuibles a la estupidez humana.
De modo que de las vergüenzas de que hablo son de las vergüenzas necias.
¿Cómo pude ser tan tonto?, me pregunto al revisar la obra en cuestión. Recuerdo mis respuestas en las pruebas, a temprana edad. ¿Qué pasó al hundirse la Esmeralda? Todos se mojan. Diga las partes del aparato digestivo. Boca, faringe, estómago, intestino grueso, intestino flaco, recto y ano. Mis padres reían a carcajadas al leerlas en la mesa y solo entonces caía en la cuenta de que algo no cuadraba en mi pensamiento, de que tenía que averiguar el origen de la ridiculez plasmada en el papel, de que no podía volver a caer en trampas como esas. Más crecido, habiendo dejado atrás el peso de la niñez, en plena edad del pavo, dominador del mundo, inventaba historias chistosas en vez de contestar simplemente las preguntas de los controles. Sacaba a relucir, sin asunto alguno, a la mosca tse-tse, de cuya existencia me había enterado hacía poco; la usaba como argumento para hacer dormir a mis compañeros, o como excusa por ignorar la materia, tal vez como método inconsciente de denuncia del aburrimiento soporífero que debíamos soportar, clase tras clase, hora tras hora en las aulas del liceo. Que yo sepa, no obtuve rédito alguno de mis osadías; apenas unas sonrisas de complicidad de los alumnos al abandonar la sala -complicidad engañosa-, cuando yo mismo les mostraba, en clave de reclamo pero también de orgullo, la escuálida nota que merecían mis respuestas.
 ¡Y pensar que al crearlas me sentía poderoso y hasta genial, y me ufanaba de enseñarlas!
Llegó el momento en que me atreví a dibujar la caricatura del profesor en la primera página de una prueba, junto a su nombre y a la asignatura. Un ratón de anteojos fumando pipa. ¡Confesaba yo mismo el delito y lo exponía a su vista! El roedor humano era un perfecto símil de los vestidos de lentejuelas que lucían los escaparates luminosos de la calle Independencia; era imposible que uno y otros pasaran inadvertidos en una ciudad tan escasa de luz como Rancagua, ni siquiera las volutas de humo que salían de la pipa eran capaces de ocultar la canallada juvenil. De modo que acepté la nota 1 de vuelta, avergonzado, herido en mi amor propio y decidido a cortar de raíz con ese vicio creciente. Fue mi última manifestación de estupidez recubierta de rebeldía.
Hoy pienso, sin embargo, que si el profesor hubiese sido yo, no le ponía el uno al alumno. Tal vez no me hubiese reído ante su ocurrencia, o quizás sí. Con el corazón en calma discurro que habría sabido aprovechar la ocasión para indagar en sus motivos y darle una lección que habría retenido durante toda su vida.
¿Qué le hubiese aconsejado? Haga esto siempre; rebélese. O: hágalo siempre, pero con astucia. O: no lo haga nunca más, sea respetuoso de sus mayores, proteja las bases del edificio que lo cobija. O: ¿eso dicen de mí a mis espaldas, que soy un ratón que fuma pipa? Bueno saberlo, vaya noticia que me has dado, tal vez convendría tenerte de mi lado para averiguar otras cosas.
Con mi esposa limpiábamos ayer de revistas viejas el desván; era un sábado de vacaciones de invierno y teníamos el día entero por delante. Nos esperaba un rico almuerzo y por la tarde, una función de teatro, escribo esto último sin cálculo estilístico alguno. De pronto, listo para ser echado a la basura, surgió ante mis ojos una "obra de arte" creada a mis 18 años. Un material encuadernado en tamaño carta, con una tapa de cartulina, que contenía dibujos, fotos, poemas y un cuento. Todo en él se notaba apresurado -las fotos con pelusas del negativo, los dibujos sin haber pasado por el cedazo del criterio, el calco de la máquina de escribir gastado- porque la idea se me había ocurrido a principios de diciembre. El destino era ser regalado en Navidad a mi mujer, quien era entonces mi polola. Todo a la rápida, todo entero digno de vergüenza, de ser en efecto echado a la basura. Y sin embargo, a centímetros del tacho, surgió de sus hojas la vibración de una súplica. La obra, que había vivido agazapada, hacía su último esfuerzo de defensa antes de perecer tragada por el tiempo; brotaban del polvo de sus páginas el cariño, la delicadeza, el amor puro, la ansiedad de amar, los sueños de grandeza que entonces nacían de mi alma. Se me vino un torbellino de imágenes a la cabeza, mis años de juventud, mi candor, los deseos que entonces tenía de hacer el bien, los rechazos y hasta la indiferencia que puede que aquello despertara en las personas que amaba.
El cuadernillo se llamaba "Horas de soledad" y estaba dedicado "a mi amorcito". Leí en la presentación: "Sergio Mardones, uno de los valores jóvenes de la literatura, actualmente está en periodo de receso, pero según los críticos, produciendo sus mejores obras".
La vergüenza y la piedad me dominaron. Sentí un violento repudio hacia mí mismo, nacido de la constatación de mi mediocridad, al tiempo que un sabor azucarado en la garganta, producto del amor que me han despertado siempre los perdedores.
Antes de que mi mujer descubriera la obra la deslicé otra vez, con discreción, hacia el desván. Perdonaba mi falla y acogía mis vergüenzas, que habrán de seguir vivas hasta mi último día, hablándome desde la hibernación.

