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lunes, diciembre 16, 2013

El café perfecto

Cuando se encienda mi última aurora quisiera reconocerme en tu mirada. Me veré en el espejo de tus ojos; y el momentro será eterno.

Se me ha concedido el dudoso honor de abrir y cerrar el libro. En comparación con lo de aquella sombra me pareció esta una misión pedestre y abordable, de modo que acepté, una vez más, sin sopesar las consecuencias. Para este relato, el encargo fue acompañar a la protagonista en su búsqueda del perfecto café y darle la buena nueva al cerebro vigilante en cuanto lo hubiese hallado. Ni más ni menos que eso. No debía inmiscuirme en sus decisiones, tampoco abandonarla antes de que hipotéticamente ingresara a su Shangri-La. Como la vez anterior, resultó una misión fácil, pero solo hasta el momento en que entregué mi informe. Al día siguiente se me citó al despacho y se me hizo ver que el resultado era vago. Expliqué que ella parecía haber dado con el perfecto café, pero que ciertos gestos suyos delataban una disconformidad. Añadí que el encargo no implicaba espiarla toda una vida y que no estaba en condiciones de garantizar cuánto le llevaría en efecto llegar al sitio ideal. En ese momento el contrato volvió a ponerse ante mis ojos, con la cláusula subrayada. “La seguirá, sin ser visto, y cuando encuentre el café perfecto me lo informará”.
Estaba liquidado, condenado a vivir bajo el yugo de un solo patrón, al menos hasta que completara el trabajo, un trabajo que no dependía de mí, sino de la protagonista de la historia, con quien, según lo estipulaba el contrato, no debía entrar en tratos personales. Qué diablos.
Sospecho que he vuelto a caer en la peor de las trampas. La ironía, como todas las cosas, es propia del creador, quien se la legó a los demás, probablemente al final de una de sus tardes de sopor. Sin embargo -no apelo aquí a mi astucia, sino al sinnúmero de pruebas existentes- de vez en cuando el creador vuelve a dar ligeros toques de su arte, pequeñísimos golpes maestros. Cuando se está ante esa coyuntura conviene mantenerse todo lo alejado que sea posible de su mirada. Por desgracia no es una opción que pueda tomar; él es mi mandante y como tal, le debo obediencia y sumisión.
En mi favor advierto que no debe confundirse mi figura con las de otros personajes similares que transitan por el libro. No avalaré jamás el asomo de una crítica en tal sentido. Aclarado lo anterior paso a narrar el encargo que dio motivo a los hechos de los cuales fui testigo; huelga declarar que me lo obliga otra de las cláusulas.
La certeza de que la protagonista busca su café perfecto se haya contenida tanto en la naturaleza del mandante como en las huellas que ella misma ha sembrado. Sobre lo primero no corresponde que me pronuncie; sí sobre lo segundo: pronto me di cuenta de que cada vez que mi bella dama acudía a un café dejaba pistas de su vida interior, como si ambas acciones en el fondo fuesen una sola. La mujer llevaba consigo una libreta de apuntes estilo Moleskine. Durante buena parte del tiempo que permanecía en el café se dedicaba a escribir en sus páginas. No recuerdo si cuando fui testigo de esa acción me alegré o la maldije. En mi calidad de informante me introducía una dificultad anexa, me empujaba a averiguar el contenido de su palabra escrita. Esa vez quiso la suerte que pudiese acceder, no sin estudiada maniobra, a la libreta, que dejó encima de la mesa cuando se levantó para acudir al baño del local. Fui a su mesa, abrí la libreta en las páginas separadas por el lápiz y las fotografié con mi celular. Nadie se dio cuenta de mi robo. Había escrito lo siguiente:
“En todo orden de cosas yo antes no era así; hoy los tiempos me fuerzan a hallar el café perfecto donde se refugien mi desilusión y mis contradicciones. Me angustia constatar la nula importancia que la masa desordenada e irreverente le concede a mi experiencia, me angustia sentir las burlas de aquellos que son hoy los dueños del mundo, en virtud de una nueva ley que los aúna para luchar contra lo que les viene en gana, sin otra guía ni meta que no sea la de satisfacer sus apetitos. Tal vez un verdadero escritor plasme algún día mi búsqueda en un cuento que refleje el estado de ánimo de una nostálgica persona entrada en años que ve pasar la vida desde su utópico café perfecto, sin imaginar que alguien que está pendiente de sus pasos informará de eso”.
La jugarreta diabólica del creador se me reveló en su correcta dimensión. Él sabía antes que nadie lo que ella pensaba, de lo que ella hablaría, adónde pararían finalmente sus pasos. Su cuento ya estaba prefigurado, con protagonista e informante incluidos. Él mismo se reservaba un espacio difuso y ambiguo, como el sol de los días nublados. ¿Para qué me había llamado, entonces? ¿Qué quería de mí? ¿Era yo un simple narrador, apenas dos manos tecleando un informe destinado al rechazo? Cuánta humillación e impotencia sentí al hacerme esas preguntas, que sabía respondidas por alguien de antemano. Mas, lo he dicho, en este cuento no me cabían opciones subversivas. Y tal vez, por qué no, fuese yo el destinatario de su ocurrencia, como lo son los maestros cuando enseñan a sus alumnos. Si no entiendes a tu creador, anímate a interpretarlo.
Desde luego no era el café donde escribió dicho pensamiento el que ella andaba buscando. Mucho ruido ambiente, mucha gente a esa hora del día: abogados, oficinistas, secretarias, grupos de amigos en bulliciosas charlas. Ella deseaba estar tranquila; leer, pues por algo había entrado con un libro bajo el brazo, y el alboroto la desconcentró; aspiraba a retener los diálogos de los parroquianos en su memoria, pero estos se anulaban entre sí, generando una masa informe de decibeles. Luego de unos minutos de vacío se retiró. Salió a la calle, entró al mundo, medio contenta medio amargada y yo me hice de una primera pista.
Ahora sé que la suya es la drástica persecución del tiempo; se trata de atraparlo y encerrarlo en un saco. Creo que jamás sabré si la búsqueda se le impuso como natural consecuencia del declive experimentado por la que debió ser una hermosa figura, a juzgar por el bellísimo presente que, intuyo, se niega a admitir, o si fue la sociedad la que la indujo a querer vivir dentro de un depósito sellado que la protegiese del mundo en constante cambio. Jamás sabré si su opción fue existencial o política. Sea como fuere, ya intuyo que mi informe dirá en su introducción que la protagonista encarna el mito del conservadurismo que intenta retener, desesperada pero dignamente, sus mejores momentos. Pero tiendo a desviarme. Por digresiones como estas he logrado varias veces la proeza de alterarle el genio a mi mandante.
“¿Qué es, en suma, el perfecto café? -anotó en otra ocasión-. Conjeturo que su esencia radica en el regusto que deja el primer sorbo; eso lo definiría todo”.
En efecto, según he observado, la protagonista elige su mesa, de preferencia al lado de una ventana que le enseña cómo el tiempo fluye fuera del local. Luego se sienta, se cruza de piernas y en su gesto se advierte el descanso, el engañoso arribo a la meta. Saca su libro del momento y su libreta, le ordena al mozo su café de siempre y espera, contenta. Cuando el café ya está en su mesa le da el primer sorbo y parece que nuevamente hubiese resucitado, que la droga contenida en la poción mágica le hubiese hecho un efecto instantáneo. Ese momento inigualable podría extenderse una eternidad si el tiempo se limitara a ser la comprensión perfecta de un sabor, la asimilación de la sensación de ese sabor por parte del cerebro y el recuerdo inmediato que nace de esa sensación, antes que lo que el tiempo sabemos que es, aunque no lo podamos explicar más que señalando los punteros de un vulgar reloj de cuarzo. Volviendo al sorbo, menor que el paso de un segundero entre un número y otro de la esfera, he concluido que ese momento es, a estas alturas, lo que le da sentido a su existencia. Su vida está reducida a saborear una taza de café, qué digo, al primer sorbo de una pequeña taza de café; hablo de lo que he visto, no de su pasado. Transcurrida esa eternidad la protagonista lee un buen rato y a veces escribe, de modo que el lapso entre el primer sorbo y su retiro del local viene siendo algo así como la prolongación de dicha eternidad, prolongación que he calculado en unos 25 minutos. Si escribe, yo me encargo de recoger los pensamientos que haya dejado sobre la mesa.
De mi insignificante colección transcribo uno de ellos:
“Mi vida: una forma que irradia una luz tenue, que se desliza sin brillar, con serena resignación, una forma leve que se desplaza de perfil sin casi dejar huella, menos que el esbozo de una pasión”.
Dicho pensamiento fue escrito en el espacio que paso a detallar: piso de cerámica, una mesera y una cajera, un televisor encendido frente a la caja, un niño jugando en el suelo mientras su madre charla con una amiga, la puerta abierta frente a la que transita mucha gente por la calle principal y un número incalculable de automóviles y microbuses. El expreso, más tibio que caliente; la soda, insípida. Un local hecho para ser menospreciado, como esos niños que viven buscando el castigo. La protagonista lo entendió perfectamente, pues fuera de esa ocasión la vi entrar allí solamente dos veces, quizás para darse otra oportunidad.
Pensé que mi informe estaba próximo a su término cuando descubrió un local que en un principio la hizo sentirse como pez en el agua. Era bastante mejor que los anteriores, con un ambiente entre refinado y juvenil. Tenía forma de vagón de tren, con un pasillo largo y mesas a la orilla. Frente a las mesas estaba la barra y en un rincón lateral lucía un estante con libros, revistas y diarios para consultar. El café, humeante, se dejaba acompañar de un brownie que se hacía agua en la boca. ¿Había dado, por fin, con el perfecto café? No. A las pocas semanas reveló sus fallas. La protagonista ya casi lo había tomado como “su café” de la mañana cuando su espíritu perfeccionista comenzó a detectar grietas insalvables. La peor de todas era una batidora eléctrica con la que se preparaban jugos naturales. Como la cocina estaba a la vista, detrás de la barra, el ruido se tornaba ensordecedor. A la vez le fue cargando la pretensión de ciertos integrantes de la élite artística de esconderse allí para que todos los vieran. ¿Por qué siempre había de estar en la mesa de al lado una figura joven de las letras chilenas preparando su próxima gran novela, enfrascada en su computadora mientras el café se le enfriaba? ¿Para qué iba al café, si no probaba el café? ¿Por qué se daban cita allí los genios del nuevo orden? ¿Lo hacían naturalmente o querían ser reconocidos por sus pares? ¿Era una forma de socialización que segregaba por presencia? ¿Y qué podía hacer ella entre esos intelectuales, sino observarlos?
La protagonista tiene sus años, es verdad, pero su espíritu se empeña en agregarse unos cuantos, demasiados, como si deseara declararse irremediablemente vieja antes de tiempo. Me identifiqué con ella, no por razones etarias, sino por algo que no termino de comprender y que no es del caso analizar en este informe. Tal vez, siguiéndola tantos meses, presiento que esa es la única hora del día en que se da el lujo de ser ella misma, de contemplar el mundo a sus anchas y de criticarlo ácidamente con su sola observación.
No era fino entonces que los demás le anduvieran recordando que su tiempo estaba pasando, si es que ya no se le había ido.
¿De dónde viene antes de entrar al café? ¿Hacia dónde va? ¿Por qué la veo siempre sola? No me costó demasiado averiguarlo, hoy esas minucias se ofrecen regaladas en internet. Sin embargo los datos, que pudiera hacerlos públicos, no cuadran con los requisitos del informe. Se me prohibió expresamente referirme a cualquier tópico ajeno a la búsqueda de su café perfecto. Al mandante no le interesan esos detalles, porque los conoce de sobra.
Como le suele ocurrir al detective que realiza un seguimiento por encargo, la corriente inicial de simpatía hacia el autor de la orden termina transfiriéndose secretamente a la víctima. El trato, que tanta satisfacción depara al momento de la firma -por la esperanza que encierra de saltar el muro que levanta la monotonía- se torna hostigoso; llega un momento en que se desearía renegar de él, dar marcha atrás para concentrarse ad honorem, apasionadamente, en el sujeto que se estudia, pero es allí donde surge la fuerza del mandante en todo su vigor, o lo que es igual, allí es donde la pequeñez del fisgón queda expuesta en todo su drama. Sin existir gran necesidad, sin que nadie me autorizara, no pocas veces hube de ingresar furtivamente a su casa para recoger los pensamientos que anotaba en la libreta. Si lo hice fue para saciar el hambre de la curiosidad. Crucé el umbral, penetré en su dormitorio, la contemplé desnuda sobre la cama, azulado su cuerpo a la luz de la luna. Me llena de vergüenza el solo hecho de recordarlos y más aun, de incluir estos episodios en el informe. Dicen que la belleza está oculta entre los pliegues de la muerte; nunca antes que entonces sentí que esa discutible especulación fuese tan cierta. He visto, dando nefasto ejemplo de arrojo temerario, a un cadáver luminoso, despojado de su intimidad.
