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viernes, septiembre 30, 2022

El hombre nebuloso y sus ramificaciones

He completado treinta años siguiéndole la pista al hombre nebuloso. En esta suerte de viaje sin meta geolocalizada -por usar un término de moda- me he topado con personajes extravagantes; un hombre que crecía y decrecía en el lapso de horas, un regulador del clima al estilo del poeta Imlac ideado por el doctor Johnson; una mujer profeta que hablaba una jerigonza que bautizó con el nombre de castellanéts, un cartero muerto por el peso de una goma de borrar, un oceanógrafo que se internó en un país submarino bajo el Ártico, un distribuidor de almas llamado Carlos J. Veloso. Esos y varios más (si continuara dando ejemplos, el objetivo de este informe parecería más bien un expediente descriptivo antes que exploratorio) terminaron guiando mi existencia por una corriente imprecisa e imperfecta, hasta llevarla a lo que calificaría como una laguna de vaga incertidumbre. Lo que cuenta, al margen de estos arrestos metafóricos, es que hasta el momento no he podido dar con el paradero del hombre nebuloso, y los años ya me pesan. 
El hombre nebuloso tiene nombre y rostro, está a la vista de cualquiera, pero es inubicable. Empresas que utilizan métodos científicos han invertido años de estudio para dar con él, sobre la base de una curiosa hipótesis que postula que va entregando la posta de su título de un sujeto a otro; esto es, va cambiando de identidad. 
Pero no han logrado nada. Ni siquiera han logrado establecer su género o su edad; de allí que bien podría hablarse de la mujer nebulosa, del viejo nebuloso, de la chica nebulosa, nombre este último más propio de una banda de animé antes que de una tentativa sociológica.  
De los datos recibidos, uno lo situó en lo más profundo de la Araucanía, mas cuando accedí al escondite solo hallé ropas viejas tiradas en el piso. Una funcionaria de aduanas aseguró haberlo visto en la frontera con Perú y Bolivia, pero esa pista resultó ser un volador de luces. La capital, desde luego, ha sido el área más estudiada, y así podría seguir nombrando tantos pueblos, tantas plazas, tantas esquinas en las que yo mismo me he visto involucrado haciendo preguntas difíciles, escarbando en lugares inapropiados, metiéndome de contrabando en casas a las que no había sido invitado.
Y todo para qué. Para hacer el ridículo. Para dar apenas con atisbos de promesas.
A través de una dama bien conocida en el mundo de las comunicaciones conocí años atrás a un coronel en retiro del ejército. Fuimos entrando en confianza después de una distendida charla en el café y convinimos en volvernos a reunir en el viejo restaurante Lili Marleen que, como se sabe, cerró sus puertas para siempre tras lo que se dio en llamar “estallido social”. A la cita acudió con su amiga, además de su discreto guardaespaldas, quien se ubicó en la mesa próxima a la puerta, siempre disponible para esos efectos. El garzón nos condujo a una habitación reservada. Al calor de las cervezas al coronel se le fue soltando la lengua; en un momento dado elevó un brindis en voz alta por “Su Excelencia”; de inmediato varios comensales emplazados en el comedor central se pusieron de pie como un resorte y asomaron sus cabezas. Exasperada ante el giro que tomaba la cena, su acompañante ideó una excusa para retirarse. El coronel y yo terminamos la velada degustando un whisky japonés. Dos espadas cruzadas en el muro revestido de madera de raulí le daban un aire heráldico a la pieza.
Entendí que el coronel era un analista y que su talón de Aquiles, una vez relajado, consistía en dejarse llevar por la tentación de elaborar profundas reflexiones sobre el acontecer nacional e internacional, observaciones que desembocaban en hipótesis incomprensibles para un cerebro desinformado en esas materias, como el mío. A diferencia de la mayoría, sin embargo, él no lo hacía para alardear de sus conocimientos, sino para advertir a quien lo oyera, en un tono cuasi patológico, que el mundo se encaminaba al despeñadero.
