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martes, diciembre 20, 2022

Frutillar

Precedida por curvas que bajan y suben, una larga recta asfaltada anuncia el final del trayecto.
Árboles frondosos, la lluvia, el lago, el volcán, la ondulación de la hierba. 
De vez en cuando un arcoíris y una liebre. Al atardecer, casi siempre, un zorro. 
Una casita en medio del campo, remecida cuando la visita el viento. 
El silencio. La Luna, si la dejan ver las nubes. La contemplación del paisaje.

sábado, diciembre 03, 2022

José Toledo

Llevo más de veinte días en mi nueva casa y hoy por primera vez tocaron a la puerta. Era José Toledo. Nos saludamos, bajé los tres escalones y nos dimos la mano. Caminamos por la parcela, examinando el largo del pasto. El viento del sur lo despeinaba en ondas con un cierto aire poético. José Toledo estudió el terreno y quedó de conseguirse un plano para saber exactamente los límites del corte, de modo que el pasto de la parcela vecina no aumentara el precio del trabajo.
"Está más corto de lo que pensaba. Me ha tocado cortar pasto de más de un metro de alto. Se lo puedo dejar en ochenta".
Hicimos trato. El día antes me habían pedido ciento ochenta. Un corte de pasto de ciento ochenta liquida cualquier presupuesto mensual a un jubilado.
Me hallaba ante un hombre más bien bajo, de cejas gruesas, sombrero no de huaso, sino de ala ancha, a la moda, casaca de gamuza, manos sucias. La descripción se ajusta a lo normal para un trabajador del campo. Con lo que no contaba era conque fuese parlanchín. Hay parlanchines entradores y parlanchines naturales. José Toledo parecía ser un parlanchín natural, confiado. 
Por un extraño motivo yo le estaba cayendo bien; comenzó a hablar sin freno.
"A usted le convendría instalar un estanque. Acá a veces se corta el agua uno o dos días. Hay máquinas que pasan a llevar la matriz y queda la tendalada. Cuando a usted le construyeron su casa pasó eso y la parcela se inundó. Me tocó venir a ver la cosa y les dije: ustedes rompieron, ustedes arreglan. Estuvieron de acuerdo, sí, no se preocupe, nosotros arreglamos. Con un estanque de unos 1.200 litros queda bien. Se corta el agua, usted echa a andar la bomba y tiene agua para dos días, por lo menos. Pero también habría que cerrar la parcela".
-Me interesa.
"Hay dos maneras. Yo le digo cuánto hay que comprar, cuántos palos, cuánto alambre, usted cotiza y yo le hago el cierre. Lo otro es que yo le entrego el trabajo vendido".
Iba a preguntarle cuánto me saldría cuando se me ocurrió pasar al tema de los corderitos.
-Me gustaría tener unos corderos para que me cortaran el pasto. ¿Se podría?
"Claro que sí. ¿Conoce el Espantapájaros?".
-Sí, el tenedor libre camino a Puerto Octay.
"Ese mismo. Ahí venden corderos. Antes costaban cuarenta, ahora creo que andan por los ochenta. Tiene que comprarlos borreguitos porque más grandes son asalvajados, cuesta hacerlos entrar en vereda. Los aguacha con sal, al cordero le gusta la sal; venden unas rocas saladas, se ponen en el pasto y el cordero las va langüeteando".
-¿Se escapan los corderos? ¿No se los comerán los perros, los zorros?
"Aquí no se ven perros; el zorro es chico. Con un buen alambrado no se van. Si quieren salir por el portón se compra una piola que les manda un huascazo de electricidad y ya no se acercan más al portón. Hay que tenerles agua fresca. El cordero es de agua fresca, si toman agua estancada se apirgüinan. Se saca el agua con una manguera que va a dar a un depósito que siempre se está llenando, eso actúa por gravedad, no gasta corriente. Con unos cuatro corderitos quedaría bien".
-¿Y yo podría viajar a Santiago y dejarlos solos en la parcela?
"Yo tendría que venir a echarles una mirada. Y tener su teléfono. Aló don Sergio, se fueron los corderos. Aló don Sergio, los corderos están tranquilitos. Aquí hay que hacer dos canales para que corra el agua de la lluvia. El vecino había instalado una cañería... (tantea bajo el pasto) no la noto. Usted tendría que hacer una excavación aquí, de unos setenta centímetros, y otra allá al fondo. El agua correría hasta el zanjón a la orilla del camino. Eso también se lo puedo hacer".
-¿Y puede venir mañana a cortar el pasto?
"Mañana al mediodía puedo venir. El viernes no, tengo control médico, eso es sagrado".
-¿Nada serio?
"Yo me dializo".
-¿Y qué le pasó?
"Yo reventé. Trabajaba en una empresa eléctrica y me llamó otro patrón. Oye José, me gusta como trabajas, quiero que te vengas a trabajar conmigo. Ya pues, me vengo. Y así estuve harto tiempo, pero un día le fueron con cuentos. Buenos días patrón, vengo a conversar con usted. No tengo nada que conversar contigo, me fallaste. Cómo que le fallé. No trabajas más conmigo. No me puede decir eso así no más, tiene que darme una razón. ¿Le robé? ¿Le falté al trabajo? La semana pasada te mandé la carta del finiquito. Aquí la ando trayendo, patrón. Entonces no hay más que hablar. No pues patrón, yo no me voy. Cómo que no te vas. No me voy, usted no me puede echar así no más, yo tenía un buen trabajo en Talca y usted me mandó llamar. Mándeme a Talca en un camión con todas mis cosas y me voy, o déjeme aquí haciendo lo que sea. Entonces te mando a barrer. Claro, no se me van a caer las jinetas por barrer, páseme la escoba. Y me fui a la bodega y en dos horas le tenía todo limpio, ordenado, las maderas para un lado, los sacos por otro, la basura en un tarro. ¿Y qué pasó aquí que todo está tan limpio? Los demás me miraron. El José limpió. Nunca había tenido tan limpias las bodegas, desde ahora te encargas de las bodegas. Y yo le cuidaba el manejo, la salida de la madera, hasta los clavos".
-¿Y qué pasó?
"Una tarde en la casa me puse a pensar. Aquí hay algo que no cuadra. Me senté y tiré lápiz. Al otro día llegué a la pega y le dije a don Alberto. ¿Sabe don Alberto? Anoche tiré lápiz y no me conviene seguir trabajando para usted. De dónde sacas esas cosas José. Mire, yo antes tenía cinco millones en el banco. Ahora, en vez de tener cinco millones debo cinco millones. Con usted no me estoy haciendo más rico, con usted me estoy empobreciendo. Pero si te pago lo justo. Es verdad, pero usted no cuenta que yo trabajo con mi camioneta. José lleva esta carga para allá, José andar a buscar madera y me la traes pacá. José, llévate esos cinco sacos de cemento a la obra. Uso mi camioneta y usted no me reemplaza ni un neumático. La otra vez se me echó a perder una pieza del carter y ni siquiera me dijo cómprala y la pagamos a medias. Ah yo no sé, tú eres el chofer. Yo era el chofer pero ahora no soy más el chofer, ahora vendí la camioneta y me compré un auto, así que arreglemos. Arreglemos. Yo le debía unas platas y le pagué con el finiquito. Don Germán me recibió y ahora le trabajo a él. Con su señora se han portado muy bien, me dieron una casita al lado de la casa patronal y ahí vivo con mi señora de ahora y mis dos hijitos. Si hubiera jubilado por la AFP habría sacado una miseria. Ellos hablaron con unos abogados y me salió un seguro por Penta, muy superior".
-¿Cuántos años tiene?
"Cincuenta y uno. Ya soy abuelo de mi hija que vive en Talca".
-Yo tengo sesenta y nueve.
"¡Sesenta y nueve!, no se le notan".
-Pero por qué se dializa.
"Un día me bajé del tractor y mi señora me dice qué te pasa José que estás tiritando. Después la señora Astrid me dice José qué te pasa en los ojos, los tienes rojos, tienes la cara amarilla. Yo le había echado la culpa al trabajo, pero me mandaron al consultorio. Tú te estás muriendo me dijo el doctor, te vas hospitalizado de inmediato. No doctor, si me voy a morir, que me muera al aire libre, debajo de un árbol, no le tengo miedo a la muerte, usted no me puede dejar aquí. Bueno, te vas si es tu deseo, pero tengo que ponerte un catéter. En la casa ya no podía resistir. Mi esposa, que es evangélica, se encomendó a Dios y me dijo José, tienes que morirte cuando los niños estén más grandes, ahora están muy chiquititos; tengo dos niños con ella, el mayor tiene siete y es de mechas de clavo por mi ascendencia mapuche y la menor es una muñeca, rubiecita de ojos verdes, en mi familia en Talca había muchos rubios. Un día estábamos donde mi comadre y mi comadre dijo del Cielo viene una niñita. A los dos meses mi señora un día se cansó y se fue a acostar. Tú estás embarazada, le dije. Pero cómo voy a estar embarazada José, si tú no estás en condiciones. ¿Te acuerdas cuando la comadre dijo lo de la niñita? Claro que me acuerdo. No era para ella, era para ti, era una señal que venía del Cielo. Entonces volví al consultorio, me convenció con lo de los niños. Volviste, hombre, ¿y el catéter? Se me cayó arriando unos animales, lo tengo acá en la guata. Pero hombre, tú te vas ahora mismo al hospital de Puerto Montt, pero tienes que llegar haciéndote el muerto, hazme caso, llega arrastrándote o si no, no te van a recibir, hazme caso. Y llegué arrastrándome por la anemia. Los riñones me funcionaban como al diez por ciento".
-¿Y se dializa cada tres días?
"Día por medio. Tres días serían una maravilla... ¿y qué hace usted?"
-Soy jubilado.
"Pero, ¿qué hacía antes?"
-Era periodista. Trabajé cuarenta años en Las Últimas Noticias. 
"¡Periodista!... aquí hay hartas historias que contar... podría contar la historia de José... ¡si le contara mi vida!" 

domingo, octubre 16, 2022

Dos ejemplos de mil días

Hay dos ejemplos de mil días que se parecen: los mil días transcurridos entre el 4 de septiembre de 1970 y el 11 de septiembre de 1973 (que exactamente fueron 1103), y los mil días entre el 18 de octubre de 2019 y el 4 de septiembre de 2022 (que exactamente fueron 1052).
Cada quien puede hacer su propio análisis del parecido. En cuanto a mi reflexión, no deja de sorprenderme la (desgraciada) ubicuidad del señor Salvador Allende. 
Los primeros mil días serían el experimento político, económico y social que culminó con su muerte. Los segundos mil días, una revancha, un volver atrás que terminó con un estrepitoso fracaso en las urnas. 
Muchos culparán a diversos factores, todos atendibles, pero... ¿habrán de pasar otros cincuenta años para que a este personaje de la historia se le dé una tercera oportunidad de abrir las anchas alamedas? ¿O algún hecho aciago en el futuro mediato obligará a retirar su estatua del pedestal en que se halla, como ocurrió con la del general Baquedano?