Viajó pocas veces, pero me obligó a seguirla. En Viena disfrutó su expreso en el café Landtmann, donde Freud fumaba sus largos habanos mientras pensaba en el sexo, pero no le impresionó. En Querétaro entró a un local cercano a la Plaza de los Perros, imaginando que alguna vez habría estado allí Borges: el sabor de la experiencia fue más cercano al México de la chabacanería que al de Pedro Páramo. Las calles de Buenos Aires le prodigaron excelentes confiterías; ninguna la hizo quedarse. Frutillar le ofreció el café del Teatro del Lago y un localcito frente al teatro, minúsculo pero sin igual si lo que se estaba evaluando era la calidad de sus tortas. Roma la decepcionó: eligió un café con barra para consumir de pie, pidió un expreso y le sirvieron una cagarruta, el concho de una pequeña taza. Ninguno resultó ser el café definitivo; eran cafés de paso que la hacían sentirse la turista que era en esos sitios. No le dejaban contemplar ni criticar libremente al mundo, porque en esas ocasiones se sentía demasiado niña, demasiado abierta a lo nuevo, imposibilitada de razonar con el debido desafecto que proporciona el hábito.
Antes de abandonar su empresa por lo que yo daría en llamar una especie de tedio moral, o sensación de impotencia ante los errores que ella tan bien conoce, porque los vivió, y que las nuevas generaciones se empeñan en repetir, la protagonista ancló su humanidad en un café que al menos rozó la perfección y que fue aquel que me llevó a redactar precipitadamente el informe. El local era de una elegancia contenida; destacaba sobre todo su organización, el manejo de los detalles, la rutina familiar que barnizaba de placidez su alma melancólica. Creyendo haber dado con el café perfecto se fue quedando en él y desechó la búsqueda de otras posibilidades; los mozos no bien entraba le llevaban su pedido, y no había mejor lugar en Santiago para leer, tomar apuntes y disfrutar de un pastel de milhojas con crema.
Una de esas mañanas veía en el diario las imágenes de las purgas en Corea del Norte cuando experimentó involuntariamente una inexplicable sensación de placer (si cuento esto es porque sospecho que agrega pistas a su determinación ulterior). Del tribunal sacaban encadenado al tío de Kim, el joven dictador, y la lectura de grabado informaba que el tío, de 67 años, había sido ejecutado mediante el procedimiento de lanzarlo vivo a una jauría de perros. Hasta antes de ese día el pobre tío había conducido las negociaciones y acuerdos comerciales con China, pero los analistas comentaban que ahora que el sendero estaba despejado para el dictador coreano los chinos no parecían apesadumbrados, pues el imprevisto infortunio, ajeno a su diplomacia, les abría nuevas y mejores perspectivas de negocios, de manera que de llorar, los chinos no lloraban o al menos lo hacían con lágrimas de cocodrilo.
Aquel día la protagonista permaneció varios minutos en el café con la vista extraviada, tratando de entender la trama asiática que le daba bienestar a su cuerpo, un cuerpo por lo general no apto para vivir momentos de agrado, a pesar de que las pruebas externas sugirieran lo contrario. Me atrevo a pensar que no logró llegar a la raíz de la sensación, para eso se habrían necesitado varias sesiones de psicoanálisis, pero su mente se quedó con la idea de que desde ahora los coreanos no tenían ninguna cortapisa para adorar a su nuevo Amado Líder, el rollizo mandamás del pelo rapado por los bordes que sucedió a su padre y a su abuelo, en su tiempo representantes de la gloria, la ecuanimidad y la pureza en el orbe.
Así dejó escrito su pensamiento, que robé y que transcribo:
“Te veneramos, Amado Líder, y nuestras desgraciadas vidas no valen nada sin ti. Giramos a tu alrededor como la Tierra gira en torno al Sol, y tu luz fluye constantemente, a toda hora nos irradia, aun en las horas nocturnas. El mundo ignora que los coreanos del norte somos felices y que son auténticos nuestros cantos de alabanza y nuestros desfiles gigantescos y nuestros llantos desgarradores a la hora de la muerte del líder que nos gobierna desde que surgió el tiempo y hasta que el tiempo detenga su marcha. Somos felices porque hemos conservado la inocencia; el Amado Líder nos ha guiado por el camino de la felicidad, evitándonos las tentaciones de la depravación y la protesta social, que equivalen al gusano en la manzana o a la antesala de la expulsión de nuestro paraíso”.
En el párrafo siguiente el pensamiento cambió de giro, radicalmente, para concluir con esta aguda observación:
“De modo que mi oscura aspiración es la del tiempo primigenio, la pureza que ostentosamente le atribuye Ernesto Cardenal a los pueblos aborígenes de América ignorantes del colonialismo, la bota extranjera, el capitalismo, el estrés de la vida diaria, la brutal competencia por sobrevivir en un mundo que progresa a costa de asesinatos, guerras, estafas y sobre todo circo, caravanas de circos que recorren el planeta a través de imágenes reconfortantes y adormecedoras, siempre vuelven las imágenes, todo son imágenes, así corren las imágenes dentro de mi pensamiento desbocado, no quisiera ver más”.
Sentí que esa reflexión le había devuelto a su psiquis la dosis de pesimismo para aliviar su mal. La taza de café ya estaba vacía, mientras el pueblo de Corea del Norte continuaba forjando su granítica unidad y los atardeceres de sus gentes se gastaban contemplando el mar y las montañas, disfrutando de sus insignificantes bienes, compartiendo la alegría del amor en familia ante la pantalla de televisión que les regalaba las proezas del Amado Líder, como en otro punto del globo sus súbditos harían igual con el mismísimo príncipe William, epítome de la ternura, el amor y la justicia.
Como he tratado de contar, de odiosa, la mía pasó a ser misión apasionante. Al comenzar la mañana debía seguirles los pasos hasta el café de turno, acompañarla de lejos en su experiencia y nada más haberse retirado, esperar hasta el otro día. Cualquier otro, yo mismo al principio, podía pensar: “¿Qué demonios tiene que importarle a mi mandante tamaña estupidez? Y sin embargo he firmado, debo cumplir”. No obstante, mi vida ya giraba en torno a lo que descubría de ella cada mañana, como los coreanos giraban alrededor de su Amado Líder y como la Tierra gira alrededor del Sol.
Por esos días era común el desfile de hordas de jóvenes ante la ventana de cada café al que ingresaba. Y a pesar de comprender mejor que otros el mundo que le había tocado en suerte habitar le bastaba esa visión para desestabilizar el frágil equilibrio de su ser. “Ya les dieron lo que pedían, pero ahora quieren más, y así se desemboca en la penuria”, protestaba no su intelecto sino su sensibilidad, dejando traslucir un profundo desprecio hacia la juventud inconsciente, que no le hacía bien  a su semblante. Razonaba con odiosidad, como si una semilla de violencia se expandiera hasta nublar los dos hemisferios de su cerebro para negarse los placeres, impedirse otra manera de mirar la vida. Y sin embargo, haciendo un esfuerzo, intentaba ponerse en el lugar de ellos, arrimarse al nuevo tiempo, salvar su identidad. Al contemplar sus perfiles enérgicos, definitivos, dejó escrito en su libreta una mañana:
“Todo ha sido edificado sobre la base de la injusticia. El resentimiento se extiende como un manto de polvo de huesos sobre la faz de la tierra”.
Creo que fue esa la vez que me convencí de que se trataba de una mujer cautivadora. Una especie de germen de la locura fabricado a mi medida.
Mi informe no está redactado al modo de una bitácora. Recojo datos en forma desordenada, escribo solamente lo que a mí me parece que debo escribir y lo demás me lo guardo.
Otra jornada se abrió cuando salí de mi escondite y fui tras ella. Había tomado el microbús; subí en el último segundo, sin que lo notara, y salvé el día. Se bajó en una esquina cualquiera. Buscó el café del barrio y entró. Saboreó su expreso mientras observaba a los demás clientes, a quienes dedicaba miradas ininteligibles para cualquier otro testigo que no fuese yo, que ya la iba conociendo.  Más tarde las páginas de su libreta me regalaron dos visiones contrapuestas. Algo había sospechado en el local de sus emociones del momento, pero su letra las delató en su completa magnitud.
“Empequeñecida por el diálogo que llega a mis oídos desde la otra mesa, por la madurez emocional de ambos, por la gravedad aterciopelada de la voz de la mujer, por la desenvoltura del hombre en sus comentarios, por sus leves carcajadas al terminar cada frase, por el interés que demuestra ella en sus palabras, palabras vanas, sin fondo y sin embargo plenas de significado en el excluyente código de comunicación que manejan; empequeñecida por constatar a ciencia cierta que jamás reiré así, que jamás podré ser abordada por un hombre como ese, a menos que él aceptara previamente mi manual de advertencia, agobiada por lo que eso me hace sentir, he decidido que algún día me mostraré desnuda al mundo, mostraré mi sensibilidad infantil, que es lo mismo que decir de poeta, mostraré esa luz que emana de mi centro, sin complejos, aunque el mundo (ese galán) no me tome en cuenta”.
Una vez que la pareja descrita se retiró, saludando a los mozos, la protagonista se enfrascó en su libro de turno, “El gran Meaulnes”, levemente angustiada, pero antes de lo previsto cerraría las páginas. A su espalda, otra pareja permanecía en silencio; con sigilo se dio media vuelta para tasarla y cuando lo hubo hecho, redujo su segunda observación a lo siguiente:
“Sobre la mesa, un sándwich sin probar revela que no tienen hambre, que no han venido a disfrutar de la comida. El café y el jugo, sin embargo, ya se han consumido: a menudo el conflicto hace beber y quita el hambre. Ella habla poco, su tono de voz invita humildemente a su pareja a recapacitar, le pide otra oportunidad. Pero el hombre, que es de esos hombres graves, meditabundos, definitivos tras el juicio reflexivo, tiene la decisión tomada. Él la acusa de mentirle varias veces. Ella le replica en tono de súplica y al hacerlo, lo contradice. Él insiste en declarar que no ha venido a discutir, pero al decirlo va elevando la voz. De pronto la mesa se cubre de un silencio conmovedor. La mujer se pone de pie sin hacer un ruido. Es atractiva, esbelta. Camina al estacionamiento, sube a su auto y se marcha. Ha perdido la batalla y le espera un futuro de incertidumbre. El hombre, que resulta ser de baja estatura, deja pasar dos minutos, paga la cuenta, va a su propio vehículo y desaparece. Y en aquella ala del café quedo sola, con mi libro cerrado, sin nada que observar”.
Y yo, admirando cada vez más su talento, que ella se empeña en desconocer, sin poder hablarle, agazapado como una rata, escondido tras una planta.
Otro de los pequeñísimos golpes maestros del mandante: encomendarle a un principiante -quien habla- que observe a un observador.
En su café “de siempre”, su café casi perfecto, ha escrito otra mañana lo siguiente:
“Cada visión una historia y cada historia una ficción. Es maravilloso y me inquieta. Mi delirio de grandeza ansía la síntesis total; no puede ser de otro modo, la concentración ante cualquier minucia haría de mi plan una insignificancia. Confieso estremecida que no adoro a Dios, lo envidio; al mismo tiempo no anhelo ser Dios. La omnipotencia sacrifica naturalmente el goce de la fracción. Recuerdo al gato perdido cuya imagen vi en un poste, ofreciendo recompensa, imagino las aventuras del felino y las desventuras de sus amos, buscando entre la sombra de la noche. Me veo de pronto con una sartén en la mano, detrás de mi asesino. Bastaría un golpe certero en la nuca para desconcertarlo y escapar; pero está escrito que el golpe fallará y que el monstruo me hundirá la cuchilla una y otra vez en el hombro izquierdo, bajando de la clavícula hacia el pulmón.
