Visitas de la última semana a la página

miércoles, diciembre 31, 2008

El día que murió mi padre

A mi padre, en el aniversario de su nacimiento

El día que murió mi padre empezó la noche anterior. Con Víctor nos turnamos para velar su sueño. Podía irse en cualquier momento, aunque más tarde comprendí que cualquier momento no es cualquier momento. Para el moribundo hay diferencias gigantescas entre una hora y otra. En casos como el suyo, la muerte generalmente avisa a campanadas. 
La voz de mi madre recitaba con angustia qué hay que hacer, qué hay que hacer, no sé qué hacer. Le respondimos que no se preocupara, que por esa vez ella no tenía nada que hacer. Le dijimos que todo correría por cuenta nuestra. Pero, ¿qué era todo? Lo ignorábamos, aunque ella debió interpretar que todo era un sinónimo de tranquilidad y se fue a dormir. 
Cuando llegó mi turno me levanté del sofá y me recosté junto a él, encima de la cama. Eran cerca de las cuatro de la mañana del 28 de abril del año 2002; hacía un poco de frío. 
Le tomaba la mano y se la apretaba. Él sentía mi presión y su mano retribuía el cariño, moviéndose apenas. Manos de fierro, le decíamos en los buenos tiempos, cuando golpeaba los dedos contra el borde de la mesa, haciendo ostentación de su dureza. 
Me levanté temprano, me duché y me fui a sentar al sillón del living, cansado. Mi madre nos preparó el desayuno. Desde el dormitorio, mi padre se quejaba. Le costaba respirar; se le acumulaba mucosidad en la garganta. De modo que esa manía suya, la de carraspear y escupir a cada rato no era tal. Ahora no podía hacerlo y eso le provocaba sufrimiento. La noche anterior dos enfermeros le habían venido a despejar la tráquea, pero ya se empezaba a obstaculizar de nuevo. 
Se corría el Tour de Francia. Hizo un gesto y le sintonizamos el canal que lo transmitía. Luego hizo otro gesto. Le pusimos un partido de fútbol. Después hizo otro gesto: había que cambiarlo de posición o arreglarle los almohadones. Después hizo otro gesto: que lo sentáramos como al principio. 
Me fui de nuevo al living. Puse uno de sus discos preferidos y subí el volumen del equipo de música, para que le llegara la canción de Raúl Shaw Moreno a sus oídos. Osito de felpa, juguete de mi hijo, de mi chiquitito que una madrugada se llevó el Señor... pero qué iba a escuchar. 
Por la tarde aparecieron mis primos. Entraban a verlo; al salir nos regalaban muecas horribles. Mi padre estaba sentado, con los anteojos puestos y el rostro evidenciando un dolor insoportable. Su quejido fue el quejido más valiente que nunca vi. Se notaba demasiado que le dolía, que el cáncer se la estaba ganando, pero lo que más se notaba era su lucha, la exhibición de su última batalla. La mirada fija tras los lentes, los dientes apretados, la cara tensa. Un rostro que transmitía un choque interno, su postrera enseñanza en su última hora. Nos miraba a cada uno, como si no entendiéramos nada de nada. Una mirada violenta, pero de violencia interna, no contra él sino contra lo que jamás quiso admitir: la supremacía de algo que estaba más allá y que parecía burlarse de su dolor y encima de la trascendencia. A último minuto las almas suelen doblegarse ante la esperanza; la suya permaneció firme. 
Pudo entonces haberse largado a llorar o a gritar; tenía todo el derecho. Mas no lo hizo. 
Cerca de las ocho de la noche volvieron los enfermeros. Accionaron la máquina y la máquina comenzó a traspasar la mucosidad a una botella. Cuando se la retiraron sucedió la paradoja: mi papá respiró a todo pulmón y se murió. Los enfermeros se asustaron y arrancaron con la sonda, el motorcito y la botella. Yo los vi cuando se iban, porque no soportaba ser testigo de ese procedimiento y prefería esperar en el living. Mi madre gritaba Sergio, Sergio, se murió, pero no pudo con su instinto de anfitriona perfecta y salió a despedirlos, incluso a darles las gracias por la molestia que se habían tomado por venir esa noche de domingo a casa. Me crucé con ella en el pasillo y corrí al dormitorio. Mi padre respiraba con los ojos abiertos. Volví al living y le dije no mamá, está vivo, está vivo, llorando con alegría, por qué, pienso hoy. Entonces fuimos todos a la pieza, pero estaba muerto. Su mirada era una mirada vacía, la mirada de un muerto. Y el aire que le salía de los pulmones, aire atrapado durante horas por esa asquerosa infección, era aire muerto. 
Con Víctor lo rasuramos, lo peinamos, lo vestimos y le hicimos el nudo de la corbata dos veces, porque a él le gustaba que las dos puntas calzaran perfectamente y la primera vez habían quedado muy separadas la una de la otra. 
Esa noche la pasó en su lecho de muerte, de terno y corbata. Mi madre durmió a su lado por última vez. Al día siguiente nos encargamos del rito funerario. 
Con el tiempo, durante los almuerzos familiares, me he sorprendido mirando al vacío, contestando con monosílabos, irritándome por pequeñeces, tal como actuaba él en esas mismas ocasiones. He terminado por comprenderlo como no lo comprendí en vida, cuando lo miraba tan en menos, siguiendo el ejemplo de mi madre. Cada vez más a menudo pareciera regresar a la Tierra para alojarse en mi figura, mientras mi hijo estudia mis movimientos y mis pensamientos.