viernes, septiembre 30, 2022

El hombre nebuloso y sus ramificaciones

He completado treinta años siguiéndole la pista al hombre nebuloso. En esta suerte de viaje sin meta geolocalizada -por usar un término de moda- me he topado con personajes extravagantes; un hombre que crecía y decrecía en el lapso de horas, un regulador del clima al estilo del poeta Imlac ideado por el doctor Johnson; una mujer profeta que hablaba una jerigonza que bautizó con el nombre de castellanéts, un cartero muerto por el peso de una goma de borrar, un oceanógrafo que se internó en un país submarino bajo el Ártico, un distribuidor de almas llamado Carlos J. Veloso. Esos y varios más (si continuara dando ejemplos, el objetivo de este informe parecería más bien un expediente descriptivo antes que exploratorio) terminaron guiando mi existencia por una corriente imprecisa e imperfecta, hasta llevarla a lo que calificaría como una laguna de vaga incertidumbre. Lo que cuenta, al margen de estos arrestos metafóricos, es que hasta el momento no he podido dar con el paradero del hombre nebuloso, y los años ya me pesan. 
El hombre nebuloso tiene nombre y rostro, está a la vista de cualquiera, pero es inubicable. Empresas que utilizan métodos científicos han invertido años de estudio para dar con él, sobre la base de una curiosa hipótesis que postula que va entregando la posta de su título de un sujeto a otro; esto es, va cambiando de identidad. 
Pero no han logrado nada. Ni siquiera han logrado establecer su género o su edad; de allí que bien podría hablarse de la mujer nebulosa, del viejo nebuloso, de la chica nebulosa, nombre este último más propio de una banda de animé antes que de una tentativa sociológica.  
De los datos recibidos, uno lo situó en lo más profundo de la Araucanía, mas cuando accedí al escondite solo hallé ropas viejas tiradas en el piso. Una funcionaria de aduanas aseguró haberlo visto en la frontera con Perú y Bolivia, pero esa pista resultó ser un volador de luces. La capital, desde luego, ha sido el área más estudiada, y así podría seguir nombrando tantos pueblos, tantas plazas, tantas esquinas en las que yo mismo me he visto involucrado haciendo preguntas difíciles, escarbando en lugares inapropiados, metiéndome de contrabando en casas a las que no había sido invitado.
Y todo para qué. Para hacer el ridículo. Para dar apenas con atisbos de promesas.
A través de una dama bien conocida en el mundo de las comunicaciones conocí años atrás a un coronel en retiro del ejército. Fuimos entrando en confianza después de una distendida charla en el café y convinimos en volvernos a reunir en el viejo restaurante Lili Marleen que, como se sabe, cerró sus puertas para siempre tras lo que se dio en llamar “estallido social”. A la cita acudió con su amiga, además de su discreto guardaespaldas, quien se ubicó en la mesa próxima a la puerta, siempre disponible para esos efectos. El garzón nos condujo a una habitación reservada. Al calor de las cervezas al coronel se le fue soltando la lengua; en un momento dado elevó un brindis en voz alta por “Su Excelencia”; de inmediato varios comensales emplazados en el comedor central se pusieron de pie como un resorte y asomaron sus cabezas. Exasperada ante el giro que tomaba la cena, su acompañante ideó una excusa para retirarse. El coronel y yo terminamos la velada degustando un whisky japonés. Dos espadas cruzadas en el muro revestido de madera de raulí le daban un aire heráldico a la pieza.
Entendí que el coronel era un analista y que su talón de Aquiles, una vez relajado, consistía en dejarse llevar por la tentación de elaborar profundas reflexiones sobre el acontecer nacional e internacional, observaciones que desembocaban en hipótesis incomprensibles para un cerebro desinformado en esas materias, como el mío. A diferencia de la mayoría, sin embargo, él no lo hacía para alardear de sus conocimientos, sino para advertir a quien lo oyera, en un tono cuasi patológico, que el mundo se encaminaba al despeñadero.
Esa noche, ligeramente fastidiado por la fuga de la dama y el tono estratégico filosófico en que se sumergía la conversación, le confesé de sopetón mis vanos intentos por dar con el hombre nebuloso. Al coronel le cambió el semblante -tal parece que él mismo se cansaba de repetir su papel- y pasó a relatarme una historia que lo ligaba a ese personaje. La ingesta alcohólica que intoxicó ese momento me impidió reconstruir con exactitud sus palabras al día siguiente, de modo que lo que he logrado rescatar es un opaco resumen.
Según el coronel, durante los “años de oro” del gobierno militar, “mi general me ordenó buscar al hombre nebuloso hasta que fuese encontrado”. El objetivo era estudiarlo en todas sus variables, tanto orgánicas como etarias y económicas, pero principalmente psicológicas, con el fin último de aniquilar cualquier indicio de rebelión en la masa ciudadana, pues los aparatos de inteligencia asumían su existencia como la del “chileno típico”, también llamado “adalid de la mayoría silenciosa”.
En aquel tiempo, recordaba el coronel, esa búsqueda y esos estudios podían realizarse sin problema alguno  y de ser hallada, a tal persona se la podía retener en una oficina secreta el tiempo que fuese necesario.
Añadió que no pasaron ni quince días cuando el encargado de la dirección de Inteligencia recibió un informe oral de uno de sus subordinados. El hombre nebuloso vivía en una población de la comuna de Pudahuel. Se llamaba Roque Toledo Garay, era casado, tenía tres hijos y trabajaba de auxiliar en la municipalidad. Acababa de cumplir 54 años. El coronel afirmó que cuando el director de Inteligencia le entregó esa información citó al alcalde a su despacho y le dio a conocer el interés del Gobierno por Toledo Garay, sin precisar detalles, de modo que en cosa de minutos el alcalde le otorgó al trabajador una licencia indefinida. Con el permiso en la mano, el coronel recogió al hombre nebuloso, lo trasladó en un vehículo de vidrios polarizados a su modesta vivienda, habló con él y su mujer, les hizo firmar unos papeles y se lo llevó a una casa de dos pisos ubicada en la comuna de Ñuñoa, donde Toledo Garay fue sometido a diversas pruebas por más de un mes. Acabado el estudio fue regresado intacto a su hogar y a su trabajo. El hecho no dejó huellas y nadie se tomó la molestia de hacer preguntas, dada la irrelevancia del personaje.
Entre tanto, otro brazo del departamento de inteligencia llegaba a las oficinas de la dirección con una mujer de la cual esos funcionarios afirmaron que se trataba del hombre nebuloso; en rigor, la mujer nebulosa. Su nombre era Eugenia Oses Riquelme, dueña de casa de 72 años. Una tercera célula apareció con Milton Castaño Órdenes, profesor primario de 41 años, al que definieron “sin asomo de dudas” como el hombre nebuloso. Los agentes esperaban recibir un bono por la diligencia demostrada en el encargo, mas lo que surgió de los ojos del director fue un rayo de furia. Ya habían encontrado al hombre nebuloso, estaba en manos del coronel y era motivo de experimentos. ¿Para qué descubrir nuevos ejemplares? ¿No se daban cuenta de que el hombre nebuloso no podía ser más que uno solo? ¿Con qué vigor golpearía la mesa Su Excelencia si se llegaba a enterar de la ineptitud de su aparato de inteligencia?
Así fue como la mujer, el profesor y otros cinco o seis aspirantes a hombre nebuloso fueron devueltos a sus domicilios, y el trabajo se concentró en Roque Toledo Garay.
Poco y nada recuerdo de este último personaje. La avanzada hora de la noche y el whisky japonés complotaron para hacerme oír su historia con los ojos entrecerrados, lo que me ha hecho conjeturar que aquella fue una irónica maniobra ideada al vuelo por el coronel. Aun así, me quedó grabada en la memoria la frase que en un momento dado soltó acerca de su personaje. La dijo con la pasión de alguien a quien una sala repleta de investigadores no le podría objetar desde ningún punto de vista el descubrimiento que presenta, o lo que es similar, de alguien que posee la fe del iluminado, por no decir del carbonero. “Roque Toledo Garay, nuestro hombre nebuloso, fue un ser cambiante, de escaso sentido ético y nulas motivaciones políticas, al que se le pudo guiar a placer mientras se le dio en el gusto”, fue la síntesis de su mensaje. Por ejemplo, citó, en los primeros días de su encierro evidenció miedo e intranquilidad y se ensimismó, se replegó, mostró una conducta huidiza. Luego se fue soltando, trabó amistad con sus custodios y con los psicólogos, cientistas sociales y psiquiatras que lo visitaban diariamente. En los últimos días del encierro, habitando una pieza con televisión a color, refrigerador bien abastecido, comidas caseras en las que nunca faltaba la carne, el hombre nebuloso se manifestó plenamente satisfecho, como si su secreto sueño pequeñoburgués al fin se hubiese cumplido. Las necesidades estaban cubiertas; se le permitía, acompañado, dar un largo paseo diario por el barrio, se le proporcionaba atención médica gratuita y cada viernes recibía un sobre que incluía un no despreciable estipendio. Recuerdo que le pregunté cómo había terminado la historia. El coronel sostuvo que al hacerse evidente que el estudio llegaba a su fin y que pronto iba a ser devuelto a su hogar, Toledo Garay sugirió que su familia se sentiría mejor si él extendía su permanencia “por un tiempito”. Apeló a “su familia” para no dar una señal de egoísmo. Ante la respuesta negativa sufrió una decepción. Devuelto a sus funciones en la municipalidad, íntimamente pareció sentirse traicionado y con el tiempo terminó convertido en un férreo opositor al gobierno, pero entonces ya casi no se le seguía la pista, había dejado de ser el hombre nebuloso y Su Excelencia tenía asuntos más importantes que atender.
Es lo que recuerdo. Lo más complejo del caso, los datos realmente interesantes que me dio a conocer el coronel sobre el manejo que se hizo del hombre nebuloso, su acabado estudio, las derivaciones de su pensamiento ante los cambios que le ocurrían, sus reacciones físicas, anímicas; en síntesis, y era lo que importaba, por qué mudaba con tanta ligereza su opinión ante el acontecer político y los actores que lo protagonizan, y por quién finalmente depositaría su voto en las urnas, todo eso medido científicamente, no lo recuerdo. 
Fue lo más cerca que se estuvo de dar con su paradero. Ya nada pude esperar del coronel: meses después acabó despidiéndose con cierta nobleza de este valle de lágrimas, si por nobleza se entendiera una muerte digna, en una cama de hospital. En cuanto a mí, jubilé del oficio que me facilitó en gran medida los medios para su búsqueda. Sin excusas para salir todos los días a la calle a rastrearlo, la motivación se diluyó y la historia cayó en una trampa, en una red que la atrapó y la recubrió de sebo. El hombre nebuloso quedó abandonado a su suerte, cual si fuese un hombre radiante que las tinieblas poseen la rara capacidad de ocultar en su densidad. 
Hace una semana, en una de mis largas caminatas matutinas, me surgió de pronto la posibilidad de una salida a esta investigación fallida. En un segundo asocié el caso del hombre nebuloso a una idea que me ha venido persiguiendo durante años y que cada vez que abordo me confunde las neuronas que pululan dentro de mi cabeza. Quien estaba cantado para sintetizar el asunto no era otro que Eduardo Jiménez, personaje que se ha hecho conocido en el mundo de las redes sociales bajo el seudónimo de Sicofarsa. Avaló mi tincada el hecho de que Eduardo posee amplios conocimientos en materia de recursos humanos, antropología, sociología y psicología, que su deseo de reconocimiento sobrepasa el de la media y lo lleva a hacer apuestas un tanto temerarias, y que conoce y entiende mi estilo periodístico y literario.
Lo llamé por teléfono y convinimos en reunirnos en un café en el centro, cerca de su departamento. Sentados ante dos tacitas humeantes repasamos nuestras vidas. Pronto se adueñó de la conversación, ansioso de dar a conocer sus teorías. Corrían los minutos; me vi en la necesidad de interrumpirlo. Con el lenguaje atropellado e impreciso que me caracteriza, le hice ver que lo había invitado al café porque su experiencia me podía ayudar a terminar esta crónica, cuento, informe o lo que sea, sobre el hombre nebuloso, para el cual no encontraba salida. Eduardo no pareció molestarse de que lo sacara de sus elucubraciones; sonrió, como siempre lo hace al hablar, mantuvo sus ojos en un modo inquisitivo y preguntó veloz qué era eso del hombre nebuloso. Me atreví entonces a intentar previamente el desarrollo de esa idea que me viene persiguiendo y que enreda mi intelecto, la que por sí misma debía explicar el derrotero que habrá de seguir este relato.
“Como sabes –le dije-, el escritor de un cuento típico no puede inventar una ficción si antes no se apoya en la realidad, porque el cerebro humano es incapaz de imaginar algo que no existe, de modo que para crear precisa imágenes que ha visto o imágenes que no ha visto pero que imagina sobre la base de los datos de que dispone. Ahí están los cuentos sobre fantasmas, extraterrestres, platillos voladores, mundos extraños en planetas inexistentes, ciudades desconocidas, sufrimientos del alma o lo que se esconde detrás de una simple risa. La imaginación se echa a volar con el conocimiento”.