domingo, julio 19, 2015

Compases al amanecer

La cándida avaricia me gobierna; aún conservo la energía animal con la que le hago frente y ambas comparten las horas del día junto a su rival sublime, la eterna búsqueda de la belleza y de la fama.
¿Por qué deseo tanto escribir bien y ser reconocido? ¿Qué me apasiona en demasía de las letras nacidas de mi pluma? Es la idea absurda de crear lo nunca visto, pero me doy cuenta -con realismo- que son ríos y ríos de tinta los que fluyen, y solo hablo de mi idioma, qué digo, de lo que en mi pueblo se está escribiendo a esta hora de la noche.
Desearía ahora mismo idear una novela sobre un artista anónimo que por un golpe de fortuna es invitado a participar de un encuentro de viejos escritores en un gran hotel del sur de Chile. Habría amaneceres lluviosos, caminatas matutinas por los bosques, revuelo de truchas contra la corriente, café a media mañana, lectura, observación y un momento largo de trabajo ante la página en blanco, que mostraría sus frutos al atardecer. Vestidos de terno y corbata, cada uno de los escritores leería lo producido en el día, los dramas más fantásticos, frente a la chimenea y siempre teniendo a la vista la licorera provista de bourbon, ginebra, vodka, pernod, gaseosas, más hielo a la orden. Dejando de lado la vanidad (en la medida de lo posible) se analizarían de cada obra los aciertos y desaciertos de su prosa, el brillo de las imágenes, las ideas flotantes, el objetivo del relato, la trascendencia de lo escrito. Durante la cena se abrirían acaloradas discusiones en torno a los más diversos problemas técnicos de los trabajos expuestos, como la incoherencia del intachable detective homosexual que desentraña un crimen cometido por su amado y calla, o la batalla descrita por un general desde su tienda de campaña; nadie se robaría la palabra y a cada uno se le coparía su dosis de necesidad de afecto. Los mozos circularían con bandejas de plata, ofreciendo costillas de cordero, estofado de res, pato al coñac, truchas y salmones de río, setas y vinos de cepas vigorosas. La conversación derivaría hacia el tema de las grandes emociones, los grandes amores y los grandes hombres de la historia. De todo el comedor emanaría una atmósfera de bienestar, amplificada con la visión de los copos de nieve que la ventisca haría chocar contra los ventanales de la sala ardiente. Antes de finalizar la jornada, luego de los postres, los quesos y el café de grano brasileño, los viejos escritores se refugiarían al calor del fuego con su nuevo amigo el artista anónimo en una sala rodeada de pesadas cortinas, donde los esperarían una caja de habanos Partagás y la bienamada licorera. Sentados en mullidos sillones, animados, imbuidos en una sensación de grandeza y amor a la humanidad, decidirían publicar un libro de lujo, con tapa de cuero y páginas cosidas con hilo, en el que cada autor elegiría libremente su mejor obra escrita en esos días. Habría dinero de sobra para la edición, una poderosa empresa del mercado ya se habría comprometido con los fondos; los críticos se sobarían las manos esperando la primicia y el país se paralizaría ante el anuncio del lanzamiento del libro de oro, libro que ya dan por hecho que haría vibrar a los jóvenes y cambiar el rumbo de sus planes a los intelectuales influyentes.
En este punto de la trama la novela da un vuelco. A la mañana siguiente, la mañana del regreso, sintiendo en carne propia la resaca de la última noche y el exceso de emociones, el artista anónimo comienza a sudar de angustia, porque capta que ha comenzado a descender desde la cima de la felicidad. Todo lo que viene ha de recubrirse de un velo mediocre, el mismo que empañaba su vida hasta antes del encuentro. Nada podrá compararse ni remotamente a la euforia experimentada por su alma en esa reunión de hermanos evadidos de la realidad. Aumenta su angustia al reparar tardíamente, durante el traslado al aeropuerto, en que la última noche se habló demasiado de cosas que en ese momento no le quedaron claras. Su compañero de asiento en el transfer le confidencia entonces en voz baja, con argumentaciones canallescas, que dentro de los viejos escritores había un torturador del régimen que no vivía ni avergonzado ni escondido. Todos lo sabían; las jornadas literarias no habían sido más que un remolino de belleza en cuyo centro giraba el néctar podrido de la complicidad. Recuerda el artista anónimo que esa noche el torturador había leído un cuento escrito en primera persona, donde el protagonista era una mujer que veía pasar las horas encerrada en un calabozo al que la condujeron vendada, argumento que no pudo evitar unas vagas reacciones de molestia en el ambiente. Algunos creadores le enrostraron que su cuento era una suerte de terapia, una manera desfachatada de sacarse de encima el peso que llevaba en  la conciencia. Con toda frialdad, él les replicó que en la misma mesa donde se había hablado de valores sublimes se hallaban sentados un conspirador, un saboteador y un farsante, y que los argumentos de sus relatos versaban sobre los pensamientos que fluyen por la mente de un general la víspera de una batalla crucial para él y su nación, sobre una pareja de químicos que quiebra su tormentosa relación mientras visitan Londres y sobre las vacaciones de un niño de campo en la capital, en ese mismo orden. Fue con esa frase que la reunión finalizó. Las luces de la sala se apagaron y cada uno se retiró a su habitación.
Ahora, a la mañana siguiente, una mañana fría y brumosa, todo aquello hería la epidermis del artista anónimo al subir al avión que lo llevaría de regreso a Santiago junto a los demás invitados. Recién lo entendía todo. El placer jamás se adquiere a precio de ganga; el ser debe someterse necesariamente a la verdad.
Las necesidades están satisfechas, pero el tiempo va gestando otras nuevas. Al ritmo de estos compases al amanecer me sorprendo en un estado bueno y delirante; debo detenerme. He de darles más libertad a mis amores. Debo confiar en ellos, entregarme a sus desdichas y a sus saltos al vacío. Tal vez yo mismo debiese dar más saltos al vacío, bien me haría sentir el vértigo de lo impredecible. Reír con ganas.  

