Visitas de la última semana a la página

miércoles, agosto 31, 2022

Senderos trágicos, pacíficos, cotidianos

Anoche tuve el siguiente sueño: estaba muerto, había muerto de Covid. Caminaba con mis amigos, una especie de cámara nos enfocaba en plano medio, mientras reflexionaba sobre el asunto. 
De modo que el Covid fue capaz de matarme, aun habiéndome vacunado. Esta toma cinematográfica era la prueba.
No había sufrido ningún tipo de dolor, ni molestias. Nada de problemas con la respiración, el olfato, la fiebre. Simplemente había muerto de Covid. 
Sentí que nunca le había tomado el peso a la epidemia y que el hecho debía comunicarlo de algún modo. La peste blanca me había llevado de este mundo; a la muerte se podía llegar por distintos senderos. Había senderos catastróficos, trágicos, accidentales, pacíficos, serenos, cotidianos.

martes, agosto 30, 2022

El misterio del éxito y del fracaso

No basta haber aprendido a leer a los dos años ni haber interpretado a Shakespeare a los diez. Tampoco, haber sido amado y criado en libertad. O haber tenido un padre alcohólico.
Las cosas que suceden, suceden por motivos extraños; la mente adopta su respuesta al mundo ante una caja de fósforos que cae al suelo, un tropezón en una acequia, un chicle que se va por la garganta.
Benicito entró corriendo a mirar por el telescopio, eran las siete de la tarde; alcanzó a ver un poco de la Luna, pero una nube la tapó. Bajó a tocar el piano y jugó con los dedos y las teclas, inventando ritmos y sonidos. Después se fue a dormir con su papá, mi hijo.
Quisiera orientar los misterios que transitan por su alma, mas los años no me han regalado certeza alguna; a esta altura ni siquiera sé qué sabor tiene el éxito ni a qué sabe el fracaso.

lunes, julio 25, 2022

Diferencia entre el periodismo de antes y el de hoy

Cuando se me consultó acerca de la diferencia entre el periodismo de los ochenta y el de hoy, sonreí de buena gana y me dispuse a contestar, a sabiendas de que me metía en un problema mayor, no tanto porque no supiera la respuesta sino porque, sin estar realmente preparado para ir sacando datos del sombrero de mago que es mi mente, había que desarrollarla frente a un público que aguardaba en el espacio al aire libre. 
Me había metido en un problema relativo a la lingüística, esa era la verdad. O en términos más simples, debía hilvanar de la nada una respuesta creíble, debía juntar vocablos que tuvieran el mismo significado y sentido para mí y para los espectadores. Aún así, confiado en que conocía en algo la materia, me dispuse a responder.
"Todo empieza con las máquinas...", quise decir... "Las máquinas...", pero no lograba modular bien las palabras. Por más que trataba de juntar las sílabas me salía algo así como "was buáwiwa...". El imprevisto se me antojó una buena excusa para suspender la disertación, a pesar de que en un momento dado pude pronunciar claramente "las máquinas...", fue cuando mi mujer me tocó el brazo y desperté a medias, aunque de inmediato continué soñando, más aliviado, desligado de la responsabilidad que los presentadores me habían echado sobre los hombros. No es que me sintiese abrumado; era que para esa pregunta requería de un pequeño tiempo de reflexión, que fue lo que me permitió ese roce, de allí que no me canso de agradecerle a mi mujer la ayuda que me presta en ciertos casos.
Lo que realmente quería decir, pensé en el sueño, es que la gran diferencia entre estas dos etapas del periodismo era que en el de los ochenta el oficio se caracterizó por su trabajo grupal, manadas de reporteros que iban juntos de un lugar a otro, convidándose datos, comunicados de prensa, declaraciones de autoridades; y en el de hoy campea el trabajo individual, cada uno en su computador pero alerta a los millones de computadores encendidos a lo largo y ancho del orbe. La paradoja estriba en que mientras en ese periodismo anodino de los ochenta el público recibía noticias diferentes y golpes periodísticos entregados por diversos medios que se jugaban la vida en eso; en el periodismo brillante y colorido de estos días el resultado se parece más a una masa homogénea e insípida de contenido noticioso que a la antorcha de la verdad.
Sumo ya varios años despertando en la mañana con una sensación de desasosiego en la cabeza, como si se me viniera encima un tiempo de angustia. La mayoría de las veces se me pasa al levantarme, y ya cuando me dirijo al café me siento algo más confiado en la existencia. 
Tuve un mentor en mis años de adolescencia; era mi guía espiritual, a quien reverenciaba, un seminarista joven, sano, vigoroso, imbuido de un optimismo y una felicidad que le salía por los poros. Paseábamos de noche por las calles de mi ciudad, como si él fuese el filósofo y yo su aprendiz; una vez me confesó que nunca había tenido una pesadilla, que siempre sus sueños eran felices. Yo me quedé helado, no podía concebir que uno fuese capaz de administrar el contenido de sus sueños; pensaba que los sueños llegaban de otra parte y que podían ser buenos, malos, insólitos, pesadillescos, incestuosos, lo que tocara en suerte. 
Una de esas noches pasamos frente a un mendigo tirado en el suelo; era invierno, hacía frío. Mi consejero se agachó, le regaló unas palabras compasivas y le puso en la mano un billete de gran valor, unos veinte mil pesos al día de hoy. Mi maestro era un hombre de pocos recursos, los que le destinaba la Iglesia para su diario vivir, pero en ese instante se desprendió de ellos con una facilidad que me abismó, y no lo hizo para darme un ejemplo, lo noté en su semblante, sino realmente para aliviar, entregarle un soplo de esperanza a ese pordiosero, quien recibió el billete con la mirada perdida y una sonrisa en los labios.     

viernes, julio 08, 2022

Blanda luz que baña la copa

Blando sillón en blanda hora, blanda luz que baña la copa y modera la escena. 
El ambiente va forjando leves espejismos; los espejismos derivan en terrores cotidianos, provienen de otra esfera imposible de aclarar; perceptibles en la opresión del pecho, en una vaga incertidumbre, en la aspiración del sueño, en un llamado a la calma, el cálculo de las vías de escape.

jueves, julio 07, 2022

Vistazo en diagonal a un conjunto de casas de clase media

Examiné con más detalle el pueblo y me gustó. Las nubes altas le imprimían al barrio un brillo parejo, sosegado. Por la calle pasaba una camioneta vendiendo verduras; su motor ronroneaba desganado. El pueblo no ofrecía grandes novedades y las casas de un piso, una tras otra, exhibían fachadas limpias detrás de sus antejardines protegidos por ingenuas rejas. Eran todas casas de clase media, de empleados que se ganaban honradamente su sueldo y que a esa hora se hallaban precisamente en sus trabajos; casas que aparentaban no ofrecer vida, pero en las que se adivinaban tardes y noches mansas, placenteras. 
¿Y si viviera aquí, por qué no, qué me lo impide? No me agradan las casas con arbustos de hojas verde oscuro a las entradas, las casas que reciben en la sombra al forastero; no elegiría una así. Tendría que ser algunas de estas que estoy mirando en diagonal; casas sencillas de un pueblo silencioso, moderado.
Incluso aquella de color blanco que se divisa detrás de todas, a los pies del cerro, con aires de mansión provinciana, de balcones y ventanas en aguja; incluso para esa alcanzaría el presupuesto, aunque a mis amigos les parecería una humorada de las mías, una excentricidad de la que se beneficiarían no acorde con la mofa de sus buenos corazones.
Me han dicho, sí, que un solo espectáculo desentona con la placidez del pueblo. Es el que suele dar un tontorrón que se pasea desnudo, arrastrando la verga por la tierra; un grandote de escaso entendimiento que va hacia el campo en busca de animales. Pero lo hace en la profundidad de la noche, calladamente, y cuando regresa a su hogar aún no ha amanecido. 
En cuanto a las necesidades esenciales, aquí están solucionadas. Y ya sé que hay una micro que la comunica con las ciudades mayores. Si tuviese que ir al médico tomaría la micro de las tres, me atendería a las seis y volvería a las ocho, para llegar un poco pasado de hora a la cena.  