Esa noche, ligeramente fastidiado por la fuga de la dama y el tono estratégico filosófico en que se sumergía la conversación, le confesé de sopetón mis vanos intentos por dar con el hombre nebuloso. Al coronel le cambió el semblante -tal parece que él mismo se cansaba de repetir su papel- y pasó a relatarme una historia que lo ligaba a ese personaje. La ingesta alcohólica que intoxicó ese momento me impidió reconstruir con exactitud sus palabras al día siguiente, de modo que lo que he logrado rescatar es un opaco resumen.
Según el coronel, durante los “años de oro” del gobierno militar, “mi general me ordenó buscar al hombre nebuloso hasta que fuese encontrado”. El objetivo era estudiarlo en todas sus variables, tanto orgánicas como etarias y económicas, pero principalmente psicológicas, con el fin último de aniquilar cualquier indicio de rebelión en la masa ciudadana, pues los aparatos de inteligencia asumían su existencia como la del “chileno típico”, también llamado “adalid de la mayoría silenciosa”.
En aquel tiempo, recordaba el coronel, esa búsqueda y esos estudios podían realizarse sin problema alguno  y de ser hallada, a tal persona se la podía retener en una oficina secreta el tiempo que fuese necesario.
Añadió que no pasaron ni quince días cuando el encargado de la dirección de Inteligencia recibió un informe oral de uno de sus subordinados. El hombre nebuloso vivía en una población de la comuna de Pudahuel. Se llamaba Roque Toledo Garay, era casado, tenía tres hijos y trabajaba de auxiliar en la municipalidad. Acababa de cumplir 54 años. El coronel afirmó que cuando el director de Inteligencia le entregó esa información citó al alcalde a su despacho y le dio a conocer el interés del Gobierno por Toledo Garay, sin precisar detalles, de modo que en cosa de minutos el alcalde le otorgó al trabajador una licencia indefinida. Con el permiso en la mano, el coronel recogió al hombre nebuloso, lo trasladó en un vehículo de vidrios polarizados a su modesta vivienda, habló con él y su mujer, les hizo firmar unos papeles y se lo llevó a una casa de dos pisos ubicada en la comuna de Ñuñoa, donde Toledo Garay fue sometido a diversas pruebas por más de un mes. Acabado el estudio fue regresado intacto a su hogar y a su trabajo. El hecho no dejó huellas y nadie se tomó la molestia de hacer preguntas, dada la irrelevancia del personaje.
Entre tanto, otro brazo del departamento de inteligencia llegaba a las oficinas de la dirección con una mujer de la cual esos funcionarios afirmaron que se trataba del hombre nebuloso; en rigor, la mujer nebulosa. Su nombre era Eugenia Oses Riquelme, dueña de casa de 72 años. Una tercera célula apareció con Milton Castaño Órdenes, profesor primario de 41 años, al que definieron “sin asomo de dudas” como el hombre nebuloso. Los agentes esperaban recibir un bono por la diligencia demostrada en el encargo, mas lo que surgió de los ojos del director fue un rayo de furia. Ya habían encontrado al hombre nebuloso, estaba en manos del coronel y era motivo de experimentos. ¿Para qué descubrir nuevos ejemplares? ¿No se daban cuenta de que el hombre nebuloso no podía ser más que uno solo? ¿Con qué vigor golpearía la mesa Su Excelencia si se llegaba a enterar de la ineptitud de su aparato de inteligencia?
Así fue como la mujer, el profesor y otros cinco o seis aspirantes a hombre nebuloso fueron devueltos a sus domicilios, y el trabajo se concentró en Roque Toledo Garay.