Eduardo esbozó una sonrisa compasiva; aclaró que entendía mis palabras, pero ignoraba hacia dónde apuntaban. Le confesé entonces mi antigua obsesión, consistente en lograr que sea el cuento el que modifique la realidad, y no, como decía, la realidad la que fuerce al cuento. Y se lo expliqué, no con estas mismas palabras, porque ahora al escribir las mejoro:
“He dado este ejemplo otras veces; lo llamo el postulado del príncipe y la rana. Se trata de dos amantes que viven separados por la distancia y nunca se han visto. Una noche él la llama por teléfono y le plantea un acertijo: por la mañana me verás, por la tarde me hablarás, por la noche me besarás. Ella se estremece. Con el tiempo viaja de sorpresa a conocerla y se disfraza de mendigo. Por la mañana ella se dirige a su trabajo y se topa de frente con él, pero no lo reconoce. Por la tarde, siempre disfrazado, el amante la espera a la salida de la oficina y le regala una ranita verde de yeso; le dice que si la deja debajo de su almohada aparecerá su príncipe azul. Ella acepta el obsequio y se lleva la ranita, otra vez sin reconocerlo. Por la noche el amante, ya sin el disfraz, llega al edificio donde habita ella, y desde la calle la llama por teléfono. Al oír su voz le pide que vaya a su cama, saque la ranita y se asome a la ventana. Ella le obedece. Allí divisa a su príncipe debajo del balcón y lo invita a su habitación, donde se besan”. 
Le hice ver entonces a Eduardo que el postulado del príncipe y la rana trata de un amante que construye su dramática realidad a través de la ficción, y no al revés.
Mi amigo pareció impacientarse; dio a entender que debía regresar a su departamento, donde lo esperaban a almorzar. “Y te aseguro que no será una sorpresa cuando mi mujer me vea entrar”, bromeó.
Yo mismo echaba a perder mi plan, de modo que fui al grano y le anticipé que entre él y el hombre nebuloso había una relación. “Como en la historia forzada del príncipe y la rana, he ideado que tú modifiques la realidad y conduzcas este cuento al fin que se merece –Eduardo se iba entusiasmando-. En síntesis, y a propósito de los enormes cambios que en tan pocos meses ha experimentado la opinión pública en materias como los postulados de la Convención Constitucional, la conducción del gobierno o la violencia como método político para cambiar la sociedad, yo postulo que el hombre nebuloso es un chileno o chilena que representa los cambios de opinión de la gente. Una cifra estadística, pero al mismo tiempo una figura de carne y hueso. Lo que siga de este cuento dependerá de ti”.
Pleno de vigor, reaccionó al instante: 
“¡Ah!… pienso que… entonces… Sicofarsa tiene que ser el huevón farsante. Te va a decir: ¡Usted llegó al hombre indicado, al que sabe! –pero bajando la voz, agregó-. Dicho esto, te anticipo que es imposible encontrar al hombre nebuloso, porque son muchos. Tu tesis está equivocada”.
Le sostuve que el hombre nebuloso era uno solo, pero que me estaba costando un mundo hallarlo. Su voz tomó un cariz compasivo. Replicó:
“Lamordes, la conclusión final es que no es uno solo. Sicofarsa resultó ser tan nebuloso como el que estaba desentrañando. Es como estos que hacen las evaluaciones del desempeño. Viene un jefe, te evalúa y te evalúa mal; pero viene un jefe de arriba y lo evalúa mal a él; y a ese jefe también. O sea, ¿dónde está la real evaluación? ¿Quién evalúa bien? Para que quede claro, el hombre nebuloso no existe. Lo que hay son tipos como tú o como Sicofarsa, que creen que pueden encontrar al hombre nebuloso y no se dan cuenta de que tú y yo, como casi todos, somos nebulosos”.
Intenté una pobre réplica. Afirmé que él también lo buscaba.
“Yo lo busco por intermedio de la ciencia –dijo-. Y qué me dice la naturaleza humana: la naturaleza humana es una, pero la gente no es exactamente igual. Todos tenemos algo de búsqueda de estatus, unos más, otros menos; todo el mundo es más concreto que abstracto, pero unos son más abstractos que otros. Tú empiezas a juntarlos pero nunca vas a encontrar uno igual al otro. Lo que tú estás haciendo con el hombre nebuloso es encontrar un estereotipo, y eso no existe. Es como decir que todos los africanos son tal cosa”.
Le insistí con el ejemplo más básico de todos, las últimas votaciones en nuestro país. Para la elección de una nueva constitución el hombre nebuloso votó a favor en un 78 por ciento. Para el plebiscito de salida, el mismo hombre nebuloso votó en contra en un 62 por ciento. “Ahí te estás equivocando estadísticamente –reaccionó-. Porque en la primera ocasión votó el 50 por ciento no más. Por lo tanto ese 78 corresponde como al 37 por ciento. Son los mismos que votaron por el apruebo”. Le pregunté si estaba escondido ahí el hombre nebuloso. Me dijo que no, porque no votó. El ejemplo no servía.
Volví a la carga. “¿Sostienes que el hombre nebuloso no cambia de opinión? ¿Por qué las encuestas, semana a semana, muestran diferencias en torno a la popularidad del Presidente? Es porque el hombre nebuloso está cambiando de opinión”.
Eduardo se mantuvo en sus trece. “No, no es porque sí. Es porque el tipo promete una cosa que no puede cumplir”.
Pero el hombre nebuloso se va amoldando, le recordé.
“Así vive la vida, pero ese no es un hombre nebuloso. El hombre nebuloso vive en un medio ambiente y lo que hace es procesar lo que ese medio ambiente tiene. Si a mí me prometes pagarme algo y no lo haces, mi reacción normal es no aplaudirte, es desecharte. Pero no es que yo haya cambiado, es que el ambiente cambió, no yo”.
Eduardo, o Sicofarsa, llevaba el cuento hacia su corral, a pesar de mis contrapreguntas. Postulé que con ese razonamiento sería mucho más fácil dar con el hombre nebuloso, porque es un sujeto de ideas muy fijas, que es fácil de detectar. La réplica vino como látigo:
“Si tú te juntas con todos tus compañeros de colegio, ellos van a decir que Lamordes no cambió casi nada. Tú no cambias mucho, pero tus decisiones sí han cambiado, porque el medio ambiente en que tú te mueves cambia. Si se te enferma un hijo y lo llevas al mismo médico varias veces y sigue enfermo, tú cambias de médico. ¿Cambiaste de opinión? No, es el medio ambiente el que te está indicando que vayas a otro médico, porque tu hijo no se mejora. Entonces, se me ocurre que tú podrías partir tu cuento buscando al hombre nebuloso, para llegar a la conclusión de que el hombre no es el nebuloso, sino el medio ambiente. Son todas las personas, como actúan, las que terminan haciendo un mundo nebuloso en el cual las personas responden de distintas maneras, dependiendo como son”. 
Recordé a mi amigo el coronel y le pregunté si no se atrevería a caracterizar al hombre nebuloso poniéndole el mote de “mayoría silenciosa” o de “chileno medio”. Pero para Eduardo esa calificación no resultaba creíble, porque ni él ni yo éramos iguales. “Compartimos el 99,99% de muchas cosas, pero siempre hay una diferencia. La vida entera es diversidad. Por eso no podemos encontrar al hombre nebuloso. Porque estamos buscando mal. En tu cuento tú podrías empezar buscando, y empiezas a encontrar a muchos hombres nebulosos y te das cuenta de que Sicofarsa también es el hombre nebuloso, en el sentido de que ha cambiado de opinión, pero no de comportamiento. En tu cuento Sicofarsa debería terminar llorando en tus brazos, porque en realidad no pueden encontrar al hombre nebuloso”.
Afirmé que el factor económico hace cambiar de opinión, de suerte que si se le da dinero, el hombre nebuloso estará contento y si no se le da, estará enfadado.
“Todo es economía –dijo Eduardo-. Tu problema es que le estás llamando nebuloso al ser humano normal, que no es nebuloso. Si tú no tienes casa, no tienes miedo a perderla. Si tienes casa, tienes miedo a perderla. Pero eso es el medio ambiente. Tienes la casa o no tienes la casa. Tú te propusiste encontrar al hombre nebuloso y puedes terminar descubriendo que no existe”.
¿No existe? Y al hacerle la pregunta, casi me sonó a penosa capitulación. Eduardo miró el reloj y decidió darle fin al relato:
“Al Sicofarsa que no es el farsante que dijo ser, la historia se le empieza a complicar; y Lamordes, el entrevistador que empezó con esta historia de buscar al hombre nebuloso, empieza a dudar y hace dos o tres preguntas que hacen que Sicofarsa finalmente no tenga respuestas y se empieza a derrumbar. Así veo el final de tu cuento”.
La receta del único cuento perfecto no existe, como alguna vez le leí a Pablo Azócar. Hay numerosos cuentos perfectos y no se parecen en nada, salvo en que están escritos de una forma perfecta: no falta nada y nada sobra. Para mi modesto juicio, Una salita cerca de la calle Edware, de míseras tres páginas, y Enoch Soames, de casi cincuenta, son cuentos perfectos. La garra de mono, de W.W. Jacobs, también. La noche boca arriba. Casi todo Rulfo. Odradeck, de Fafka; Amor, de Chejov; hay tantos. No está en mi ánimo comparar mi relato con esas lumbreras; el mismo Eduardo diría más tarde que el desperdicio del personaje del coronel y la posterior irrupción de Sicofarsa lo terminaron hundiendo. 
Ese día, al despedirnos, le propuse enviarle el texto con la transcripción de nuestro diálogo. Mi idea era que sus futuros comentarios constituyeran el final definitivo del cuento. Persistía así en la tozudez de la búsqueda de una historia que va construyendo la realidad, al contrario de quienes la usan para remodelarla.
Nos volvimos a encontrar luego de dos meses. El cuento inacabado me había obligado a llamarlo, ya que no daba señales de vida. Apenas nos sentamos noté que deseaba hablar de otra cosa. Aun así se vio en la obligación de hilvanar comentarios, tal como adelanté, reprobatorios. “Lo leí dos veces. Es un relato inteligente, una buena crónica, especialmente en la parte del coronel. Pero baja con la entrada de Sicofarsa. Deberías tratar de recuperar al coronel… él podría ser el hombre nebuloso, no crees?”, postuló. 
Mi amigo se entusiasma cuando es desafiado en el plano creativo, de allí que su cerebro continuara dándole vueltas a la idea.
“Mi conclusión es que el hombre nebuloso no existe, pero lo podríamos crear. Otra opción es que todos seamos el hombre nebuloso, pues no hay nadie que no cambie de opinión según las circunstancias que van moldeando su destino. La singularidad es que estadísticamente debería haber en alguna parte de la tierra un hombre no nebuloso. Por lo tanto, al que hay que buscar es al hombre no nebuloso”.
Desestimada la hipótesis original sentí que volvía a caer en un pantano. Eduardo me miraba con sus ojos claros; toda su persona se hallaba envuelta en un aire de alegre angustia. Me reveló entonces el propósito que lo había llevado a encontrarse conmigo en el café. Quería que ahora yo le echase una mano en un cuento que él había ideado. La trama podía variar un poco, dijo, y en eso pedía mi ayuda, pero la última línea ya estaba escrita: “Elige escribir el cuento”. En eso no admitía concesiones. Sería un cuento de cuatro a cinco páginas. El argumento era el siguiente: un detective privado de tercera categoría recibe la visita de una mujer. La mujer lo contrata y le cuenta que sospecha que su marido la engaña los días miércoles. El detective se instala al miércoles siguiente frente a la oficina del marido y comprueba que las sospechas son ciertas: a la salida del trabajo se ha encontrado con una dama en una plaza y se han dirigido a un motel. Documenta fotográficamente el ingreso, los sigue cuando se retiran y detecta que ambos entran por separado al mismo edificio. La dama resulta vivir un piso más abajo que el marido infiel. Hace el reporte, recibe el dinero y acaba la primera parte. Semanas más tarde recibe la visita del marido infiel. Este le pide que siga a su mujer, porque cree que lo engaña los días martes. Y en efecto, el engaño se comprueba y la casualidad dictamina que el amante vive un piso más abajo que su mujer, todo registrado por la cámara fotográfica del detective. La última parte del cuento es la que le da el giro insólito, afirma Eduardo. El detective no ha quedado satisfecho y por su cuenta vigila el edificio el día jueves; descubre que a eso de las siete de la tarde salen juntas las dos parejas. Los dos hombres van tomados de la mano, suben los cuatro a un automóvil y se dirigen a un motel.
Le sugiero que escriba ese relato más allá de la anécdota, dejando en la nebulosa las reacciones de ambos al saberse engañados. En el fondo, sería un cuento en un tono tragicómico en que el engañado sería posiblemente el detective. 
Pero Eduardo alega que tiene demasiadas cosas que hacer. El solo hecho de sentarse frente al computador a escribir un cuento como ese lo cansa. Promete darse quince días para intentarlo y si tira la toalla, tal vez me regale la idea.
-Si se diera ese caso, solo te pido que conserves el final –me recuerda.
-¿Cuál es el final?
-Cuando el detective descubre a este cuarteto le surgen dos pensamientos. El primero es exigirles redoblar sus honorarios por haberles hecho más feliz la vida a los cuatro. El segundo es escribir un cuento. Elige escribir el cuento.