sábado, julio 02, 2022

Un cuento natural

Una epidemia de gripe devastaba la ciudad; su ataque se ensañaba con los ancianos y los niños.
El hombre llegó esa tarde a la biblioteca, como de costumbre. La encargada le entregó el libro de siempre y él no le dijo nada, como si no hubiese reparado en su ausencia. Buscó el rincón más lejano, dejó su libreta y un lápiz sobre la mesa y se sentó a leer. La mujer volvió a sus ocupaciones, que no eran tantas, y el silencio retornó al lugar. Llevaba ella una blusa negra y un abrigo negro de lana y sobre su escritorio, al lado del computador, un pequeño marco de madera destacaba la foto de una niña en traje de primera comunión. Disponía de una estufa eléctrica para calentarse los pies, no así los visitantes. El recién llegado vestía una parka cerrada hasta el cuello. El frío húmedo de los atardeceres invernales atacaba desde todos los ángulos de la sala, aunque sin rebasar el límite de lo soportable, gracias al encierro. Los pocos asistentes daban fe de que el acto de leer en dichas circunstancias debía resultar forzoso, imprescindible.  
El hombre de la parka debía de tener entre veintisiete y treinta años; su apariencia era la de un oficinista de menor nivel y su delgadez, la típica de quienes se podrían dar un banquete sin sumarle al cuerpo un solo gramo. Sus ojos iban y venían, huidizos; el pelo opaco peinado hacia atrás dejaba al descubierto dos grandes entradas que anunciaban una calvicie inevitable. De lejos tenía un parecido con el malogrado actor John Cazale.
Pensaba, ofuscado, casi echado en la mesa, en la fórmula para dar con su cuento, un cuento diferente, un cuento que sumara los tres pilares que resumieran su perfección: estructura granítica, indestructible, a prueba de agua y de sal; argumento desconcertante con un final sorpresivo que dejara deslumbrado al lector; estilo afilado, de tono neutro; y de llapa una suerte de fuerza invisible: la chispa revolucionaria que lo dejase anclado en un momento de la historia. Había tantos cuentos que respondían a esa fórmula, las estanterías de la biblioteca se hallaban rebosadas de obras maestras que lo llamaban con sus manos de papel. Era cosa de recordar, agitar, sintetizar, crear algo nuevo a partir de algo consagrado; mirar un poco hacia afuera y mezclar con lo que guardaba en su interior. Pero seguía enrabiado consigo mismo; no era capaz de hallar la fórmula, no andaba ni cerca; llevaba meses viviendo dentro de una tortura abstracta; sus problemas no lo dejaban en paz, y el frío ni siquiera era uno de ellos. El plazo vencía...
De aquel libro, al que acudía con esperanza y obsesión, había leído la opinión de Truman Capote, laureado escritor con menos ambiciones que las suyas, para quien la forma correcta de un relato era "simplemente descubrir cuál es la manera más natural de contarlo"; esto es, un cuento que no pudiese ser narrado de otro modo. 
Faulkner confesaba en el mismo volumen que el entorno ideal del escritor es "cualquiera que pueda proporcionar ciertos niveles de paz, aislamiento y placer a un costo no demasiado elevado. Si el entorno no es el adecuado -agregaba-, lo único que conseguirá es que le suba la presión, y desperdiciará demasiado tiempo combatiendo su frustración y su rabia".
Hemingway ponía un énfasis especial en la seguridad financiera y las preocupaciones. "Se puede escribir en cualquier momento, siempre y cuando te dejen en paz y no te interrumpan. En ese caso, la seguridad financiera es una gran ayuda, pues te quita preocupaciones. Las preocupaciones destruyen la capacidad de escribir". 
Volvió sobre los párrafos que habían llamado su atención. "Si el entorno no es el adecuado, lo único que conseguirá es que le suba la presión, y desperdiciará demasiado tiempo combatiendo su frustración y su rabia". La fórmula estaba al alcance de la mano: un cuento natural escrito por un hombre libre de preocupaciones financieras, en un entorno adecuado. El congelador en que mataba sus tardes era el mejor entorno de que disponía para dar a luz su creación. Y la fecha se acercaba...
Maldecía su suerte sobándose las manos, abrumado ante su vacío, ante su incompetencia para fabricar novedades y movimiento en sus personajes, que seguían estancados, como sucede luego de una tarde en la hípica. Eran cuatro, anotados en el cuaderno. Un hombre, una niña y dos mujeres, formados como piezas de ajedrez o distribuidos como figuras en una plaza de pueblo, insustanciales. 
Por muy sinceras que fuesen, tal vez por eso mismo, las opiniones de los maestros se le devolvían con los ecos de una farsa: eran frases que reposaban sobre el colchón de la fama, se apoyaban en el respaldo del estrellato; podían ellos decir lo que quisieran y resultaría brillante. De allí que se afirmara en su idea, la geométrica o botánica, la teoría del árbol que abre sus ramas, ramas que a medida que crecen hacia el cielo van determinando la mediocridad o genialidad de una creación. Así, un cuento resultaba ser como un juego de competencia, con la pequeña diferencia de que él podía ir atrás las veces que quisiera. Pero advertía que eso le servía de poco: un buen jugador siempre le termina ganando a un mal jugador, entendida la comparación como la mano que se estampa en el hall de la fama. Mientras más tiempo pasaba, los golpes en su contra iban repitiéndose y el cuento se diluía aplastado por una movida cualquiera, como tantos otros. 
La cruda verdad, cuya alborada comenzaba a intuir, era que no servía para el oficio, que no tenía dedos para el piano, como reza el adagio. La vida le había dado oportunidades, como a los demás escritores, y no las había tomado, no porque no hubiese querido; es más, habría dado una mano por tomarlas, como la dio Cervantes, sino porque nunca sabía dónde estaban, jamás las veía. Los argumentos podían pasar por su lado, vestidos estrafalariamente, y no se daba cuenta. La continuidad, el movimiento, era como la imaginación cuando se pega en una imagen y no avanza. ¿De qué le valía entonces el consejo de Capote, si ni siquiera sabía cuál era la forma natural de contar su cuento? ¿De qué le valían las palabras de Hemingway y Faulkner, si no disponía de un entorno ideal y menos, de alivio financiero? Lo único que le quedaba era echar ramas en su árbol famélico, el árbol de la primera persona, el árbol del centro del desierto. 
No conseguía desprenderse de sí mismo. Coincidía con sus "colegas" en que un escritor con problemas equivale a una página en blanco. Y por ser problemas de la talla de los que sufre todo el mundo es un milagro que produzca un párrafo.
La puerta de la biblioteca se abrió con suavidad; entró una mujer con una niña en brazos. La bibliotecaria se concentró en la escena. La mujer ojeó el lugar hasta encontrar a la persona que buscaba. Se acercó en puntillas y le susurró por encima del hombro: "Mario..." 
El hombre de la parka, el hombre que luchaba contra sus demonios creativos, volvió el rostro, desconcertado. "... La niña está ardiendo en fiebre".
La bibliotecaria reparó en las ojeras, los labios azulados, los jadeos de la pequeña. El hombre se levantó y las acompañó al paradero, en la esquina de la plaza. La bibliotecaria miró por la ventana. La mujer arropaba a la niña, mientras el hombre, cabizbajo, se rascaba el pelo. Con un hilo de voz, ella le repetía algo con insistencia; él sacó unos billetes del bolsillo, se los entregó y les dio la espalda. Estaba a punto de entrar nuevamente a la biblioteca cuando lo que pareció ser el signo de un detestable remordimiento en su rostro lo hizo devolverse al paradero. Pasó una micro, subieron los tres y la máquina continuó su recorrido.  
La bibliotecaria se dio a la tarea de volver a las repisas los volúmenes devueltos ese día, como si evitara volver la mirada al retrato.
La epidemia alcanzó su punto más alto. La televisión explotaba el sufrimiento humano; las portadas de los diarios mostraban escenas de conmoción en hospitales, cementerios. Algunos de los títulos recogían frases que culpaban a las autoridades, otros se remitían a la fuerza natural del fenómeno. Se vivía una sensación generalizada de duelo, a la que se sumaba la pérdida del asombro, odiosa compañía que suele teñir de gris los males que se van quedando en el ambiente.
Cuando el hombre entró nuevamente a la biblioteca habían pasado tres semanas. Lucía demacrado; su parka daba cuenta del gusto que se estaba dando el sebo sobre ella. La encargada le hizo un leve gesto, equivalente a un saludo. Extrajo del escritorio el cuaderno y el lápiz olvidados en su última visita y se los puso sobre el mostrador. El hombre los tomó severamente, pidió el libro de costumbre y se sentó en su rincón. El plazo había vencido, pero nunca faltaba un concurso al que postular.
Releyó lo anotado:
"Los grandes escritores se burlan de mí en mis propias barbas. Ellos saben y adivinan, por eso confiesan sus secretos sin dar la fórmula que resuma su perfección: estructura granítica, argumento con final sorpresivo, estilo neutro, y una chispa revolucionaria que lo deje anclado en un momento de la historia. De lo que entiendo, sería entonces cosa de recordar, sintetizar, mirar un poco hacia afuera, mezclar con lo que guardo en mi interior y contar el asunto de una forma natural. Pero afuera no veo nada digno de interés y por dentro sigo enrabiado. No soy capaz de hallar la fórmula, no ando ni cerca; mis problemas no me dejan en paz, y ahora ni trabajo tengo...
¿Cómo se escribe un cuento natural? ¿Admitiendo mis limitaciones? Eso sería para mí un cuento natural... pero entonces... sería un cuento limitado... porque yo soy un escritor limitado... eso no conduce a ninguna parte... Tal vez un cuento sobre un hombre hundido en deudas, víctima de injusticias laborales... qué ordinario... Un cuento con amantes... qué vulgar... Mejor un cuento fantástico, alejado de mi inteligencia y cercano a mi alma... O un cuento hípico, vicioso... Sí, pero... dónde meto a mis personajes... Y cómo mejoro mi entorno... con qué plata... 
Mala suerte... me afecta, me destruye el vacío al que me han llevado... mi incompetencia para fabricar personajes... Pero voy a resistir, la vida no me la va a ganar... escribiré un cuento y ganaré un concurso... y seré famoso... Saldré en diarios y revistas... firmaré ejemplares... la plata entrará en carretillas... Jajajá... Soñar no cuesta nada... Perros babosos..."
La nube de desaliento pareció verse recompensada por un rayo de inspiración que le iluminó los ojos. Antes de que la idea se le fuera de la cabeza tomó el lápiz y escribió:
"Un golpe de suerte
Jack abandonó la oficina sin despedirse de su jefa, que lo miró con la boca abierta. Le dijo que no volvería más y la jefa le echó una maldición y después contrataron a otro empleado. Pero a Jack no le importó quedarse sin trabajo, porque sus planes eran más ambiciosos. Tomó un taxi y se fue a las carreras... En la última carrera, cuando todo estaba perdido, Jack le apostó a un caballo llamado... Relincho... y se ganó el premio trifecta... Sí, voy bien... Un cuento afortunado con final trágico... Jack se va a celebrar a un casino, gasta la mitad del premio en fichas y... cuando llega a la casa... su mujer lo reta porque llegó tarde... su hija no puede decirle nada... está... durmiendo...
¿Y qué sigue después? Lo dije todo en un párrafo y no se me ocurre qué agregar. O sea... si al otro día la jefa le tocara la puerta y le pidiera que volviera al trabajo... pero Jack no quiere volver a ese trabajo... le diría que no... Entonces aparece de nuevo su mujer y le pide plata... siempre plata... todo se reduce a la plata... qué vulgar... A Jack le queda aún del premio y le da unos billetes, pero se guarda la tajada del león y vuelve a las carreras..."
Una niña que asomó la cabeza por la puerta le rompió la inspiración. La encargada la reconoció. La niña corrió enérgica hacia el hombre de la parka; su madre esperaba afuera. Saltó a sus rodillas y lo abrazó. "¡Papito, vamos a jugar a la plaza!"... 
"¡Shhh!...", la hizo callar la bibliotecaria.   
El hombre condujo a la niña de la mano, la dejó con su madre, discutieron unos segundos y se devolvió a la biblioteca.

lunes, junio 20, 2022

Poema y prosa

Quisiera aprender de los poetas la matemática de la libertad. Versos oscuros, lectores confundidos, lluvia de dardos zumbando al oído; y de pronto un flechazo, la conexión.