viernes, diciembre 26, 2008

25 de diciembre

Si les pidieran graficar el 25 de diciembre, estos tres amigos elegirían un día de trabajo. Nada de niños jugando en las calles; más bien calles vacías, locales cerrados y un café por la mañana. A lo largo del paseo verían a un solo lustrabotas, aplicado. El otro, el que no debía estar allí, se agarraría a cabezazos contra el muro, patearía su lustrín, se marcharía del lugar, quién sabe adónde, angustiado de la vida. El lustrabotas aplicado comentaría acerca de su compañero de trabajo que es un loco de remate y seguiría embetunando los zapatos del primer amigo, que es el único de los tres que ha visto la escena, pues los otros dos lo esperan sentados en el escaño de más allá. De los labios del hombre que vive un tercio de su vida en la acera iría saliendo una historia triste, pero contada como si fuese la vida misma, algo normal. Diría que si es por él no estaría embetunando, que únicamente busca hacer el dinero de la pieza en que se echarán sus huesos por la noche. El primer amigo dejaría de pensar en su resaca y lo miraría con asombro, estudiaría su ropa limpia, su aire de hombre sano, abriría más los ojos para verlo. Le hablaría de la noche anterior el lustrabotas, de su Nochebuena, de la visita que le han hecho los alegres muchachos católicos en la hospedería. Recordaría la carne asada, las canciones hasta las tres de la mañana. Iría más atrás, cinco años ya ausente de la casa, tanta soledad, atrapado por el vicio.
El vicio tiene garras que no dejan volar a las almas de los lustrabotas alcohólicos. El primer amigo lo instaría a volar por su propia voluntad antes de pararse del asiento para saludar a sus amigos. Los tres se irían al café y el lustrabotas ahora sí que quedaría solo a lo ancho y largo del paseo.
En el café la escena sería harto diferente. La conversación se enredaría en las cosas del fútbol, en los misterios de Palestino, en el poder de la estadística, mas de pronto la charla del tercer amigo arribaría a extraño puerto. Pasaría entonces un hombre parecido a Escuti, un hombre viejo, acabado, que ya hace tratos con la muerte. Mientras se desplaza ante sus ojos, el amigo que ha llevado la charla a extraño puerto reviviría un atisbo de romance. Ha sido en la fila del banco, la ha llamado, no lo ha reconocido, la ha vuelto a llamar. Es tan real y tan raro todo, se hace en un instante tan diáfana la forma en que las mujeres manejan los hilos de la vida, pues si había estirado ella tanto la cañuela, por qué la recogió, qué pasó entretanto, se pregunta y los dos amigos analizan y concluyen que hay un gato encerrado en esa historia. No se ha dicho todo, faltan los detalles más reveladores. El tercer amigo no ha soltado el cuento completo, porque habría quedado demasiado expuesto, aun ante sus amigos.
Caminarían por las calles desiertas, pero entonces, sin aviso previo, el tercer amigo entraría a la oficina de apuestas. Qué lo ha hecho torcer la senda, qué emociones busca, no bastan las que ofrece la vida. Por las pantallas se verían caballos flacos, desganados, corriendo por el hábito de correr. Hombres solitarios estudiarían sus papeles, repetirían sus cábalas. Las escupideras se irían llenando con el correr de las horas. Impresiones como ésas llenarían la conversación de los amigos 1 y 2, hasta que las sendas de ambos se bifurcarían y cada uno volvería a lo suyo.
Avanzada la tarde, hecho su trabajo, el segundo amigo descansaría la vista, ordenaría su pieza, se echaría un pan a la boca, contemplaría sus trofeos, tomaría un libro y seguiría viviendo, ausente de su vida la maldita semilla de la angustia, pero pertinaz en su manera de mirar los defectos de la gente, implacable a la hora de enfrentar la estupidez humana.
A esa misma hora el primer amigo llegaría a su casa. La mesa estaría llena, las sillas también. Voces de niños y jóvenes alegrarían el ambiente, se escanciaría el vino de la jarra. Y mientras los demás dirían palabras que a él le sonarían como meros sonidos del ambiente, concluiría a destiempo y en silencio, porque así es él, vive después de haber vivido, concluiría que de los tres fue el que más transó, el más cobarde, el más hipócrita, el que mejor entendió la naturaleza de las cosas.