miércoles, septiembre 21, 2022

Supe de un señor...

Supe de un señor que toda la vida anduvo con mujeres jóvenes y que a la hora de elegir a la compañera de sus años dorados se inclinó por una de su edad. Al poco tiempo a la mujer se le declaró un tumor en el cuello. 
Supe de una pareja que se llevaba bien, aunque por la noche él se bebiera ocho cervezas. Los unía cierto apetito artístico e intelectual.
Supe de un músico que llenó su semana con cuatro conciertos mientras su hijo de seis años se iba al sur con su abuela.
Supe de un jubilado ansioso al que le disminuían los ingresos y que vivía imaginando tragedias.
Supe de un columnista que se saltó una estación del año en su comentario semanal.
Supe de una mujer entregada a su oficio pedagógico; alegre y optimista por fuera, insegura por dentro.
Supe de un matrimonio entrado en años que pasó el Dieciocho en el norte chico. Viajaron a ver el desierto florido, pidieron unas empanadas de locos en el pueblito de Carrizal Bajo y a la primera mascada sintieron que estaban aliñadas con azúcar.
Supe de un día que amaneció frío y soleado; supe de un dictador que llamó a 300 mil reservistas y puso la bomba nuclear sobre la mesa.
Todo esto que cuento lo supe en un lapso de minutos.  

martes, septiembre 13, 2022

El asesino del teatro

El espectador camina entre las butacas, se detiene frente a dos ancianas sentadas en la fila contigua, la fila de más atrás. Los tres han decidido agacharse, sacando solo las cabezas del respaldo. Al igual que el teatro entero, intentan protegerse del asesino. El espectador les inventa frases de consuelo, pero apenas se retira, una de ellas se lo echa en cara y le masculla algo así como hipócrita
Anda por el pasillo lateral, donde se une a un grupo de asustados que forman una larga fila, de cuatro a cinco personas por línea. Minutos antes el locutor ha anunciado que el asesino ejecutará a cinco de los  asistentes a la función.
El asesino puede ser cualquiera de ellos, hasta podría ser el espectador, con la diferencia que el espectador sabe que no lo es, aunque los demás no lo sepan. Bien miradas las cosas, todos podrían pensar lo mismo en su fuero interno, de modo que si nadie es el asesino, alguien  tiene que ser, lo sepa o lo ignore. Es una inferencia bastante rara, o ingenua, que entronca con un asunto de corte psicológico o del tipo existencial.
Al fondo de la sala, antes del hall, uno le sopla: ya van cinco. 
En este teatro las noticias vuelan; o los rumores.
Dos hileras se cruzan, en una de ellas va el espectador, de nuevo hacia la profundidad del teatro; la otra camina hacia la salida, aunque todos entienden perfectamente que nadie puede huir mientras la orden no haya sido dada. 
El locutor anuncia que la tarea se ha cumplido. Gritos de alivio, ¡viva!, ¡hurra!, ¡viva!, abrazos, palmotazos en la espalda, leves comentarios de desahogo, pero la alegría no es completa: sus vidas han pendido de un hilo y cinco personas no pudieron contar el cuento. Lo bueno que ha tenido esta historia, si es que a eso se le puede llamar bueno, es que no se ha visto sangre coagulada en el parquet del teatro, no se han divisado los cuerpos desfigurados de las víctimas, no se conoció la faz del asesino. Ha sido una masacre de una limpieza inmaculada, como pocas en la historia.
El espectador y su mujer entran a la sala de al lado. Pocaza asistencia para un teatro destinado a la difusión de música selecta, encima un público con pinta de aficionados.
Los carteles, escritos a mano. El programa, repetido. ¿Vale la pena entrar por segunda vez a escuchar las mismas obras de Von Weber, Lutoslawski, Baldassare Galuppi, que nunca les entusiasmaron tanto?
Era mejor la idea del baño caliente en el spa, aunque esos baños se caracterizan, ahora que recuerda, por sus bolsones de polvo y pelos acumulados en las esquinas de la pileta angosta. El agua llega al pecho, se camina sin poder abandonar esas esquinas y cuando el espectador mira hacia afuera halla que siempre está a cierta altura.

miércoles, agosto 31, 2022

Senderos trágicos, pacíficos, cotidianos

Anoche tuve el siguiente sueño: estaba muerto, había muerto de Covid. Caminaba con mis amigos, una especie de cámara nos enfocaba en plano medio, mientras reflexionaba sobre el asunto. 
De modo que el Covid fue capaz de matarme, aun habiéndome vacunado. Esta toma cinematográfica era la prueba.
No había sufrido ningún tipo de dolor, ni molestias. Nada de problemas con la respiración, el olfato, la fiebre. Simplemente había muerto de Covid. 
Sentí que nunca le había tomado el peso a la epidemia y que el hecho debía comunicarlo de algún modo. La peste blanca me había llevado de este mundo; a la muerte se podía llegar por distintos senderos. Había senderos catastróficos, trágicos, accidentales, pacíficos, serenos, cotidianos.

martes, agosto 30, 2022

El misterio del éxito y del fracaso

No basta haber aprendido a leer a los dos años ni haber interpretado a Shakespeare a los diez. Tampoco, haber sido amado y criado en libertad. O haber tenido un padre alcohólico.
Las cosas que suceden, suceden por motivos extraños; la mente adopta su respuesta al mundo ante una caja de fósforos que cae al suelo, un tropezón en una acequia, un chicle que se va por la garganta.
Benicito entró corriendo a mirar por el telescopio, eran las siete de la tarde; alcanzó a ver un poco de la Luna, pero una nube la tapó. Bajó a tocar el piano y jugó con los dedos y las teclas, inventando ritmos y sonidos. Después se fue a dormir con su papá, mi hijo.
Quisiera orientar los misterios que transitan por su alma, mas los años no me han regalado certeza alguna; a esta altura ni siquiera sé qué sabor tiene el éxito ni a qué sabe el fracaso.

lunes, julio 25, 2022

Diferencia entre el periodismo de antes y el de hoy

Cuando se me consultó acerca de la diferencia entre el periodismo de los ochenta y el de hoy, sonreí de buena gana y me dispuse a contestar, a sabiendas de que me metía en un problema mayor, no tanto porque no supiera la respuesta sino porque, sin estar realmente preparado para ir sacando datos del sombrero de mago que es mi mente, había que desarrollarla frente a un público que aguardaba en el espacio al aire libre. 
Me había metido en un problema relativo a la lingüística, esa era la verdad. O en términos más simples, debía hilvanar de la nada una respuesta creíble, debía juntar vocablos que tuvieran el mismo significado y sentido para mí y para los espectadores. Aún así, confiado en que conocía en algo la materia, me dispuse a responder.
"Todo empieza con las máquinas...", quise decir... "Las máquinas...", pero no lograba modular bien las palabras. Por más que trataba de juntar las sílabas me salía algo así como "was buáwiwa...". El imprevisto se me antojó una buena excusa para suspender la disertación, a pesar de que en un momento dado pude pronunciar claramente "las máquinas...", fue cuando mi mujer me tocó el brazo y desperté a medias, aunque de inmediato continué soñando, más aliviado, desligado de la responsabilidad que los presentadores me habían echado sobre los hombros. No es que me sintiese abrumado; era que para esa pregunta requería de un pequeño tiempo de reflexión, que fue lo que me permitió ese roce, de allí que no me canso de agradecerle a mi mujer la ayuda que me presta en ciertos casos.
Lo que realmente quería decir, pensé en el sueño, es que la gran diferencia entre estas dos etapas del periodismo era que en el de los ochenta el oficio se caracterizó por su trabajo grupal, manadas de reporteros que iban juntos de un lugar a otro, convidándose datos, comunicados de prensa, declaraciones de autoridades; y en el de hoy campea el trabajo individual, cada uno en su computador pero alerta a los millones de computadores encendidos a lo largo y ancho del orbe. La paradoja estriba en que mientras en ese periodismo anodino de los ochenta el público recibía noticias diferentes y golpes periodísticos entregados por diversos medios que se jugaban la vida en eso; en el periodismo brillante y colorido de estos días el resultado se parece más a una masa homogénea e insípida de contenido noticioso que a la antorcha de la verdad.
Sumo ya varios años despertando en la mañana con una sensación de desasosiego en la cabeza, como si se me viniera encima un tiempo de angustia. La mayoría de las veces se me pasa al levantarme, y ya cuando me dirijo al café me siento algo más confiado en la existencia. 
Tuve un mentor en mis años de adolescencia; era mi guía espiritual, a quien reverenciaba, un seminarista joven, sano, vigoroso, imbuido de un optimismo y una felicidad que le salía por los poros. Paseábamos de noche por las calles de mi ciudad, como si él fuese el filósofo y yo su aprendiz; una vez me confesó que nunca había tenido una pesadilla, que siempre sus sueños eran felices. Yo me quedé helado, no podía concebir que uno fuese capaz de administrar el contenido de sus sueños; pensaba que los sueños llegaban de otra parte y que podían ser buenos, malos, insólitos, pesadillescos, incestuosos, lo que tocara en suerte. 
Una de esas noches pasamos frente a un mendigo tirado en el suelo; era invierno, hacía frío. Mi consejero se agachó, le regaló unas palabras compasivas y le puso en la mano un billete de gran valor, unos veinte mil pesos al día de hoy. Mi maestro era un hombre de pocos recursos, los que le destinaba la Iglesia para su diario vivir, pero en ese instante se desprendió de ellos con una facilidad que me abismó, y no lo hizo para darme un ejemplo, lo noté en su semblante, sino realmente para aliviar, entregarle un soplo de esperanza a ese pordiosero, quien recibió el billete con la mirada perdida y una sonrisa en los labios.     

viernes, julio 08, 2022

Blanda luz que baña la copa

Blando sillón en blanda hora, blanda luz que baña la copa y modera la escena. 
El ambiente va forjando leves espejismos; los espejismos derivan en terrores cotidianos, provienen de otra esfera imposible de aclarar; perceptibles en la opresión del pecho, en una vaga incertidumbre, en la aspiración del sueño, en un llamado a la calma, el cálculo de las vías de escape.

jueves, julio 07, 2022

Vistazo en diagonal a un conjunto de casas de clase media

Examiné con más detalle el pueblo y me gustó. Las nubes altas le imprimían al barrio un brillo parejo, sosegado. Por la calle pasaba una camioneta vendiendo verduras; su motor ronroneaba desganado. El pueblo no ofrecía grandes novedades y las casas de un piso, una tras otra, exhibían fachadas limpias detrás de sus antejardines protegidos por ingenuas rejas. Eran todas casas de clase media, de empleados que se ganaban honradamente su sueldo y que a esa hora se hallaban precisamente en sus trabajos; casas que aparentaban no ofrecer vida, pero en las que se adivinaban tardes y noches mansas, placenteras. 
¿Y si viviera aquí, por qué no, qué me lo impide? No me agradan las casas con arbustos de hojas verde oscuro a las entradas, las casas que reciben en la sombra al forastero; no elegiría una así. Tendría que ser algunas de estas que estoy mirando en diagonal; casas sencillas de un pueblo silencioso, moderado.
Incluso aquella de color blanco que se divisa detrás de todas, a los pies del cerro, con aires de mansión provinciana, de balcones y ventanas en aguja; incluso para esa alcanzaría el presupuesto, aunque a mis amigos les parecería una humorada de las mías, una excentricidad de la que se beneficiarían no acorde con la mofa de sus buenos corazones.
Me han dicho, sí, que un solo espectáculo desentona con la placidez del pueblo. Es el que suele dar un tontorrón que se pasea desnudo, arrastrando la verga por la tierra; un grandote de escaso entendimiento que va hacia el campo en busca de animales. Pero lo hace en la profundidad de la noche, calladamente, y cuando regresa a su hogar aún no ha amanecido. 
En cuanto a las necesidades esenciales, aquí están solucionadas. Y ya sé que hay una micro que la comunica con las ciudades mayores. Si tuviese que ir al médico tomaría la micro de las tres, me atendería a las seis y volvería a las ocho, para llegar un poco pasado de hora a la cena.  