Un sol venido de una nube complicada
Intuyó la minusvalía del poder 
Se acható con su luz
Se alimentó de su fuego
Y fue surgiendo entre las nubes

Un sol irradió calor a sus estrellas enanas
Se asomaba cruel desde la altura
Hiriendo y quemando
Crecieron plantas y corrió sangre como el río furioso

Un sol venido para hacerse cargo del sistema
Marcado por su origen
Una nube complicada

¿No sería más sencillo y más osado confesar que nací mirando a mi padre, sus virtudes y defectos, que me responsabilicé de él, tal como luego lo hice con mis hijos, sin llegar jamás a ser yo mismo, mi sol mío?
He aquí el contradictorio sol de este sistema: máximo egoísta, hijo y padre a cargo.

miércoles, junio 08, 2022

Una habitación estrecha en un día de lluvia

Siempre me han inquietado las habitaciones estrechas en días de lluvia, esas mañanas inútiles en donde dos a tres personas se pasean, se estorban, se disputan el minúsculo espacio sin tener gran cosa que hacer. Los niños ya visten el uniforme con que acudirán al colegio y se entretienen, si es que cabe una palabra así, tan optimista, mirando las moscas en los visillos; la sirvienta encera el piso de tabla y la casita se llena de olores oscuros que la ventana no consigue disipar. Un silencio penetrante completa la húmeda escena. 
De niño nunca conocí el horror, salvo, desde luego, el que me infundían las arañas. Pero era ese un horror del que se podía escapar. Bastaba con que la araña volviera al nido o con que mi madre le diera un zapatazo (eso era mejor) para que la sensación se extinguiera. Yo no sabía que otros niños podían sentir horror, y aún creo ignorar en qué medida el horror puede apoderarse de sus almitas inocentes, hasta dejarlas convertidas en una cebolla frita, aceitosas y retorcidas. El horror recién lo vine a conocer en el año que media entre la juventud y la madurez.
Esas mañanas de casa oscura, sin embargo, se me quedaron en la cabeza; creo que me he pasado la vida fugándome de ellas, huyendo hacia las llamas de la chimenea, hacia los atardeceres y las noches sosegadas, en las que la cálida luz de una lámpara ilumina las páginas de un libro y el contorno de un vaso de whisky. Es la fuga del condenado hacia el huevo que lo aísla de la incertidumbre, lugar común que desprecio apenas lo escribo, pero que ofrece una idea lejana del misterio que ha salvado a los niños cuando han estado a un paso del horror.

domingo, junio 05, 2022

Entrada la mañana

A Benicito

A pesar de los muros, las barreras, la montaña inobjetable, la pasión con que te aferras a los soles colorados que te asombran, entrada la mañana verás tu reflejo en el agua y la serenidad de la onda esmeralda refrescará tus ojos. 

lunes, mayo 30, 2022

La herencia

El faro emite una luz mortecina; la barca se aleja de la costa y va entrando al mar desconocido. Los marineros reciben la ración nocturna bajo las estrellas que se cubren de nubes grises; presagian tormenta. El capitán reparte palabras, gestos y miradas.
Heredé cuartos cerrados pendientes del sonido de la llave, palabras suaves y severas, alegrías maliciosas, dos ríos de lava negligente. 
Di en herencia ojos nerviosos, alegrías malvadas, quejas, censura.

jueves, mayo 26, 2022

Tributo a Gary Brooker

Enterado, con meses de atraso, de la muerte de Gary Brooker, vocalista de Procol Harum y autor de los grandes éxitos del grupo británico junto a su amigo el poeta Keith Reid, mi corazón ha rebosado de melancolía. Hay días como este en que, apegado a cualquier pretexto, me descubro revisando una y otra vez sus temas en Youtube. Entonces me invade una dulce tristeza, algo así como la blanca palidez que baña su rostro de fantasma, el rostro de Ella. 
Procol Harum es un conjunto que recuerdan los de mi generación, mejor dicho, unos pocos de mi generación, que es la generación dorada de The Beatles, The Rolling Stones, Woodstock, Adamo, Leonardo Fabio, Gilbert Becaud, Domenico Modugno, Los Iracundos, José Alfredo Fuentes, Cecilia, Violeta Parra, Víctor Jara. Nunca vinieron a Chile porque sospecho que pocos habrían pagado por verlos. A Procol Harum se lo tragaron tempranamente los monstruos de la música rock y la relativa complejidad de sus creaciones.
En mi tiempo y aparte de los temas de la segunda etapa de The Beatles, hubo dos canciones que me estremecieron al oírlas por primera vez. Una de ellas fue A whiter shade of pale y la otra, Good Vibrations. Más adelante me ocurrió algo parecido con Still crazy after all these years, la notable invención de Paul Simon en la que de la nada irrumpe un brutal cambio de tonalidad. En cuanto a la primera, sin conocer la técnica del contrapunto y no habiendo escuchando antes a Bach, me impresionó un "descubrimiento" que atribuí a mi oído musical, pues parecía que nadie se fijaba en ese detalle. Se trataba de que la melodía dominante corría como un río subterráneo desde el órgano que tocaba Mathew Fisher, mientras la segunda melodía, que cantaba Gary Brooker, se revelaba desde la superficie como una secundaria y lejana imploración. Pasarían años antes de que me avergonzara de mi hallazgo: la ocurrencia tenía doscientos cincuenta años de antigüedad. Good Vibrations, por su parte, destacaba por su estructura de popurrí, con cambios de ritmo y arreglos vocales desconocidos para mi nula formación musical. Los había ideado Brian Wilson, un genio que sufría lo indecible por vivir a la sombra de los Beatles.
Quiso el destino que además me topara a estas alturas de mi vida con la serie televisiva The Flying Circus, de Monty Phyton, y es como si el círculo se hubiese completado. Aquel humor absurdo y aquellas imágenes pasadas de moda -mezcladas con las vírgenes vestales de la antigua Roma, las que custodiaban el fuego eterno, y con los relatos del viejo molinero- evocan a Schubert y a Yeats y lo que finalmente asoma a través de esa amalgama romántica son ganas de detener el tiempo, acariciar al personaje femenino de la canción antes de que el fandango se diluya y la habitación vuele por los aires, y despedir con un abrazo a Gary Brooker, desearle un buen viaje y darle las gracias por haberle regalado un puñado de latidos a mi corazón.
No existe una razón; la verdad es fácil de ver...   

martes, mayo 24, 2022

Dentro de uno mismo

¿A qué se reduce todo?, a uno mismo. Y aquello a lo que se reduce todo hay que buscarlo dentro de uno mismo, pues ahí se halla el resumen de la Creación; no es uno más que eso, pero lo es todo; así se da el hombre por completo. 
El hombre está destinado a ayudar a sus semejantes y es mi aspiración hacerlo a través de mis palabras, dándome a mí mismo. Alejada la vanidad de esta esperanza, mi anhelo sería llegar al mundo entero. Sin embargo, con uno que me haya leído ya sería bastante, aunque no suficiente; aspiraría a un poco más que eso. 
Desearía que mi mensaje se extendiera. Yo soy el mundo y mis hermanos me acompañan en el viaje, hasta los de más lejanas tierras y más lejanos tiempos; ellos me nutren y así conformamos la unidad, unidad que solo se nos revelaría en su esplendor desde la superficie de Plutón: una lucecilla brumosa, visible a través del telescopio, destinada a la extinción. 
A la distancia el mundo tiende a condensarse; de cerca se va abriendo y ya dentro de uno mismo asoma el vacío.
Cada pueblo enarbola su verdad, y no es bueno despreciarla.

miércoles, mayo 11, 2022

La cama

El pináculo de la catedral se mecía en la dirección del viento tormentoso. Adentro, los fieles oraban de rodillas y las esperanzas menguaban. 
El asesino andaba suelto.
Las noticias informaban que se había metido a una cama, dándole muerte a otro advenedizo de un golpe en la garganta, lo que había dejado a la mujer desnuda a sus expensas.
Los ruegos no alcanzaban a llegar a las ojivas; antes que eso el viento los desviaba hacia las puertas laterales, que se abrían y cerraban  según los apetitos venidos del cielo.
Metros más al norte, sobre el escenario del teatro a oscuras, desfilaban los dobles del asesino en grupos de pares. Era una escena inquietante, digna de una pesadilla.  