Poco y nada recuerdo de este último personaje. La avanzada hora de la noche y el whisky japonés complotaron para hacerme oír su historia con los ojos entrecerrados, lo que me ha hecho conjeturar que aquella fue una irónica maniobra ideada al vuelo por el coronel. Aun así, me quedó grabada en la memoria la frase que en un momento dado soltó acerca de su personaje. La dijo con la pasión de alguien a quien una sala repleta de investigadores no le podría objetar desde ningún punto de vista el descubrimiento que presenta, o lo que es similar, de alguien que posee la fe del iluminado, por no decir del carbonero. “Roque Toledo Garay, nuestro hombre nebuloso, fue un ser cambiante, de escaso sentido ético y nulas motivaciones políticas, al que se le pudo guiar a placer mientras se le dio en el gusto”, fue la síntesis de su mensaje. Por ejemplo, citó, en los primeros días de su encierro evidenció miedo e intranquilidad y se ensimismó, se replegó, mostró una conducta huidiza. Luego se fue soltando, trabó amistad con sus custodios y con los psicólogos, cientistas sociales y psiquiatras que lo visitaban diariamente. En los últimos días del encierro, habitando una pieza con televisión a color, refrigerador bien abastecido, comidas caseras en las que nunca faltaba la carne, el hombre nebuloso se manifestó plenamente satisfecho, como si su secreto sueño pequeñoburgués al fin se hubiese cumplido. Las necesidades estaban cubiertas; se le permitía, acompañado, dar un largo paseo diario por el barrio, se le proporcionaba atención médica gratuita y cada viernes recibía un sobre que incluía un no despreciable estipendio. Recuerdo que le pregunté cómo había terminado la historia. El coronel sostuvo que al hacerse evidente que el estudio llegaba a su fin y que pronto iba a ser devuelto a su hogar, Toledo Garay sugirió que su familia se sentiría mejor si él extendía su permanencia “por un tiempito”. Apeló a “su familia” para no dar una señal de egoísmo. Ante la respuesta negativa sufrió una decepción. Devuelto a sus funciones en la municipalidad, íntimamente pareció sentirse traicionado y con el tiempo terminó convertido en un férreo opositor al gobierno, pero entonces ya casi no se le seguía la pista, había dejado de ser el hombre nebuloso y Su Excelencia tenía asuntos más importantes que atender.
Es lo que recuerdo. Lo más complejo del caso, los datos realmente interesantes que me dio a conocer el coronel sobre el manejo que se hizo del hombre nebuloso, su acabado estudio, las derivaciones de su pensamiento ante los cambios que le ocurrían, sus reacciones físicas, anímicas; en síntesis, y era lo que importaba, por qué mudaba con tanta ligereza su opinión ante el acontecer político y los actores que lo protagonizan, y por quién finalmente depositaría su voto en las urnas, todo eso medido científicamente, no lo recuerdo. 
Fue lo más cerca que se estuvo de dar con su paradero. Ya nada pude esperar del coronel: meses después acabó despidiéndose con cierta nobleza de este valle de lágrimas, si por nobleza se entendiera una muerte digna, en una cama de hospital. En cuanto a mí, jubilé del oficio que me facilitó en gran medida los medios para su búsqueda. Sin excusas para salir todos los días a la calle a rastrearlo, la motivación se diluyó y la historia cayó en una trampa, en una red que la atrapó y la recubrió de sebo. El hombre nebuloso quedó abandonado a su suerte, cual si fuese un hombre radiante que las tinieblas poseen la rara capacidad de ocultar en su densidad. 
Hace una semana, en una de mis largas caminatas matutinas, me surgió de pronto la posibilidad de una salida a esta investigación fallida. En un segundo asocié el caso del hombre nebuloso a una idea que me ha venido persiguiendo durante años y que cada vez que abordo me confunde las neuronas que pululan dentro de mi cabeza. Quien estaba cantado para sintetizar el asunto no era otro que Eduardo Jiménez, personaje que se ha hecho conocido en el mundo de las redes sociales bajo el seudónimo de Sicofarsa. Avaló mi tincada el hecho de que Eduardo posee amplios conocimientos en materia de recursos humanos, antropología, sociología y psicología, que su deseo de reconocimiento sobrepasa el de la media y lo lleva a hacer apuestas un tanto temerarias, y que conoce y entiende mi estilo periodístico y literario.