domingo, diciembre 14, 2008

El vicio y la virtud

Los dioses vigilan mis excesos
A cada mal, un espíritu ácido y oscuro
Que se encarga de frustrar, de obsesionar
Pero es un solo dios el que me habita
Un dios tentacular


Antes no fue así
La vida era un espectáculo
No sobresalían las raíces
El núcleo del átomo, escondido
Libraba las cosas y me estallaban en la cara
Al gusano lo vi como gusano
A la gente de mi cuadra como gente de mi cuadra
Reía el ignorante y sentía yo su risa, ignoraba que ignoraba
Pero las cosas transmitían señales de la esencia
Sólo había que interpretarlas en el gesto cruel de la maestra
Y la verdad se escondió para siempre
Las raíces salieron a la superficie de la tierra
Descascaró el átomo
Como diafragma de cámara se fue cerrando el círculo
Se redujo

A excesos
Frustración
Obsesiones
Voluntad debilitada

Vino entonces la era del vicio. Llegó de golpe, se presentó como una desagradable emoción que dejaba a su paso un ángel caído. El placer fue vago; más grande el deseo. Su recuerdo torturó las venas del cerebro. La segunda vez fue extraña, como divisar de nuevo al prestamista; lo que se había ido para siempre volvía sin ser llamado en alta voz: el vicio tocó la puerta de mi casa con las maletas en la mano. Lo dejé entrar pero ordené que se llevaran las maletas. Lo acomodé en la pieza de servicio y dispuse de él a voluntad.
Pero he aquí que el vicio fue tomando fuerza y ha terminado disponiendo de mí. Me llama cuando quiere, se me ha metido en un recodo del cerebro; habrá de estar navegando en esa vena de que hablé.
Está compuesto de materia viscosa, como dicen que debe ser. Cada vez que hablamos a calzón quitado le anuncio que tiene contados sus días. En esas instancias me aflora un don de mando increíble. El vicio asiente y se retira a su pieza, como perro apaleado. Al año siguiente me asomo a espiarlo, no sea que haya muerto y se esté descomponiendo a los pies de la cama. Pero apenas me ve mueve la cola. Entonces lo saco a pasear, por última vez, antes de arrojarlo desde la cima del acantilado.
Si lo pudiera graficar lo asociaría con las imágenes del águila que devora el hígado de su víctima o con la piedra que rueda desde el monte, la piedra rodante.
Hace poco volvieron a tocar la puerta de mi casa. Eran sus maletas. Me extrañó el envío, venía sin remitente, pero el cartero no aceptó mis argumentos. No había forma de rechazarlo.
¿Quién habrá mandado esas maletas?