martes, mayo 10, 2022

Tres anécdotas en torno a Gálvez

El café perfecto

Esto de dar con el café perfecto tiene sus trampas, no es llegar y entrar a un café, ordenar un expreso y tomárselo de un sorbo... Momento, Lehuedé, estoy gustando mi Nescafé... Hay asuntos... cómo decirlo... detalles... el tema del diseño de la silla, el tema de los mozos, el tema del precio, el tema de la repostería, el tema del frío y del calor, el tema del entorno, el tema de la decoración, el tema de los decibeles, el tema de la pantalla del televisor que se entromete en algunos locales que no comprenden el sentido de la vida, que es la elegancia, la mesura, la clase; el tema de la clientela, el tema de la tradición. El sol de invierno es apetecido; el sol de verano obliga a entrar, refugiarse en mangas de camisa y soportar el frío del aire acondicionado mientras afuera el asfalto se derrite, he allí un punto crucial; de modo que de partida el café perfecto es un café expreso pero no la gota que los italianos entienden por espresso sino un lungo, un expreso largo con un vaso de soda, mejor aún un americano, pero no un americano entero, porque eso es mucha agua y poco café, sino un americano tres cuartos, que no se pierda el sabor del lungo y que no dure tan poco como para volver de buenas a primeras al mundo terrenal, al valle de lágrimas como se le llama; y a no mirar en menos el vaso de soda, que en demasiados locales olvidan; ojalá fuesen dos vasos, no agua de la llave; soda, pero soda gratis, no cobrada, porque cobrada ya enturbia el ánimo; hay gente que hace un negocio de todo y este rito se supone que se funda en un trato amable, rito de caballeros, buenos días amigo, buenos días, ¿lo de siempre?, lo de siempre; aquí está su americano tres cuartos y sus dos medialunas, muchas gracias.
Pasan los meses, pasan los años y durante media hora, una hora al día se es feliz, no completamente feliz porque siempre habrá un problemilla, aunque sí feliz hasta donde lo permite el valle de lágrimas, pero llega el día fatídico en que aparece un mozo nuevo al que se le pide lo de siempre y él murmura al oído pida la promoción, se llama Dulce desayuno, es lo mismo pero vale menos y el energúmeno que habita en el fondo del alma despierta... reacciona... ¡Cómo, a un cliente no haberle advertido nunca esto!... tantos meses... tantos años pagando más caro... a un cliente como yo... y el café entra más amargo que de costumbre a la garganta, y a la vuelta surge un banquillo cualquiera en el camino, donde la calculadora sacada del bolsillo multiplica cinco cafés a la semana por 52 semanas y después multiplica el número por diez años, lo que da un millón cuarenta, ¡un millón cero cuarenta pesos en billetes contantes y sonantes que no se hubieran esfumado si ese mozo hubiese existido desde siempre!... Entonces se trama la venganza, que consiste en no poner un pie en el café perfecto durante tres meses, para compensar de alguna manera el gasto, pero a los dos días el energúmeno imaginario se ha batido en retirada y el mozo vuelve a sugerir ¿lo de siempre, señor Gálvez? sí, americano tres cuartos y mis dos medialunas, pero naturalmente de acuerdo con la promoción Dulce desayuno, cómo no, señor. Y se vuelve a experimentar esa sensación de haber regresado al otro mundo, un misterioso planeta donde no existen los problemas nacionales ni mundiales ni tampoco los caseros, las cuentas, los compromisos pendientes, los papeleos que nunca faltan para amargar la vida; porque la vida en el fondo no es más que una maraña de problemas, problemas que algunos toman como bendiciones, justificaciones para levantarse todos los días, mientras que otros los traducen en maldiciones... en peleas de culebras dentro de un saco... en la expulsión del paraíso... 

El aura rojiza

Habrá de comprender que su maraña de problemas son contrariedades comunes y corrientes. No desearía gastar ni su dinero ni mi tiempo en un análisis banal, admítamoslo. En lo que sí podríamos internarnos a fondo es en ese misterio que deslizó en la sesión pasada, al que parece no haberle dado la importancia que merece. Nunca me había tocado un paciente que de un día para otro empezara a ver un aura rojiza en los vagones del metro, alrededor de las cárceles, en las calles, en las oficinas bancarias, en cultos religiosos. Le prevengo que esa nube se está apoderando de su mundo y lo está alterando más allá de lo prudente. 
Ha dado usted en el clavo. He acudido a varios médicos; el oftalmólogo me tapó de exámenes que me costaron un ojo de la cara y me mandó a un neurólogo; el neurólogo me sometió a un scanner y para no quedar mal conmigo, pues no tuvo nada que decirme, me derivó a un psiquiatra, y así fue como llegué a su consulta. Y ahora que le hablo de mi maraña de problemas y termino confesándole lo del aura rojiza, que me la quería dejar para mí, usted desprende que yo padezco una típica neurastenia pigmentada asociada a una deficiencia de la corteza visual primaria, enfermedad que desde luego es indemostrable, aunque tiene un nombre muy científico, largo y severo; le ruego que no cargue otro problema en mis espaldas.
Echa usted al olvido lo que sigue, Gálvez, ¿recuerda lo que sigue? 
Sí.
¿Qué recuerda? 
Recuerdo que cuando casi me había acostumbrado a ver el mundo de un color rojizo comencé a oír voces y captar imágenes dentro de esas nubes. 
¿Recuerda qué tipo de voces? 
Voces internas de la gente que va pasando a mi lado, expresadas en ráfagas de inquietudes que se disuelven en fracciones de segundo. Pertenecen a esas almas, no a la mía; no son voces ni pensamientos inventados. 
Continúe. 
Al mezclarse con la multitud, las visiones cinéticas crecen; al alejarse, van desapareciendo. Las imágenes van acompañadas de lamentos escépticos, agobiados, retorcidos, angustiados, estoicos, son voces que pueden emparentarse con el sufrimiento y la desesperanza. Se me dibujan perfectas entre el vapor rojizo frases repugnantes.
Qué frases.
Putamadre, mierda, por qué a mí me tenía que tocar, la puta que lo parió, por qué no morí cuando guagua, huevón tenía que ser. En no pocas ocasiones el fenómeno toma la forma de palabras que arman un pensamiento, incluso palabras mal escritas, con faltas de ortografía. Las percibo claramente.
Cuánto lleva usted en eso.
Un mes, más o menos.
Y qué explicación le daría al fenómeno.
Usted debería decírmelo, para eso vine aquí. 
No, me interesa su versión de los hechos, si es tan amable. 
Bueno, no le niego que algo he pensado, y es que a mi juicio mi patología, si pudiese llamarla así, me hace depositario de la maraña de problemas que aquejan a la gente. Por una razón desconocida, de pronto puedo ver con claridad los problemas de las personas que pasan por mi lado, los enredos que tienen en la cabeza, problemas que ya soy capaz de advertir a medida que se aproximan esas sufrientes humanidades, debido al aura rojiza que irradian, ¿qué le parece? 
Más importante es qué le parece a usted, Gálvez. 
A mí me parece que se me ha sumado un nuevo problema. 
Hagamos un ejercicio. Dígame, por ejemplo, cuál sería mi problema, ya que usted lo puede ver. 
Usted tiene la mitad de su mente puesta en mi caso y la otra mitad en la piscina que se está construyendo en la casa; le preocupan los maestros y duda de la calidad de los materiales que escogieron, se le nota arrepentido de no haber contratado a una empresa seria para que le hiciera la piscina. 
Es todo verdad, usted lo ha dicho en forma exacta, pero... qué ve en mi problema, ¿ve la piscina, ve a los maestros? 
No, veo el problema de su piscina... cómo decirle... yo no soy capaz de leer la mente completa de las personas, solo soy capaz de ver la maraña de problemas que las afligen. 
Claro, claro, ¿me podría dar otro ejemplo, Gálvez? 
Cuando paso frente a un jardín infantil veo muy poco vaho rojizo sobrevolando el lugar, y esa escasa radiación sale de las parvularias y de sus asistentes, poco y nada de los niños. 
Me intriga su caso... ¿le molestaría que saliéramos a la calle para que me cuente lo que va viendo? 
Cómo no... ahora mismo diviso una mancha poderosa dentro de esa vivienda; proviene de un hombre sentado en el escusado al que lo atormenta su mala digestión... está pensando que el colon lo llevará al hospital. Veo claramente su pobre digestión; en la casa de al lado veo a una señora atormentada por la gordura que le delata el espejo, se promete que retomará la dieta pero sabe que no lo hará y por eso está tensa; y esa joven que va por ahí, esa de vestido azul, esa joven está recién titulada; eso la inseguriza, entre el aura rojiza que sale de su cuerpo se me aparece impartiendo clases, preparando trabajos interminables que no son tan necesarios. Esa mujer de más allá tiene una hija de ocho años súper alta; le va muy bien como ingeniera, pero le han detectado un cáncer precoz. La rodea un aura rojiza muy tenue, porque le detectaron el cáncer a tiempo y espera los resultados de los exámenes con confianza. El padre aquel que camina con su hijo está preocupado porque imagina a su hijo indeciso; sabe que le gusta el deporte y quiere verlo estudiando pedagogía en educación física, kinesiología o veterinaria. Y a esos jugadores arremolinados en las escaleras del Teletrak no hay más que verlos con sus cuadernos en la mano, mal vestidos, desaseados, silenciosos, con sus miradas sombrías, para desprender que son todos iguales, esclavizados al único vicio que les da esperanzas de una vida mejor. En ellos el aura rojiza que los cubre está casi de más...
Regresemos a la consulta, por favor
Cómo no.
En el camino lo he venido pensado y se me ha ocurrido una solución poco ortodoxa para su problema. Mientras sea víctima de ese curioso fenómeno no le quedan más que dos posibilidades: una es que se lo eche al hombro y continúe con su vida de tormentos, como ha estado ocurriendo; otra es que le saque partido y hasta gane dinero con esto. 
No me vaya a mandar a uno de esos concursos de la televisión, que ya lo he pensado, pero no resultaría.
¿Por qué lo dice?
A los telespectadores no se les puede dar garantía de algo que solo veo yo. Y existe la posibilidad de que a los elegidos para hacer la prueba de entre el público no les aflore problema alguno, sumidos como estarían en la excitación del programa. ¡Pasaría más vergüenzas que el tipo que hablaba 27 idiomas! 
Concuerdo con usted, Gálvez, pero no es lo que había pensado.
¿Y cuál es su consejo? 
Existen muchas personas que cobran dinero por diagnosticar los problemas de sus congéneres, con el propósito de solucionarlos. Ahí ve usted a los oftalmólogos, a los abogados, a las adivinadoras, digo las adivinadoras pues por una razón que no acabo de entender, este oficio lo ejercen de preferencia las mujeres. Se les agregan el viejo sastre remendón, el zapatero, el gásfiter, el arquitecto, el ingeniero, yo mismo y tantos otros que en el fondo dependen del dinero de los demás para vivir. Tenemos entonces a una masa de personas que se ven obligadas a pagar, a veces mucha plata, para ser atendidas. Pero se habrá fijado usted que existe un espécimen que no solo no cobra sino que pagaría por solucionar los problemas de la gente, aunque la solución no le importe demasiado, y nótese que no estoy hablando del sacerdote, que si bien no cobra en apariencia, recuerde usted el diezmo, tampoco paga y lo que hace es acarrear agua para su molino espiritual, ¿sospecha hacia dónde estoy apuntando? 
No.
Muy sencillo, Gálvez, ese espécimen es el político. Mi consejo es que se arrime a un político de fuste y le demuestre su talento; no tardará en hacerle firmar un contrato de exclusividad. Usted le revelará los problemas del vulgo, no el lloriqueo manipulador y artificial que nace del aprovechamiento, y a él le será más fácil que a nadie sintonizar con las verdaderas necesidades de la opinión pública, aquellas que permanecen ocultas, que causan dolor y que a veces no dejan dormir. El político llegará al alma del pueblo y gracias a usted su nombre subirá como espuma en las encuestas. Prometerá lo real pero imposible, no lo posible y artificial, y se ganará el cariño de la gente, que dirá: ¡este hombre sí que conoce mis desdichas y comprende mis dolores! Le aseguro, Gálvez, que quien se arrime a esas manchas rojizas tendrá el poder de la nación. 
Veré qué hacer... pero le confieso que me voy más aliviado...

