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sábado, julio 02, 2022

Un cuento natural

Una epidemia de gripe devastaba la ciudad; su ataque se ensañaba con los ancianos y los niños.
El hombre llegó esa tarde a la biblioteca, como de costumbre. La encargada le entregó el libro de siempre y él no le dijo nada, como si no hubiese reparado en su ausencia. Buscó el rincón más lejano, dejó su libreta y un lápiz sobre la mesa y se sentó a leer. La mujer volvió a sus ocupaciones, que no eran tantas, y el silencio retornó al lugar. Llevaba ella una blusa negra y un abrigo negro de lana y sobre su escritorio, al lado del computador, un pequeño marco de madera destacaba la foto de una niña en traje de primera comunión. Disponía de una estufa eléctrica para calentarse los pies, no así los visitantes. El recién llegado vestía una parka cerrada hasta el cuello. El frío húmedo de los atardeceres invernales atacaba desde todos los ángulos de la sala, aunque sin rebasar el límite de lo soportable, gracias al encierro. Los pocos asistentes daban fe de que el acto de leer en dichas circunstancias debía resultar forzoso, imprescindible.  
El hombre de la parka debía de tener entre veintisiete y treinta años; su apariencia era la de un oficinista de menor nivel y su delgadez, la típica de quienes se podrían dar un banquete sin sumarle al cuerpo un solo gramo. Sus ojos iban y venían, huidizos; el pelo opaco peinado hacia atrás dejaba al descubierto dos grandes entradas que anunciaban una calvicie inevitable. De lejos tenía un parecido con el malogrado actor John Cazale.
Pensaba, ofuscado, casi echado en la mesa, en la fórmula para dar con su cuento, un cuento diferente, un cuento que sumara los tres pilares que resumieran su perfección: estructura granítica, indestructible, a prueba de agua y de sal; argumento desconcertante con un final sorpresivo que dejara deslumbrado al lector; estilo afilado, de tono neutro; y de llapa una suerte de fuerza invisible: la chispa revolucionaria que lo dejase anclado en un momento de la historia. Había tantos cuentos que respondían a esa fórmula, las estanterías de la biblioteca se hallaban rebosadas de obras maestras que lo llamaban con sus manos de papel. Era cosa de recordar, agitar, sintetizar, crear algo nuevo a partir de algo consagrado; mirar un poco hacia afuera y mezclar con lo que guardaba en su interior. Pero seguía enrabiado consigo mismo; no era capaz de hallar la fórmula, no andaba ni cerca; llevaba meses viviendo dentro de una tortura abstracta; sus problemas no lo dejaban en paz, y el frío ni siquiera era uno de ellos. El plazo vencía...
De aquel libro, al que acudía con esperanza y obsesión, había leído la opinión de Truman Capote, laureado escritor con menos ambiciones que las suyas, para quien la forma correcta de un relato era "simplemente descubrir cuál es la manera más natural de contarlo"; esto es, un cuento que no pudiese ser narrado de otro modo. 
Faulkner confesaba en el mismo volumen que el entorno ideal del escritor es "cualquiera que pueda proporcionar ciertos niveles de paz, aislamiento y placer a un costo no demasiado elevado. Si el entorno no es el adecuado -agregaba-, lo único que conseguirá es que le suba la presión, y desperdiciará demasiado tiempo combatiendo su frustración y su rabia".
Hemingway ponía un énfasis especial en la seguridad financiera y las preocupaciones. "Se puede escribir en cualquier momento, siempre y cuando te dejen en paz y no te interrumpan. En ese caso, la seguridad financiera es una gran ayuda, pues te quita preocupaciones. Las preocupaciones destruyen la capacidad de escribir". 
Volvió sobre los párrafos que habían llamado su atención. "Si el entorno no es el adecuado, lo único que conseguirá es que le suba la presión, y desperdiciará demasiado tiempo combatiendo su frustración y su rabia". La fórmula estaba al alcance de la mano: un cuento natural escrito por un hombre libre de preocupaciones financieras, en un entorno adecuado. El congelador en que mataba sus tardes era el mejor entorno de que disponía para dar a luz su creación. Y la fecha se acercaba...