“Oigo a dos profesoras mientras leen la carta de precios en voz alta. Una opina que el sándwich cuesta cinco mil pesos y la otra le pide bajar la voz. Concluyo, al releer lo escrito, que el verbo opinar encaja perfectamente en la frase: la pronunciación del precio en voz alta ya constituye un reproche y a la vez una declaración pública de insolvencia, es decir, una opinión. Pero es mejor escribirlo en cursiva. A mi lado hay dos personas: una consejera sentimental de las que leen el tarot y su paciente cada vez más flaca, aquejada de una enfermiza pena de amor. No quiero saber más, aunque al salir la miro de lejos, para comprobar qué tanto le va afectando su obsesión. Los autos lucen sus ofertas de otoño; por la acera se acerca la belleza sublime de la dama entrada en años que día a día pasa frente al ventanal del café y que jamás me regaló siquiera una mirada; así quisiera ser yo a esa edad. Este es mi pobre mundo divino. Cinco minutos presos en un cuadrante de una ciudad de tantas, todo junto, al mismo tiempo. El alma apretuja sueños, recuerdos, conjeturas, visiones, y los destaca ante los ojos, pasajeros. El universo amplifica los detalles y los torna omnipresentes, diminutos e infinitos”.
Ha llegado a estampar frases como estas en su libreta de apuntes. ¿Por qué lo hace? ¿Sospecha que la sigo, como Max siguió a Franz?
“Lo primero es el cuerpo. El cuerpo a cada segundo me recuerda que estoy viva. Luego la mente. Si la mente está en paz, puedo ver. ¿Y qué veo? Personas de toda condición. El semblante dice muy poco. Están los amargados que cargan bolsas del supermercado, acaban de endeudarse para comer; los soberbios de ropa fina. El de rostro de gallo colorado entra de carreritas al banco; la belleza ostenta sus curvas y el complejo las mete dentro del abrigo. Gordas y gordos llevan caras alegres de pena. Los niños van con los ojos abiertos mirándolo todo. Mis hermanos vagos vinieron al mundo a hablar de lo que ven; lo hacen menos cada vez y su lugar lo han ocupado ídolos de barro. Los vagos conformamos un grupo escuálido que se alimenta de verbos. El vago vela por sí mismo y ante el más mínimo dolor fabrica una tormenta en un vaso de agua. Se olvidó de Dios; pero le teme en las fogatas de verano, ante la inmensidad de las estrellas que, pensándolo bien, son bolas de fuego en el espacio. Pero quién mejor que él para hablar del santo, el héroe y el traidor… si antes a su cuerpo no le duele algo. Los apetitos del vago son los mismos de todo el mundo, pero el vago los estiliza, los embellece y les da categoría. Confiesa el vagabundo en voz baja en sus momentos de cordura: cuando fui bueno me faltó la malicia y cuando actué honestamente me alejé de la bondad. Algún día fui bueno y malo al mismo tiempo; no lo recuerdo, pues fue el día de la inocencia, en que mi razón no hacía su debut. Asume el vagabundo de esta forma las contradicciones de sus horas nocturnas”.
Advierto que se avecina un extraño final. Mas, antes de llegar a esa puerta, debo transcribir otro par de apuntes suyos, los que me parecieron menos burdos, que también los hubo, hartos. Porque es su imperfección lo que le confiere valor a su existencia, lo que me enamora de ella.
“El movimiento interno se detuvo y me clavó frente a la ventana. Por la vereda pasaba la gente con sus mil caras; era grato divisar lo de afuera y lo de adentro desde la perspectiva de una despedida por la vida. Sin aviso, tomé conciencia de un tallo largo que se elevaba desde un pequeño florero en mi mesa. El tallo se refocilaba de su altura tímida; me interrumpía la visión y eso me fue provocando inquietud, por el efecto óptico del desenfoque, que lo duplicaba. Quería ver esas mil caras nunca antes vistas, ese panorama que nada pide y todo lo da, que despierta sensaciones, vagas reflexiones, pero me salieron al paso dos tallos difusos. Contrariada, al borde de la ansiedad, presa de mí misma, pedí la cuenta y me marché”.
Esos versos los recogió en las páginas más avanzadas de la libreta cuya prolongación a través de un nuevo ejemplar imaginé dudosa. ¿Me hacía sufrir, se burlaba con deleite del investigador que le respiraba en la nuca?
Aumentaba el malestar social. Ella lo vivía así, desde su café semiperfecto.
“Aquello grandioso que rondaba en el ambiente se me aclaró de pronto y comprendí. Las masas exigieron y hubo que darles. El mundo entró en conflagración y de la sombra emergió el nuevo gigante. En mi cabeza, donde todo se revolvía, guardaba las imágenes de las noticias de hoy como si fuesen noticias del pasado, dramáticas, imágenes que a nadie ahora interesaban mucho y que sin embargo indicaban lo que habría de venir. Cuando las cosas hayan ocurrido y surja el nuevo orden no habrá oportunidad para lamentaciones. Todo habrá sido pisoteado por el tiempo, los culpables se esconderán bajo sus nuevas máscaras, pedirán castigos y de aquellas viejas ideas incendiarias no habrá quedado nada. Consciente de que lo mío es modesto, dejo mis versos atrapados en una telaraña para que sean descubiertos por el sol”.
¿Escribía a sabiendas de mi presencia? ¿O debe ser otra la interpretación de ese lamento? ¿Y qué decir de lo que sigue?
“Si una ideología apela al instinto, a la riqueza y al individuo mientras otra lo hace al corazón, a los pobres y al reparto de los bienes, la primera tiene la batalla perdida en el campo de las redes sociales, porque la gente posee una idea irreal de sí misma. ¿Quién se negaría a adherir a la compasión? ¿Quién abrazaría la causa de la crueldad? Y la verdad sigue escondida”.
Qué injusto no poder decir nada más de ella por un impedimento superior. Qué cruel, reducir el retrato de esa belleza a una pequeña fracción de su ser. Qué absurdo, no poder hablar a mis anchas de la pasión que me despierta.
“Las verdaderas mujeres desean a los verdaderos hombres. ¿Por qué no somos honestas con quienes no siguen el patrón? ¿Y qué decir de las mujeres-hombres que no reconocen la vulgaridad, la ostentación de que hacen gala al aparentar lo que no son? El hombre debe tomar la iniciativa. Es su naturaleza, está escrito en la historia; sospecho que aplicada a mi conducta diaria es propia de mi persona tal característica. Sin embargo, hasta hoy no había hecho la analogía. Si ser hombre es conquistar, emprender, tomar la iniciativa, entonces con vergüenza debería admitir que yo exhibo más tintes masculinos que femeninos. Es tan difícil asumir un papel ajeno. Se arrastra el propio como abrigo largo, como pena que deriva en amargura. Se quisiera ser de otra manera, pero jamás se renunciará a la original. Dije tantas veces de mí misma que siempre me he sentido como un barquito de papel sobre las olas, navegando de un lado a otro, aceptando los desafíos encomendados en cada ensenada, procurando cumplirlos con brillantez. Lo decía con un cierto grado de orgullo; hoy me debilita confirmar esa verdad y tal vez allí se aloje el cuesco de mis sueños”.
¿Cómo remató su libreta, qué plasmó en sus páginas postreras?
“Las sociedades socialistas son femeninas; las capitalistas, masculinas. ¿Cuándo me siento más mujer? Cuando escribo como un hombre. Allí me hago salvaje en mi mundo mío y propio, abro senderos, asumo riesgos, levanto catedrales de fantasía. Y sin embargo de qué escribo: de mi interioridad, de cómo soy. Lo reconozco a estas alturas con un dejo de humor. Cuando más mujer soy es cuando admito mi masculina pasividad”.
Fue la penúltima vez que entró a su café casi perfecto. Ya me había dado cuenta de que los detalles del local, irrelevantes al principio, se le habían tornado insoportables. Habría una última visita, antes de acceder al definitivo. Allí recogí esta suerte de migaja:
“¿Cómo despiertas? ¿Feliz? ¿Por qué no despiertas feliz? Cuando despiertas en medio de la noche luego de haber tenido un sueño confuso, menos que una pesadilla pero mucho menos que una ensoñación, en momentos en que todo está oscuro y la calle no emite un solo ruido y no se oye el canto de los pájaros y las hojas de los árboles hibernan esperando la primera brisa de la mañana para iniciar su baile, ¿en qué piensas entonces? ¿En el presente, en el pasado o en el futuro? Y luego de que te levantas, luego de meterte a la ducha, de vestirte, cuando vas por la calle, ¿por qué te olvidas de lo que sentiste al despertar? ¿Por qué te obligas a olvidar? ¿Piensas que es demasiado el peso de la imagen o atribuyes ese estado que se esfuma a una mera cena que no hizo caso de la hora y se dejó tragar con ansias evasivas?”.
¿A quién le atribuía esa carga onírica? ¿A mí? ¿Era ya capaz de adivinar con ese grado de certeza mis estados de ánimo?
El día que completa esta extraña historia jugaba aquel juego de todos conocido. Como una bruma que avanza sobre el lago, se divisa de lejos y de pronto envuelve nuestro entorno, así me fui haciendo parte de ese ambiente elegíaco al que hacía tanto tiempo, y sin admitirlo, ya pertenecía. Habría bajado unos veinte o treinta metros en una especie de listón bastante más ancho que el común de esos maderos -se me ocurre que lo más parecido a esa imagen es la de un montacargas abierto, sin barandas- y de no ser por mis ágiles piernas, que saltaron a uno de los pisos subterráneos que ofrecía el trayecto, habría continuado bajando, pues el aparato descendió hasta más allá de lo que mis oídos eran capaces de captar como señal de detención. Entonces la vi, disfrutando de su perfecto café, era un hecho indesmentible, rodeada de miles de figuras que semejaban soldaditos de plomo que iban y venían sin destino fijo por el salón, de tal forma que con la fuerza de sus fusiles y de sus antenas lo alteraban todo pero al mismo tiempo no cambiaban las cosas en nada y, lo principal, me facilitaban extraordinariamente la expedición para la cual había sido contratado, ya que al fin podía observarla con toda desfachatez, confundido entre las mil ánimas. Lucía más bella que nunca en su eterna pose de observadora de las ráfagas de seres intercomunicados que la rodeaban y hasta la traspasaban, sin alterar el goce de su café. Al igual que yo, ya no necesitaba tomar apuntes, bastaba sentir la sensación en plenitud para que todo fuera como debía ser. En el rincón de la sala, cuyo piso de tierra apisonada era un mero detalle, tal vez olvidado por el creador juraría que a propósito, ya que en todo lo demás el recinto lucía un esplendor no visto por ella ni por mí nunca antes en lugar alguno de la esfera, digo que en el rincón menos iluminado de la sala un cuarteto de cuerdas interpretaba bellas melodías románticas de Borodin; y sin embargo nos era dable oír solamente un acorde, que no por el hecho de que jamás se desplazara al siguiente significaba que molestara al oído; a la inversa, provocaba la mayor sensación de placidez que en la vida hubiésemos sentido, de eso estábamos seguros.
Me miraba fijamente a través de las imágenes que fluían como el viento, yo la miraba fijamente, el mozo vestido a la usanza británica le servía el expreso humeante con guantes blancos, ella bebía el primer sorbo y su cuerpo entero se estremecía de placer. El denso líquido dentro de la boca era un riachuelo caliente que sorteaba la valla de la lengua, inundándola de sabores, copando la cavidad con su esencia misteriosa, hasta desembocar bajo el extremo del paladar y caer hacia el abismo de la faringe y el esófago al mismo tiempo que le dejaba el recuerdo de esa sensación en la memoria, en la boca y en el alma. Era un momento infinito, inefable y eterno. Ante el fracaso de mi informe original imaginé a mi mandante, apurándome a concluir el decisivo aunque fuese a través de gestos. Había traspasado la meta, cumplía lo encomendado, me hallaba ante el café perfecto, pero no sabía cómo transmitir la buena nueva.
Mas, no era ese el tema que entonces preocupaba a mis sentidos. ¡Qué importancia podía tener aquella banalidad si ya nos habían unido para siempre! El Creador volvía a escribir en renglones torcidos. Y llegaba la hora de que la protagonista conociera a su perseguidor, la hora de las presentaciones.
En efecto, apenas me miró conscientemente, apenas se despejó el bosque de imágenes que entorpecía nuestra relación, imágenes después de todo insignificantes, comparadas con el sabor absoluto de un buen café de grano, apenas me reconoció como se reconoce uno mismo en un estanque, cuando se tiende y mira el agua desde arriba, en ese mismo instante se enamoró también de mí y yo al fin pude declararle mi amor sin tapujos. ¡Qué felicidad ardiente y suprema, imposible de contener, siempre presente!
No hubo necesidad de palabras, ni siquiera de un beso; cualquier insinuación erótica hubiese estorbado el éxtasis universal que nos envolvía en aquel segundo detenido en el tiempo.
Nos leíamos el pensamiento, fluía cristalino entre las paredes de la habitación:
Tengo tanto que dar y no he dado, y todo me lo llevaré a la tumba.