Un pacto con el Diablo

Gálvez entró a la consulta del especialista, lo saludó con una mano húmeda que denotó su trastorno de ansiedad y tomó asiento; el médico corrió las cortinas, que dejaron la habitación en penumbras, y dio inicio a la sesión, recordando las últimas palabras del encuentro anterior. Gálvez reaccionó con cierto desgano; no era un tema que le interesara tratar. Siguiendo su consejo, en el intertanto de esas dos semanas había sido recibido por Walter Sátrapa, un diputado de dudosa moral a quien, una vez comprobadas, maravillaron las cualidades de su interlocutor, al punto que de inmediato lo sumó a su grupo de asesores. A partir de ese momento, bruscamente, Walter Sátrapa comenzó a hacer noticia por audaces propuestas que lo estaban encaramando en los sondeos de opinión. 
Las felicitaciones del psiquiatra le valieron de poco; Gálvez se hallaba enfrascado en una nueva contrariedad: las exigencias del político le demandaron un esfuerzo mayor, que produjo efectos inesperados. El aura declinaba y él se estaba viendo en una situación embarazosa. Enfrentado a unos cuantos electores citados a la oficina de Sátrapa, no supo salir del paso y equivocó su diagnóstico; aquello levantó vallas en el trato entre ambos; Sátrapa comenzó a sospechar que había contratado a un charlatán. 
El psiquiatra le hizo ver que el cauce que había tomado el problema era una buena noticia para él y una mala noticia para Sátrapa, de lo cual se alegró, porque ese político nunca había estado entre sus predilectos. A Gálvez, perder ese don le significaba no solo perder un fajo mensual de billetes sino sacarse el peso de los problemas ajenos. Todo indicaba que pronto desaparecería por completo el aura misteriosa, de modo que cada cual enfrentaría sus propios males y para Gálvez quedarían solamente los suyos. Sátrapa, en tanto, decaería en las encuestas.
Gálvez se manifestó medianamente conforme con el pronóstico médico; así pasó la sesión y así llegó la siguiente, donde el paciente pudo explayarse en torno a la vivencia que captaba su interés desde hace unos días.
Había otra cosa que quería contarle.
Hágalo a sus anchas.
Ayer volví a mi hogar después de compartir un asado con mis amigos. Eran como las seis de la tarde. Por la noche les conté que le había propuesto al Creador Supremo, lo escribí usando esas mismas palabras, les decía que le había propuesto al Creador Supremo que detuviera el tiempo y lo fijara en ese día, entre la una y media y las cinco y media de la tarde, la hora del encuentro, desde luego. Luego les agregué que el Supremo Creador me había mandado a freír monos. Minutos después me llegó un mensaje al celular.
"Hablaste con la persona equivocada". 
Era Ernesto, uno de los miembros de nuestra cofradía, hombre que si no fuera tan ingenioso me habría hecho saltar las alarmas, de modo que tomé su respuesta como una broma. Fueron mis demás amigos quienes se posaron en su árbol genealógico y me recordaron la telaraña de brujos y hechiceras que se enredaban en su pasado. Ernesto les respondió por la misma vía que no se pasaran rollos. 
A esa hora de la noche, lo importante para mí era que ese asado me había sacado del problema de las goteras que llevan dos días cayendo en el hall, y aun más, del problema mayor: mi imaginación circular que amplifica los peligros, hace ver dramas donde no los hay, repite escenas nunca vistas como si uno fuese un niño ante los afiches del rotativo; mientras continúa el tic tac de las goteras... tac... tic... tac... tac... la puerta cerrada del dormitorio para no escuchar, tic... tac... tac... 
Así estaba por quedarme dormido cuando sonó el timbre. Era Ernesto; su silueta lucía borrosa por el contraluz que provocaba la luminaria del poste eléctrico. 
Hablaste con la persona equivocada, repitió. Vine a ofrecerte un pacto con el Diablo para detener el tiempo en la hora indicada. 
Acepté y se esfumó. 
No te vayas, dónde hay que firmar. 
Volvieron a tocar el timbre. Un mendigo me pidió limosna; le di mil pesos y desapareció por un camino en bajada. Ernesto regresó, cubierto con un poncho de lana, sumido en un profundo estado de meditación. Me preguntó qué me había dicho el mendigo. Le dije que poco y nada. El Diablo te acaba de conceder tres deseos, es cosa de que los pidas. 
Cerré los ojos.
Deseo... deseo detener el tiempo en ese asado... deseo vivir en una eterna sensación de felicidad y de vacío... deseo ser otro al momento de morir, para que mi alma no se la lleve el Diablo. 
Desperté en un mundo repleto de cadáveres resucitados, pero no olían mal, aunque el tono de la piel no era el más saludable. Se movían como gusanos, aplastándose unos con otros, pues no había cupo para tanta gente en la tierra. Quiénes son ustedes. Hicimos pacto con el Diablo al igual que tú, ven con nosotros. Adónde. Déjate llevar por los más ingeniosos, síguelos como hacemos nosotros. Vi que se dirigían hacia un montículo ubicado en un punto lejano. Al llegar a una orilla cubierta de lodo, los que me antecedían caían a un hoyo y los que venían detrás mío me empujaban; así caí con los demás y fui a dar al Más Allá. Noté que en el infierno se respetaba un orden y no había caos, estaba todo muy bien organizado, aunque la situación no me acomodaba. Tan rápido que había pasado el tiempo, lo del asado no pensaba ser la eternidad, pasó volando. Un ángel salió en mi defensa y se enfrentó con el Diablo, que seguía exigiendo el cumplimiento del pacto. El ángel le propuso que postergara para más adelante el problema. El Diablo me empujó a las patas de un burro negro que venía retrocediendo; antes de recibir la coz di un salto y desperté con la sensación de ese sueño, mientras el agua seguía cayendo, gota a gota... 
¿Y qué lecciones saca de esto, Gálvez?
Ninguna. Los sueños se van olvidando con los minutos.
Está bien, se ha hecho tarde, nos vemos en dos semanas, adiós.
Hasta pronto.

Una maraña de problemas

Cómo está, Gálvez, cómo se ha sentido.
Bastante bien.
Tome asiento. Cuénteme.
De un tiempo a esta parte he reafirmado la idea de que la vida es un problema. Uno tras otro.
Volvemos al principio.
Problemas por aquí, problemas por allá, problemas en la casa, problemas con los hijos, problemas con la esposa, y en medio de los problemas... una o dos burbujas que me alivian, y así voy dando vueltas y vueltas.
Gálvez, esta es nuestra última sesión y tengo que acortarla. Me mandaron llamar de mi casa y debo ir ahora mismo a recibir la piscina; los maestros me están esperando. Espero no causarle una molestia, pero aunque me temo que no lo desearía, debo asegurarle que usted se encuentra bien. Desde luego, la consulta será gratis. Piense que en el fondo le estoy dando dos buenas noticias. Y para despedirnos desearía invitarlo por última vez a recostarse en el diván.
Hágase honor a la piscina nueva.
Así... muy bien... relájese... respire profundo... bote el aire... respire... espire... afloje los músculos... relájese... inspire... exhale... Ahora está usted en una playa... camina hacia las olas... se tiende en la arena... está nublado... el sol no le molesta los ojos... no hace ni frío ni calor... ¿siente el ruido de las olas?... ¿siente las olas?... Bien... Las olas son sus problemas... van y vienen... van... vienen... van... vienen... nunca se acaban... nunca se acaban... pero no alcanzan a llegar a sus pies... no lo ahogan... no lo cubren... van... vienen... nunca se acaban... no hace ni frío ni calor... el sol no le molesta... Bien... Ahora se levanta... retrocede hasta las dunas... retrocede un buen trecho... sortea el vaivén... sube... baja... se vuelve a tender... la arena está tibia... agradable... solamente existe usted... las nubes bajo el sol... la arena tibia... el verdor de las docas... Las olas están, pero se han ido... están, pero no están... solo se las imagina... están por ahí, en alguna parte... pero no están... Así son sus problemas... están... siempre estarán... pero se han ido... 
¿Entiende lo que intento demostrarle? Veo en usted a una persona sumida en una maraña de problemas que lo agobian, como si fuese Atlas llevando el mundo en las espaldas. No contento con eso, cree que todos los seres del planeta están hechos de la misma madera. Pero usted hace una errada interpretación del fenómeno. A la mayoría de los hombres les importan un comino las dificultades y cuando arrecian, se saltan sin pudor la moral para escabullirlas. Observe la manada que entra a las micros sin pagar, las mentiras que se echan a sí mismos para salir del paso, la compulsión por pisotearlo todo para sobrevivir, como el pánico ante la estampida. Su nube rojiza no podía ser más que el producto de la mente de un neurótico y las goteras, un problema que se soluciona llamando al gásfiter. Haría bien en tomarse unos tres cafés al día y disfrutar más con sus amigos; es bastante simple. ¿Concuerda con mi conjetura?
Me gustaría decirle que sí, pero no. 
¿Cuál es la suya?
Escabúllete, aléjate de ti mismo y entra al fondo de la cuestión. Rechaza lo que fluye, la orden interna, lo fácil, y sumérgete en la inconsciencia. Solo de allí saldrá tu verdad. Mientras, no anheles lo obvio, el razonamiento del fracaso, y entrégate a tus apetitos, por más superficiales que resulten. Tal vez el deseo sea más grande de lo que aparenta, y el egoísmo más aún. 