martes, julio 07, 2015

El asesino oculto

Se sabía que dentro de aquellos túneles en ruinas se alojaba un asesino; pero mi sobrino era inocente, no lograba comprender ni el alcance ni el entramado de sus decisiones. Cuando bajó a los túneles le advertí que saliera de inmediato y lo hizo, pero en un momento mío de descuido volvió a entrar. Y ya no salió más. Luego un torrente de hombres emergió de los túneles y a todos los acorralé contra la gran pared de tierra que daba la entrada al laberinto. Estaba armado y no había duda alguna de que entre ellos se hallaba el asesino por partida doble.
Llamamos a la policía y tardó no poco en llegar. Había que trasladar al asesino a la ciudad, pero el vehículo policial era antiguo, de modo que varios civiles debimos sumarnos a la misión. A mi mujer con mi hija, que disponían de un station, les tocó llevar a dos sospechosos, pero en el último minuto decidí camuflarme en el maletero, sin que estos lo supieran. Las hice callar cuando me vieron entrar al auto y echarme sobre la esponja, cubierto con una frazada.
Se inició un largo viaje; entre nuestros sospechosos podía ir el asesino, también podía ser que no fuese ninguno de los dos. Como no había constancia y estábamos ante algo que solo le cabía determinar posteriormente a la justicia, nos resignamos a dejarlos viajar en libertad en el asiento trasero, no esposados. Mi misión era impedir que escaparan o que les hicieran daño a mis seres queridos.
Al atardecer entramos a la provincia y fuimos bien recibidos. Antes de pasar a tomar la once sonó el teléfono. Me pidieron que contestara y lo hice, imitando la voz de la dueña de casa, una señora entrada en años, de aspecto venerable. Del otro lado de la línea cuchicheaban. ¿Llamaba el asesino? Al principio lo pensé, porque hacían demasiadas preguntas; después olvidé mi papel y empecé a hablar con voz grave, de hombre.
Oscurecía. La turbia atmósfera provinciana se iba volviendo más y más tensa, por el efecto del chal de la señora, el olor de la estufa a parafina, el piso encerado, las moscas en las cortinas.
Por la noche llegamos finalmente a nuestra casa, donde los encargados trabajaban en diversas reparaciones y ampliaciones ordenadas por la constructora, sin costo para nosotros. Una pieza de metal brillante instalada para recubrir la chimenea se estaba fundiendo ante nuestros ojos, pero los entendidos insistían en que era a prueba de fuego. Luego recordé que ya habíamos vendido la propiedad, de modo que los beneficiados con las ampliaciones serían sus nuevos dueños, quienes se encontraban en salones interiores, diría yo sin atreverse a despedir a sus viejos y gastados ocupantes para plantarse como amos del lugar. Después de todo no era una gran casa. Era una casa inquietante de población; no se llevaba una buena vida allí.
Comencé a examinar seriamente la posibilidad de que el asesino oculto no fuese otro que yo mismo, por ciertos detalles, ciertos elementos que bordeaban mi memoria.