martes, noviembre 12, 2013

Albores

Solucionado abruptamente el problema de la energía, los países, sobre todo los más ricos, hubieron de plantearse qué hacer con esas estructuras de metal que almacenaban toneladas de alimentos, hoy inservibles, trofeo de aves, perros y gatos callejeros.
La vanidad se orientó hacia ignotos derroteros. Qué hacer con esas moles de concreto y esos ductos acechantes de los entrepisos. Qué hacer con esa cantidad de prendas de vestir que no servían ni de abrigo a las bestias.
Ya nada le era útil al hombre. Lo que vieran sus ojos denunciaba el error de miles de generaciones, millones de soldados y obreros, miles de genios que dieron lo máximo de sí para cambiar el mundo.
La solución siempre estuvo al alcance de la mano, pero ni uno de esos la imaginó.
Persistía, sin embargo, la contrariedad de lo hecho y sobre todo los desechos.
Se optó por dejar pasar el tiempo, a sabiendas de que los enemigos microscópicos intentarían recuperar el terreno perdido. Era un riesgo que había que correr, pero un riesgo ínfimo, comparado con lo que se había llegado a dominar para bien de todos.

lunes, noviembre 11, 2013

Amargura

Anochecer feliz
Compartieron el pan con pájaros confiados
La fruta con caballos salvajes
Al llegar el nuevo día vivía aún la hazaña
De su satisfacción interna
Mas desde el cielo
Advirtieron las nubes

Anunciado el riesgo
Y el premio por vencerlo
Se le planta a la cara ese dilema
El amante elige el riesgo
De avanzar hacia el peligro
Aplastar la cobardía
Culpará a su amada de proponer una locura

Luego que ha llegado lejos
Sin traspasar aún el umbral
Vivido el miedo en píldoras
Cuerpo y alma listos
Para el camino de regreso
Su corazón le ordena más
Vencer el miedo

Desciende irascible al espiral
Donde la cellisca va tendiendo su manto
Bajan a sus pies las nubes vestidas de blanco
Y el aguanieve se adueña del sendero
Su voluntad puesta a prueba
Imagina un sin fin de problemas
Que apuntan al centro del amor

¿Es modo de amar
Cumplir de mala forma un deseo de la amada?
Despertados sus temores más oscuros
Incapaz de darse
Sólo ve carencia, no belleza en los inmaculados copos
Y si muerde el camino a la bajada
No es para cantarle su amor

Antes de la meta
Probada su hombría hasta más acá del límite
Meta que otros viajeros traspasan sin estrépito
Pone a su andar atrás la marcha
Lo amarga el grave error
De intuir al gusano
Que habita en las entrañas

Para qué engañarse
Con amores y renuncias
Y heroicas aventuras
El gigante silencioso
Cubre el sol
Ensombrece el alma
Reduce aún más la pequeñez
La abruma

martes, septiembre 24, 2013

El viejo y su hijo

Dos hombres con los ojos cerrados, uno joven el otro entrando a la vejez, dos estatuas ligeras que usan sus cabezas como antenas en el claro de un bosque rebosante de animales alados.

Ve tú adelante. Quiero caminar por mí mismo, sin tu ayuda.
Hay una subida.
Mejor. Quiero sentirla.
¿Qué siente?
La hierba fresca bajo mis pies. La noto por la suavidad con que se deja aplastar. También siento la fragancia que despiden las plantas y los árboles. Hay un árbol que dio flores. Está cerca.
Es un magnolio.
¿Un magnolio? ¿Aquí?
Lo plantamos.
Paremos un momento. ¿No ves sangre a mis espaldas?
No, papá. ¿Por qué lo dices?
Anoche me sangraron los testículos. Tu madre se asustó.
¿Se siente enfermo?
No más que cualquier día.
No veo sangre.
Entonces sigamos.
¿Lo ayudo?
Sí, dame tu brazo para apoyarme en él.
Aquí hay que agacharse para pasar bajo una planta espinosa. Yo le haré un arco.
Bien.
Ahora estamos entrando a un claro del bosque.
Lo sé. ¿Tú crees que estoy completamente ciego? Distingo perfectamente las sutilezas de la luz.
¿Ve la luz del sol en los picos de los montes?
No la veo, pero la siento. Me recuerda una foto de Ansel Adams. Era un atardecer muy bello, o el comienzo del anochecer, el minuto exacto entre ambas partes del día. No había diferencia de tonos entre los cerros y el cielo, el gris era el mismo arriba y abajo y la luna se recortaba suavemente sobre el pasto que sobresalía en la colina, era casi poco más que la luna que se ve de día, su brillo no desequilibraba ninguno de los dos planos del paisaje en su favor.
Me parece haber visto esa foto.
Yo la vi con mis propios ojos en el Museo de Bellas Artes, a comienzos de los años setenta. Era una foto en blanco y negro.
¿Quiere café? Traje un termo.
No, hijo. Pero si me quisieras ayudar...
¿Se le ofrece algo?
Me gustaría permanecer de pie aquí en silencio para oír el canto de los pájaros.
¿Lo puedo acompañar?
Encantado. No cuesta nada.
A partir de ahora no hablaré hasta que usted me lo ordene.
Está refrescando, solo pasaremos algo de frío. Seremos dos troncos, dos piedras, hasta el momento en que las aves se retiren a sus nidos y la noche nos cubra a todos con su manto...


sábado, septiembre 14, 2013

El jugador

Era la misma canción, en la misma sala; la diferencia la hacían la hora y el estado del tiempo. Ahora el reloj de pared marcaba las tres y cuarto de la tarde, la semana pasada eran las nueve y media de la noche. Ahora la calefacción encendida avisaba que afuera hacía frío; la semana pasada, aunque ya se había hecho de noche, flotaban en el ambiente las notas agradables de un día caluroso.
La "víctima", si pudiera designársele bajo ese nombre, no se daba cuenta de las diferencias, pero yo sí, y por eso las hago ver, aunque ¿gano algo si nada puedo remendar desde mi humilde posición?
A la víctima la canción de ahora le sonaba, más que aburrida, cargante por sus acordes predecibles y el acompañamiento pasado de moda. El redoble de la batería se le hacía insoportable a sus oídos y qué decir del órgano de fondo y la guitarra eléctrica y los coros. La semana pasada, cuando el juego recién empezaba, le pareció bastante divertida. Y era la misma, cantada por el mismo grupo.
A su espalda, la mesa lucía cubierta de carne fría, frutos secos, quesos, rodajas de naranja, bebidas, cervezas, licores, galletas, té y café, pero nadie se molestaba en acercarse a ella, salvo cuando el juego se suspendía. Entonces lo hacían casi por obligación. Era más que nada una forma de estirar las piernas; lo único que esperaban era el paso del tiempo alrededor de la mesa para volver a sentarse.
A veces le iba mal, otras bien. La víctima ganaba y perdía mientras la luna cambiaba de fases y era como si su dinero fuese un globo que se infla y desinfla en los labios de un niño, pero ya empezaba a cansarse. Llevaba demasiado tiempo concentrado en el vicio. Hasta el vicio se hace tedioso y deprime.
Dios está presente en todas partes, pero es invisible a los ojos del cínico. Si la víctima quisiera verlo debería desprenderse de todo su ropaje, quedándose con la pura manta del vicio. Solo el vicio es capaz de recordarle, por contraposición, su presencia; si no lo hace es porque dirige la mente y los sentidos hacia los fines que lo alimentan. No se lo diré ahora, se lo recordaré a la salida, cuando sus oídos me escuchen aunque su alma se haya ido.

miércoles, septiembre 11, 2013

Recuerdos del 11

Recuerdo que jugaba en unas tragamonedas de internet. En la sala habría una media docena de personas; cada cinco minutos una desconocida ansiosa le cambiaba sus billetes por tiempo de juego a la cajera. Yo disponía de poco dinero y quería más, y mientras más jugaba, menos dinero tenía. Recuerdo que esa mañana era 11 de septiembre, que caía una ligera llovizna y que los liceanos y liceanas corrían por el patio bajo la supervigilancia de sus maestros, que a esa hora lo ignoraban todo. Por la noche, en el internado, escuchando la radio, aguardamos con terror el ingreso de la patrulla que inspeccionaría el edificio entero, rincón por rincón. Recuerdo que en la sala de estar de la casa de mi tía colgaba una gran telaraña con restos de insectos acumulados durante semanas. Colgaba de arriba abajo del marco que separaba el living del comedor. En la casa había muchos descuidos como ese. Había que limpiar. Pedí permiso y tomé la aspiradora. En pocos segundos barrí con el polvo y los insectos muertos; la telaraña tomó un color rojizo y una textura de plástico y asomó limpia y brillante, podía servir como adorno para echarse sobre los hombros y así lo entendió un compañero de trabajo, que se la llevó puesta. Recuerdo que entonces el deseo obsesivo de limpiar me llevó ante una máquina que funcionaba a todo motor. Acerqué la aspiradora y apliqué el aire sobre los engranajes, evitando la zona donde brotaba el fuego. Al cabo de un momento la negrura de la máquina había dado paso a una suerte de rompecabezas gigante de metal.

miércoles, septiembre 04, 2013

Una hilera de casas en la noche

Vio una hilera de casas rodeadas de negrura, con la cordillera al fondo y en primer plano esas manchas luminosas que salpicaban la ventanilla del bus que lo conducía a su ciudad natal. Las casas eran vagones de un tren nocturno que corría a ninguna parte, los árboles volaban, una bicicleta lo hacía en sentido contrario, dos ancianos ante una puerta se alejaban a pasos agigantados. Y pensaba por qué le había tocado eso, si tenía algún sentido, si quería decir algo, y si no sería mejor otro tipo de vida, una vida en otro tiempo o en otro planeta y no hallaba qué concluir, si lo que veía era bueno o era malo para él y para el mundo. No era momento de grandes reflexiones, sino de constatar lo que estaba viendo: una hilera de casas de población recortadas contra el perfil de una cordilllera nacida millones de años antes.

martes, septiembre 03, 2013

La historia la escriben los perdedores

Hubo un momento en que adoptó deliberadamente una conducta cortante con su compañero de mesa, pensando que no arrojaría más consecuencias que la de expresar un rechazo momentáneo a su pasividad.
Su compañero de mesa sufrió ese gesto áspero en silencio y se lo recordó, meses más tarde, sin reproches.
El hombre de la conducta cortante no se vio en la obligación de pedir perdón; no era necesario, pero en aquel momento reparó por primera vez en que la historia la escriben los perdedores.

jueves, agosto 29, 2013

La noche fragante

Se apartó cuando el borracho cargó contra el tonel. Llegó a pensar que lo rompería y que el chorro de vino tinto le mancharía la ropa. Luego se rió de su ingenuidad y de ver al aldeano, aturdido por la borrachera y por el choque. El hombre insultaba a la barrica desde el suelo, insistía en vencerla, a patadas, hasta que se quedó dormido.
Su chofer esperaba fuera de la viña; con el motor ronroneando.
Acabada la nostálgica visita contempló al durmiente con ternura. ¿Qué podía sentir sino lástima, una dulce compasión por el tiempo ido, por los rumbos que habían tomado sus vidas?
-Llévame al cuartel -le ordenó al conductor.
-A su orden, mi coronela.
La noche se le ofrecía fragante a través de la ventanilla abierta del vehículo. Por un instante le dieron ganas de volver al pasado y cruzar del brazo de su primer marido el portón de la capilla, para enfrentar jubilosa las miradas de los invitados y el arroz que llovía del cielo.
   

domingo, agosto 25, 2013

Ante la mezquita

Su cabeza era un  infierno donde reinaba la esperanza. Iba a volar la parte del mundo que le correspondía, que el destino le había asignado, y Alá le abría sus brazos de misericordia infinita. Se sentía dichoso, angustiado; veía por última vez las calles de Damasco, mas luego el paraíso. El espacio tomó la forma de una estrella que nace, la luz lo encegueció y el polvo de estrella cubrió la mezquita.