lunes, mayo 02, 2022

El trabajo

Llevo dos noches volviendo al trabajo.
Me internaba en una galería del centro; miré una vitrina y vino el desaliento: no hay ningún tema nuevo para hoy. Qué hago, llegaré al diario sin un tema que ofrecer en la reunión de pauta. Cómo es posible que dependa de los artículos que vende una tienda del centro, baratijas colgando de la pared, esa me sirve, esa no me sirve, esa me podría servir mañana, esa es muy pequeña, esa otra no le interesaría a nadie, no generaría clics. 
En las demás tiendas tampoco hay novedades, ya las venía examinando de antes, ni siquiera vale la pena ahora echar un vistazo, mejor entregarse a la suerte. 
En el diario un fichero luce los temas asignados. Allá arriba está escrito mi nombre. Resulta que se me ha dado algo; se me ha regalado un hueso que roer, benditos jefes. Debo seguir la nueva serie que se estrena en Netflix. No me desagrada la misión, aunque no han pasado ni cinco minutos cuando reparo en que es mucho más que eso; es una tarea de doble filo; se trata de llamar al extranjero a los actores, averiguar noticias de ellos para informar a nuestros lectores. Mi superiora se toma esa dificultad con ligereza; ella siempre se ha tomado con ligereza las cosas que me atañen, es como si confiara demasiado en mí, como si su mente siempre estuviese en un lugar lejano, no en mis bagatelas. Y se ríe, y sufre sus penas de amor, sus achaques, y cambia de tema. 
¡Oh, Dios! qué suerte que estoy jubilado y esto no pasa de ser un sueño; pero los sueños son también la vida y esa intranquilidad, ese vago malestar que traen los despertares...
Entre los dos trabajos nos cae la muerte de Roberto Lecaros. Domingo de sol, el cementerio cubierto de cicatrices dejadas por los manifestantes; no hay salud por los difuntos. Los santos que marchan nos van guiando al sitio del entierro, donde sus hermanos tocan en un ambiente sereno de alegría. Recuerdan anécdotas y el humor enérgico del "Loco Robert"; el público sentado entre las tumbas. Clarinetes, saxofones, la batería que va cambiando de manos, un piano eléctrico, Mario, Félix, Roberto el hijo, una muerte suave, la muerte de un artista del jazz.
El día antes, entre sueño y sueño, lo vi en el féretro en la parroquia. Parecía alegre, como queriendo abrir los ojos. Saludamos a los papás del Cristóbal y a mi hijo, que había llegado por su cuenta, otro jazzista. Mi hijo lucía un perfil sereno, había varios carreteados de gafas, alguien comentó que a mi hijo lo querían mucho y entonces nos vamos. Pasamos por varias pastelerías, pero mi mal genio me impide detenerme en alguna; el mal genio es más poderoso, es enemigo de lo bueno, siempre ha sido así, y terminamos en la casa caída la noche, viendo una película.
He resuelto probar la oferta. Por la oficina de medio pelo se pasean ex colegas tan viejos como yo, ex reporteros decadentes que laboran por unos pesos, que desean seguir viviendo y que ya se acostumbraron a sus nuevas funciones. Este nuevo diario es de tendencia de izquierda, muy de izquierda. Los temas se tratan según esa perspectiva y yo me pregunto: ¿presentaré objeción de conciencia? Pero, pensándolo mejor, ¿qué hacía que yo pensara como pensaba? ¿Qué diferencia haría que hoy pensara de otra forma? ¿Son tan cuestionables estos nuevos puntos de vista? ¿Acaso no me lavaron el cerebro durante años? ¿No resultaría insensato protestar porque ahora me lo lavan otra vez?
Claro que tampoco me llueven las propuestas, mi sino es vibrar en silencio mientras los demás viven de lo  más tranquilos, sin dramas. 
¿Cómo es que no se dan cuenta de la crisis? ¿O es una crisis personal, de un solo espíritu?
Lo del festival se cae a último momento por un desperfecto eléctrico. René Cid lleva los cables y no hay sitio para mí, los puestos se han copado. Obligado a sacar la vuelta; eso me acomoda y me angustia, a nadie han echado por sacar la vuelta cuando los puestos se han copado. Sin embargo la verdad dice que hay otros que trabajan, que sí tienen misión, que se han arreglado los bigotes; así es cómo se va dando la selección natural.
Dejar pasar el día sin hacer nada, haciéndome el que trabajo.
Le pregunto a Pepe por el asunto de las platas. "Los domingos en la noche reparten diez mil a cada uno y los días de semana, mil cada día". Pero eso no hace ni cien. "Algo así, poco menos de cien mil al mes". Pero con mil al día no me alcanza para dos pasajes de bus, salgo perdiendo seiscientos pesos diarios. "Claro, es lo que hay".

domingo, abril 24, 2022

Pequeños grandes terremotos

El viernes fue un día no muy bueno. Estuve de cumpleaños y me porté como un roto mugriento. En su propia cara les dije a mis invitados que odio los entresijos de las fiestas, agregar mesas, pelar tomates, picar el ají, lavar, secar, guardar y ordenar la vajilla, sacudir el mantel, barrer las migas, despertar con jaqueca. Ellos me oían con la boca abierta, no sabiendo si quedarse o dar un portazo. Otra amiga me comentó hoy que "estás para el psiquiatra, si me hubieses dicho eso a mí, me voy y no vuelvo más a tu casa".
Aunque pienso y mantengo lo dicho, aprecio y agradezco la presencia de mis invitados, porque me aleja un poco de la misantropía. Este concepto me quedó rondando en la cabeza y lo estudié al final del día en el celular, acostado en la cama, con dolor de ojos, ojos rojos e irritados por la presión. 
Misántropo no es algo como para ufanarse; es menos romántico que melancólico o atormentado, incluso que neurótico, término este último que conlleva una fría carga médica, científica, de caso para el laboratorio. El misántropo "no llega a entender el sentido de las fiestas", el misántropo tiene "un humor negro o retorcido". Vaya, vaya. Se parece a las cosas que uno ya sabía y que sin embargo le causan sorpresa cuando alguien que les ve las líneas de la mano se las anuncia.
Al día siguiente me levanté con la sensación de haber sobrevivido a un terremoto. Miré a todos lados, abrumado por la culpa, buscando la condena. No se veía la condena por ninguna parte, pero, ¿había sido perdonado?
S.E. vivió dos grandes terremotos. El del 2010, de magnitud 8.8, lo afrontó con brillantez. El de octubre de 2019, de magnitud 9.5, lo enfrentó como pudo. Salió malherido, pero también sobrevivió.
Los terremotos se parecen a los estallidos sociales. Se van preparando debajo de la tierra, las placas pugnan por ganar su espacio, va subiendo la presión y cuando ya no da más viene el sacudón y sálvese quien pueda. Surgen las réplicas, una tras otra; se van distanciando y de pronto el terremoto ya es una crónica del recuerdo y los daños que dejó desaparecen o se dejan ver en pequeños detalles de los tejados de las casas, en ciertas veredas, en los bordes costeros, en muros rayados de obscenidades y amenazas.
Ante los terremotos solo cabe prevenir; una vez que ocurren deben fluir libremente, lo razonable sería asumir después las reparaciones con firmeza y decisión.  

jueves, marzo 31, 2022

Amor y guerra

Quisieras ser tratada con ternura en la cama, sentir que son tus ojos los que te miran con amor; que el goce fluye de la caverna de la niñez y derriba paso a paso los tabúes que te llevan al suspiro de la verdadera felicidad. 
Yo transito por la senda opuesta. Me digo en la cama se debe doblegar, usar cierta fuerza, cierta táctica, arañar los tabúes para entrar a la caverna del amor.
En los hechos, las partes se van retirando de los jardines del deseo; han despertado viejos resentimientos, han surgido miedos, aprensiones, complejos de culpa, desconfianzas.
Quisiera saber de dónde viene todo eso; y si es bueno o es malo que así sea.

