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jueves, mayo 25, 2017

El desterrado

Soy un desterrado. Me han venido a botar al fondo de un desfiladero desértico; siento a lo lejos el batir de las alas de los cóndores, que vuelan muy bajo, como si ya anduvieran buscándome para disfrutar de mis entrañas.
Echado en la tierra, malherido, yazgo bajo el sombrío atardecer a merced de quien quiera hacerme daño.
Del cielo baja un viejo amor y se me acerca. A punto de pisotearme aguardo, resignado, el castigo de su resentimiento.
No le temo al momento que habrá de venir; en otras circunstancias estaría aterrado. No vivo el miedo en su forma original, porque sospecho que la condena se levantará en el último segundo, que seré sobreseído parcialmente y que se me trasladará a otras tierras, allí donde impera la posibilidad del amor confuso, plagado de sentidos dobles.

martes, mayo 16, 2017

El hombre del Metro

Lo puede ver cualquier pasajero que, como yo, circule por el Metro a eso de las nueve y cuarto de la mañana. Está sentado de pierna cruzada en la estación Salvador, andén norte, en el primer puesto de la corrida de asientos amarillos. En época de otoño, que es esta, suele vestir chaqueta y zapatos de gamuza, sweater, pantalones oscuros, soquetes de lana. Las manos, sobre las piernas, una arriba de la otra; los ojos, cerrados. Los viernes, inexplicablemente, no está. Los sábados y domingos no hago el trayecto.
¿Quién es? ¿Por qué existe solo en ese momento y no en otro? ¿Viene saliendo de la oficina o mata el tiempo antes de entrar a trabajar? ¿Espera a su pareja? ¿Por qué no abre los ojos?
Bastaría que el pasajero que se fija en él descendiera del carro en esa estación para saberlo. Le preguntaría, él le respondería y el asunto quedaría solucionado. El freno es que la realidad, cuando se explica mediante la razón, termina siendo banal, y eso la rebaja. La realidad se pinta de absurdo; sus secretos son simples.
Cabe otra posibilidad. El pasajero curioso se topa a boca de jarro con una verdad que le eriza los pelos: el hombre sentado en el andén de la estación es él mismo; sus ojos cerrados imaginan que él se mira desde el carro, de lunes a jueves, a eso de las nueve y cuarto de la mañana. Subsiste, sin embargo, el misterio de los días viernes.
Llevo a mi padre en bicicleta y paso por la casa del Julio. Por alguien supe que está enfermo. Las paredes de su casa se han desmoronado.
Entro al dormitorio, ese dormitorio confuso con dos camas, grisáceo. En una cama, mi tía; en la otra, el edredón desordenado, formando un bulto sobre la almohada. Debajo, la voz del Julio.
-Dile a mi mamá que deje de hablar. No me siento bien.
Desde la otra cama, mi tía derrama palabras viscosas. El escenario es la suma de un montón de palabras viscosas mezcladas con el gris del pensamiento. Si hay una cabeza pensante, nada bueno puede salir de esas palabras y de esa pieza contaminada, vaporosa.
-¿Tan mal estás?
-Sí.
El Julio se incorpora a medias y me muestra su barriga. No advierto signos preocupantes, pero sé que me dice la verdad.
-Me han dado dos días de vida.
Miro entre las sombrías hojas de un arbusto; abajo, en un arroyo oscuro y sereno nada un gatito hacia la orilla.

martes, mayo 09, 2017

Encuentro con EL CABEZÓN ROMERO

Los días no son soleados ni brumosos, pueden ser también marrones; suceden estos en circunstancias especiales, como la vuelta de una esquina en una ciudad dominada por sus techos. La luz se transmite allí sin sombras, ha de parecerse a los dibujos coloreados con lápices por estudiantes de enseñanza media. Atravieso entonces la calle y me topo a boca de jarro con EL CABEZÓN ROMERO, plantado sobre la vereda. Lo veo muy grande, más aún de lo que siempre ha sido. O tal vez nunca fue de otro tamaño, lo concreto es que al acercarme a saludarlo le llego apenas al pecho. Viste de marrón, tiene la cabeza grande y el pelo le brilla, negro, tal como su sonrisa celestial, una sonrisa que muestra los dientes. Pareciera tener los ojos pintados, porque se le destacan demasiado; luce bigote. Trato de abrazarlo, pero mis brazos no dan el ancho.
-¡Mamá, este es!
Pero mi mamá lo saluda de costado, no puedo creer que no lo reconozca.
-¡Mamá, pero si es EL CABEZÓN ROMERO, el hijo de la señora Lidia Pelayo!
Ah, sí, me responde, y hace un ademán raro, como si recapacitara.
Mi madre no ha reaccionado como antes. En esos tiempos solía ser extremadamente efusiva, clara como el agua de la vertiente y tierna como los brotes de una lechuga. Podía demorarse una hora en transitar una cuadra, regalándole todo su tiempo a cada vecino que se paraba a saludarla.
Mi primo me observa de costado, con un ademán sereno; es una especie de busto de carne, y no lleva camisa. Cuesta creer que hace apenas una semana estaba vivo, ¿en qué mundo estoy?
Estos días he estado leyendo a Borges; en el libro le dedica varias páginas a Swedenborg, el místico. Afirma este último que el muerto ignora primeramente que está muerto: ve y comparte con su misma gente. Semanas, meses. De pronto comienzan a aparecer desconocidos...
Yo he compartido con mi madre y con EL CABEZÓN ROMERO y con el nombre de la señora Lidia Pelayo, habitantes del Cielo de Swedenborg. Y el único muerto en esa ciudad ni soleada ni brumosa, esa ciudad color marrón, era mi primo, quien, por lo que me han contado, sigue vivo.