Lo llamé por teléfono y convinimos en reunirnos en un café en el centro, cerca de su departamento. Sentados ante dos tacitas humeantes repasamos nuestras vidas. Pronto se adueñó de la conversación, ansioso de dar a conocer sus teorías. Corrían los minutos; me vi en la necesidad de interrumpirlo. Con el lenguaje atropellado e impreciso que me caracteriza, le hice ver que lo había invitado al café porque su experiencia me podía ayudar a terminar esta crónica, cuento, informe o lo que sea, sobre el hombre nebuloso, para el cual no encontraba salida. Eduardo no pareció molestarse de que lo sacara de sus elucubraciones; sonrió, como siempre lo hace al hablar, mantuvo sus ojos en un modo inquisitivo y preguntó veloz qué era eso del hombre nebuloso. Me atreví entonces a intentar previamente el desarrollo de esa idea que me viene persiguiendo y que enreda mi intelecto, la que por sí misma debía explicar el derrotero que habrá de seguir este relato.
“Como sabes –le dije-, el escritor de un cuento típico no puede inventar una ficción si antes no se apoya en la realidad, porque el cerebro humano es incapaz de imaginar algo que no existe, de modo que para crear precisa imágenes que ha visto o imágenes que no ha visto pero que imagina sobre la base de los datos de que dispone. Ahí están los cuentos sobre fantasmas, extraterrestres, platillos voladores, mundos extraños en planetas inexistentes, ciudades desconocidas, sufrimientos del alma o lo que se esconde detrás de una simple risa. La imaginación se echa a volar con el conocimiento”.
Eduardo esbozó una sonrisa compasiva; aclaró que entendía mis palabras, pero ignoraba hacia dónde apuntaban. Le confesé entonces mi antigua obsesión, consistente en lograr que sea el cuento el que modifique la realidad, y no, como decía, la realidad la que fuerce al cuento. Y se lo expliqué, no con estas mismas palabras, porque ahora al escribir las mejoro:
“He dado este ejemplo otras veces; lo llamo el postulado del príncipe y la rana. Se trata de dos amantes que viven separados por la distancia y nunca se han visto. Una noche él la llama por teléfono y le plantea un acertijo: por la mañana me verás, por la tarde me hablarás, por la noche me besarás. Ella se estremece. Con el tiempo viaja de sorpresa a conocerla y se disfraza de mendigo. Por la mañana ella se dirige a su trabajo y se topa de frente con él, pero no lo reconoce. Por la tarde, siempre disfrazado, el amante la espera a la salida de la oficina y le regala una ranita verde de yeso; le dice que si la deja debajo de su almohada aparecerá su príncipe azul. Ella acepta el obsequio y se lleva la ranita, otra vez sin reconocerlo. Por la noche el amante, ya sin el disfraz, llega al edificio donde habita ella, y desde la calle la llama por teléfono. Al oír su voz le pide que vaya a su cama, saque la ranita y se asome a la ventana. Ella le obedece. Allí divisa a su príncipe debajo del balcón y lo invita a su habitación, donde se besan”. 
Le hice ver entonces a Eduardo que el postulado del príncipe y la rana trata de un amante que construye su dramática realidad a través de la ficción, y no al revés.
Mi amigo pareció impacientarse; dio a entender que debía regresar a su departamento, donde lo esperaban a almorzar. “Y te aseguro que no será una sorpresa cuando mi mujer me vea entrar”, bromeó.