jueves, marzo 17, 2022

Dementes brillantes en el país de Vacanegra

Diálogo de mentes brillantes en el país de Vacanegra. 
-¿Estamos de acuerdo en que la derecha representa a los ricos y la izquierda representa a los pobres? 
-Eso es lo que se dice. Sería un trabajo hercúleo hacerle frente a una idea institucionalizada por la historia. 
-¿Y estamos de acuerdo en que la derecha representa al lucro y la izquierda, a la solidaridad? 
-De acuerdo, según el mismo predicamento. 
-¿Y en que los derechistas solo creen en sí mismos mientras que los izquierdistas buscan salir adelante unidos y con el apoyo del Estado?
-Conforme.
-¿Y en que hay más pobres que ricos en la Tierra?
-Eso es innegable.
-¿Y estamos de acuerdo en que la derecha representa a los ganadores y la izquierda a los perdedores?
-Mmm... de acuerdo, si se entiende a los ricos por ganadores y a los pobres, por perdedores.
-De eso estamos hablando.
-Entonces, de acuerdo.
-Escuche lo que voy a decir. Sostengo que en el mundo hay más flojos que trabajadores, porque la flojera no cuesta nada y el trabajo cuesta trabajo.
-Siempre he pensado algo parecido. Es cosa de verlo en la calle, en las oficinas. Si no fuese así no existirían los capataces.
-De modo que si en la Tierra hay más pobres que ricos y más flojos que trabajadores, los pobres siempre ganarán las elecciones. 
-Es verdad que en la Tierra hay más pobres que ricos, pero es mentira que los pobres siempre ganan las elecciones, y es discutible que los ricos sean trabajadores y los pobres sean flojos. Porque si fuese así, en todos los países los gobiernos serían de izquierda. Y me sigue haciendo ruido lo de la flojera. Creo que la flojera y el esfuerzo cruzan la barrera entre ricos y pobres.
-Si usted prefiere un bono del estado antes que trabajar para conseguir el mismo dinero, usted es un flojo. Si usted se arriesga a iniciar un emprendimiento a costa de su sangre, su sudor y sus lágrimas, trabajando más de la cuenta y olvidando descansar los fines de semana, usted es lo contrario de un flojo. Es un hombre esforzado. No le siga dando más vueltas al asunto.
-Continúe usted.
-Los gobiernos de derecha logran la mayoría gracias a la masa perdedora que se forja en los gobiernos de izquierda. Los pobres perdedores se van al lado de los ricos ganadores por conveniencia. Por eso la derecha no posee mística. La mística es la expresión del aplastado que reclama ante la injusticia, la cesantía, la inflación, la mala salud, la mala vivienda y la mala educación. La palabra mágica del aplastado es: "derechos". Si todo anduviera bien, daría lo mismo que el gobierno fuese de izquierda o de derecha.
-Conforme.
-¿Se atrevería a coincidir conmigo en que los grandes líderes amados por el pueblo, Luther King, Gandhi, Allende, Balmaceda, Obama, tienden a ser de izquierda, y que los grandes tiranos, Napoleón, Franco, Pinochet, tienden a ser de derecha?
-Ha dejado afuera grandes tiranos como Pol Pot, Mao, Idi Amin Dada, Genghis Kan, Hitler y Stalin.
-Hitler era de izquierda y Stalin era de derecha.
-¿Se podía ser de derecha en la Unión Soviética?
-No. Estaba prohibido. Pero no estaba prohibido ser tirano, de modo que Stalin era de derecha, porque el tirano hace lo que le place y conduce a su pueblo de acuerdo con su voluntad. Tiranuelos como Chávez y Maduro visten disfraces a la medida, así como Perón, Alessandri Palma. Gente fuerte.
-¿Afirma usted que el gran comandante Fidel Castro fue un tirano?
-Se sabe que una persona es un tirano cuando respeta a otro tirano. Fidel respetaba a Pinochet. Trump respetaba a Putin y al tiranuelo Kim Yong-un.
-Tengo entendido que Pol Pot era admirador de Humphrey Bogart.
-De sus papeles en el cine negro. No le gustaba Casablanca.
-¿Sabía usted que Nikita Khrushev viajó en 1960 a la asamblea de la ONU en Nueva York con el expreso deseo de conocer a Marilyn Monroe?
-Sí, y dicen que el zapatazo fue consecuencia del fracaso en esa misión.
-Nikita era gran admirador de Sarita Montiel.
-Pero no le gustaba "Fumando espero", me han contado.
-Le gustaba que le proyectaran en su sala privada "El último cuplé", pero se saltaba la parte de "Fumando espero". Tiene toda la razón.
-¿Qué hay de comer?
-De entrada, palta reina, segundo plato cazuela de ave y de fondo, tallarines con carne mechada.
-¿Y para beber?
-Whisky o vodka.

martes, marzo 15, 2022

Qué lejos que estoy de ti

¡Qué lejos que estoy de ti! 
Mares, océanos. Las nubes ocultan la razón, el oleaje mueve la barca hacia la playa estrecha, rendida ante el charco de agua intraducible.
Ya en el bosque, detrás de las plantas verdes que dan la bienvenida en la hojarasca, innumerables cadáveres se muestran. Todos fueron únicos, diferentes; hubo héroes y cobardes, criminales de todos los sexos inventados por el hombre. Y en cada uno vibra el mismo rostro de la muerte. Las diferencias engañan, de verse tan iguales en el bosque de la playa.
¡Qué lejos que estás de mí!
Si supieras lo que cuesta pasar en limpio estas palabras, si te hicieras la idea del equipaje de mi barca, si por un segundo estuvieras en mi mente, fueras mi sentir, entonces conocerías la pobreza de verdad.
¿Cuánto sumó a tu genio el drama de tu vida? ¿Puede el poeta vivir embriagado de tardes tranquilas, respirar buen aire, dormir sin sobresaltos? ¿O es acaso el aguijón que se parece al dolor de espalda, al arroz con huevos, a las revoluciones del pueblo y a las bombas de los tanques el único que anuncia la belleza por venir?
Tu hermetismo no es tal; bastaría con seguir tus pensamientos para adivinar qué inventas con ellos, cómo opera tu máquina de hacer.
Hará unos días visité la casa de un amigo; contamos chistes, él se preocupaba del almuerzo, bebíamos cerveza. A la sombra del sol quemante apareciste como un relámpago frío, volviste a mi alma y fuiste mi consuelo ante el canto de la vida. Eran tus formas tan preciadas, tu silencio y tu tragedia tan reales que me avergoncé y bajé la vista, mi suerte se hizo clara.
¡Qué lejos que estoy de ti!