sábado, julio 02, 2022

Un cuento natural

Una epidemia de gripe devastaba la ciudad; su ataque se ensañaba con los ancianos y los niños.
El hombre llegó esa tarde a la biblioteca, como de costumbre. La encargada le entregó el libro de siempre y él no le dijo nada, como si no hubiese reparado en su ausencia. Buscó el rincón más lejano, dejó su libreta y un lápiz sobre la mesa y se sentó a leer. La mujer volvió a sus ocupaciones, que no eran tantas, y el silencio retornó al lugar. Llevaba ella una blusa negra y un abrigo negro de lana y sobre su escritorio, al lado del computador, un pequeño marco de madera destacaba la foto de una niña en traje de primera comunión. Disponía de una estufa eléctrica para calentarse los pies, no así los visitantes. El recién llegado vestía una parka cerrada hasta el cuello. El frío húmedo de los atardeceres invernales atacaba desde todos los ángulos de la sala, aunque sin rebasar el límite de lo soportable, gracias al encierro. Los pocos asistentes daban fe de que el acto de leer en dichas circunstancias debía resultar forzoso, imprescindible.  
El hombre de la parka debía de tener entre veintisiete y treinta años; su apariencia era la de un oficinista de menor nivel y su delgadez, la típica de quienes se podrían dar un banquete sin sumarle al cuerpo un solo gramo. Sus ojos iban y venían, huidizos; el pelo opaco peinado hacia atrás dejaba al descubierto dos grandes entradas que anunciaban una calvicie inevitable. De lejos tenía un parecido con el malogrado actor John Cazale.
Pensaba, ofuscado, casi echado en la mesa, en la fórmula para dar con su cuento, un cuento diferente, un cuento que sumara los tres pilares que resumieran su perfección: estructura granítica, indestructible, a prueba de agua y de sal; argumento desconcertante con un final sorpresivo que dejara deslumbrado al lector; estilo afilado, de tono neutro; y de llapa una suerte de fuerza invisible: la chispa revolucionaria que lo dejase anclado en un momento de la historia. Había tantos cuentos que respondían a esa fórmula, las estanterías de la biblioteca se hallaban rebosadas de obras maestras que lo llamaban con sus manos de papel. Era cosa de recordar, agitar, sintetizar, crear algo nuevo a partir de algo consagrado; mirar un poco hacia afuera y mezclar con lo que guardaba en su interior. Pero seguía enrabiado consigo mismo; no era capaz de hallar la fórmula, no andaba ni cerca; llevaba meses viviendo dentro de una tortura abstracta; sus problemas no lo dejaban en paz, y el frío ni siquiera era uno de ellos. El plazo vencía...
De aquel libro, al que acudía con esperanza y obsesión, había leído la opinión de Truman Capote, laureado escritor con menos ambiciones que las suyas, para quien la forma correcta de un relato era "simplemente descubrir cuál es la manera más natural de contarlo"; esto es, un cuento que no pudiese ser narrado de otro modo. 
Faulkner confesaba en el mismo volumen que el entorno ideal del escritor es "cualquiera que pueda proporcionar ciertos niveles de paz, aislamiento y placer a un costo no demasiado elevado. Si el entorno no es el adecuado -agregaba-, lo único que conseguirá es que le suba la presión, y desperdiciará demasiado tiempo combatiendo su frustración y su rabia".
Hemingway ponía un énfasis especial en la seguridad financiera y las preocupaciones. "Se puede escribir en cualquier momento, siempre y cuando te dejen en paz y no te interrumpan. En ese caso, la seguridad financiera es una gran ayuda, pues te quita preocupaciones. Las preocupaciones destruyen la capacidad de escribir". 
Volvió sobre los párrafos que habían llamado su atención. "Si el entorno no es el adecuado, lo único que conseguirá es que le suba la presión, y desperdiciará demasiado tiempo combatiendo su frustración y su rabia". La fórmula estaba al alcance de la mano: un cuento natural escrito por un hombre libre de preocupaciones financieras, en un entorno adecuado. El congelador en que mataba sus tardes era el mejor entorno de que disponía para dar a luz su creación. Y la fecha se acercaba...
Maldecía su suerte sobándose las manos, abrumado ante su vacío, ante su incompetencia para fabricar novedades y movimiento en sus personajes, que seguían estancados, como sucede luego de una tarde en la hípica. Eran cuatro, anotados en el cuaderno. Un hombre, una niña y dos mujeres, formados como piezas de ajedrez o distribuidos como figuras en una plaza de pueblo, insustanciales. 
Por muy sinceras que fuesen, tal vez por eso mismo, las opiniones de los maestros se le devolvían con los ecos de una farsa: eran frases que reposaban sobre el colchón de la fama, se apoyaban en el respaldo del estrellato; podían ellos decir lo que quisieran y resultaría brillante. De allí que se afirmara en su idea, la geométrica o botánica, la teoría del árbol que abre sus ramas, ramas que a medida que crecen hacia el cielo van determinando la mediocridad o genialidad de una creación. Así, un cuento resultaba ser como un juego de competencia, con la pequeña diferencia de que él podía ir atrás las veces que quisiera. Pero advertía que eso le servía de poco: un buen jugador siempre le termina ganando a un mal jugador, entendida la comparación como la mano que se estampa en el hall de la fama. Mientras más tiempo pasaba, los golpes en su contra iban repitiéndose y el cuento se diluía aplastado por una movida cualquiera, como tantos otros. 
La cruda verdad, cuya alborada comenzaba a intuir, era que no servía para el oficio, que no tenía dedos para el piano, como reza el adagio. La vida le había dado oportunidades, como a los demás escritores, y no las había tomado, no porque no hubiese querido; es más, habría dado una mano por tomarlas, como la dio Cervantes, sino porque nunca sabía dónde estaban, jamás las veía. Los argumentos podían pasar por su lado, vestidos estrafalariamente, y no se daba cuenta. La continuidad, el movimiento, era como la imaginación cuando se pega en una imagen y no avanza. ¿De qué le valía entonces el consejo de Capote, si ni siquiera sabía cuál era la forma natural de contar su cuento? ¿De qué le valían las palabras de Hemingway y Faulkner, si no disponía de un entorno ideal y menos, de alivio financiero? Lo único que le quedaba era echar ramas en su árbol famélico, el árbol de la primera persona, el árbol del centro del desierto. 
No conseguía desprenderse de sí mismo. Coincidía con sus "colegas" en que un escritor con problemas equivale a una página en blanco. Y por ser problemas de la talla de los que sufre todo el mundo es un milagro que produzca un párrafo.
La puerta de la biblioteca se abrió con suavidad; entró una mujer con una niña en brazos. La bibliotecaria se concentró en la escena. La mujer ojeó el lugar hasta encontrar a la persona que buscaba. Se acercó en puntillas y le susurró por encima del hombro: "Mario..." 
El hombre de la parka, el hombre que luchaba contra sus demonios creativos, volvió el rostro, desconcertado. "... La niña está ardiendo en fiebre".
La bibliotecaria reparó en las ojeras, los labios azulados, los jadeos de la pequeña. El hombre se levantó y las acompañó al paradero, en la esquina de la plaza. La bibliotecaria miró por la ventana. La mujer arropaba a la niña, mientras el hombre, cabizbajo, se rascaba el pelo. Con un hilo de voz, ella le repetía algo con insistencia; él sacó unos billetes del bolsillo, se los entregó y les dio la espalda. Estaba a punto de entrar nuevamente a la biblioteca cuando lo que pareció ser el signo de un detestable remordimiento en su rostro lo hizo devolverse al paradero. Pasó una micro, subieron los tres y la máquina continuó su recorrido.  
La bibliotecaria se dio a la tarea de volver a las repisas los volúmenes devueltos ese día, como si evitara volver la mirada al retrato.
La epidemia alcanzó su punto más alto. La televisión explotaba el sufrimiento humano; las portadas de los diarios mostraban escenas de conmoción en hospitales, cementerios. Algunos de los títulos recogían frases que culpaban a las autoridades, otros se remitían a la fuerza natural del fenómeno. Se vivía una sensación generalizada de duelo, a la que se sumaba la pérdida del asombro, odiosa compañía que suele teñir de gris los males que se van quedando en el ambiente.
Cuando el hombre entró nuevamente a la biblioteca habían pasado tres semanas. Lucía demacrado; su parka daba cuenta del gusto que se estaba dando el sebo sobre ella. La encargada le hizo un leve gesto, equivalente a un saludo. Extrajo del escritorio el cuaderno y el lápiz olvidados en su última visita y se los puso sobre el mostrador. El hombre los tomó severamente, pidió el libro de costumbre y se sentó en su rincón. El plazo había vencido, pero nunca faltaba un concurso al que postular.
Releyó lo anotado:
"Los grandes escritores se burlan de mí en mis propias barbas. Ellos saben y adivinan, por eso confiesan sus secretos sin dar la fórmula que resuma su perfección: estructura granítica, argumento con final sorpresivo, estilo neutro, y una chispa revolucionaria que lo deje anclado en un momento de la historia. De lo que entiendo, sería entonces cosa de recordar, sintetizar, mirar un poco hacia afuera, mezclar con lo que guardo en mi interior y contar el asunto de una forma natural. Pero afuera no veo nada digno de interés y por dentro sigo enrabiado. No soy capaz de hallar la fórmula, no ando ni cerca; mis problemas no me dejan en paz, y ahora ni trabajo tengo...
¿Cómo se escribe un cuento natural? ¿Admitiendo mis limitaciones? Eso sería para mí un cuento natural... pero entonces... sería un cuento limitado... porque yo soy un escritor limitado... eso no conduce a ninguna parte... Tal vez un cuento sobre un hombre hundido en deudas, víctima de injusticias laborales... qué ordinario... Un cuento con amantes... qué vulgar... Mejor un cuento fantástico, alejado de mi inteligencia y cercano a mi alma... O un cuento hípico, vicioso... Sí, pero... dónde meto a mis personajes... Y cómo mejoro mi entorno... con qué plata... 
Mala suerte... me afecta, me destruye el vacío al que me han llevado... mi incompetencia para fabricar personajes... Pero voy a resistir, la vida no me la va a ganar... escribiré un cuento y ganaré un concurso... y seré famoso... Saldré en diarios y revistas... firmaré ejemplares... la plata entrará en carretillas... Jajajá... Soñar no cuesta nada... Perros babosos..."
La nube de desaliento pareció verse recompensada por un rayo de inspiración que le iluminó los ojos. Antes de que la idea se le fuera de la cabeza tomó el lápiz y escribió:
"Un golpe de suerte
Jack abandonó la oficina sin despedirse de su jefa, que lo miró con la boca abierta. Le dijo que no volvería más y la jefa le echó una maldición y después contrataron a otro empleado. Pero a Jack no le importó quedarse sin trabajo, porque sus planes eran más ambiciosos. Tomó un taxi y se fue a las carreras... En la última carrera, cuando todo estaba perdido, Jack le apostó a un caballo llamado... Relincho... y se ganó el premio trifecta... Sí, voy bien... Un cuento afortunado con final trágico... Jack se va a celebrar a un casino, gasta la mitad del premio en fichas y... cuando llega a la casa... su mujer lo reta porque llegó tarde... su hija no puede decirle nada... está... durmiendo...
¿Y qué sigue después? Lo dije todo en un párrafo y no se me ocurre qué agregar. O sea... si al otro día la jefa le tocara la puerta y le pidiera que volviera al trabajo... pero Jack no quiere volver a ese trabajo... le diría que no... Entonces aparece de nuevo su mujer y le pide plata... siempre plata... todo se reduce a la plata... qué vulgar... A Jack le queda aún del premio y le da unos billetes, pero se guarda la tajada del león y vuelve a las carreras..."
Una niña que asomó la cabeza por la puerta le rompió la inspiración. La encargada la reconoció. La niña corrió enérgica hacia el hombre de la parka; su madre esperaba afuera. Saltó a sus rodillas y lo abrazó. "¡Papito, vamos a jugar a la plaza!"... 
"¡Shhh!...", la hizo callar la bibliotecaria.   
El hombre condujo a la niña de la mano, la dejó con su madre, discutieron unos segundos y se devolvió a la biblioteca.

lunes, junio 20, 2022

Poema y prosa

Quisiera aprender de los poetas la matemática de la libertad. Versos oscuros, lectores confundidos, lluvia de dardos zumbando al oído; y de pronto un flechazo, la conexión.