domingo, junio 28, 2015

Tres peleas

Descontando los enfrentamientos con el Vitorio, tres veces he peleado a combos y dificulto que haya una cuarta: hace muchos años decidí no ser de los gallos que se ven en la cancha, decisión que -siempre lo he pensado- le restó un buen poco de virilidad a mi carácter. No se trata de andar peleando por cualquier cosa, pero más de una vez debí responder a los ataques recibidos con una cuota mayor de hombría. Lo admito.
Esta conducta la aplico a todas las facetas de mi vida; el resultado es lo que se ve. Cargo de lado, ofrezco pocos flancos donde recibir golpes y cuando soy atacado me hago el desentendido, como si no supiera muy bien lo que está sucediendo a mi alrededor, lo que generalmente descoloca a mi rival. En tales casos al menos pierdo la contienda por puntos o la empato, cuando no la gano a mediano plazo.
La mía ha sido una larga vida de planificación y espera. Ignoro qué cosa es la que espero, pero sé que la espero. Vivo mundos imaginarios; para seguir viviendo necesito llenarme de ensoñaciones positivas al levantarme de la cama. Estas se despliegan, en mis actuales días, en la caminata al café, la charla con los amigos, las buenas noticias de mis hijos y mi nieta, el amor de mi mujer, la copa de whisky al atardecer, la lectura de un libro y el argumento de un cuento. Son todas imaginaciones que me sirven para ir construyendo el día de verdad, que a veces se parece mucho al de mi imaginación y otras se ensucia con problemas imprevistos que me enferman de la cabeza. Mi imaginación es una jaula que cuenta con todas las comodidades habidas y por haber, pero cuando el día le arranca de cuajo el candado y le abre la puerta obliga a su dueño, que soy yo, a salir a un mundo que desearía no enfrentar, porque es espinudo, cruel y odioso.
De la primera pelea guardo imágenes difusas. Ocurrió en 1960. Yo tenía siete años y mi contrincante, ocho. A la salida de la Escuela 1, en calle O'Carroll, frente a la cárcel, estoy acostado en la vereda y el hijo del doctor Fuenzalida me aplasta y me pega; varios alumnos nos rodean, avivando la cueca. Alrededor del cuerpo del Fuenzalida veo las caras enloquecidas de los demás niños. No ofrezco demasiada resistencia porque de antemano había dado la pelea por perdida, eso lo recuerdo a la perfección. Él era un líder dentro del curso y yo, un personaje del montón. No tenía posibilidad alguna de ganar y hasta hoy no me explico qué me llevó a entrar en una disputa física con él. A pesar de haber sufrido una derrota humillante no hubo llantos ni paliza. Tampoco rencores ni venganzas. Todo quedó ahí, al borde de la calle, frente a la escuela vecina, la escuela 9 de niñas.
La segunda pelea se dio cuando tenía 12 años y cursaba segundo humanidades en el liceo. Con el Gallegos veníamos cultivando una amistad de meses; él visitaba mi casa y yo iba a la suya, en la población Esperanza, donde su abuelita hacía berlines con azúcar flor. Había un brasero sobre el piso de tierra y la mamá usaba el pelo tan largo que le tapaba la espalda. Un día que yo estaba enfermo me pasó a ver antes de ir a clases. La garganta me traicionó y se me salieron como tres gallitos; él se rió y yo también. Era un buen alumno de seis y cincos coma ocho. Le faltaba para ser genio, pero era aplicado y sobre todo alegre y despierto. Pero una pelea de estudiantes que vi a la salida del liceo, en una plazuela, despertó mis ansias de gloria y lo desbarató todo. Imaginé cómo sería pelear en un escenario así, en medio de un corro eufórico, y se me inflamó el pecho. Elegí cuidadosamente a mi rival. Sería el Gallegos, y desde ese día comencé a sembrar nubes negras en nuestra amistad. Él fabricó las propias, herido por la traición, y un día, antes de una hora libre, ambos nos encargamos de anunciar la pelea a través de nuestros padrinos. El curso se animó de tal forma que cuando comenzó la hora libre todos se hallaban en la plazuela. Al centro, el Gallegos y yo. Los árboles nos daban sombra y la rueda humana nos escondía de las miradas ajenas. Sin embargo, a los pocos minutos la asistencia olió el tongo que se venía: los combos y las patadas brillaban por su ausencia, porque no había pasión. No había ojos inyectados en sangre ni arrestos temerarios. La pelea entera fue un puro round de estudio. Nadie debió separarnos y tras quince o veinte minutos de cámara lenta, público y boxeadores regresamos al liceo, decepcionados. No volvimos a pelear, pero desde ese día la amistad entre ambos terminó para siempre.
Mi última pelea fue un año después. Frente a mi casa de Bueras con Palominos pasó un adolescente de mi edad, pero más flaco. Eran cerca de las cuatro de la tarde. Sin que le diera motivo me gritó un garabato y se lo respondí. Siguió caminando hacia Millán mientras se daba vuelta y me desafiaba a pelear. Corrí, lo alcancé y le tiré un combo, con tan buena suerte que con el nudillo del dedo del corazón le di en la punta de la nariz y la sangre le saltó a chorros. El desafiante se aterrorizó y echó a correr. Yo lo miré desde la calle, parado sobre el piso de huevillo, excitado por el color de la sangre de mi primera víctima.          