El vicio tiene un enemigo que nació de su costilla
Es el miedo
El vicio y el miedo tienden a anularse
A veces vence el vicio
A veces vence el miedo
Vencido el miedo, renace el miedo
Vencido el vicio, renace el vicio
Si ha ganado el vicio, tiende a dormir siesta
Si ha ganado el miedo la conciencia está tranquila
El pensamiento está intranquilo
La sangre bulle
Es que ha entrado la invitada de piedra
La obsesión
La obsesión es una idea loca
O sea, una idea que brota desde lo que no podemos controlar
Bien al centro de nosotros hay pozos negros que sólo algunas almas sacan a la luz
Son pozos astutos, se disfrazan de elementos químicos para despistar
Al pozo se le echa cloro y vuelve a su lugar, donde lo espera la idea loca
¡Qué hiciste, imbécil, te dejaste atrapar como un niño!
El pozo baja la cabeza y le abre sus aguas
Porque la idea estaba seca y quería beber

Se está preparando una batalla colosal. De un lado, obsesión y vicio; miedo y virtud, del otro lado. El vicio es el Rey Negro, su dama es la obsesión; la virtud es el Rey Blanco, su dama es el miedo. Géneros cambiados, qué le vamos a hacer, así es el idioma castellano. Nos somete a sus reglas y hay que obedecer; de lo contrario se corre el riesgo de no ser entendido. Pero, ¿qué es ser entendido, si a fin de cuentas cada uno entiende lo que le conviene? Porque no me vengan a decir que a alguien le importa la batalla que libro. Lo que les importa a los académicos es el estilo, a los poetas la emoción, al vulgo le interesa que se les resuelvan sus problemas. Pero yo no estoy en condiciones, lo siento. No sé resolver ni los míos. De modo que la virtud es la Rey Blanco y su dama, la miedo.

Surgió serena y grandiosa la virtud
No bajaba de las nubes en corceles alados
Ni conducía cuadrigas de oro
Era como si fuese una niña humilde
Parecida a María Virgen, semejanza ésta de aquella
Encarnación de lo supremo, que es lo que estuvo antes y estará después
Apenas sabía leer
Y sin embargo los libros la enviaron a mi casa
Los libros
Esos recipientes de signos
Tú ves un signo y te imaginas otra cosa
He allí el misterio del libro
Así se me reveló esta Virgen de doce años
Más bien, así se les reveló a quienes me la transmitieron
Cómo dudar de los siglos de los siglos
Cómo dudar de Homero
Y del Dante, a quien no he tenido el gusto de conocer
Duerme en mi velador
Su misión es quitarme el sueño
Llegó la virtud, decía
Los ignorantes proclamaban que costumbre suya
Era ser avasallada por el vicio
¡Cuán equivocados!
La virtud es un conejito de goma que flota en el Golfo de Penas
Las rabiosas ondas pasan y pasan por debajo
El vicio enfurecido atrapa al muñeco inocente
Lo lanza de una cresta a otra
Qué vano plan; allí quedó, siempre flotando
A la vista de todos, deslumbrante
La tormenta declina, el vicio mengua
Vencido por el tedio fenece y renace y forma nubes
La belleza es perversa, entrometida
Enloquece al que se introduce a su sendero, que no lleva al paraíso
La belleza conduce a la escenografía del paraíso
Se apagaron las luces, buenas noches, nueva función mañana
Y qué decir del amor
El amor es triste, lo tienes y lloras, lo pierdes y lloras
Si nunca lo tuviste, lo anhelas
No podrías vivir sin él
Ya saben de qué clase de amor estoy hablando
Nadie que se diga Hombre puede vivir sin él
Tú y yo estamos condenados a la flecha y al grillete
Mas la virtud, la humilde analfabeta, esa Virgen
Jamás me pesará
Es mi manantial, mi ruiseñor de Keats
Un canto perenne que se deja oír de golpe
Desde la copa de un olmo de un bosque de suelo musgoso
Más alta que la belleza y el amor, más lejana
Ensombrecida por el vicio como las nubes ensombrecen al sol
Radiante la virtud
¡Nunca mía!