Un sol venido de una nube complicada
Intuyó la minusvalía del poder 
Se acható con su luz
Se alimentó de su fuego
Y fue surgiendo entre las nubes

Un sol irradió calor a sus estrellas enanas
Se asomaba cruel desde la altura
Hiriendo y quemando
Crecieron plantas y corrió sangre como el río furioso

Un sol venido para hacerse cargo del sistema
Marcado por su origen
Una nube complicada

¿No sería más sencillo y más osado confesar que nací mirando a mi padre, sus virtudes y defectos, que me responsabilicé de él, tal como luego lo hice con mis hijos, sin llegar jamás a ser yo mismo, mi sol mío?
He aquí el contradictorio sol de este sistema: máximo egoísta, hijo y padre a cargo.

miércoles, junio 08, 2022

Una habitación estrecha en un día de lluvia

Siempre me han inquietado las habitaciones estrechas en días de lluvia, esas mañanas inútiles en donde dos a tres personas se pasean, se estorban, se disputan el minúsculo espacio sin tener gran cosa que hacer. Los niños ya visten el uniforme con que acudirán al colegio y se entretienen, si es que cabe una palabra así, tan optimista, mirando las moscas en los visillos; la sirvienta encera el piso de tabla y la casita se llena de olores oscuros que la ventana no consigue disipar. Un silencio penetrante completa la húmeda escena. 
De niño nunca conocí el horror, salvo, desde luego, el que me infundían las arañas. Pero era ese un horror del que se podía escapar. Bastaba con que la araña volviera al nido o con que mi madre le diera un zapatazo (eso era mejor) para que la sensación se extinguiera. Yo no sabía que otros niños podían sentir horror, y aún creo ignorar en qué medida el horror puede apoderarse de sus almitas inocentes, hasta dejarlas convertidas en una cebolla frita, aceitosas y retorcidas. El horror recién lo vine a conocer en el año que media entre la juventud y la madurez.
Esas mañanas de casa oscura, sin embargo, se me quedaron en la cabeza; creo que me he pasado la vida fugándome de ellas, huyendo hacia las llamas de la chimenea, hacia los atardeceres y las noches sosegadas, en las que la cálida luz de una lámpara ilumina las páginas de un libro y el contorno de un vaso de whisky. Es la fuga del condenado hacia el huevo que lo aísla de la incertidumbre, lugar común que desprecio apenas lo escribo, pero que ofrece una idea lejana del misterio que ha salvado a los niños cuando han estado a un paso del horror.

domingo, junio 05, 2022

Entrada la mañana

A Benicito

A pesar de los muros, las barreras, la montaña inobjetable, la pasión con que te aferras a los soles colorados que te asombran, entrada la mañana verás tu reflejo en el agua y la serenidad de la onda esmeralda refrescará tus ojos. 

lunes, mayo 30, 2022

La herencia

El faro emite una luz mortecina; la barca se aleja de la costa y va entrando al mar desconocido. Los marineros reciben la ración nocturna bajo las estrellas que se cubren de nubes grises; presagian tormenta. El capitán reparte palabras, gestos y miradas.
Heredé cuartos cerrados pendientes del sonido de la llave, palabras suaves y severas, alegrías maliciosas, dos ríos de lava negligente. 
Di en herencia ojos nerviosos, alegrías malvadas, quejas, censura.

jueves, mayo 26, 2022

Tributo a Gary Brooker

Enterado, con meses de atraso, de la muerte de Gary Brooker, vocalista de Procol Harum y autor de los grandes éxitos del grupo británico junto a su amigo el poeta Keith Reid, mi corazón ha rebosado de melancolía. Hay días como este en que, apegado a cualquier pretexto, me descubro revisando una y otra vez sus temas en Youtube. Entonces me invade una dulce tristeza, algo así como la blanca palidez que baña su rostro de fantasma, el rostro de Ella. 
Procol Harum es un conjunto que recuerdan los de mi generación, mejor dicho, unos pocos de mi generación, que es la generación dorada de The Beatles, The Rolling Stones, Woodstock, Adamo, Leonardo Fabio, Gilbert Becaud, Domenico Modugno, Los Iracundos, José Alfredo Fuentes, Cecilia, Violeta Parra, Víctor Jara. Nunca vinieron a Chile porque sospecho que pocos habrían pagado por verlos. A Procol Harum se lo tragaron tempranamente los monstruos de la música rock y la relativa complejidad de sus creaciones.
En mi tiempo y aparte de los temas de la segunda etapa de The Beatles, hubo dos canciones que me estremecieron al oírlas por primera vez. Una de ellas fue A whiter shade of pale y la otra, Good Vibrations. Más adelante me ocurrió algo parecido con Still crazy after all these years, la notable invención de Paul Simon en la que de la nada irrumpe un brutal cambio de tonalidad. En cuanto a la primera, sin conocer la técnica del contrapunto y no habiendo escuchando antes a Bach, me impresionó un "descubrimiento" que atribuí a mi oído musical, pues parecía que nadie se fijaba en ese detalle. Se trataba de que la melodía dominante corría como un río subterráneo desde el órgano que tocaba Mathew Fisher, mientras la segunda melodía, que cantaba Gary Brooker, se revelaba desde la superficie como una secundaria y lejana imploración. Pasarían años antes de que me avergonzara de mi hallazgo: la ocurrencia tenía doscientos cincuenta años de antigüedad. Good Vibrations, por su parte, destacaba por su estructura de popurrí, con cambios de ritmo y arreglos vocales desconocidos para mi nula formación musical. Los había ideado Brian Wilson, un genio que sufría lo indecible por vivir a la sombra de los Beatles.
Quiso el destino que además me topara a estas alturas de mi vida con la serie televisiva The Flying Circus, de Monty Phyton, y es como si el círculo se hubiese completado. Aquel humor absurdo y aquellas imágenes pasadas de moda -mezcladas con las vírgenes vestales de la antigua Roma, las que custodiaban el fuego eterno, y con los relatos del viejo molinero- evocan a Schubert y a Yeats y lo que finalmente asoma a través de esa amalgama romántica son ganas de detener el tiempo, acariciar al personaje femenino de la canción antes de que el fandango se diluya y la habitación vuele por los aires, y despedir con un abrazo a Gary Brooker, desearle un buen viaje y darle las gracias por haberle regalado un puñado de latidos a mi corazón.
No existe una razón; la verdad es fácil de ver...   

martes, mayo 24, 2022

Dentro de uno mismo

¿A qué se reduce todo?, a uno mismo. Y aquello a lo que se reduce todo hay que buscarlo dentro de uno mismo, pues ahí se halla el resumen de la Creación; no es uno más que eso, pero lo es todo; así se da el hombre por completo. 
El hombre está destinado a ayudar a sus semejantes y es mi aspiración hacerlo a través de mis palabras, dándome a mí mismo. Alejada la vanidad de esta esperanza, mi anhelo sería llegar al mundo entero. Sin embargo, con uno que me haya leído ya sería bastante, aunque no suficiente; aspiraría a un poco más que eso. 
Desearía que mi mensaje se extendiera. Yo soy el mundo y mis hermanos me acompañan en el viaje, hasta los de más lejanas tierras y más lejanos tiempos; ellos me nutren y así conformamos la unidad, unidad que solo se nos revelaría en su esplendor desde la superficie de Plutón: una lucecilla brumosa, visible a través del telescopio, destinada a la extinción. 
A la distancia el mundo tiende a condensarse; de cerca se va abriendo y ya dentro de uno mismo asoma el vacío.
Cada pueblo enarbola su verdad, y no es bueno despreciarla.

miércoles, mayo 11, 2022

La cama

El pináculo de la catedral se mecía en la dirección del viento tormentoso. Adentro, los fieles oraban de rodillas y las esperanzas menguaban. 
El asesino andaba suelto.
Las noticias informaban que se había metido a una cama, dándole muerte a otro advenedizo de un golpe en la garganta, lo que había dejado a la mujer desnuda a sus expensas.
Los ruegos no alcanzaban a llegar a las ojivas; antes que eso el viento los desviaba hacia las puertas laterales, que se abrían y cerraban  según los apetitos venidos del cielo.
Metros más al norte, sobre el escenario del teatro a oscuras, desfilaban los dobles del asesino en grupos de pares. Era una escena inquietante, digna de una pesadilla.  

martes, mayo 10, 2022

Tres anécdotas en torno a Gálvez

El café perfecto

Esto de dar con el café perfecto tiene sus trampas, no es llegar y entrar a un café, ordenar un expreso y tomárselo de un sorbo... Momento, Lehuedé, estoy gustando mi Nescafé... Hay asuntos... cómo decirlo... detalles... el tema del diseño de la silla, el tema de los mozos, el tema del precio, el tema de la repostería, el tema del frío y del calor, el tema del entorno, el tema de la decoración, el tema de los decibeles, el tema de la pantalla del televisor que se entromete en algunos locales que no comprenden el sentido de la vida, que es la elegancia, la mesura, la clase; el tema de la clientela, el tema de la tradición. El sol de invierno es apetecido; el sol de verano obliga a entrar, refugiarse en mangas de camisa y soportar el frío del aire acondicionado mientras afuera el asfalto se derrite, he allí un punto crucial; de modo que de partida el café perfecto es un café expreso pero no la gota que los italianos entienden por espresso sino un lungo, un expreso largo con un vaso de soda, mejor aún un americano, pero no un americano entero, porque eso es mucha agua y poco café, sino un americano tres cuartos, que no se pierda el sabor del lungo y que no dure tan poco como para volver de buenas a primeras al mundo terrenal, al valle de lágrimas como se le llama; y a no mirar en menos el vaso de soda, que en demasiados locales olvidan; ojalá fuesen dos vasos, no agua de la llave; soda, pero soda gratis, no cobrada, porque cobrada ya enturbia el ánimo; hay gente que hace un negocio de todo y este rito se supone que se funda en un trato amable, rito de caballeros, buenos días amigo, buenos días, ¿lo de siempre?, lo de siempre; aquí está su americano tres cuartos y sus dos medialunas, muchas gracias.
Pasan los meses, pasan los años y durante media hora, una hora al día se es feliz, no completamente feliz porque siempre habrá un problemilla, aunque sí feliz hasta donde lo permite el valle de lágrimas, pero llega el día fatídico en que aparece un mozo nuevo al que se le pide lo de siempre y él murmura al oído pida la promoción, se llama Dulce desayuno, es lo mismo pero vale menos y el energúmeno que habita en el fondo del alma despierta... reacciona... ¡Cómo, a un cliente no haberle advertido nunca esto!... tantos meses... tantos años pagando más caro... a un cliente como yo... y el café entra más amargo que de costumbre a la garganta, y a la vuelta surge un banquillo cualquiera en el camino, donde la calculadora sacada del bolsillo multiplica cinco cafés a la semana por 52 semanas y después multiplica el número por diez años, lo que da un millón cuarenta, ¡un millón cero cuarenta pesos en billetes contantes y sonantes que no se hubieran esfumado si ese mozo hubiese existido desde siempre!... Entonces se trama la venganza, que consiste en no poner un pie en el café perfecto durante tres meses, para compensar de alguna manera el gasto, pero a los dos días el energúmeno imaginario se ha batido en retirada y el mozo vuelve a sugerir ¿lo de siempre, señor Gálvez? sí, americano tres cuartos y mis dos medialunas, pero naturalmente de acuerdo con la promoción Dulce desayuno, cómo no, señor. Y se vuelve a experimentar esa sensación de haber regresado al otro mundo, un misterioso planeta donde no existen los problemas nacionales ni mundiales ni tampoco los caseros, las cuentas, los compromisos pendientes, los papeleos que nunca faltan para amargar la vida; porque la vida en el fondo no es más que una maraña de problemas, problemas que algunos toman como bendiciones, justificaciones para levantarse todos los días, mientras que otros los traducen en maldiciones... en peleas de culebras dentro de un saco... en la expulsión del paraíso... 