miércoles, junio 10, 2015

Un problema de lenguaje

Granizaba; las ventanas del restaurante lucían sus vidrios empañados, no porque adentro ardiese un fuego de chimenea, que se hubiera agradecido, sino solo porque afuera el frío era insoportable. Una grave falla de organización había convocado en el lugar a 22 profesores secundarios. La invitación original debió llegar a los académicos de la facultad de Humanidades de la Universidad de ***; en su lugar fue a dar al liceo de humanidades***, situado al costado de la facultad. Enterada del desaguisado, la gerencia del hotel optó por darles alojamiento y comida a los maestros y preparar la recepción de los verdaderos invitados para la mañana siguiente.
Sentados a la mesa los profesores se frotaban las manos. Supuestamente, se les había citado para debatir acerca de los dilemas del lenguaje. Sorbían la sopa tibia que les había llevado el único garzón, quien se empecinaba en meter las uñas sucias dentro de los platos. Luego pasaron al plato de fondo, un trozo de carne de vaca con guiso de porotos negros, rábanos y cochayuyo. El pan añejo escaseaba. De postre, el mozo les abrió unas latas de duraznos al jugo. Algunos intentaron fumar, pero los fósforos no encendieron porque el gélido ambiente les había humedecido la pólvora. Desde el comedor se entreveía la sala de conferencias, pobremente iluminada. Uno a uno los profesores fueron entrando en el salón. El profesor de castellano abrió la discusión y ofreció la palabra. Así hablaron los demás:
-Si el lenguaje matemático es el más exacto y universal, por qué no lo hablan todos, dijo el profesor de matemáticas.
-A mi juicio, el lenguaje superior es el lenguaje musical, dijo el profesor de música.
-Y es más sencillo.
-Se vale apenas de unos pocos signos.
-El lenguaje de señas es impreciso y demasiado general. No sirve para abordar sutilezas.
-El lenguaje matemático lo dice todo claramente, sin prestarse a duda alguna.
-Pero nadie podría vivir sin las señas; y no hablo de las personas impedidas.
-Yo estoy por el lenguaje audiovisual. Habla tanto por lo que expresa como por lo que sugiere.
-Tú, que eres profesor de química, diciendo esas burradas.
-Admito que es el único que me ha hecho llorar y reír como un niño.
-De una mujer esperaría oír algo así, ¡me sorprendes!
-Yo estoy por la pintura, lenguaje para iniciados y almas sensibles, y al mismo tiempo abierto a todo público, dijo la profesora de artes plásticas.
-El lenguaje más complejo es el de la lengua materna. El idioma, dijo el profesor de castellano.
-Yo también lo creo así, dijo la profesora de inglés.
-Yo lo pongo en duda.
-Si nadie más defiende la pintura es que pasó de moda. Y sin embargo es lo primero que va a ver un turista a París.
-Me quedo con el lenguaje del cuerpo. Se da en hombres y animales, dijo el profesor de educación física.
-¿Hablas de las señas? Eso ya se dijo.
-No. Me refiero específicamente a lo que dice nuestro cuerpo en su interrelación con los demás.
-No habremos venido aquí para esto...
El granizo dio paso a la nieve. Llegó la hora de reconocer el dormitorio, cuya puerta de ingreso se ubicaba al fondo del restaurante, al lado de los baños. Ante la vista de los profesores se abrió un galpón con piso de baldosa en tonos grises y grandes ventanales sin cortinas. Cada cama de una plaza se disponía una al lado de la otra, con un mínimo espacio para los veladores, en dos largas filas, haciendo un total de 22 camas. Del cielo colgaban ampolletas de 25 watts sin pantallas, cada cinco o seis metros.
Puestos los pijamas y las batas de dormir, cada uno fue comprobando con angustia que las camas estaban cubiertas por una sola frazada. Aquello los obligó a dormir con la ropa puesta sobre los pijamas y las batas de dormir. Apagadas las luces casi todos, salvo un par de maestros, adoptaron la posición fetal y escondieron la cabeza bajo la frazada.
Alrededor de las dos de la mañana comenzaron los primeros ronquidos, que se generalizaron; más tarde se les sumó un tronar de pedos. Cada tanto un profesor o profesora se levantaba de su cama y acudía al baño a pie pelado. En los inodoros flotaban excrementos y los profesores y profesoras se veían obligados a hacer sus necesidades sobre la inmundicia. Desde las camas se escuchaban sus arcadas; y cuando tiraban la cadena el agua no bajaba del estanque porque se había convertido en hielo. A esas alturas la nieve ya sobrepasaba la mitad de los ventanales. El bus de turismo que los había traído estaba completamente cubierto de nieve, a la bajada del hotel.
Al día siguiente amanecieron congelados. La gerencia dio orden de subirlos y sentarlos en el bus mientras el personal despejaba la nieve del camino. En su bajada, la máquina se cruzó con la que traía a los veintidós académicos de la facultad de humanidades. Estos fueron recibidos por un grupo de mariachis contratados por la empresa organizadora, que les cantaron "Las mañanitas". Tras reconocer sus habitaciones, bajaron al comedor a disfrutar del desayuno buffet. La mesa exhibía sabrosos manjares; huevos con tocino, mermelada de arándanos, naranja y frambuesa, yogur, mantequilla, jamón, quesos. Humeaban el café y los jarros de leche y el pan de centeno crujía en las tostadoras. Ardía el fuego de la chimenea. 
Antes de pasar a la sala de conferencias los investigadores fueron invitados a pasar a los baños de vapor, al sauna y al jacuzzi; la temperatura era excelente.
Una mujer de mediana edad, de trajebaño negro y piernas de morsa, le comentaba en el sauna a su colega de barba blanca recortada: "El lenguaje divino es indescifrable, Gastón, ¿no te parece?".

viernes, junio 05, 2015

Cleo

Un postrer respiro entrecortado te regaló la entrada a los prados verdes que tanto amas y donde ahora corres, libre. Vagas oliendo la huella que te lleva al agua del arroyo, donde sacias tu sed; te echas gustosa a la sombra de los árboles para aliviarte del calor. En las noches de luna duermes plácidamente sobre un lecho de hojas, soñando con las mañanas de domingo.
Llegará el día en que divisarás a lo lejos al primero de tus amos; entonces volarás como un cachorro enloquecido para apegarte a su figura, moviendo la cola. Cuando vayan apareciendo los demás, uno a uno, te brillarán los ojos inocentes y estarás de nuevo en la familia.