lunes, noviembre 17, 2008

La rama y el hombre

Con la vista seguí a una ramita a la deriva. La había lanzado yo mismo a la corriente cristalina del arroyo; quería ver cuando cayera en la minúscula cascada, cuando entrara en los rápidos.
La ramita no era dueña de sus actos, tampoco sufría daños aparentes por el agua. Pensé que si yo fuese tan pequeño como ella, del mismo largo, no duraría mucho allí. Buscaría la orilla con angustia, intentaría evitar los rápidos, pero ya dentro de ellos me abandonaría hasta que los remolinos y las piedras me vencieran. Mis restos quedarían dando vueltas en un recodo o serían humillados por la corriente río abajo. Una chica del campo los hallaría y se taparía la boca, correría a contarles a sus padres que ha visto un duende muerto, al rato llegaría la policía, buscaría un documento entre mis ropas, me sacarían del agua, me meterían a una bolsa, me llevarían a la morgue; tarde o temprano otra persona volvería a mirar mi rostro con la boca tapada. Diría sí, es él y así comenzaría el fin de una historia que tendría su epílogo en una caja oblonga que tres pares de manos depositarían en el nicho destinado a recibirla.
Pero la ramita, la ramita... sin usar razón ni resistencia, pesando menos que yo, con las únicas virtudes de su capacidad de flotación y de su pobre humanidad, objeto de desprecio de animales, objeto inservible, no deseado por nadie, objeto que no nació para el deseo, que no sufre dolores ni siente placeres, la ramita se iría con el agua, empataría en los recodos, volvería a navegar, caería en grandes precipicios de espuma blanca, divisaría campos floridos sin emoción aparente, alerces eternos, vacas que pastan, camiones que llevan televisores de una ciudad a otra, nubes que descargan lluvias torrenciales, soles quemantes, lunas para allá y para acá, para terminar sus días la ramita avistando el océano.
Sólo el poder del agua, que para la rama significa el poder del paso del tiempo, finalmente la doblegaría, la iría enflaqueciendo, hasta hacerla desaparecer.

lunes, octubre 13, 2008

Canción por Ella Fitzgerald y Louis Armstrong

Se requieren claves para apreciar la belleza, y sin embargo los poemas hablan por sí solos.
Rilke dice que la belleza es el umbral de lo terrible, lo que justo podemos soportar, y sin embargo no me conmociono ante sus versos; antes bien, me incomodan: no logro descifrar las claves que hay en ellos.
Creo que llorar ante un poema es demasiado, como una especie de sensibilidad fingida. El verdadero llanto proviene de la pena; todos los demás son fingidos. El verdadero llanto es sinónimo de tristeza, no de dicha. El llanto de felicidad es en el fondo un llanto de tristeza, pero ¿por qué? Tal vez porque se intuye lo que se va a perder; de allí que los poetas hablen tanto del paso del tiempo. Un poema hace llorar cuando el que lo lee descubre la belleza, pero ese llanto proviene ante lo que realmente se pierde. Y lo que se pierde es el momento, la intuición de la belleza. Se llora porque se traspasó el umbral, se comprendió lo que hay más allá y eso se perdió un momento después, cuando vino el llanto: se fue la vida.
Los poetas hablan de la melancolía que se arrastra con el paso de las horas. La vida está demasiado viva ante nosotros para verla. Apenas la describimos estamos describiendo el paso del tiempo.
Ella Fitzgerald y Louis Armstrong cantan, una vez más, "Summertime". Ambos están muertos. Casi toda la buena música que llega a nuestros oídos proviene de gente muerta.
La música también precisa claves, mas parece que las claves de "Summertime" son más fáciles de comprender, justamente porque no deben entenderse. Es posible que la clave esté en la repetición de una armonía que se extrajo de la naturaleza. La repetición lleva al acostumbramiento y al entendimiento y eso gusta mucho. Luego cansa. Cuando más se goza de la música es cuando menos se concentra uno en ella. Y sin embargo no puede estar pendiente de otra cosa para gozarla: debe prestarle toda su atención.
Lo que estremece es lo nuevo. Allí está lo terrible de que hablaba Rilke.
Si la muerte sólo fuera muerte, nadie le cantaría. Pero habiendo dolor... y habiendo olvido. Eso ya es otra cosa.
¿Por qué sufrimos tanto de ser olvidados? ¿Por qué le tememos tanto al olvido? Pues, porque hay una sensación de envidia por los que se quedarán con vida. Una intensa rabia indigna de ser expresada, que se convierte en dolor. Si nos quisiéramos menos, en el buen sentido, ¡la muerte podría ser tan buena compañera!
La vida era nuestra, ahora sólo es de ellos, ¡ay!
Y se llora.