martes, agosto 20, 2013

Una historia absurda

Ramoneaba una mula por los cerros que mueren en las aguas del Tinguiririca; era una mañana soleada de un día de invierno. Los árboles y arbustos nativos le regalaban sus hojas y la tierra, su verde pasto nacido de las últimas lluvias. El dueño de la mula, ocupado en otras faenas del campo, la había soltado para que se alimentara ella sola en el monte. Para la mula era como un día de descanso, un domingo. No lo sabía, pero lo vivía.
La noche anterior había actuado un  circo en Chimbarongo, ante regular asistencia. En esos tiempos hasta los circos más pequeños ofrecían números de animales y el de esta historia no fue la excepción. Contaba con cuatro perros malabaristas, un oso pardo y un león. El cuidador de la jaula puso mal el candado de la puerta y la dejó entreabierta, la del león. Causas de su negligencia fueron la mala iluminación del sitio eriazo detrás de la carpa y sus ansias de echarse unos tragos de aguardiente junto a sus compañeros después de la última función. La puerta se abría hacia afuera, en un momento la melena del león la pasó a llevar, el horizonte se le ofreció sin rejas y el león se fue. La oscuridad de la noche ayudó a su fuga.
Los genes del león lo llevaron a buscar el sitio más parecido al Kilimanjaro que ideó su instinto y ese fue el monte chileno de la zona central. Subió durante un buen rato, se cansó y se echó a dormir debajo de un espino; los boldos, litres y peumos le parecieron demasiado frondosos. No cazó de noche por esa mala costumbre que le había impuesto el circo de comer quiltros de día.
A la mañana siguiente se levantó a comer, pero no habiendo jaula no apareció perro alguno ante sus fauces, de modo que tuvo que ingeniárselas. Entonces divisó a la mula con la que partió este cuento.
El león pensaba que las cosas eran fáciles, que era llegar y agarrarse del lomo y de la panza del equino. Olvidaba que tenía los dientes romos y las uñas romas, que el oficio de león de circo lo había transformado poco menos que en león de utilería y que su entrenamiento se reducía a un par de rugidos y aletazos ante una huasca que sonaba como disparo de pistola de fulminante. Aun así la mula se asustó y se orinó de puro susto, sobre todo al sentir el peso del león en sus costillas, peso menor pero muy diferente al de las alforjas o el arado, que eran su pan de cada día. El famélico felino trataba de hincarle el diente pero sus colmillos resbalaban en la piel de la bestia terca. La tierra dejaba huellas del combate en las pisadas profundas de la mula y las plantas saltarinas del león. En un momento el rey de la selva se echó hacia atrás para saltar de nuevo y en eso le llegaron medio a medio de la frente las coces de la mula. Completamente ahuevonado, huyó cerro abajo, donde fue recapturado por los guardias del circo, tarea nada de difícil, porque el león se les entregó prácticamente como niño que se echa en los brazos de su madre.
El veterinario dictaminó que ese día solamente desfilara, sin dar espectáculo. La verdad es que aunque hubiese querido no habría podido hacerlo, ya que producto de los golpes padeció durante toda esa jornada de un fuerte dolor de cabeza.

miércoles, agosto 14, 2013

Un sueño

Esta madrugada me reencontré con mis padres, después de años. Llegué a la casa de mi infancia, se abrió la puerta y surgió un desconocido, un hombre joven, vestido de saco y camisa a rayas, que miró hacia el suelo, entre avergonzado y sorprendido, y se marchó. ¿Quién era? Jamás lo había visto.
Entré a la  casa, directo al dormitorio. ¡Allí estaban los dos, recién llegados, listos para partir de nuevo!
Nos abrazamos, se alegraron tanto de vernos a Víctor y a mí, volvíamos a ser el núcleo de cuatro: dos padres, dos hijos. La pieza estaba en sombras y la felicidad se empañaba de horrorosa ternura. Todo andaba bien, me decían, a través de unas telarañas que se desprendían de sus cuerpos y se confundían con la oscuridad de las paredes, con la claustrofobia de la pieza cerrada. Nos sonreían, pero parecía que no tenían ojos.
¡Por qué la sonrisa no acabará siempre en felicidad!
¿Quieren llevar un poco de jamón para el viaje?, les ofrecí, mostrándoles un cuarto de kilo en láminas procedente del supermercado. "No, hijo, muchas gracias, donde vamos no necesitamos comer", me respondió claramente mi madre, frase que me imaginé que pronunciaba yo mismo, adelantándome a sus palabras.
Claro, por supuesto, así debía ser. Los muertos no comen, qué estupidez la mía, pero fue un gesto de amor.
¿Quién era el hombre de la puerta?, pregunté. Mi madre respondió: "Es el conductor".
Salimos a la calle, el conductor se los llevó.
No habían pasado treinta metros cuando mi hija menor, para aligerar el viaje, los transformó en animales. De su brazo derecho cayeron unas pieles que se volvieron una en gata, otra en perro. La gata, gris, gorda, de pata corta, me vino a saludar. Me agaché, le hice cariño, le rasqué el lomo y se marchó. Al pararme vi al perro, un quiltro amarillento de regular tamaño que saltaba de perfil, sin mirarme. No lo saludé pero qué importa, él no es realmente mi padre y a mi padre sí le dije adiós, adentro de la casa, pensé con un asomo de sentimiento de culpa.