viernes, abril 24, 2015

Las hojas

Era un sol abrasador de otoño y las hojas se iban contra el muro de piedra.
Al anochecer fueron humedecidas por el rocío y entrada la mañana resplandecían de belleza.
Por la tarde descendió la ceniza. Ya no se oía el batir de alas en el cielo. Las aves habían emigrado.
En la casa de piedra se celebraba una fiesta. La mesa, cubierta de manjares.
Un loco calvo en la cabecera exigía puntualidad a los mozos, y los mozos corrían a servir a los invitados arriesgando el equilibrio de los platos, palmas al aire el loco enfurecido. ¡Si lo hacen de nuevo me cortaré la cara! ¡Me cortaré la cara si lo hacen de nuevo! y los mozos asustados servían con la espada de Damocles sobre la cabeza de su amo.
Alguien preguntó por las hojas, otro notó que las cenizas ya cubrían la mitad de las ventanas. Pero el loco no era capaz de fijarse en detalles como esos. ¡Beban a mi salud! les exigía. La casa de piedra se hallaba a su merced con todo su interior.
Oh loco que todo lo puedes, sálvanos esta vez de las cenizas clamó el coro de invitados. Subid a mis aposentos dijo el loco y la muchedumbre se embriagó en las escaleras y se instaló en sus aposentos, pasados a mierda.