Yo mismo echaba a perder mi plan, de modo que fui al grano y le anticipé que entre él y el hombre nebuloso había una relación. “Como en la historia forzada del príncipe y la rana, he ideado que tú modifiques la realidad y conduzcas este cuento al fin que se merece –Eduardo se iba entusiasmando-. En síntesis, y a propósito de los enormes cambios que en tan pocos meses ha experimentado la opinión pública en materias como los postulados de la Convención Constitucional, la conducción del gobierno o la violencia como método político para cambiar la sociedad, yo postulo que el hombre nebuloso es un chileno o chilena que representa los cambios de opinión de la gente. Una cifra estadística, pero al mismo tiempo una figura de carne y hueso. Lo que siga de este cuento dependerá de ti”.
Pleno de vigor, reaccionó al instante: 
“¡Ah!… pienso que… entonces… Sicofarsa tiene que ser el huevón farsante. Te va a decir: ¡Usted llegó al hombre indicado, al que sabe! –pero bajando la voz, agregó-. Dicho esto, te anticipo que es imposible encontrar al hombre nebuloso, porque son muchos. Tu tesis está equivocada”.
Le sostuve que el hombre nebuloso era uno solo, pero que me estaba costando un mundo hallarlo. Su voz tomó un cariz compasivo. Replicó:
“Lamordes, la conclusión final es que no es uno solo. Sicofarsa resultó ser tan nebuloso como el que estaba desentrañando. Es como estos que hacen las evaluaciones del desempeño. Viene un jefe, te evalúa y te evalúa mal; pero viene un jefe de arriba y lo evalúa mal a él; y a ese jefe también. O sea, ¿dónde está la real evaluación? ¿Quién evalúa bien? Para que quede claro, el hombre nebuloso no existe. Lo que hay son tipos como tú o como Sicofarsa, que creen que pueden encontrar al hombre nebuloso y no se dan cuenta de que tú y yo, como casi todos, somos nebulosos”.
Intenté una pobre réplica. Afirmé que él también lo buscaba.
“Yo lo busco por intermedio de la ciencia –dijo-. Y qué me dice la naturaleza humana: la naturaleza humana es una, pero la gente no es exactamente igual. Todos tenemos algo de búsqueda de estatus, unos más, otros menos; todo el mundo es más concreto que abstracto, pero unos son más abstractos que otros. Tú empiezas a juntarlos pero nunca vas a encontrar uno igual al otro. Lo que tú estás haciendo con el hombre nebuloso es encontrar un estereotipo, y eso no existe. Es como decir que todos los africanos son tal cosa”.
Le insistí con el ejemplo más básico de todos, las últimas votaciones en nuestro país. Para la elección de una nueva constitución el hombre nebuloso votó a favor en un 78 por ciento. Para el plebiscito de salida, el mismo hombre nebuloso votó en contra en un 62 por ciento. “Ahí te estás equivocando estadísticamente –reaccionó-. Porque en la primera ocasión votó el 50 por ciento no más. Por lo tanto ese 78 corresponde como al 37 por ciento. Son los mismos que votaron por el apruebo”. Le pregunté si estaba escondido ahí el hombre nebuloso. Me dijo que no, porque no votó. El ejemplo no servía.
Volví a la carga. “¿Sostienes que el hombre nebuloso no cambia de opinión? ¿Por qué las encuestas, semana a semana, muestran diferencias en torno a la popularidad del Presidente? Es porque el hombre nebuloso está cambiando de opinión”.
Eduardo se mantuvo en sus trece. “No, no es porque sí. Es porque el tipo promete una cosa que no puede cumplir”.
Pero el hombre nebuloso se va amoldando, le recordé.
“Así vive la vida, pero ese no es un hombre nebuloso. El hombre nebuloso vive en un medio ambiente y lo que hace es procesar lo que ese medio ambiente tiene. Si a mí me prometes pagarme algo y no lo haces, mi reacción normal es no aplaudirte, es desecharte. Pero no es que yo haya cambiado, es que el ambiente cambió, no yo”.