miércoles, octubre 01, 2008

Si mañana amaneciera...

Si un buen día amaneciera desnudo bajo un árbol...
Procuraría cubrirme, lo primero. Buscaría luego una corteza que protegiera mis pies y me iría al pueblo más cercano a pedir comida y ropa. Saludaría a la gente, me presentaría ante ellos, tocaría las puertas con la máxima humildad, hasta encontrar un alma generosa, y en ese hogar pernoctaría. Al día siguiente me iría temprano, antes del alba, para bañarme en el estero. Sumergido hasta el cuello en sus aguas cristalinas miraría desaparecer las estrellas del cielo. Entonces daría gracias a Dios por el nuevo sol que irradiaría mis espaldas.
Desde luego, viviendo en esas condiciones creería en Dios y no sólo creería: le temería. Es que a cada minuto esperaría la muerte. Sería mi existencia tan frágil que bastaría una simple granizada, un leve descuido de mi parte, para decir adiós.
Pasaría el segundo día de mi estado recorriendo el valle. Dedicaría las primeras horas a caminar. Lo haría recogiendo frutos y raíces, que me echaría a la boca. Luego iría al árbol donde amanecí, el árbol de la vida, y me recostaría a dormitar a su sombra. La brisa fresca me animaría a levantarme, a seguir andando, y todo me maravillaría, lo feo y lo bonito, la podredumbre de las hojas encima del pantano y el canto del ruiseñor en la rama fornida. Pronto volvería a caer el sol tras las montañas. Entonces, entrada la noche, haría fuego. Sintiendo dentro de mi cuerpo el giro de la tierra me calentaría las manos y los animalitos del bosque harían algo parecido: uno a uno acudirían lo más cerca que pudieran para aprovechar la llama. Mi alma, expandida, daría paso a mi voz. Les hablaría a todos, le hablaría con respeto a Dios, le pediría por nosotros y así me dormiría. Dulces sueños acompañarían mi segunda noche; nada perturbaría.
Al tercer día buscaría un trabajo y lo hallaría de inmediato. Consistiría éste en proclamar la unidad y el sacrificio. A quien quisiera escucharme le diría lo siguiente: date por entero, huye de los vicios, témele a Dios, siéntete un gusano, agradécele el dolor. Viviría de limosnas, me alimentaría de rayos de sol; los árboles me regalarían sus frutos, la tierra sus verduras; el agua, su néctar; la vid, su alegría. Sentado bajo mi árbol de la vida contemplaría el mundo en que vivo, alborozado. Si tenemos conciencia para separar el bien del mal y voluntad para no torcer el camino, me diría entonces que no somos animales. Los animales viven devorándose unos a otros, porque así fue escrito. Consisten sus vidas en buscar eternamente el alimento y procrear, una fórmula sencilla, natural. Lluvia y sol valen lo mismo; no saben de ocio ni angustias metafísicas. Al hombre se le planteó desde el principio el mismo desafío: hacer como hacen ellos, pero sabiendo lo que hace, o dar un paso hacia adelante. Por años de años hemos decidido hacer como las bestias y el mundo ha prosperado según esa creencia. Pero el tercer día me revelaría que no es bueno aplastar a nuestros semejantes para vivir y que es bueno compartir con ellos el tesoro. No es bueno quitarles su parte; es bueno sacrificar la nuestra. No hay otra forma de vida plena que en el sacrificio. Sólo así el animal que habita en cada uno de nosotros da paso al hombre. Cuando la ambición declina nace el deseo de unidad y la riqueza vuélvese pobreza.