Maldecía su suerte sobándose las manos, abrumado ante su vacío, ante su incompetencia para fabricar novedades y movimiento en sus personajes, que seguían estancados, como sucede luego de una tarde en la hípica. Eran cuatro, anotados en el cuaderno. Un hombre, una niña y dos mujeres, formados como piezas de ajedrez o distribuidos como figuras en una plaza de pueblo, insustanciales. 
Por muy sinceras que fuesen, tal vez por eso mismo, las opiniones de los maestros se le devolvían con los ecos de una farsa: eran frases que reposaban sobre el colchón de la fama, se apoyaban en el respaldo del estrellato; podían ellos decir lo que quisieran y resultaría brillante. De allí que se afirmara en su idea, la geométrica o botánica, la teoría del árbol que abre sus ramas, ramas que a medida que crecen hacia el cielo van determinando la mediocridad o genialidad de una creación. Así, un cuento resultaba ser como un juego de competencia, con la pequeña diferencia de que él podía ir atrás las veces que quisiera. Pero advertía que eso le servía de poco: un buen jugador siempre le termina ganando a un mal jugador, entendida la comparación como la mano que se estampa en el hall de la fama. Mientras más tiempo pasaba, los golpes en su contra iban repitiéndose y el cuento se diluía aplastado por una movida cualquiera, como tantos otros. 
La cruda verdad, cuya alborada comenzaba a intuir, era que no servía para el oficio, que no tenía dedos para el piano, como reza el adagio. La vida le había dado oportunidades, como a los demás escritores, y no las había tomado, no porque no hubiese querido; es más, habría dado una mano por tomarlas, como la dio Cervantes, sino porque nunca sabía dónde estaban, jamás las veía. Los argumentos podían pasar por su lado, vestidos estrafalariamente, y no se daba cuenta. La continuidad, el movimiento, era como la imaginación cuando se pega en una imagen y no avanza. ¿De qué le valía entonces el consejo de Capote, si ni siquiera sabía cuál era la forma natural de contar su cuento? ¿De qué le valían las palabras de Hemingway y Faulkner, si no disponía de un entorno ideal y menos, de alivio financiero? Lo único que le quedaba era echar ramas en su árbol famélico, el árbol de la primera persona, el árbol del centro del desierto. 
No conseguía desprenderse de sí mismo. Coincidía con sus "colegas" en que un escritor con problemas equivale a una página en blanco. Y por ser problemas de la talla de los que sufre todo el mundo es un milagro que produzca un párrafo.
La puerta de la biblioteca se abrió con suavidad; entró una mujer con una niña en brazos. La bibliotecaria se concentró en la escena. La mujer ojeó el lugar hasta encontrar a la persona que buscaba. Se acercó en puntillas y le susurró por encima del hombro: "Mario..." 
El hombre de la parka, el hombre que luchaba contra sus demonios creativos, volvió el rostro, desconcertado. "... La niña está ardiendo en fiebre".
La bibliotecaria reparó en las ojeras, los labios azulados, los jadeos de la pequeña. El hombre se levantó y las acompañó al paradero, en la esquina de la plaza. La bibliotecaria miró por la ventana. La mujer arropaba a la niña, mientras el hombre, cabizbajo, se rascaba el pelo. Con un hilo de voz, ella le repetía algo con insistencia; él sacó unos billetes del bolsillo, se los entregó y les dio la espalda. Estaba a punto de entrar nuevamente a la biblioteca cuando lo que pareció ser el signo de un detestable remordimiento en su rostro lo hizo devolverse al paradero. Pasó una micro, subieron los tres y la máquina continuó su recorrido.  
La bibliotecaria se dio a la tarea de volver a las repisas los volúmenes devueltos ese día, como si evitara volver la mirada al retrato.
La epidemia alcanzó su punto más alto. La televisión explotaba el sufrimiento humano; las portadas de los diarios mostraban escenas de conmoción en hospitales, cementerios. Algunos de los títulos recogían frases que culpaban a las autoridades, otros se remitían a la fuerza natural del fenómeno. Se vivía una sensación generalizada de duelo, a la que se sumaba la pérdida del asombro, odiosa compañía que suele teñir de gris los males que se van quedando en el ambiente.