Eduardo, o Sicofarsa, llevaba el cuento hacia su corral, a pesar de mis contrapreguntas. Postulé que con ese razonamiento sería mucho más fácil dar con el hombre nebuloso, porque es un sujeto de ideas muy fijas, que es fácil de detectar. La réplica vino como látigo:
“Si tú te juntas con todos tus compañeros de colegio, ellos van a decir que Lamordes no cambió casi nada. Tú no cambias mucho, pero tus decisiones sí han cambiado, porque el medio ambiente en que tú te mueves cambia. Si se te enferma un hijo y lo llevas al mismo médico varias veces y sigue enfermo, tú cambias de médico. ¿Cambiaste de opinión? No, es el medio ambiente el que te está indicando que vayas a otro médico, porque tu hijo no se mejora. Entonces, se me ocurre que tú podrías partir tu cuento buscando al hombre nebuloso, para llegar a la conclusión de que el hombre no es el nebuloso, sino el medio ambiente. Son todas las personas, como actúan, las que terminan haciendo un mundo nebuloso en el cual las personas responden de distintas maneras, dependiendo como son”. 
Recordé a mi amigo el coronel y le pregunté si no se atrevería a caracterizar al hombre nebuloso poniéndole el mote de “mayoría silenciosa” o de “chileno medio”. Pero para Eduardo esa calificación no resultaba creíble, porque ni él ni yo éramos iguales. “Compartimos el 99,99% de muchas cosas, pero siempre hay una diferencia. La vida entera es diversidad. Por eso no podemos encontrar al hombre nebuloso. Porque estamos buscando mal. En tu cuento tú podrías empezar buscando, y empiezas a encontrar a muchos hombres nebulosos y te das cuenta de que Sicofarsa también es el hombre nebuloso, en el sentido de que ha cambiado de opinión, pero no de comportamiento. En tu cuento Sicofarsa debería terminar llorando en tus brazos, porque en realidad no pueden encontrar al hombre nebuloso”.
Afirmé que el factor económico hace cambiar de opinión, de suerte que si se le da dinero, el hombre nebuloso estará contento y si no se le da, estará enfadado.
“Todo es economía –dijo Eduardo-. Tu problema es que le estás llamando nebuloso al ser humano normal, que no es nebuloso. Si tú no tienes casa, no tienes miedo a perderla. Si tienes casa, tienes miedo a perderla. Pero eso es el medio ambiente. Tienes la casa o no tienes la casa. Tú te propusiste encontrar al hombre nebuloso y puedes terminar descubriendo que no existe”.
¿No existe? Y al hacerle la pregunta, casi me sonó a penosa capitulación. Eduardo miró el reloj y decidió darle fin al relato:
“Al Sicofarsa que no es el farsante que dijo ser, la historia se le empieza a complicar; y Lamordes, el entrevistador que empezó con esta historia de buscar al hombre nebuloso, empieza a dudar y hace dos o tres preguntas que hacen que Sicofarsa finalmente no tenga respuestas y se empieza a derrumbar. Así veo el final de tu cuento”.
La receta del único cuento perfecto no existe, como alguna vez le leí a Pablo Azócar. Hay numerosos cuentos perfectos y no se parecen en nada, salvo en que están escritos de una forma perfecta: no falta nada y nada sobra. Para mi modesto juicio, Una salita cerca de la calle Edware, de míseras tres páginas, y Enoch Soames, de casi cincuenta, son cuentos perfectos. La garra de mono, de W.W. Jacobs, también. La noche boca arriba. Casi todo Rulfo. Odradeck, de Fafka; Amor, de Chejov; hay tantos. No está en mi ánimo comparar mi relato con esas lumbreras; el mismo Eduardo diría más tarde que el desperdicio del personaje del coronel y la posterior irrupción de Sicofarsa lo terminaron hundiendo. 
Ese día, al despedirnos, le propuse enviarle el texto con la transcripción de nuestro diálogo. Mi idea era que sus futuros comentarios constituyeran el final definitivo del cuento. Persistía así en la tozudez de la búsqueda de una historia que va construyendo la realidad, al contrario de quienes la usan para remodelarla.