martes, marzo 01, 2022

Fernando y Christopher en la pastelería

-Yo manejo un depósito al 0,5... del 1,5 bajó al 0,5... por eso prefiero mantener la plata en la cuenta corriente... ahí tengo mi plata... 
-Claro.
-Los dos autos se los entregué a mi sobrino.
-¿Tienes dos autos?
-Un Toyota Corolla automático. Nuevo. El otro es del 89, pero está bueno.
-¿Y dónde los dejas?
-Tengo estacionamientos. Pero ahora se los entregué a mi sobrino. Él ya le pasó uno a su hijo que entró a la universidad.
-Claro.
(Pucha el tío pa bueno, le soplo a mi esposa. Ella asiente).
-Es por esto de la sucesión. Mejor que los bienes los tenga uno solo. Por eso se los entregué a mi sobrino.
-Claro.
-Voy a comprar al Unimarc. Unos quesitos, un poco de jamón. Ya vuelvo.
-Claro.
Con Patricia somos testigos de una habitual escena de café. Dos hombres mayores conversan sobre asuntos triviales, más uno que otro, a juzgar por el diálogo que se acaba de reproducir. Nos hallamos a nuestras anchas luego de clavarnos la cuarta dosis de la vacuna y no sentimos molestias. Nuestra mesa, a la sombra de unas enredaderas, nos aumenta la sensación de bienestar, que en ese instante no logran aniquilar ni la invasión de Ucrania ni las últimas ocurrencias de los constituyentes ni la caída de los fondos de pensiones. Una garza de yeso embellece el jardín. Mañana feliz.
El personaje vuelve, en efecto, a los pocos minutos, portando una bolsita con alimentos. Es un hombre bajo, calvo y encorvado, de complexión robusta y una edad más cercana a los ochenta que a los setenta; nariz gruesa y aguileña, leves ojeras y una mirada cándida. Una indiscutible cara de árabe. A pesar del calor reinante viste suéter. Se sienta nuevamente frente a su compañero de mesa, que lo recibe con aparente indiferencia. A primera vista, este último preferiría estar solo que acompañado. En otras ocasiones en que he ido a ese café lo he visto siempre solitario, pensativo, echado hacia atrás, la taza vacía, cansado, con el bastón de madera apoyado en un brazo de la silla, ni contento ni triste, impertérrito ante las novedades que ofrece el acontecer. De elevada estatura y una edad parecida a la de su compañero circunstancial, su rostro sajón en el que destaca una melena blanca y una barba puntiaguda y sin bigotes lo acercan a la imagen que tenemos de los griegos antiguos, esas caras de reyes y filósofos que nos parece haber impuesto el Hollywood de los años cincuenta.
-Ya volví. Más ratito tengo que ir a cuidar a mi hermano -dice el hombre bajo, en su tono siempre amistoso.
-Ah, sí... ¿está enfermo?
-Se podría decir que sí.
-¿Guarda cama? (el sajón conserva el acento y la firmeza en la pronunciación que caracterizan a los alemanes avecindados en Chile).
-No, si se lo pasa caminando por el departamento.
-Claro.
-Nosotros éramos seis.
-¿Seis?
-Seis. Quedamos dos; mi hermano ya cumplió los noventa. Pero me tiene amarrado.
-Nosotros también éramos seis (el sajón se va entusiasmando). Cuatro varrones... quedamos... no, también tengo una media hermana.
-Mi papá llegó a Chile allá en los años veinte. Pasó por Nueva York y le ofrecieron quedarse, pero no quiso. Allá tenía de todo. Cuando se vinieron en el barco, mi mamá venía embarazada.
-Llegarrían primero a Buenos Aires.
-Cuando llegó partió de cero. Afuera la familia tenía sederías con nueve mil trabajadores contratados. Cafetales.
-¿Cómo?
-Cafetales... plantaciones de café.
-Claro.
-Mi prima todavía está viva. No la conozco en persona; siempre me invita a Brasil. Tiene cafetales. Ven a verme, Fernando. En su casa hay treinta personas para su servicio... a mi papá le ofrecieron una parte de la herencia y se negó... venía escapando de la guerra.
-Mi papá perteneció al ejército de Hitler (el sajón pronuncia el nombre del Führer como si diera un latigazo).
-¿También luchó en la guerra?
-Erra comandante de tanques. Le llegaron las bombas de los aviones ingleses.
-¿Era de la fuerza aérea?
-No. Comandante de tanques. De tanques. Del ejército de ¡Hitler!
-Ah.
(Mi mujer me sopla: debiste traer la grabadora. Recuerdo que Cheever hacía eso: la mayoría de sus personajes los sacaba de conversaciones que oía en el bar, en el Metro, en paraderos, en los cafés. Acercaba lo más posible su mesa a la que le interesaba y lo anotaba todo. Esa fórmula vale tanto para escribir un cuento como una novela o una crónica. Yo mismo la he aplicado a veces, solo que sin el éxito de Cheever. Debo ser menos ambicioso que Cheever, porque en el fondo las conversaciones de la gente, sus historias, son las mismas. Pero ahí ya entraría al tema de cómo narrar; o al del mercado editorial, el márketing, la crítica).
-Mis papás llegaron a Chile huyendo de los turcos. Venían de Siria... los turcos eran tremendos de malos.
-Ah, sí... los turcos.
-Mi abuelo llegó a ser almirante...
-Mi papá erra comandante de tanques... una guerra terrible... ¡Hitler!... Alemania quedó tomada por los ingleses, los norteamericanos, los rusos y los franceses.
-¿Y a qué se dedicaba en Alemania?
-Tenía una fábrica... de esquíes.
-Mi prima es libanesa. El Líbano era como el otro París... lo echaron a perder todo. Las guerras son terribles.
-¿Y por qué esa guerra?
-Seguro que los judíos quieren apoderarse de los países árabes. Tanto tiempo que anduvieron errantes. Y ahora tienen el apoyo de Estados Unidos.
-¿Cuántos habitantes?
-No sé. Voy a buscarlo en Internet.
-Por el Google.
El árabe lleva la conversación, se hace evidente la buena disposición que se aloja en su alma ante las cosas que lo rodean. Al alemán se le siente más bien cauto, no exactamente desconfiado. 
-Está en la hora del almuerzo. ¿Va a almorzar? ¿Se va luego?
-No. Es temprano. Son la una.
-Yo todavía tengo parientes en El Líbano, pero por parte de mi sobrino. Mi cuñada era libanesa.
-¿De Beirrut?
-De Beirut. Así que ahora los parientes míos son españoles y libaneses... los que me van quedando. Vamos a buscar aquí... Líbano... Líbano... habitantes... a ver qué me sale. Líbano habitantes le puse. Buscar usando Google... esta cuestión es una maravilla... 6 millones 825 mil... casi 7 millones.
-¿Siete millones no más? ¡Tan poco!, como Santiago.
-Ahora debe tener más. Esto es del 2019.
-Pero no mucho más. Tan chico como Santiago... ¿habla árabe?
-Entiendo casi todo, pero hablo poco.
-¿Dónde aprendió?
-Con mis papás. En la casa. Ellos hablaban árabe.
-¿Y cómo es el libanés?
-Son fantásticos.
-Le pregunto por el idioma libanés.
-Son parecidos a los franceses. Y son muy buenos mozos.
-¿Y tú hablas libanés?
-El árabe hablo. Pero hablo la mitad... pero entiendo casi todo.
-¿Pero el idioma libanés, cómo es?
-Como el árabe.
-No hay libanés.
-Idioma árabe. Eso hablan. Escriben igual. De atrás para adelante.
(Suena el teléfono del sirio).
-Hola.
-...
-Aquí, en la pastelería.
-...
(Cuelga y comenta).
-Así es la cosa...
El alemán retorna de su natural disposición a la soledad; una idea parece darle vueltas en la cabeza. 
-Así es... poca gente. Siete millones no es nada.
-Nosotros tenemos veinte, dieciocho...
-No, pero acá en Santiago...
-Siete millones.
-¿Y cuál es el producto principal del Líbano?
-La verdad es que no sé, fíjate. Voy a preguntar... tienen mucho comercio.
-Sí, pero deben tener algún producto nacional... porque está bastante aislado... al lado tienen a Siria, Turquía...
-Mis papás eran sirios... los turcos dominaron mucho... eran tremendos los turcos.
-¿Estás resfriado?
-Algo. Es como un resfriado como alérgico.
-A mí me pasa también lo mismo. Siempre me corre la nariz... purra agua.
-Pura agua... agüita, agüita.
-Mi hija me dice: es lo normal para la edad.
-Qué le vamos a hacer... nos llegó la vejez. Los argentinos dicen: es terrible cuando llega la vejez.
-Los años pasan muy rápido. Pero qué se le va a hacer.
(El sirio indica la figura de yeso en el jardín de la pastelería).
-Tenemos que hablar con la garza.
-Sí... bonita... a mí siempre me corre la nariz. Es el calor, parrece.
-Donde estás al sol... poca gente se ve hoy.
-Sí. Ahora veo más. Para el almuerzo. Al lado no pasa mucho.
-Al lado tiene poca gente.
-Lo que pasa... no es muy acogedor... muy frío.
-A mí no me gustaría.
-A mí tampoco.
-Lo único es para comprar el pan.
Se produce un silencio momentáneo. Hora de cambiar de tema. El sirio interviene.
-Y cómo lo hace con su herida.
-Agua oxigenada.
-Es buena para desinfectar... 
Nuevo silencio, de esos silencios cristalinos en una mañana cristalina; esta vez lo rompe el alemán.
-Es bonita esta cafeterría.   
-Es como estar veraneando, para los que estamos encerrados en Santiago. 
-Ahora viene llegando gente.
-Viene llegando gente al baile.
-Parece que hay empresa por acá cerca.
-El amigo mío tiene empresa. Empresa informática.
-Informática... es mucho más agradable este café, más acogedor que restorrán.
-Diez veces más. Para nosotros, por lo menos, que vivimos en departamento.
-Así es la cosa...
(Llega una mujer de mediana edad. Saluda al sirio).
-Hola, Fernando.
-¡Pero linda! Él. Alemán. Muy amigo mío. Liliana... don Christopher.
-Tanto gusto. 
-¿Que querre tomar?
-¿Ah?
-Qué querre... tomar... ¿café? 
-Un capuccino.
El sirio desea integrar a la mujer.
-La hija de ella está en... ¿a dónde vive tu hija?
-Karlsruhe.
El alemán no se anima demasiado, como si Karlsruhe no le dijera mucho.
-Bonito. Tranquilo... por ahí pasa el río... Meno...
(Ella).
-Tienen ríos por todos lados.
-Y hay una catedral famosa. Ahí está enterrado... Carlomagno.
-Él tiene una hija dentista.
-Ahora las clínicas son a todo lujo... ahora está cambiando todo... Fernando tiene la culpa, jajajá.
-La culpa la tenemos los dos... arreglando el mundo... no se puede arreglar el mundo, Christopher... Liliana es ingeniera... tuvo un golpe a la salud.
(Ella).
-No digas eso. Agradece que no ando con el garrote.
El sirio no acusa el golpe.
-Yo tengo Fonasa. ¿Usted tiene isapre?
-No.
-¿No tiene isapre?
(Ella).
-Te acaba de decir que no.
-No tengo isapre ni Fonasa.
-Tendrá un seguro alemán.
-Porr ahí va la cosa. Empecé a los 18 años. A pagar... a pagar... menos mal que lo hice bien... hay que estar protegido.
-Yo no tuve mucho problema de cabro.
(Ella).
-¡No, si el problema viene después!
(El alemán se dirige a la mujer).
-¿Y su hija se acostumbró en Alemania?
-Sí, ya maneja el idioma. Ella es muy meticulosa.
(El sirio).
-Pide almuerzo.
-Fernando... ya te dije. Pedí un café.
-Tiene que comer algo.
(El alemán).
-No insista... no moleste.
(Ella).
-Si no, me voy.
(El alemán).
-El latino es alegre. El alemán es tosco, callado. Yo soy de Hamburgo. Al norte. ¡Peor todavía!
(Ella).
-Estuvimos en primavera. Lloviendo, ¡y con un viento!
-En Karlsruhe el clima es más moderado... mucho mejor...
(Ella).
-Lo encontré parecido algo así como a Puerto Varas. Mucho verde.
-Mucho verde.
(El sirio).
-Amigo. Hoy día pago yo la cuenta... por hoy no más.
-¡Chuta! ¡Te sacaste la loterría!
-Me saqué la lota... por hoy no más.
(Ella).
-¿Cuántos hijos tiene?
-Dos. Uno está cerca de Hamburgo. Más al norte. 
-Debe tener más familia allá.
-No está casado. Es soltero. Tiene una polola.
-Debe tener otras prioridades.
-Él no es tan joven. Va para los cincuenta... pero el clima influye mucho. El clima frío te recoge. Influye en el ánimo. Aquí estamos abiertos. Allá sale el sol y se vuelven locos... los alemanes no tienen muchos hijos, porque cuesta carro.
(Vuelve el sirio).
-Él se vino a Chile de joven.
-Yo salí a los 22 años. Erra otro país, muy distinto... por eso ahora no me gusta Alemania. No se puede decir negro ni judío. ¡Racista!... ¡nazista! El turco no aprende la lengua alemana, no quierre aceptar las reglas. Llega con su familia. Son como guetos. Eso es malo.
-Oye, él tenía una industria de esquí.
-¿Sí?
-Yo soy de Silesia, que ahorra es de Polonia. Nosotros arrancamos. Por la guerra nos radicamos en Hamburgo.
-¡Tenía ocho años y anduvo 500 kilómetros!
-Lo que pasa hoy día me hace recordar...