Cuando el hombre entró nuevamente a la biblioteca habían pasado tres semanas. Lucía demacrado; su parka daba cuenta del gusto que se estaba dando el sebo sobre ella. La encargada le hizo un leve gesto, equivalente a un saludo. Extrajo del escritorio el cuaderno y el lápiz olvidados en su última visita y se los puso sobre el mostrador. El hombre los tomó severamente, pidió el libro de costumbre y se sentó en su rincón. El plazo había vencido, pero nunca faltaba un concurso al que postular.
Releyó lo anotado:
"Los grandes escritores se burlan de mí en mis propias barbas. Ellos saben y adivinan, por eso confiesan sus secretos sin dar la fórmula que resuma su perfección: estructura granítica, argumento con final sorpresivo, estilo neutro, y una chispa revolucionaria que lo deje anclado en un momento de la historia. De lo que entiendo, sería entonces cosa de recordar, sintetizar, mirar un poco hacia afuera, mezclar con lo que guardo en mi interior y contar el asunto de una forma natural. Pero afuera no veo nada digno de interés y por dentro sigo enrabiado. No soy capaz de hallar la fórmula, no ando ni cerca; mis problemas no me dejan en paz, y ahora ni trabajo tengo...
¿Cómo se escribe un cuento natural? ¿Admitiendo mis limitaciones? Eso sería para mí un cuento natural... pero entonces... sería un cuento limitado... porque yo soy un escritor limitado... eso no conduce a ninguna parte... Tal vez un cuento sobre un hombre hundido en deudas, víctima de injusticias laborales... qué ordinario... Un cuento con amantes... qué vulgar... Mejor un cuento fantástico, alejado de mi inteligencia y cercano a mi alma... O un cuento hípico, vicioso... Sí, pero... dónde meto a mis personajes... Y cómo mejoro mi entorno... con qué plata... 
Mala suerte... me afecta, me destruye el vacío al que me han llevado... mi incompetencia para fabricar personajes... Pero voy a resistir, la vida no me la va a ganar... escribiré un cuento y ganaré un concurso... y seré famoso... Saldré en diarios y revistas... firmaré ejemplares... la plata entrará en carretillas... Jajajá... Soñar no cuesta nada... Perros babosos..."
La nube de desaliento pareció verse recompensada por un rayo de inspiración que le iluminó los ojos. Antes de que la idea se le fuera de la cabeza tomó el lápiz y escribió:
"Un golpe de suerte
Jack abandonó la oficina sin despedirse de su jefa, que lo miró con la boca abierta. Le dijo que no volvería más y la jefa le echó una maldición y después contrataron a otro empleado. Pero a Jack no le importó quedarse sin trabajo, porque sus planes eran más ambiciosos. Tomó un taxi y se fue a las carreras... En la última carrera, cuando todo estaba perdido, Jack le apostó a un caballo llamado... Relincho... y se ganó el premio trifecta... Sí, voy bien... Un cuento afortunado con final trágico... Jack se va a celebrar a un casino, gasta la mitad del premio en fichas y... cuando llega a la casa... su mujer lo reta porque llegó tarde... su hija no puede decirle nada... está... durmiendo...
¿Y qué sigue después? Lo dije todo en un párrafo y no se me ocurre qué agregar. O sea... si al otro día la jefa le tocara la puerta y le pidiera que volviera al trabajo... pero Jack no quiere volver a ese trabajo... le diría que no... Entonces aparece de nuevo su mujer y le pide plata... siempre plata... todo se reduce a la plata... qué vulgar... A Jack le queda aún del premio y le da unos billetes, pero se guarda la tajada del león y vuelve a las carreras..."
Una niña que asomó la cabeza por la puerta le rompió la inspiración. La encargada la reconoció. La niña corrió enérgica hacia el hombre de la parka; su madre esperaba afuera. Saltó a sus rodillas y lo abrazó. "¡Papito, vamos a jugar a la plaza!"... 
"¡Shhh!...", la hizo callar la bibliotecaria.   
El hombre condujo a la niña de la mano, la dejó con su madre, discutieron unos segundos y se devolvió a la biblioteca.

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