El aura rojiza

Habrá de comprender que su maraña de problemas son contrariedades comunes y corrientes. No desearía gastar ni su dinero ni mi tiempo en un análisis banal, admítamoslo. En lo que sí podríamos internarnos a fondo es en ese misterio que deslizó en la sesión pasada, al que parece no haberle dado la importancia que merece. Nunca me había tocado un paciente que de un día para otro empezara a ver un aura rojiza en los vagones del metro, alrededor de las cárceles, en las calles, en las oficinas bancarias, en cultos religiosos. Le prevengo que esa nube se está apoderando de su mundo y lo está alterando más allá de lo prudente. 
Ha dado usted en el clavo. He acudido a varios médicos; el oftalmólogo me tapó de exámenes que me costaron un ojo de la cara y me mandó a un neurólogo; el neurólogo me sometió a un scanner y para no quedar mal conmigo, pues no tuvo nada que decirme, me derivó a un psiquiatra, y así fue como llegué a su consulta. Y ahora que le hablo de mi maraña de problemas y termino confesándole lo del aura rojiza, que me la quería dejar para mí, usted desprende que yo padezco una típica neurastenia pigmentada asociada a una deficiencia de la corteza visual primaria, enfermedad que desde luego es indemostrable, aunque tiene un nombre muy científico, largo y severo; le ruego que no cargue otro problema en mis espaldas.
Echa usted al olvido lo que sigue, Gálvez, ¿recuerda lo que sigue? 
Sí.
¿Qué recuerda? 
Recuerdo que cuando casi me había acostumbrado a ver el mundo de un color rojizo comencé a oír voces y captar imágenes dentro de esas nubes. 
¿Recuerda qué tipo de voces? 
Voces internas de la gente que va pasando a mi lado, expresadas en ráfagas de inquietudes que se disuelven en fracciones de segundo. Pertenecen a esas almas, no a la mía; no son voces ni pensamientos inventados. 
Continúe. 
Al mezclarse con la multitud, las visiones cinéticas crecen; al alejarse, van desapareciendo. Las imágenes van acompañadas de lamentos escépticos, agobiados, retorcidos, angustiados, estoicos, son voces que pueden emparentarse con el sufrimiento y la desesperanza. Se me dibujan perfectas entre el vapor rojizo frases repugnantes.
Qué frases.
Putamadre, mierda, por qué a mí me tenía que tocar, la puta que lo parió, por qué no morí cuando guagua, huevón tenía que ser. En no pocas ocasiones el fenómeno toma la forma de palabras que arman un pensamiento, incluso palabras mal escritas, con faltas de ortografía. Las percibo claramente.
Cuánto lleva usted en eso.
Un mes, más o menos.
Y qué explicación le daría al fenómeno.
Usted debería decírmelo, para eso vine aquí. 
No, me interesa su versión de los hechos, si es tan amable. 
Bueno, no le niego que algo he pensado, y es que a mi juicio mi patología, si pudiese llamarla así, me hace depositario de la maraña de problemas que aquejan a la gente. Por una razón desconocida, de pronto puedo ver con claridad los problemas de las personas que pasan por mi lado, los enredos que tienen en la cabeza, problemas que ya soy capaz de advertir a medida que se aproximan esas sufrientes humanidades, debido al aura rojiza que irradian, ¿qué le parece? 
Más importante es qué le parece a usted, Gálvez. 
A mí me parece que se me ha sumado un nuevo problema. 
Hagamos un ejercicio. Dígame, por ejemplo, cuál sería mi problema, ya que usted lo puede ver. 
Usted tiene la mitad de su mente puesta en mi caso y la otra mitad en la piscina que se está construyendo en la casa; le preocupan los maestros y duda de la calidad de los materiales que escogieron, se le nota arrepentido de no haber contratado a una empresa seria para que le hiciera la piscina. 
Es todo verdad, usted lo ha dicho en forma exacta, pero... qué ve en mi problema, ¿ve la piscina, ve a los maestros? 
No, veo el problema de su piscina... cómo decirle... yo no soy capaz de leer la mente completa de las personas, solo soy capaz de ver la maraña de problemas que las afligen. 
Claro, claro, ¿me podría dar otro ejemplo, Gálvez? 
Cuando paso frente a un jardín infantil veo muy poco vaho rojizo sobrevolando el lugar, y esa escasa radiación sale de las parvularias y de sus asistentes, poco y nada de los niños. 
Me intriga su caso... ¿le molestaría que saliéramos a la calle para que me cuente lo que va viendo? 
Cómo no... ahora mismo diviso una mancha poderosa dentro de esa vivienda; proviene de un hombre sentado en el escusado al que lo atormenta su mala digestión... está pensando que el colon lo llevará al hospital. Veo claramente su pobre digestión; en la casa de al lado veo a una señora atormentada por la gordura que le delata el espejo, se promete que retomará la dieta pero sabe que no lo hará y por eso está tensa; y esa joven que va por ahí, esa de vestido azul, esa joven está recién titulada; eso la inseguriza, entre el aura rojiza que sale de su cuerpo se me aparece impartiendo clases, preparando trabajos interminables que no son tan necesarios. Esa mujer de más allá tiene una hija de ocho años súper alta; le va muy bien como ingeniera, pero le han detectado un cáncer precoz. La rodea un aura rojiza muy tenue, porque le detectaron el cáncer a tiempo y espera los resultados de los exámenes con confianza. El padre aquel que camina con su hijo está preocupado porque imagina a su hijo indeciso; sabe que le gusta el deporte y quiere verlo estudiando pedagogía en educación física, kinesiología o veterinaria. Y a esos jugadores arremolinados en las escaleras del Teletrak no hay más que verlos con sus cuadernos en la mano, mal vestidos, desaseados, silenciosos, con sus miradas sombrías, para desprender que son todos iguales, esclavizados al único vicio que les da esperanzas de una vida mejor. En ellos el aura rojiza que los cubre está casi de más...
Regresemos a la consulta, por favor
Cómo no.
En el camino lo he venido pensado y se me ha ocurrido una solución poco ortodoxa para su problema. Mientras sea víctima de ese curioso fenómeno no le quedan más que dos posibilidades: una es que se lo eche al hombro y continúe con su vida de tormentos, como ha estado ocurriendo; otra es que le saque partido y hasta gane dinero con esto. 
No me vaya a mandar a uno de esos concursos de la televisión, que ya lo he pensado, pero no resultaría.
¿Por qué lo dice?
A los telespectadores no se les puede dar garantía de algo que solo veo yo. Y existe la posibilidad de que a los elegidos para hacer la prueba de entre el público no les aflore problema alguno, sumidos como estarían en la excitación del programa. ¡Pasaría más vergüenzas que el tipo que hablaba 27 idiomas! 
Concuerdo con usted, Gálvez, pero no es lo que había pensado.
¿Y cuál es su consejo? 
Existen muchas personas que cobran dinero por diagnosticar los problemas de sus congéneres, con el propósito de solucionarlos. Ahí ve usted a los oftalmólogos, a los abogados, a las adivinadoras, digo las adivinadoras pues por una razón que no acabo de entender, este oficio lo ejercen de preferencia las mujeres. Se les agregan el viejo sastre remendón, el zapatero, el gásfiter, el arquitecto, el ingeniero, yo mismo y tantos otros que en el fondo dependen del dinero de los demás para vivir. Tenemos entonces a una masa de personas que se ven obligadas a pagar, a veces mucha plata, para ser atendidas. Pero se habrá fijado usted que existe un espécimen que no solo no cobra sino que pagaría por solucionar los problemas de la gente, aunque la solución no le importe demasiado, y nótese que no estoy hablando del sacerdote, que si bien no cobra en apariencia, recuerde usted el diezmo, tampoco paga y lo que hace es acarrear agua para su molino espiritual, ¿sospecha hacia dónde estoy apuntando? 
No.
Muy sencillo, Gálvez, ese espécimen es el político. Mi consejo es que se arrime a un político de fuste y le demuestre su talento; no tardará en hacerle firmar un contrato de exclusividad. Usted le revelará los problemas del vulgo, no el lloriqueo manipulador y artificial que nace del aprovechamiento, y a él le será más fácil que a nadie sintonizar con las verdaderas necesidades de la opinión pública, aquellas que permanecen ocultas, que causan dolor y que a veces no dejan dormir. El político llegará al alma del pueblo y gracias a usted su nombre subirá como espuma en las encuestas. Prometerá lo real pero imposible, no lo posible y artificial, y se ganará el cariño de la gente, que dirá: ¡este hombre sí que conoce mis desdichas y comprende mis dolores! Le aseguro, Gálvez, que quien se arrime a esas manchas rojizas tendrá el poder de la nación. 
Veré qué hacer... pero le confieso que me voy más aliviado...

Un pacto con el Diablo

Gálvez entró a la consulta del especialista, lo saludó con una mano húmeda que denotó su trastorno de ansiedad y tomó asiento; el médico corrió las cortinas, que dejaron la habitación en penumbras, y dio inicio a la sesión, recordando las últimas palabras del encuentro anterior. Gálvez reaccionó con cierto desgano; no era un tema que le interesara tratar. Siguiendo su consejo, en el intertanto de esas dos semanas había sido recibido por Walter Sátrapa, un diputado de dudosa moral a quien, una vez comprobadas, maravillaron las cualidades de su interlocutor, al punto que de inmediato lo sumó a su grupo de asesores. A partir de ese momento, bruscamente, Walter Sátrapa comenzó a hacer noticia por audaces propuestas que lo estaban encaramando en los sondeos de opinión. 
Las felicitaciones del psiquiatra le valieron de poco; Gálvez se hallaba enfrascado en una nueva contrariedad: las exigencias del político le demandaron un esfuerzo mayor, que produjo efectos inesperados. El aura declinaba y él se estaba viendo en una situación embarazosa. Enfrentado a unos cuantos electores citados a la oficina de Sátrapa, no supo salir del paso y equivocó su diagnóstico; aquello levantó vallas en el trato entre ambos; Sátrapa comenzó a sospechar que había contratado a un charlatán. 
El psiquiatra le hizo ver que el cauce que había tomado el problema era una buena noticia para él y una mala noticia para Sátrapa, de lo cual se alegró, porque ese político nunca había estado entre sus predilectos. A Gálvez, perder ese don le significaba no solo perder un fajo mensual de billetes sino sacarse el peso de los problemas ajenos. Todo indicaba que pronto desaparecería por completo el aura misteriosa, de modo que cada cual enfrentaría sus propios males y para Gálvez quedarían solamente los suyos. Sátrapa, en tanto, decaería en las encuestas.
Gálvez se manifestó medianamente conforme con el pronóstico médico; así pasó la sesión y así llegó la siguiente, donde el paciente pudo explayarse en torno a la vivencia que captaba su interés desde hace unos días.
Había otra cosa que quería contarle.
Hágalo a sus anchas.
Ayer volví a mi hogar después de compartir un asado con mis amigos. Eran como las seis de la tarde. Por la noche les conté que le había propuesto al Creador Supremo, lo escribí usando esas mismas palabras, les decía que le había propuesto al Creador Supremo que detuviera el tiempo y lo fijara en ese día, entre la una y media y las cinco y media de la tarde, la hora del encuentro, desde luego. Luego les agregué que el Supremo Creador me había mandado a freír monos. Minutos después me llegó un mensaje al celular.
"Hablaste con la persona equivocada". 
Era Ernesto, uno de los miembros de nuestra cofradía, hombre que si no fuera tan ingenioso me habría hecho saltar las alarmas, de modo que tomé su respuesta como una broma. Fueron mis demás amigos quienes se posaron en su árbol genealógico y me recordaron la telaraña de brujos y hechiceras que se enredaban en su pasado. Ernesto les respondió por la misma vía que no se pasaran rollos. 
A esa hora de la noche, lo importante para mí era que ese asado me había sacado del problema de las goteras que llevan dos días cayendo en el hall, y aun más, del problema mayor: mi imaginación circular que amplifica los peligros, hace ver dramas donde no los hay, repite escenas nunca vistas como si uno fuese un niño ante los afiches del rotativo; mientras continúa el tic tac de las goteras... tac... tic... tac... tac... la puerta cerrada del dormitorio para no escuchar, tic... tac... tac... 
Así estaba por quedarme dormido cuando sonó el timbre. Era Ernesto; su silueta lucía borrosa por el contraluz que provocaba la luminaria del poste eléctrico. 
Hablaste con la persona equivocada, repitió. Vine a ofrecerte un pacto con el Diablo para detener el tiempo en la hora indicada. 
Acepté y se esfumó. 
No te vayas, dónde hay que firmar. 
Volvieron a tocar el timbre. Un mendigo me pidió limosna; le di mil pesos y desapareció por un camino en bajada. Ernesto regresó, cubierto con un poncho de lana, sumido en un profundo estado de meditación. Me preguntó qué me había dicho el mendigo. Le dije que poco y nada. El Diablo te acaba de conceder tres deseos, es cosa de que los pidas. 
Cerré los ojos.
Deseo... deseo detener el tiempo en ese asado... deseo vivir en una eterna sensación de felicidad y de vacío... deseo ser otro al momento de morir, para que mi alma no se la lleve el Diablo. 
Desperté en un mundo repleto de cadáveres resucitados, pero no olían mal, aunque el tono de la piel no era el más saludable. Se movían como gusanos, aplastándose unos con otros, pues no había cupo para tanta gente en la tierra. Quiénes son ustedes. Hicimos pacto con el Diablo al igual que tú, ven con nosotros. Adónde. Déjate llevar por los más ingeniosos, síguelos como hacemos nosotros. Vi que se dirigían hacia un montículo ubicado en un punto lejano. Al llegar a una orilla cubierta de lodo, los que me antecedían caían a un hoyo y los que venían detrás mío me empujaban; así caí con los demás y fui a dar al Más Allá. Noté que en el infierno se respetaba un orden y no había caos, estaba todo muy bien organizado, aunque la situación no me acomodaba. Tan rápido que había pasado el tiempo, lo del asado no pensaba ser la eternidad, pasó volando. Un ángel salió en mi defensa y se enfrentó con el Diablo, que seguía exigiendo el cumplimiento del pacto. El ángel le propuso que postergara para más adelante el problema. El Diablo me empujó a las patas de un burro negro que venía retrocediendo; antes de recibir la coz di un salto y desperté con la sensación de ese sueño, mientras el agua seguía cayendo, gota a gota... 
¿Y qué lecciones saca de esto, Gálvez?
Ninguna. Los sueños se van olvidando con los minutos.
Está bien, se ha hecho tarde, nos vemos en dos semanas, adiós.
Hasta pronto.