jueves, marzo 12, 2015

El mejor compañero

El Plátano González fue promovido a la sexta preparatoria del liceo cubierto de laureles, aunque tal vez por su carácter pragmático, algo frío, poco amigo de integrar grupos, falto de empatía, se adivinaba entre sus compañeros un sentimiento larvado de rechazo a su persona, de modo que el día en que aparecí yo fue como si estallara una olla a presión. Tal como lo pongo suena dramático, puedo equivocarme, pero es lo que se le ha ido revelando a mi alma con el correr del tiempo.
Yo era entonces el Chico Mardones, un forastero de 10 años que ingresaba al curso, proveniente de la Escuela 1. Hasta ese momento no había pasado de ser un alumno callado, tímido, del montón, medio volado, como poeta sin versos. Ayudaba a crear esa imagen el hecho de haber iniciado mi vida escolar un año antes de lo que correspondía, por lo que siempre era el menor en estatura y madurez. Era flojo, prefería llenar mis cuadernos de historietas antes que hacer las tareas y estudiar y cada tarde, después de la once, caía en la tentación de rendirme a los programas infantiles de la radio. Pero la llegada al liceo me abrió un horizonte insospechado de posibilidades. Ahora que pasaba de chico a grande, ahora que desaparecían mis compañeros anteriores y con ellos el fantasma de mi propia figura vestida con buzo, ahora que vestiría de chaqueta azul, corbata y pantalones grises, la vida me planteaba un excitante desafío; secretamente decidí afrontarlo.
El curso del liceo lo dirigía el señor Olavarría, un grandote de impermeable de gabardina hasta los talones, cara de tártaro, lengua corta y zapatos puntudos. Hablaba rápido y no terminaba las palabras; resultaba un verdadero suplicio chino copiar en el cuaderno cuando nos dictaba las materias y no era extraño que en plena clase saltaran desde los pupitres, como pulgas , los ¿qué?, ¿cómo?, ¿puede repetir, señor?
El Plátano se sentaba en primera fila, vestía correctamente, usaba colleras, se peinaba para atrás a la gomina y era hijo de la profesora de francés, lo que más tarde le dibujó en la libreta de notas un siete de arriba abajo durante los cuatro años que cursó ese ramo. El sobrenombre le venía de su rostro aplatanado, unido al color moreno amarillento de su piel. De pequeño fue bautizado por sus pares Cabeza de plátano, mote que más tarde se simplificó en Plátano. No es que fuese odiado, sino que no era querido, lo que a él, supongo por lo que relato, lo tenía sin cuidado.
Yo me di cuenta de todo esto al mes de iniciado el año escolar, con la entrega de los resultados de las primeras pruebas que nos situaron en la delantera, muy por encima de los demás. Le había salido gente al camino al Plátano y el curso exhalaba un murmullo de asombro cuando el señor Olavarría leía las notas. Aunque nadie decía nada, era algo que se percibía en el ambiente, tal como la rivalidad silenciosa en que nos enfrascamos el año entero. Por alguna razón que desconozco el profesor había tomado partido por mí y al concluir el primer trimestre me entregó el primer puesto. El Plátano no dijo nada; redobló sus estudios y me desafió con un segundo trimestre memorable, en que volvió a salir perdiendo. Para colmo también cedía el primer lugar en las carreras de gimnasia. Nunca dejé de superarlo en los últimos metros, para algarabía de mis compañeros, que abarrotaban la meta. En la clase de música, donde cada alumno debía cantar una canción, la que eligiera, mi melodía era coronada con un aplauso cerrado, que premiaba la imitación de Lorenzo Valderrama y su "Río rebelde". El Plátano no tenía buena voz. Le faltaba entonación y, sobre todo, pasión. En la clase de dibujo mis caricaturas y paisajes despertaban admiración y felicitaciones.