Nos volvimos a encontrar luego de dos meses. El cuento inacabado me había obligado a llamarlo, ya que no daba señales de vida. Apenas nos sentamos noté que deseaba hablar de otra cosa. Aun así se vio en la obligación de hilvanar comentarios, tal como adelanté, reprobatorios. “Lo leí dos veces. Es un relato inteligente, una buena crónica, especialmente en la parte del coronel. Pero baja con la entrada de Sicofarsa. Deberías tratar de recuperar al coronel… él podría ser el hombre nebuloso, no crees?”, postuló. 
Mi amigo se entusiasma cuando es desafiado en el plano creativo, de allí que su cerebro continuara dándole vueltas a la idea.
“Mi conclusión es que el hombre nebuloso no existe, pero lo podríamos crear. Otra opción es que todos seamos el hombre nebuloso, pues no hay nadie que no cambie de opinión según las circunstancias que van moldeando su destino. La singularidad es que estadísticamente debería haber en alguna parte de la tierra un hombre no nebuloso. Por lo tanto, al que hay que buscar es al hombre no nebuloso”.
Desestimada la hipótesis original sentí que volvía a caer en un pantano. Eduardo me miraba con sus ojos claros; toda su persona se hallaba envuelta en un aire de alegre angustia. Me reveló entonces el propósito que lo había llevado a encontrarse conmigo en el café. Quería que ahora yo le echase una mano en un cuento que él había ideado. La trama podía variar un poco, dijo, y en eso pedía mi ayuda, pero la última línea ya estaba escrita: “Elige escribir el cuento”. En eso no admitía concesiones. Sería un cuento de cuatro a cinco páginas. El argumento era el siguiente: un detective privado de tercera categoría recibe la visita de una mujer. La mujer lo contrata y le cuenta que sospecha que su marido la engaña los días miércoles. El detective se instala al miércoles siguiente frente a la oficina del marido y comprueba que las sospechas son ciertas: a la salida del trabajo se ha encontrado con una dama en una plaza y se han dirigido a un motel. Documenta fotográficamente el ingreso, los sigue cuando se retiran y detecta que ambos entran por separado al mismo edificio. La dama resulta vivir un piso más abajo que el marido infiel. Hace el reporte, recibe el dinero y acaba la primera parte. Semanas más tarde recibe la visita del marido infiel. Este le pide que siga a su mujer, porque cree que lo engaña los días martes. Y en efecto, el engaño se comprueba y la casualidad dictamina que el amante vive un piso más abajo que su mujer, todo registrado por la cámara fotográfica del detective. La última parte del cuento es la que le da el giro insólito, afirma Eduardo. El detective no ha quedado satisfecho y por su cuenta vigila el edificio el día jueves; descubre que a eso de las siete de la tarde salen juntas las dos parejas. Los dos hombres van tomados de la mano, suben los cuatro a un automóvil y se dirigen a un motel.
Le sugiero que escriba ese relato más allá de la anécdota, dejando en la nebulosa las reacciones de ambos al saberse engañados. En el fondo, sería un cuento en un tono tragicómico en que el engañado sería posiblemente el detective. 
Pero Eduardo alega que tiene demasiadas cosas que hacer. El solo hecho de sentarse frente al computador a escribir un cuento como ese lo cansa. Promete darse quince días para intentarlo y si tira la toalla, tal vez me regale la idea.
-Si se diera ese caso, solo te pido que conserves el final –me recuerda.
-¿Cuál es el final?
-Cuando el detective descubre a este cuarteto le surgen dos pensamientos. El primero es exigirles redoblar sus honorarios por haberles hecho más feliz la vida a los cuatro. El segundo es escribir un cuento. Elige escribir el cuento.

miércoles, septiembre 21, 2022

Supe de un señor...

Supe de un señor que toda la vida anduvo con mujeres jóvenes y que a la hora de elegir a la compañera de sus años dorados se inclinó por una de su edad. Al poco tiempo a la mujer se le declaró un tumor en el cuello. 