Una maraña de problemas

Cómo está, Gálvez, cómo se ha sentido.
Bastante bien.
Tome asiento. Cuénteme.
De un tiempo a esta parte he reafirmado la idea de que la vida es un problema. Uno tras otro.
Volvemos al principio.
Problemas por aquí, problemas por allá, problemas en la casa, problemas con los hijos, problemas con la esposa, y en medio de los problemas... una o dos burbujas que me alivian, y así voy dando vueltas y vueltas.
Gálvez, esta es nuestra última sesión y tengo que acortarla. Me mandaron llamar de mi casa y debo ir ahora mismo a recibir la piscina; los maestros me están esperando. Espero no causarle una molestia, pero aunque me temo que no lo desearía, debo asegurarle que usted se encuentra bien. Desde luego, la consulta será gratis. Piense que en el fondo le estoy dando dos buenas noticias. Y para despedirnos desearía invitarlo por última vez a recostarse en el diván.
Hágase honor a la piscina nueva.
Así... muy bien... relájese... respire profundo... bote el aire... respire... espire... afloje los músculos... relájese... inspire... exhale... Ahora está usted en una playa... camina hacia las olas... se tiende en la arena... está nublado... el sol no le molesta los ojos... no hace ni frío ni calor... ¿siente el ruido de las olas?... ¿siente las olas?... Bien... Las olas son sus problemas... van y vienen... van... vienen... van... vienen... nunca se acaban... nunca se acaban... pero no alcanzan a llegar a sus pies... no lo ahogan... no lo cubren... van... vienen... nunca se acaban... no hace ni frío ni calor... el sol no le molesta... Bien... Ahora se levanta... retrocede hasta las dunas... retrocede un buen trecho... sortea el vaivén... sube... baja... se vuelve a tender... la arena está tibia... agradable... solamente existe usted... las nubes bajo el sol... la arena tibia... el verdor de las docas... Las olas están, pero se han ido... están, pero no están... solo se las imagina... están por ahí, en alguna parte... pero no están... Así son sus problemas... están... siempre estarán... pero se han ido... 
¿Entiende lo que intento demostrarle? Veo en usted a una persona sumida en una maraña de problemas que lo agobian, como si fuese Atlas llevando el mundo en las espaldas. No contento con eso, cree que todos los seres del planeta están hechos de la misma madera. Pero usted hace una errada interpretación del fenómeno. A la mayoría de los hombres les importan un comino las dificultades y cuando arrecian, se saltan sin pudor la moral para escabullirlas. Observe la manada que entra a las micros sin pagar, las mentiras que se echan a sí mismos para salir del paso, la compulsión por pisotearlo todo para sobrevivir, como el pánico ante la estampida. Su nube rojiza no podía ser más que el producto de la mente de un neurótico y las goteras, un problema que se soluciona llamando al gásfiter. Haría bien en tomarse unos tres cafés al día y disfrutar más con sus amigos; es bastante simple. ¿Concuerda con mi conjetura?
Me gustaría decirle que sí, pero no. 
¿Cuál es la suya?
Escabúllete, aléjate de ti mismo y entra al fondo de la cuestión. Rechaza lo que fluye, la orden interna, lo fácil, y sumérgete en la inconsciencia. Solo de allí saldrá tu verdad. Mientras, no anheles lo obvio, el razonamiento del fracaso, y entrégate a tus apetitos, por más superficiales que resulten. Tal vez el deseo sea más grande de lo que aparenta, y el egoísmo más aún. 

lunes, mayo 02, 2022

El trabajo

Llevo dos noches volviendo al trabajo.
Me internaba en una galería del centro; miré una vitrina y vino el desaliento: no hay ningún tema nuevo para hoy. Qué hago, llegaré al diario sin un tema que ofrecer en la reunión de pauta. Cómo es posible que dependa de los artículos que vende una tienda del centro, baratijas colgando de la pared, esa me sirve, esa no me sirve, esa me podría servir mañana, esa es muy pequeña, esa otra no le interesaría a nadie, no generaría clics. 
En las demás tiendas tampoco hay novedades, ya las venía examinando de antes, ni siquiera vale la pena ahora echar un vistazo, mejor entregarse a la suerte. 
En el diario un fichero luce los temas asignados. Allá arriba está escrito mi nombre. Resulta que se me ha dado algo; se me ha regalado un hueso que roer, benditos jefes. Debo seguir la nueva serie que se estrena en Netflix. No me desagrada la misión, aunque no han pasado ni cinco minutos cuando reparo en que es mucho más que eso; es una tarea de doble filo; se trata de llamar al extranjero a los actores, averiguar noticias de ellos para informar a nuestros lectores. Mi superiora se toma esa dificultad con ligereza; ella siempre se ha tomado con ligereza las cosas que me atañen, es como si confiara demasiado en mí, como si su mente siempre estuviese en un lugar lejano, no en mis bagatelas. Y se ríe, y sufre sus penas de amor, sus achaques, y cambia de tema. 
¡Oh, Dios! qué suerte que estoy jubilado y esto no pasa de ser un sueño; pero los sueños son también la vida y esa intranquilidad, ese vago malestar que traen los despertares...
Entre los dos trabajos nos cae la muerte de Roberto Lecaros. Domingo de sol, el cementerio cubierto de cicatrices dejadas por los manifestantes; no hay salud por los difuntos. Los santos que marchan nos van guiando al sitio del entierro, donde sus hermanos tocan en un ambiente sereno de alegría. Recuerdan anécdotas y el humor enérgico del "Loco Robert"; el público sentado entre las tumbas. Clarinetes, saxofones, la batería que va cambiando de manos, un piano eléctrico, Mario, Félix, Roberto el hijo, una muerte suave, la muerte de un artista del jazz.
El día antes, entre sueño y sueño, lo vi en el féretro en la parroquia. Parecía alegre, como queriendo abrir los ojos. Saludamos a los papás del Cristóbal y a mi hijo, que había llegado por su cuenta, otro jazzista. Mi hijo lucía un perfil sereno, había varios carreteados de gafas, alguien comentó que a mi hijo lo querían mucho y entonces nos vamos. Pasamos por varias pastelerías, pero mi mal genio me impide detenerme en alguna; el mal genio es más poderoso, es enemigo de lo bueno, siempre ha sido así, y terminamos en la casa caída la noche, viendo una película.
He resuelto probar la oferta. Por la oficina de medio pelo se pasean ex colegas tan viejos como yo, ex reporteros decadentes que laboran por unos pesos, que desean seguir viviendo y que ya se acostumbraron a sus nuevas funciones. Este nuevo diario es de tendencia de izquierda, muy de izquierda. Los temas se tratan según esa perspectiva y yo me pregunto: ¿presentaré objeción de conciencia? Pero, pensándolo mejor, ¿qué hacía que yo pensara como pensaba? ¿Qué diferencia haría que hoy pensara de otra forma? ¿Son tan cuestionables estos nuevos puntos de vista? ¿Acaso no me lavaron el cerebro durante años? ¿No resultaría insensato protestar porque ahora me lo lavan otra vez?
Claro que tampoco me llueven las propuestas, mi sino es vibrar en silencio mientras los demás viven de lo  más tranquilos, sin dramas. 
¿Cómo es que no se dan cuenta de la crisis? ¿O es una crisis personal, de un solo espíritu?
Lo del festival se cae a último momento por un desperfecto eléctrico. René Cid lleva los cables y no hay sitio para mí, los puestos se han copado. Obligado a sacar la vuelta; eso me acomoda y me angustia, a nadie han echado por sacar la vuelta cuando los puestos se han copado. Sin embargo la verdad dice que hay otros que trabajan, que sí tienen misión, que se han arreglado los bigotes; así es cómo se va dando la selección natural.
Dejar pasar el día sin hacer nada, haciéndome el que trabajo.
Le pregunto a Pepe por el asunto de las platas. "Los domingos en la noche reparten diez mil a cada uno y los días de semana, mil cada día". Pero eso no hace ni cien. "Algo así, poco menos de cien mil al mes". Pero con mil al día no me alcanza para dos pasajes de bus, salgo perdiendo seiscientos pesos diarios. "Claro, es lo que hay".

domingo, abril 24, 2022

Pequeños grandes terremotos

El viernes fue un día no muy bueno. Estuve de cumpleaños y me porté como un roto mugriento. En su propia cara les dije a mis invitados que odio los entresijos de las fiestas, agregar mesas, pelar tomates, picar el ají, lavar, secar, guardar y ordenar la vajilla, sacudir el mantel, barrer las migas, despertar con jaqueca. Ellos me oían con la boca abierta, no sabiendo si quedarse o dar un portazo. Otra amiga me comentó hoy que "estás para el psiquiatra, si me hubieses dicho eso a mí, me voy y no vuelvo más a tu casa".
Aunque pienso y mantengo lo dicho, aprecio y agradezco la presencia de mis invitados, porque me aleja un poco de la misantropía. Este concepto me quedó rondando en la cabeza y lo estudié al final del día en el celular, acostado en la cama, con dolor de ojos, ojos rojos e irritados por la presión. 
Misántropo no es algo como para ufanarse; es menos romántico que melancólico o atormentado, incluso que neurótico, término este último que conlleva una fría carga médica, científica, de caso para el laboratorio. El misántropo "no llega a entender el sentido de las fiestas", el misántropo tiene "un humor negro o retorcido". Vaya, vaya. Se parece a las cosas que uno ya sabía y que sin embargo le causan sorpresa cuando alguien que les ve las líneas de la mano se las anuncia.
Al día siguiente me levanté con la sensación de haber sobrevivido a un terremoto. Miré a todos lados, abrumado por la culpa, buscando la condena. No se veía la condena por ninguna parte, pero, ¿había sido perdonado?
S.E. vivió dos grandes terremotos. El del 2010, de magnitud 8.8, lo afrontó con brillantez. El de octubre de 2019, de magnitud 9.5, lo enfrentó como pudo. Salió malherido, pero también sobrevivió.
Los terremotos se parecen a los estallidos sociales. Se van preparando debajo de la tierra, las placas pugnan por ganar su espacio, va subiendo la presión y cuando ya no da más viene el sacudón y sálvese quien pueda. Surgen las réplicas, una tras otra; se van distanciando y de pronto el terremoto ya es una crónica del recuerdo y los daños que dejó desaparecen o se dejan ver en pequeños detalles de los tejados de las casas, en ciertas veredas, en los bordes costeros, en muros rayados de obscenidades y amenazas.
Ante los terremotos solo cabe prevenir; una vez que ocurren deben fluir libremente, lo razonable sería asumir después las reparaciones con firmeza y decisión.