Me sentí un hombre nuevo, me desconocí a mí mismo; no era el que siempre había sido y las notas no hicieron más que inflar mi vanidad, pero esa conducta implicaba un costo que debía de pagarse alguna vez, no sería ese año sino en futuros calendarios, cuando me diera cuenta de que no era tan fácil ser el primero, que la música, el dibujo y la gimnasia iban a la baja, que no bastaba con quemarse las pestañas estudiando una y otra vez la materia hasta aprendérsela de memoria y que los sietes eran poco más que un signo en una libreta. No era eso la inteligencia, aunque ese año hubiese jurado que sí. No era ese tampoco el único objetivo de la vida, triunfar a través de las notas. Pronto asimilaría con sorpresa que las notas solo le importaban a uno mismo y a unos pocos más; la inmensa mayoría lograba sortear ese camino y conseguir logros impensados, que yo jamás conseguiría, ¡siendo ellos menos que yo! Así fue que de entre ese lote salieron un vicerrector académico, un showman, un exitoso empresario, un médico, varios abogados, dos o tres que terminaron sus cómodos días en Europa y hasta un asesino político de cierto prestigio, que en las reuniones de ex alumnos es tratado con admiración y reverencia.
Pero faltaba el broche de oro. Al finalizar el año fui elegido el mejor compañero. El curso, en votación secreta y democrática, premió mi triunfo sobre el Plátano, como si se sacara una espina de toda una vida o se vengara de él a través mío. Cuando días después se me entregaron los galardones en una solemne y humilde ceremonia que tuvo lugar en la misma la sala de clases, con la asistencia de padres y apoderados, la voz femenina de la madre de un alumno que no había obtenido premio alguno, madre que al hablar destilaba una mezcla de veneración y honda tristeza, emocionada voz que aún conservo intacta en la memoria, exclamó: "¡A este niño hay que levantarle una estatua!".
Todavía guardo uno de esos trofeos en mi estantería. "Colmillo blanco", de Jack London. Tapa amarilla de cartón.
A ese año de gloria le sucedió un largo paréntesis de un lustro, una eternidad para el adolescente que ya era entonces. Del primero al quinto de humanidades entré en un remolino de confusión. Me atonté, me dejé caer en el vicio del cigarro y los amigos. Las notas dejaron de ser mi centro de gravedad y, lo otro, fueron llegando al curso otros Chicos Mardones que se quedaron con los gloriosos laureles. En paralelo, comencé a sentir en mi mente las camisas de fuerza que el sistema les reserva a los locos; hube de contenerme y conocí por fin la libertad, pero en el sentido inverso: su bailoteo burlesco, que rozaba mis flancos, me cantaba a toda voz que nunca sería capaz de vivirla. Durante esos años me alimenté de las sobras que reciben los del cuarto lugar. Las clases se hicieron complejas, difíciles de entender; ya no bastaba con saberse la materia de memoria. Un día canté ante el curso y noté que se reían en voz baja. Me había cambiado la voz; ya no era el de antes. Al Plátano, en tanto, no se le movía un músculo y continuaba su eterna lucha por el primer lugar. Había olvidado que yo existía, parecía más concentrado en los nuevos genios, a los que tampoco les pudo ganar.
Pero la vida liceana me dio una segunda oportunidad. El último año, el de la división de los alumnos, elegí Letras; los genios se volcaron al sexto Biólogo o al Matemático. Letras, en ese tiempo, era el curso de los porros, cimarreros y buenos para nada. La única meta de aquellos bárbaros era entrar al banco o a la compañía de teléfonos. Y como en el país de los ciegos el tuerto es rey, nuevamente descollé, mas ahora sin el beneplácito ni la simpatía de los demás. Me sentía un diamante entre el carbón y de algún modo lo hice ver, porque al final del año, al momento de la votación secreta y democrática para elegir al mejor compañero, obtuve dos votos. ¡Dos votos!, me repetía, amargado, poseído por la ira, dos votos mientras el Barrabás, el patán del curso, se llena de gloria, coronado por una cáfila de tunantes.
Solo me quedaba el consuelo del primer puesto, otra vez, pero a esa altura nada significaba.