Supe de una pareja que se llevaba bien, aunque por la noche él se bebiera ocho cervezas. Los unía cierto apetito artístico e intelectual.
Supe de un músico que llenó su semana con cuatro conciertos mientras su hijo de seis años se iba al sur con su abuela.
Supe de un jubilado ansioso al que le disminuían los ingresos y que vivía imaginando tragedias.
Supe de un columnista que se saltó una estación del año en su comentario semanal.
Supe de una mujer entregada a su oficio pedagógico; alegre y optimista por fuera, insegura por dentro.
Supe de un matrimonio entrado en años que pasó el Dieciocho en el norte chico. Viajaron a ver el desierto florido, pidieron unas empanadas de locos en el pueblito de Carrizal Bajo y a la primera mascada sintieron que estaban aliñadas con azúcar.
Supe de un día que amaneció frío y soleado; supe de un dictador que llamó a 300 mil reservistas y puso la bomba nuclear sobre la mesa.
Todo esto que cuento lo supe en un lapso de minutos.  

martes, septiembre 13, 2022

El asesino del teatro

El espectador camina entre las butacas, se detiene frente a dos ancianas sentadas en la fila contigua, la fila de más atrás. Los tres han decidido agacharse, sacando solo las cabezas del respaldo. Al igual que el teatro entero, intentan protegerse del asesino. El espectador les inventa frases de consuelo, pero apenas se retira, una de ellas se lo echa en cara y le masculla algo así como hipócrita
Anda por el pasillo lateral, donde se une a un grupo de asustados que forman una larga fila, de cuatro a cinco personas por línea. Minutos antes el locutor ha anunciado que el asesino ejecutará a cinco de los  asistentes a la función.
El asesino puede ser cualquiera de ellos, hasta podría ser el espectador, con la diferencia que el espectador sabe que no lo es, aunque los demás no lo sepan. Bien miradas las cosas, todos podrían pensar lo mismo en su fuero interno, de modo que si nadie es el asesino, alguien  tiene que ser, lo sepa o lo ignore. Es una inferencia bastante rara, o ingenua, que entronca con un asunto de corte psicológico o del tipo existencial.
Al fondo de la sala, antes del hall, uno le sopla: ya van cinco. 
En este teatro las noticias vuelan; o los rumores.
Dos hileras se cruzan, en una de ellas va el espectador, de nuevo hacia la profundidad del teatro; la otra camina hacia la salida, aunque todos entienden perfectamente que nadie puede huir mientras la orden no haya sido dada. 
El locutor anuncia que la tarea se ha cumplido. Gritos de alivio, ¡viva!, ¡hurra!, ¡viva!, abrazos, palmotazos en la espalda, leves comentarios de desahogo, pero la alegría no es completa: sus vidas han pendido de un hilo y cinco personas no pudieron contar el cuento. Lo bueno que ha tenido esta historia, si es que a eso se le puede llamar bueno, es que no se ha visto sangre coagulada en el parquet del teatro, no se han divisado los cuerpos desfigurados de las víctimas, no se conoció la faz del asesino. Ha sido una masacre de una limpieza inmaculada, como pocas en la historia.
El espectador y su mujer entran a la sala de al lado. Pocaza asistencia para un teatro destinado a la difusión de música selecta, encima un público con pinta de aficionados.
Los carteles, escritos a mano. El programa, repetido. ¿Vale la pena entrar por segunda vez a escuchar las mismas obras de Von Weber, Lutoslawski, Baldassare Galuppi, que nunca les entusiasmaron tanto?
Era mejor la idea del baño caliente en el spa, aunque esos baños se caracterizan, ahora que recuerda, por sus bolsones de polvo y pelos acumulados en las esquinas de la pileta angosta. El agua llega al pecho, se camina sin poder abandonar esas esquinas y cuando el espectador mira hacia afuera halla que siempre está a cierta altura.