martes, agosto 13, 2013

Mañana a las 3, donde siempre

Mil noches por descubrir. Más que una realidad, una imagen; gozaba secretamente viéndose a sí mismo cruzado de piernas en el mullido sofá, charlando con sus amigos a la hora del aperitivo, con insignificantes novedades que contar, mientras de la cocina surgían deliciosos aromas y sus ojos de duende lagrimeaban de placer. A través del ventanal se podían ver, relativamente lejos y hacia abajo, los roqueríos y la espuma que salpicaba de las olas en su inútil viaje hacia la playa. El mar era una sombra plana, morada, que se unía al cielo del crepúsculo sin despertar ninguna sensación, salvo la que depara el sosiego. Nada hacía recordar al mar hambriento que ha devorado remeros, pescadores, galeras completas de uno y otro bando, poetas suicidas, avistadores confiados, al otro mar que engulle hasta la médula del hueso, eternamente insatisfecho en su sorda y fluida oscuridad, como si fuese realmente un dios antropomorfo el que habitara dentro de él. De vez en cuando Hernán se levantaba a echarle otro leño a la chimenea; Héctor rellenaba las copas y Hugo paladeaba el licor que lo iba entonando, le hacía arder la garganta y brillar sus ojos azules de duende. Todo aquello lo disfrutaba desde su sofá en una de esas tantas mil noches por descubrir, cual si otra persona fuera testigo de la escena. Y lo mejor era que le restaban aún 999 noches por vivir, 999 noches de aperitivos, regadas cenas y conversaciones frente al mar y sus roqueríos despidiendo espuma. Para un jubilado, la buena amistad, la buena mesa y el buen vivir valen mil y una noches.
Héctor dominaba la charla; hablaba sobre las bondades de la nueva casa, pero sobre todo de la pesadilla que había significado la construcción, con sus papeles, permisos y los meses y meses y meses de atraso antes de ver los planos convertidos en obra de verdad. Hernán asentía, calmadamente; Hugo les hacía ver sin embargo el acierto de su elección, evitando confesar su deseo más íntimo, que era el de apropiarse en alguna forma de ellos, aspiración que iba de la mano de otra aún mayor, inconfesable hasta para él mismo: liberarse por un rato de la tiranía de su generala.
-Aburre y desespera tanto papeleo y tanto maestro irresponsable, a mí me pasó lo mismo, fijaté, pero al final ese abismo te ha dado la razón -subrayaba, mirando las rocas, casi sintiendo la sal del mar en sus narices.
La conversación se desvió hacia los gustos musicales de Hernán, que poco interesaban al resto. Hernán esbozó una disertación sobre los estilos de Shostakovich y Stravinski, que se interrumpió cuando del reproductor de música surgió la obertura de On the town. Entonces el celular del viejo duende emitió dos pitos agudos, la característica alarma de un mensaje recibido. Lo abrió con la torpeza de una razón ya nublada por las primeras copas y la malsana curiosidad que despiertan esos aparatos en los ancianos. "Te espero mañana a las 3 donde siempre", decía la minúscula pantalla. El remitente no se encontraba registrado, era un número desconocido para él y por ende, la evidencia de que se trataba de un error, pero bastó para sacarlo por un momento de la magia de la cena con sus amigos. Las olas retumbaban a lo lejos, como timbales anunciando una sinfonía angustiosa; ya no se veían: había oscurecido.
Cuando fue invitado a pasar a la mesa Hugo notó que se le trababa la lengua, pero no le importó demasiado; pensaba que sus amigos lo acompañaban en su estado, lo que no era efectivo. Hernán apareció con una fuente de paella entre las manos y Héctor descorchó un vino que sirvió a 18 grados exactos, como lo comprobó con un termómetro. Hugo se sintió tan feliz que lo expresó en voz alta y brindó por sus amigos. Ellos le correspondieron con un brindis por su salud. Enseguida, a propósito de nada, introdujo un tema de conversación de lo más extraño: allí quedó en evidencia que el alcohol lo estaba privando del buen tino. Dijo que tal como iban las cosas por el mundo, pronto llegaría el día en que en la guerra estaría prohibido matar. Como la idea no fue comprendida exactamente se vio obligado a desarrollarla. Explicó entonces, atarantado, mezclando las palabras que salían de su boca junto con granos de arroz, que las minorías se habían alzado con el poder y que el mundo, cobarde ante esa nueva realidad, relegaba las pasiones a las mazmorras, renegaba de ellas. Los hombres se maravillaban de haber sentido, condenándose a sí mismos a untar sobre su piel una corteza de respeto.
-Es como si barriéramos la mugre bajo la alfombra -dijo.
-¿Preferías lo de antes? -inquirió Hernán, suavemente. Hugo no halló qué decir. No podía admitir la tenue bestialidad que guardaba su corazón, tenue ya que lo suyo eran palabras; jamás había sido un hombre racista ni homofóbico, ni siquiera machista: su mujer era la prueba.
-No digo eso. Lo que digo es que si los mapuches perdieron sus tierras las perdieron, y si los peruanos y los bolivianos perdieron sus tierras las perdieron, y si nosotros perdimos Laguna del desierto la perdimos.
-Explícate mejor, Hugo -intervino Héctor.
-Si todos los que pierden quieren recuperar sus tierras a la fuerza y son vencidos en su empeño, ¿matarlos está prohibido?
Héctor se sobresaltó:
-¿Matarías a los mapuches, Hugo?
-¿Y por qué no, si ellos nos están matando? ¿Vamos a permitir que nos falten el respeto unos cuantos indios apoyados por terroristas extranjeros? Ese es el triunfo de las minorías.
-Es el triunfo de la democracia y de la tolerancia, Hugo. Imagínate que volviéramos a los tiempos de la dictadura, cuando una sola mente era la dueña de la razón.
-A veces me dan ganas...
Iba a continuar, pero se detuvo. Aun en su estado intuyó que esa postura no lo llevaría a nada. No estaba en su ánimo discutir con sus amigos.
Relativamente tarde, a eso de la una y media de la madrugada, Hugo se despidió con un abrazo de sus amigos y enfiló a su propia casa, una construcción bastante más pequeña, y sin vista al mar, edificada cuando vislumbró hace cinco años que se acercaban los días del retiro. Caminó más que achispado tarareando una canción a media voz y a trastabillones, alumbrado por su infaltable linterna y por la luz pálida de la luna menguante. De lejos parecía un gnomo orejudo zigzagueando al borde de la filosa colina que lo llevaba de vuelta a su hogar. Su baja estatura le daba fuerza a esa imagen mitológica, que fácilmente pasaría por real a cualquier ojo nocturno.
Sacó el celular para mirar la hora, pero en su descuido tropezó y cayó.
Hilda se levantó inquieta y odiosa, echando pericos contra los amigotes que de nuevo estaban metiendo a su marido en la rutina del trago; tanto le había costado llevárselo a la costa, lejos de la tentación de la botella. Corrió la cortina del living y miró hacia el camino, la escasa luz irradiada desde el cielo le impedía ver más allá de cien metros y lo que alcanzó a ver no le dijo nada, de modo que volvió a la cama y trató de dormirse, hasta que sin darse cuenta lo consiguió.
Hugo despertó en medio de la noche, empapado. La comida y el alcohol le habían regalado una horrible pesadilla. Soñó que iba a la clínica para un tratamiento contra un dolor muscular y los médicos le aplicaban una inyección que lo dejaba paralítico. Al despertar, empapado de agua, entre dolores insoportables, quiso mover las manos y los pies, para convencerse de que sólo había sido un sueño. Apenas pudo dar un par de aleteos, no los suficientes como para levantarse, ni siquiera para moverse. La marea subía, ya la sentía en el cuello de la camisa que combinaba el sabor de la sangre con la espuma de las olas que reventaban en las rocas.
Ese control diario, de esposa autoritaria, que llevaba sobre la vida de su marido, más hijo que marido, ese control sobre sus hábitos y sus vicios la tenían harta. Había algo invisible en al aire que parecía burlarse de su fracaso en la misión. La revisión minuciosa de veladores, muebles y los escondites más insólitos, todo aquello se venía abajo con la simple instalación de un par de amigotes en las cercanías, así los llamaba en voz alta y Hugo callaba al escucharla, con el tino de un duende travieso, temiendo que una sola palabra lo encarcelara hasta el día siguiente entre las cuatro paredes de su casa y lo privara de esas mil noches tan ansiadas.
Avanzada la mañana, Hilda lo seguía esperando de malas ganas, sin desayuno y con la cama por hacer, sentada de manos cruzadas ante el modesto jardín y cubierta la cabeza con un sombrero blanco, alón, como una estampa de postal antigua. Ya volvería él a hacerse cargo de la limpieza y la cocina, en menudo lío lo había metido su vicio. Pero el sol llegó a su cénit, comenzó su descenso y Hugo no volvió.
De su persona solamente fue rescatado su celular, a la orilla del acantilado, que archivó la fiscalía mientras se desarrollaba la investigación. Se concluyó, sin asomo de dudas, que el hombrecito se había desbarrancado, al torcer el camino de regreso. Lo recibieron las rocas del acantilado cortado casi a pique; luego el mar se lo tragó y sus bestias le improvisaron una tumba. Se le organizó un funeral simbólico, al que no asistieron ni Héctor ni Hernán, para evitarse un insulto gratuito de parte de la viuda. Una vez que el caso se cerró el celular le fue devuelto a la mujer. Ella quiso iniciarse en ese hábito moderno, pero no se acostumbró y lo guardó en el cajón del velador. Deshizo la casa de la playa y se volvió a Santiago, al pequeño departamento que rentaba en la avenida Portugal. El arrendatario entendió los motivos y lo desocupó en el plazo legal.
Contra lo que indicaría la costumbre, para Hilda el mundo no se acabó y al poco tiempo Hugo pasó a ser sólo el recuerdo de un hombre bueno y generoso que la sacó de la soltería en el ocaso de su vida, dejándole a su presente de viuda respetable un sabor más dulce que agrio. Sin Hugo su existencia había sido austera, fría, avara como una bolsa de higos secos guardada en una caja de concheperla. Con Hugo conoció las virtudes de ser esposa o en otras palabras, el goce de la pasión del poder, del mando sobre otro ser humano como ella, y también de la derrota ante ese ser más débil; sin pensarlo así entendía el matrimonio y jamás se le cruzó por la cabeza que ese ser utilizaba sus sentidos únicamente para disfrutar de ellos. Ahora su destino había de retomar la senda natural del amor por el dinero almacenado, con el agregado de una pensión extra y de dos bienes raíces que se sumaron a los que ya disponía. Se inscribió en un club social, emprendió algunos viajes, pero en lo fundamental retornó a su vida solitaria de usurera despiadada; el corazón se le durmió de nuevo, sin pasiones ni vaivenes que lo hicieran latir más de lo conveniente; hasta su salud era de hierro.
Todos los meses entraba a la iglesia con flores y velas para San Antonio. Le pedía por el alma de Hugo y dejaba unas monedas. Se retiraba más tranquila. Ya podía seguir con sus negocios.
Si fuese cierto el proverbio aquel que dice que el destino baraja las cartas, pero es la persona  quien las juega, Hilda jugó bastante mal las suyas a partir de ese momento. Y fue un ligero detalle la causa por la que fue perdiendo uno a uno los triunfos de las manos. Una gotera en el lavaplatos.
Cuando llegó el gásfiter a reparar la falla, su ojo de cafiche vislumbró que la mujer era maleable, una dama de cera detrás de sus ojos de hierro. La conquistó en dos visitas y se fue apropiando de sus bienes sin que nadie pudiese evitarlo, ya que se trataba de un acuerdo entre las partes. Una cosa a cambio de la otra. A Hilda, que había vivido hasta ese momento para amasar fortuna, que había recurrido a la usura para aumentarla, que había despreciado a sus parientes por el temor a que le quitaran su dinero, que acumulaba el oro para experimentar la feliz agonía del avaro, a esa misma Hilda de garras que atrapaban una moneda sin valor del suelo para echarla a la alcancía, a esa misma anciana ahora no le significaban gran cosa sus bienes, pues vivía tardíamente la etapa delirante del enamoramiento, la que se nutre de pasión, desengaños, alegría incontenible, sufrimientos, espasmos e insatisfacciones. Descubría el sol en el ocaso; le imploraba a su amante que no la dejara sola y el cafiche reía a carcajadas; se arrodillaba a sus pies y el hombre la premiaba bajándose los pantalones: allí la locura de Hilda se tornaba insoportable y no era capaz de verse a sí misma haciendo el ridículo, a pesar de que el espejo del salón se lo gritaba en todos los idiomas hablados y gestuales. Se fue degradando, feliz degradación en la noche de su vida, conoció los placeres vedados de la carne, que siempre le pareció que estaban reservados a los espíritus derrochadores; sus aullidos de éxtasis parecían uñas de gato bajando por un tubo de lata y se escuchaban en el piso de arriba y el de abajo. Perdió toda vergüenza, se entregó en cuerpo y alma al cafiche que embaucaba ancianas utilizando su oficio y como es de presumir, el gásfiter le quitó lo mucho de material que poseía en pocos meses, salvo su pensión de jubilada y el montepío que le heredó Hugo, el esposo de las flores secas. Las fauces del maestro se tragaron tres casas, el departamento con sus muebles y el oro escondido en inocentes cajitas de cartón. No habiendo más se acordó de las pensiones: el malnacido le pidió un poder para facilitar las cosas y a partir del mes siguiente le administró la pensión y el montepío, condenándola a la ruina. Confinó a su amante en un asilo de mala muerte, el más barato que encontró para deshacerse de ella. Solamente le dejó su celular y si lo hizo fue por descuidado: hasta los pillos tienen defectos.
De vez en cuando, en un tiempo que se iba distanciando más y más, la llevaba a un motel para satisfacer sabe el diablo qué apetito, pues a esa altura no la precisaba para nada, ya le había sacado el jugo. Tal vez demostraba su acto que hasta los malos poseen conciencia o que el terror inmemorial a las brasas del infierno aún no desaparece del todo de las almas que habitan en la tierra. Esos días Hilda se vestía como la heroína de Sunset Boulevard, una princesa o más bien una reina apolillada; lustraba ella misma sus zapatos de taco alto y abandonaba el asilo exhibiendo en su cuello un collar de perlas falsas del brazo de su amante, que se hacía pasar por su sobrino. Volvía al atardecer, suspirando; el sobrino la conducía a su pieza y en la oscuridad ella lo besaba en los labios, beso torpe y largo, de lengua inepta que suplicaba más. Luego se quedaba irremediablemente sola.
Pasó un verano entero, con su Pascua, su año nuevo y sus vacaciones, y el amante no volvió. Entrado el otoño su mente se planteó lo que su corazón evadía y así perdió las esperanzas, no del todo, porque en ese tipo de batallas siempre gana el corazón.
Abandonada del mundo, atrapada en un cuerpo sano y arrugado que se negaba a morir, víctima de su infantilismo de vieja crédula, Hilda veía pasar los días desde su humilde pieza del asilo ubicado en la comuna de Estación Central. Sentada en la cama, no queriendo mezclarse con sus pares, contemplaba las hojas del naranjo, perennes como ella y de triste verdor como su verde tristeza. Algunos carcamales paseaban por el patio interior como osos en la jaula, de un lado a otro esperando la hora de la cena; otros dormían sentados con la boca abierta, otros mataban el tiempo alrededor de un cartón del juego de la Metrópolis, celebrando como niños los golpes de suerte que los premiaban con billetes de mentira, otros miraban al vacío sin entender por qué estaban donde estaban, uno pensaba por qué la esposa muerta no lo iba a ver, otra por qué un hombre le tomaba las manos y se hacía pasar por hijo si ella no pensaba tener hijos siendo tan chica, solamente tienen hijos los mayores.
Hilda entre ellos, bestia en corral ajeno, suspirando por su amante.
Una noche, vencida por el insomnio, manipuló el celular y sin saber cómo llegó a los mensajes. Había uno. Decía: "Te espero mañana a las 3 donde siempre". Faltó poco para que el corazón le llegara al techo. Ignorante de la tecnología, no se le pasó por la cabeza consultar ni la fecha del mensaje ni el número del que se había emitido. Para ella la frase contenía todo lo que le pedía al mundo, fue el mágico ungüento que la encendió y, cosa curiosa, la relajó. Se durmió en minutos, entre ensoñaciones y dulces fantasías. Sólo al día siguiente, y como al pasar, se preguntó por qué no la venía a buscar como otras veces, por qué no la sacaba del brazo como siempre, pero no era momento de reproches, menos cuando la ocasión se pintaba tan calva, de modo que consumió la mañana en labores de cosmetología, depilación y lustrado de zapatos. Apenas probó bocado, luego corrió al baño a limpiarse la placa, echó sus pocos ahorros en la cartera y salió a la calle a hacer parar un taxi.
Mejor no lo hubiese hecho. Al bajarse discretamente del auto a media cuadra del motel, diez para las tres, para no despertar sospechas, ¿de quién? ¿del conductor? él jamás habría pensando nada así de una vieja, al bajarse vio a su amante. Apenas descendió del auto y se irguió cuán baja era sobre sus tacos de aguja, apenas inició la caminata al sitio del encuentro con su aire de reina apolillada, mientras se inflamaba de sentimiento y de deseo, su amante salía del edificio acompañado de una chica de trasero y busto prominente, una joven proveniente sin lugar a dudas del mundo de los cafés con piernas. Del encuentro se podría escribir tanto una comedia de equivocaciones como una tragedia de Sófocles. Para la chica del café, lo primero; para Hilda, lo segundo; para el gásfiter, lo intermedio, un filme de Woody Allen. Él la divisó de lejos y se puso nervioso, la chica lo adivinó todo y le echó en cara su pésimo gusto, su depravación, y se burló de ambos y sintió vergüenza ajena y auténtica vergüenza de sí misma. Hilda se dio la media vuelta y no miró hacia atrás. Gastado casi todo su dinero en el auto de alquiler debió retornar al asilo caminando.
El gásfiter, rendido de amor como estaba, flechado hasta decir basta, se comió el buey como se dice y la llenó de promesas; no a la vieja, de la cual ya solamente estrujaba sus pensiones, sino a la joven, que  las hacía suyas con un solo pestañeo. Le prometió una vez más a su querida este mundo y el otro y ella recibió, pero siempre encontrando que era poco. Los tres personajes desaparecieron de la esquina, que volvió a quedar vacía, a la espera de otros tacos que renovaran el brillo de su acera.
La vida continuó, ahora entre la chica del café y su amante el gásfiter. Cada vez que éste conseguía llevarla a la cama -no sin antes gastar lo que no tenía en obsequios exclusivos- la cafetinera arriscaba la nariz apenas notaba la menor imperfección en la escenografía montada para su lucimiento, lo que no conseguía otro efecto que apresurar el orgasmo de su hombre, qué hombre, roto con plata, qué otra cosa podía esperarse de un mamarracho de uñas negras como ese. Así vivió él un lindo amor de meses, así se le dio vuelta la tortilla; mientras duró la plata fue romántico el amor, pero cuando empezó a mermar tomó color de hormiga y la perdió, color de hormiga para el gásfiter porque a decir verdad a ella nunca le faltaron los amantes con dinero y aunque él quisiera engañarse en torno al tema, minúsculos detalles se lo recordaban a cada momento, he allí el problema de los celos.
Acostumbrada al lujo, la chica del café recibió a manos llenas y a manos llenas gastó, porque su cuerpo equivalía a un tonel sin fondo, a una gallina de los huevos de oro que sólo deja de dar huevos cuando se hace vieja, pero en esas cosas ella no pensaba, porque el cerebro de pollo jamás ha derivado en gallina prudente. Y como en este cuento ya se escribió hace rato el final, mejor dejarlo hasta aquí. La chica codiciada no da más que para decir que con el tiempo perdió un par de dientes, acumuló grasa e hizo un curso de peluquería. Uno de sus amantes -como yo lo fui, es de caballero reconocerlo, pues de otro modo esta historia se tomaría por despecho- me comentó en la tertulia del mediodía que la había divisado en un cerro de Valparaíso, casada felizmente con un panadero. Antes que eso Hugo e Hilda se habían convertido uno en pasto de jaibas y cangrejos y la otra en polvo, así como en polvo se convertirán Héctor, Hernán, mis lectores y yo, más temprano que tarde.

lunes, agosto 12, 2013

El cantante de micro

El cantante callejero se sube a la micro y entona tres canciones en inglés. En Santiago los cantantes de micro cantan siempre tres canciones; raro que sean dos, menos aún cuatro. Tres es un buen número. Si cantaran cuatro los pasajeros ya se empezarían a bajar, con dos aún no se acomodan. Lo otro que no deja de ser cierto es que el primer tema corresponde al desagrado del pasajero ante la irrupción del cantante, la noticia de un viaje bullicioso. El segundo corresponde a la evaluación y el tercero a la compasión, el premio o el castigo, que en este caso sería el látigo de la indiferencia, porque el cantante canta bien malito.
El cantante interpreta a capela, no tendrá 25 años, acaso 22, yo me imagino a mis hijos. La primera le sale mala, la segunda mejor y la tercera es la de la consagración, con la voz raspada que imita a Jim Morrison. Pero es una imitación honesta; antes de cantarla cuenta que se trata del tercer surco del primer disco de los Doors, que la canción se llama Crystal ship, barco de cristal, y que es poética. Eso me cae bien.
No le favorece cantar a capela, ese estilo lo convierte en aficionado, considerando que los cantantes de micro son profesionales y le agregaría mañosos. Profesionales vivos.
Él dice que se gana la vida en eso pero yo tiendo a dudar, imagino que a la primera de cambio se baja de la micro y no canta más.
Al pasar con la mano estirada las monedas no le llegan, si no fuera por mis cien pesos habría cantado en vano. No le espera un futuro brillante.
La micro sigue su camino, el cantante se quedó en el paradero. Se sienta junto a los que esperan otra micro, toma agua mineral y se come un chocolate, bota el papel al suelo. Mal hecho.
Dónde se halla la belleza; en los lunares que embellecen la cara del cantante o en el uso que hago de ellos.

Si esto fuese un poema, yo me quedaría con los siguientes versos:

El cantante callejero se sube a la micro y entona tres canciones en inglés
Yo me imagino a mis hijos
Aficionado en un océano de profesionales mañosos
La micro sigue su camino, el cantante se quedó en el paradero
Sus lunares lo embellecen

miércoles, agosto 07, 2013

El coro, ciertos temas y canciones

Me asombro ante los comentarios de don Germán Arellano -quien se hace llamar irónicamente Mentecato- sobre su infancia en Constitución. Dice que cuando iba en segundo de humanidades convenció a su abuela de que no tenía clases en la mañana, sino únicamente en la tarde. "En el liceo de Constitución a nadie se le había ocurrido exigir justificativo para las ausencias de las mañanas. Lo pedían al que faltaba en las tardes, así que yo pasaba colado. Después de que quedó al descubierto mi truco el Consejo de Profesores dictó la Ley Arellano para corregir el error", recuerda con un asomo de orgullo ladino.
-¿Y qué hacía usted por las mañanas? -le pregunto.
-Me llevaban el desayuno a la cama y como en mi casa había una carnicería, la bandeja incluía un plato de bistec con huevos. Me lo comía todo leyendo "El llanero solitario", "Tarzán" o "La pequeña Lulú". Me levantaba como al mediodía y a las dos de la tarde entraba al colegio.
-¿Y no le daba sentimiento de culpa?
-Nada. Nunca me gustó ir a clases.
Pero su historia acabó de manera escandalosa.
"Un día me estaba sirviendo mi suculento desayuno cuando la puerta se abrió de par en par y apareció la figura del señor Reveco, el inspector del liceo. ¡Qué estái haciendo en la cama, huevón!, me gritó. Yo no hallé qué decirle, casi me atraganté con la carne. ¡Así que comiendo bistequito con huevo el culiado!, observó. Eh, eh... trataba de reaccionar. ¡Te doy cinco minutos para partir a clases, mocoso de mierda!, ordenó. Yo me levanté rajado, me eché escupo en el pelo y me fui al liceo. El inspector me ubicó en la sala y así terminó mi aventura. Pasaron cincuenta años y una tarde me encontré en Santiago con un sobrino de Constitución, frente a Almacenes Paris. Al abrazarnos sentí su voz en el oído: ¡Y cómo está el bistequito con huevo! Yo me sorprendí y él se rió: en la ciudad la historia se había transmitido de generación en generación".
Mis oídos escuchan con envidia su anécdota; le hago ver que yo odiaba el colegio, pero era incapaz siquiera de faltar un día. Si me sacaba un tres se me derrumbaba el mundo. Cuando había prueba empezaba a estudiar la noche anterior cerca de las diez y terminaba como a las dos de la mañana. Me leía la materia cuatro veces para que "me entrara". Concluyo, con una sensación castigadora hacia el pasado, que toda esa época representó para mí una gran depresión, al estilo de la del 29. No me di cuenta de que la sufría. Menos mal.
Un día mi mamá llegó contando que había escuchado una charla de una sicóloga en la que ella les sugería a las madres presentes que al llegar a casa les preguntaran a sus hijos qué preferían, si estudiar o jugar. Cuando mi mamá me hizo la pregunta yo pensé un poco y le contesté estudiar. Ella dijo que la respuesta era jugar, al menos la respuesta que había dado la sicóloga. Infiero de eso que la sicóloga se equivocó, porque no tuvo en cuenta el factor vuelta de tuerca. Y es que el niño que era yo prefería mil veces jugar, pero el peso de la responsabilidad en su vida, su presente y su futuro era tal que llegaba a mentirse a sí mismo, sin asomo de dudas.
De modo que coincidiendo en el diagnóstico, Mentecato y yo aplicamos remedios diferentes.
Dice que un día lo designaron miembro de la banda del liceo y le pasaron un clarinete, pero no aprendió ni jota porque era muy difícil. "Para el desfile del 18 de septiembre se anunció por los parlantes el ingreso de la banda del liceo de Constitución. Ahí pasé yo entre los demás, haciendo como que tocaba el clarinete, pero soplando para adentro".
Mentecato tiene oído musical y es afinado para cantar, al igual que yo, pero ambos salimos como las berenjenas para tocar instrumentos, porque ambas cosas no son lo mismo. Con el tiempo descubrí que la mejor forma de dominar un instrumento es ensayar, equivocarse y repetir el ensayo. Luego, pasar a otra fase, aunque no se haya resuelto el problema anterior. Es la misma solución que desprecié en el taller de guitarra, cuando no salí de los tres acordes de la canción "El tortillero"; o en Artes Manuales, cuando di vuelta el año cepillando listones mientras escuchaba las burradas del ministro Peña, sin atreverme a ensamblar una silla de playa. Me pasé el año entero a puros cuatros parciales cepillando listones. El ministro Peña era el profesor que mató a una ballena bajo el sencillo expediente de saltar sobre su lomo desde un bote a remos y taparle el orificio de la respiración con una papa; al menos eso contaba en las clases. El día antes del examen mi papá le llevó los listones a su amigo Hugo Miranda y éste armó la silla en un dos por tres.
Por no atreverme a fallar, mi oído musical se orientó hacia el canto y el coro, que eran fáciles, porque eran naturales y no había que aprender nada.
En una ciudad pequeña como Rancagua todos los profesores se conocían. Durante una reunión del magisterio mi mamá le preguntó al señor Garfias el origen del nombre Pillanlelbún, ya que éste se autoproclamaba experto en vocablos mapuches. "¡Pucha, señora Fani, me pilló", le confesó tras quedarse pensando un buen rato.
La primera vez que impresioné realmente con mi voz fue en sexto preparatoria. Venía llegando al liceo y empecé a sacarme buenas notas, lo que me transformó ante mis nuevos compañeros en algo así como en una esperanza, en el héroe destinado a derrocar al villano, que era el Plátano González, que de villano no tenía casi nada, fuera de ser mateo y egoísta, pero quién no es egoísta. Al llegar mi turno en la clase de canto me planté delante de mis compañeros y canté "Río manso", imitando la voz de Lorenzo Valderrama. Terminé ovacionado y el señor Olavarría me puso un siete. El Ogaz cantó un tema que decía "una tarde fresquita de mayo cogí mi caballo y me fui a pasear..." y se sacó un cinco. Dos años más tarde el Pérez, que ya había cambiado la voz, cantó "Gina", que popularizaba Johnny Mathis. Entonces su evaluador no era el señor Olavarría sino una profesora soltera de piernas de oro. El Pérez le cantó "Gina" con voz de galán y ojos de sueño pero bien desentonado, lo que no le impidió sacarse un seis. Al año siguiente me eligieron como parte del show de despedida a esa misma profesora, que abandonaba el liceo para probar suerte en el extranjero. Canté "El corralero" acompañado en guitarra por el papá del Pichula Hevia; las mesas del curso se habían cubierto con manteles de papel, sobre ellas había canapés de huevo, torta casera y correctamente sentados me contemplaban profesores y alumnos. Me aplaudieron bastante; pero a la salida el Masa Salgado, profesor de Física y Matemáticas, me dejó helado con su comentario. "¡Qué te pasó, Mardones, que desafinaste!".
Desde aquel día empecé a perder seguridad en mi voz y llegó un momento en que simplemente no me atreví a cantar, lo que me dura hasta hoy.
Cuando estaba en la universidad me tocó compartir asiento en el bus a Santiago con la mamá del Masa Salgado, quien me buscó conversación, lo que en un primer momento me desagradó, porque siempre me ha cargado iniciar conversaciones con personas que no conozco, pero al rato la charla se hizo fluida y ni me di cuenta cómo llegamos a Santiago. El centro del diálogo, más bien monólogo, consistió en su relato sobre la muerte de su marido, el papá del Masa Salgado. Contaba que estaba disfrutando de un asado cuando se atragantó con un pedazo de carne y se murió.
El señor Olavarría era alto, usaba un abrigo gris que le llegaba casi a los zapatos, tenía la cara angulosa y amarillenta, como de chino griego, y hablaba a medias. Apuraba las palabras o se las tragaba antes de completarlas. Un día de noviembre empezó la clase de la tarde diciendo que habían herido a un señor Keller y nadie le prestó atención. Cuando salí del colegio y prendí la radio al llegar a la casa caí me voy de espaldas: ¡Habían matado a Kennedy!
De modo que de pronto empecé a dejar de cantar, pero como me gustaba la música entré al coro del liceo. A mis papás también les gustaba la música; a mi papá le gustaban los mambos de Pérez Prado y los boleros de Lucho Gatica. Sus favoritos eran "Quiéreme mucho" y "Nosotros", éste último porque concordaba con la atracción que ejercía lo trágico sobre su personalidad. A mi mamá le gustaba la música más culta. Los primeros long plays que hubo en la casa fueron "Carrera de éxitos número 2", "Carrera de éxitos número 3", "Concierto en ritmo" de Ray Conniff, "Edmundo Ros en Broadway", "15 grandes éxitos de Paul Anka", Ray Colignon y su órgano, Los románticos de Cuba, y un long play doble de clásicos de la Sinfónica de Filadelfia conducida por Eugene Ormandy, que yo escuchaba con deleite recostado en el sofá. De esa selección mis temas preferidos eran el vals de las flores de Tchaikovsky y la obertura de "Carmen". Nunca entendí por qué se compraron los sencillos "Un amor diferente", de Bat Carroll, y "Tema de un lugar de verano", de Percy Faith. Eran baladas melancólicas que dejaban un sabor triste en la boca.
En el coro ocupaba la fila de los tenores primeros, luego venían los tenores segundos, los barítonos y los bajos. El señor Morales organizó un repertorio de temas del folclore americano, que incluía también canciones de Stephen Collins Foster. Cantábamos en los aniversarios del liceo o algunos viernes por la noche en el salón de actos. Al coro le debo un viaje a San Antonio. Cada alumno fue recibido en una casa y luego retribuimos la atención cuando nos visitó el coro del liceo de San Antonio. Recuerdo haber bajado por un cerro conversando con una chica. Al llegar al plano los integrantes del coro estaban reunidos en una sala y algunos tocaban la guitarra, lo que me provocó admiración y envidia, porque podían sacar de oído las posturas de las canciones. Esa noche el señor Morales estaba acompañado por un joven mayor, que ya había egresado del liceo y que al entonar una melodía para nosotros se reveló como gran guitarrista y cantante.
La esposa del señor Morales también era profesora. Un día llegó llorando a la casa con sus hijos chicos y una maleta. Habló con mi mamá a puerta cerrada y al rato mi mamá les preparó una pieza. Estuvieron viviendo con nosotros como dos semanas. Cuando preguntábamos, mi mamá no decía nada.
En el coro se preparó durante todo el año un viaje al festival nacional que tendría lugar en Puerto Montt. Ensayamos como contratados. Para las vacaciones de invierno la Lilian Inostroza y su hermano nos invitaron a Caletones a mí con el Vitorio. Yo estaba enamorado de la Lilian y soñaba con conocer la nieve, pero cuando en el ensayo del coro me tocó mostrarle el justificativo que llevaba escrito al señor Morales, el peso de la responsabilidad fue más fuerte. No me atreví y me perdí esas vacaciones.    
Llegó el mes de octubre, mes del festival, y el señor Morales nos comunicó que el coro del liceo no viajaba. Jamás quedó clara la razón y hasta última hora abrigué la esperanza de que la decisión se revirtiera. La misma noche del viaje pensé desde mi casa que alguien llamaría por teléfono urgente para que acudiéramos a la estación a tomar el tren. Cuando el tren se detuvo en la estación y a lo lejos se escuchó el pitazo de partida, volví a mi mundo interno y me puse a dibujar historietas.
Por esos mismos días mi mamá iba caminando por la calle Independencia cuando una voz a todo chancho que le llegó por detrás la hizo saltar.
-¡Colina del trueno! -le gritó un hombre. Mi mamá se asustó y se dio vuelta. Era el señor Garfias, que exclamaba con acento triunfal y una mirada cercana a la demencia.
-¡Pillanlelbún! ¡Colina del trueno!, señora Fani.


sábado, julio 13, 2013

Memorias de la princesa rusa

Primero fue el amor, luego la malicia.
Enamorado a los once años, al cabo de unos meses terminé perdiendo el interés en la persona amada, una blanca y virginal niña de mi edad: con ella, poco y nada estaba al alcance de la mano, misteriosa su mirada, ininteligible como escritura cuneiforme. ¿Qué seguía después de enamorarse? Aspirar a un beso era como soñar con la cima del Everest; ni pensar en contraer matrimonio, yo era demasiado chico entonces, y si a eso le sumaba el pago de las cuentas del agua y de la luz y el arriendo de una casita decente, temas no resueltos y tremendamente graves para ser sorteados a tan temprana edad, el problema se tornaba insoluble. ¿En qué rincón de la voluntad se hallaba la razón de acometer una empresa como aquella con una niña de once años, flaca como palillo, indescifrable como receta de médico y que se empeñaba en pronunciar Dick Van Trick en vez de Dick Van Dyke? Lo que estoy recordando es tan abstracto que no encaja en corazón alguno, o al menos se hace invisible para el mío. ¿Qué hay después del amor, después de entregarse el uno al otro? No lo sé hoy y menos lo intuía entonces. Me limitaba a sentir, a cruzarme con ella en la plazuela Simón Bolívar, a echarla de menos cuando la suerte me impedía verla. Finalmente la olvidé, hice la del cobarde que opta por negar su fracaso.
Desaparecido de mis pensamientos el primer amor reclamó entonces su merecido lugar la malicia, que no era otra cosa que el deseo pasado por el cedazo de la religión en los años perdidos de comienzos de los sesentas, vistos con una lupa enfocada en la pequeña ciudad de Rancagua.
Vino acercándose solapadamente, hasta que de pronto llegó y lo echó todo a perder, lo digo desde el punto de vista de la continuidad de estas memorias de la infancia, tal vez desde el mismísimo punto de vista de la vida humana. El nacimiento del deseo sexual lo cambió todo en mi vida y puedo afirmar sin lugar a dudas que fue lo que realmente le dio fin a mi niñez. Se dice de la adolescencia esto y esto otro, se diserta sobre los cambios de ánimo, la definición de la personalidad, las espinillas, el estirón... está bien, lo acepto, pero es el deseo sexual lo fundamental. Sin deseo sexual se puede seguir siendo niño, a pesar de las espinillas y los estirones. Con deseo no. Con deseo sexual el niño que uno era se sorprende a sí mismo buscando lo escondido, fijándose otros límites, oscuros y peligrosos; llegan las frustraciones y se conoce un placer jamás imaginado y sobre todo efímero, el del orgasmo.
El aviso fue procaz: sin ponernos de acuerdo, a todos los compañeros de curso nos dio por fisgonear a nuestras profesoras. La maestra de Artes Plásticas pasaba mesa por mesa revisando nuestras pinturas a témpera; los más vivos la rodeaban y cada uno a su turno se agachaba para mirarla desde el suelo. Cuando fue mi momento vi de repente un poto voluptuoso con el calzón blanco enrollado entre las nalgas. Pensé que el corazón se me iba a detener; un codazo me sacó del paraíso. La profesora de Inglés, que tenía unas pantorrillas y un trasero hechos a mano, se cruzaba de piernas en su escritorio y se le asomaba el portaligas. Yo creía morir y llegaba a mi casa contando esa escena, ingenuamente. Mi mamá se reía a carcajadas, pero mi papá escuchaba con atención. Un día también quiso ver sus piernas en una reunión de apoderados, sin éxito, según me contó con cierta decepción. A la profesora de Historia éramos muchos los que la esperábamos en la puerta del liceo, porque era dueña de un Fiat 500 cuya puerta se abría hacia adelante. Al descender lo hacía sin delicadeza alguna, bajando primero la pierna izquierda y luego la derecha, acción que nos regalaba sus calzones completos, de arriba abajo. Entrábamos a clases temblando. En los recreos nos apresurábamos a bajar las escaleras antes que ellas, o a subirlas después. La cosa era ver piernas hasta donde el ángulo lo permitiera.
Pero nunca resultaba suficiente. La sensación que quedaba de esas visiones era de vacío y desilusión, sensación más frustrante que divisar un tesoro a través de una vitrina.
Por esos mismos días los alumnos precoces les enseñaban a los cándidos como yo el método científico para correrse la paja. "Se echa el cuerito hacia atrás y se frota el pico hasta que se para; al final se siente un gustito". Eso era todo y yo trataba de dar con la fórmula, pero me quedaba dormido. Un par de meses más tarde lo conseguí. La sensación previa fue tan intensa y creciente que pensé que me volvería loco; luego vino el clímax, que barrió con todos los placeres sentidos hasta el momento, y después volvió la calma y me dormí. A la mañana siguiente no hallaba la hora de llegar al liceo para contar que había sentido el gustito. Mas entonces vinieron los consejos y recriminaciones. No se debía abusar, porque brotaban espinillas. Y si se repetía demasiado el acto el miembro crecía, señal de que el niño era vicioso. Cuando acudía a la iglesia a desahogar la conciencia le confesaba al sacerdote "he fornicado, padre" y el sacerdote me hacía rezar tres padrenuestros, hasta que un cura entró en dudas y me preguntó que quería decirle exactamente con "he fornicado" y yo le traté de explicar en palabras académicas (que no se me venían a la mente) cómo se corría uno la paja; entonces me explicó que eso no era fornicar y sólo me mandó a rezar dos padrenuestros.
En las clases de gimnasia los más dotados lucían sus penes como animales dormidos. Yo pensaba por qué no los esconden, están revelando que son viciosos, pero los miraba a la vez con vergüenza, con un sentimiento de derrota. Era ingenuo y acomplejado, siempre fui el menor del curso y a esa edad aún no me había desarrollado, por lo que mi pene era objeto de burlas. Meses más tarde pasé a ser como todos, pero al igual que les sucede a todos los hombres me quedé con la obsesión de las comparaciones, otro motivo más para la frustración, pues aunque siempre habrá algo más pequeño, también siempre habrá algo más grande, incluso mucho más grande.
A esas alturas ya me consideraba sucio por completo. Los domingos iba al estadio Braden a cuartearme. Como la galería Rengo tenía asientos de madera con ranuras longitudinales, en el entretiempo escogía a las mujeres que me gustaban y frente a cada una echaba un papelito por la ranura. Con el chico Castillo y otros compañeros salíamos de la galería y nos metíamos por detrás hasta quedar debajo, como en el revés de una trama. Allí buscaba los papelitos y me instalaba a mirar a placer, protegido por la oscuridad. Nunca faltaba la presencia de un hombre mayor, pero ese miraba solo, como enfermo, y no decía nada. Arriba, en tanto, las víctimas esperaban de pie, aburridas, el comienzo del segundo tiempo, sin imaginar que estaban regalando la visión de sus calzones a una pila de granujas. El chico Castillo, con más carreras corridas que yo, se cuarteaba, luego me observaba y se burlaba. "Estái tiritando, pelao", se reía mientras yo trataba de mantener la compostura, pero la barbilla me rebotaba sin querer contra la columna de madera de la que estaba agarrado para ver mejor.
Una tarde, antes de empezar una pichanga de fútbol en la cancha de la escuela industrial, un compañero llegó con un lote de fotos en blanco y negro, que fueron circulando de mano en mano. En la primera aparecía una mujer desnuda de la cintura para abajo en un campo, metiéndose una botella; en la segunda un perro le lamía la vulva y ella echaba su cabeza de largo pelo negro hacia atrás; en la tercera aparecía desnuda y acostada en una cama con catre de bronce. Un hombre de bigote descuidado lucía un pene erecto de discreto tamaño, de pie ante ella; en la siguiente el hombre se le encaramaba y el encuadre delataba que llevaba los bototos puestos, ambos se anudaban como animales y los ojos blancos más el rictus desabrido del hombre delataban que estaba llegando al clímax. Eran todos fotos hechas a la rápida, de mala calidad, tomadas las primeras al aire libre y las demás en una humilde pieza de prostíbulo; eran fotos grotescas, vulgares, que sembraron encontradas sensaciones en la habitación de mis fantasías, cuyos ecos parecen rebotar  hasta el día de hoy.
Ese año, tal vez el 65 o el 66, el chico Castillo me invitó a pasar las vacaciones de invierno a Sewell, donde trabajaba un tío suyo. El panorama era prometedor: el tío trabajaba de noche, así que durante el día podríamos fumar sin escondernos, ir al famoso cine de Sewell, que daba películas que no se veían en Rancagua, bañarnos en la piscina temperada del gimnasio colosal, ver la nieve. Disponíamos de una pieza con una litera y en nuestras fantasías previas nos imaginábamos entrando a retozar con sendas mujeres, uno en la cama de arriba y otro en la cama de abajo. "Hay que hacer sonar el llavero y si la mujer dice que bueno uno la lleva a la pieza", me decía el chico Castillo, de modo que por las noches, a la salida del cine, mientras algunas mujeres subían las legendarias escaleras de esa ciudad sin calles para llegar a sus departamentos y otras bajaban las escaleras para ir a los suyos, nosotros hacíamos sonar nuestros llaveros, pero no pasaba nada. Frustrados, decepcionados de nosotros mismos, nos quedaba el placebo de acceder al sexo a destajo a través de la puerta ancha que nos ofrecía la literatura. Mi amigo había traído dentro de la maleta, escondido entre las camisas y los pantalones, un folleto que contenía las memorias de la princesa rusa. Recogidos bajo techo nos íbamos turnando en la lectura de los capítulos. Afuera, la nieve cubría las montañas en cuyas galerías subterráneas los mineros extraían el cobre. Dentro de la pieza, acomodado en mi cama de la litera, los ojos se me abrían con espanto ante las arremetidas de la verga monumental del mujik contra la frágil intimidad de la princesa rusa, intimidad que con los minutos se transformaba en un volcán de lava hirviente que tras despachar en un dos por tres al poderoso campesino le ordenaba repetir el acto. La cantidad de hombres y mujeres de todas las clases sociales, incluso de animales que desfilaban por su habitación, excitaba nuestros sentidos hasta un punto en que la urgencia nos obligaba a suspender la lectura. Demasiado pene monstruoso ingresando con y sin permiso entre abultadas nalgas sedientas de placer, demasiadas bocas rojas bebiendo lechoso néctar viril, demasiados estallidos femeninos de éxtasis, página tras página, sin descanso, resultaban insufribles para dos mocosos de 12 años. Las pruebas del pecado quedaban esparcidas sobre un papel de diario puesto cuidadosamente en el suelo y luego todo volvía a la normalidad; el cuerpo se aliviaba y ya podíamos dormir tranquilos, soñando hallar al día siguiente a nuestra esquiva damisela de Sewell.
Apenas regresé a Rancagua decidí emparejarme con la princesa rusa. Aceptó sin chistar mi propuesta lasciva y me regaló su cuerpo, que tomó la forma de la cerrada unión entre los dos colchones que conformaban la cama de mi dormitorio. Era cosa de correr la sábana de abajo y ya estaba a disposición de mis desenfrenos. Por las noches la hacía mía con los ojos cerrados y ella me daba el goce que deben de proporcionar las mujeres que duermen y los muertos: era ella, la insensible, contra mi destino; era la princesa rusa, seca y blanda, contra el deseo ferviente que nacía en mis entrañas. Cosas como esas eran las que me estaban tiñendo de negro la vida y tornándome un pecador sin vuelta. Mi cuerpo deseaba fervientemente a una mujer y como la insatisfacción crecía en vez de menguar, acabado el acto me daba de correazos en la espalda, como había leído que hacían algunos santos. Entonces me sentía mejor, porque era malo ser sucio y era bueno ser santo.