Dedicaría el cuarto día a la lectura. Estudiaría la belleza y sus formas, los misterios de la creación, las profundidades del alma. Los sabios acudirían a mi encuentro. Los recibiría a todos, sin dejar a nadie afuera, ni siquiera a los fanáticos. Cada uno de ellos tendría algo que ofrecerme y estaría en mí recoger lo que pueda del mensaje o desecharlo. Por la tarde hablaría desde un claro del bosque a mis discípulos, que ya los habría; no tantos, pero los habría. El mensaje seguiría siendo el mismo, mas dentro de él se palparía una sutileza, una claridad que sólo podría haber surgido de los tres días anteriores; una enseñanza exenta de ambición.
El quinto sería el día de la duda. La repetición del acto, la proximidad del fin, la sensación de oscurantismo, los vicios acechantes, los pecados capitales me envolverían en un remolino de angustia. La Iglesia se fundó en grandes bases que le dieron fuerza espiritual al mundo, pero no cambiaron en nada el alma de los hombres. Bajo la mirada piadosa de los santos se ha matado, se ha humillado, se ha torturado, se ha experimentado con animales y se ha arrasado con la vida de los bosques, de los ríos y los mares. ¿Es eso lo que a la larga enseñaría? Pues mis discípulos se esparcirían por el mundo con la nueva verdad en sus almas, plenos de bondad, y en poco tiempo todo volvería a ser lo mismo: la nueva Iglesia se adornaría de oro, los nuevos seres deslumbrarían de codicia. Todo mensaje está destinado a caer en un vacío insoportable. Sólo el dueño es su amo; los demás repiten como pueden y así, caen. La palabra engendra la guerra. De allí que al llegar la noche renegaría de lo dicho y buscaría una cueva. Dios no puede ser el mismo para todos, no hay forma de incorporarlo al alma de los otros. Los maestros no son más que páginas de imprenta.
El sexto, el de la obra en el retiro. Basta de sociedad, basta de hombres. En cinco días los conocí a todos; conocí a la mujer y esparcí la simiente, nuevos bríos nacieron de la tierra. Amé y gocé y fui amado, se hace tarde. Tengo el día de hoy y el de mañana para tratar de arribar a mi puerto. El tiempo se me acaba y vislumbro nada, tinieblas. Despertaría con la imperiosa necesidad de entregar mi testimonio. Comenzaría diciendo que un buen día amanecí desnudo bajo un árbol y que luego busqué saber dónde vivía, quién era, quiénes me rodeaban. Hablaría para mí mismo, dentro de la más absurda ignorancia. Me cabría la penosa misión de obsequiarle otra página al archivo de Babilonia.
Si no hubiese muerto antes, el último día sería el séptimo y lo dedicaría a disfrutar de lo que mis ojos alcanzaron a mirar. Volvería al mundo, sentiría a los hombres como hermanos que viven y pasan, sin miedos, sin envidias, sin ofensas. Buscaría sobre todo a los niños, para hacerles morisquetas. Correría detrás de ellos disfrazado de cuco, repartiendo trompos y cometas, ojitos de gato y bolitas de perilla. Rodeado de inocencia, convertido en el viejo loco de la plaza, oiría el anuncio volando desde lejos. Sería al comienzo una mancha chiquita que bajaría de una nube; luego desplegaría sus alas negras de ángel. A la más leve seña subiría en sus brazos sin chistar, y así terminaría para mí el fin de los tiempos.

martes, septiembre 23, 2008

Un cuerpo hasta la cintura, de bruces en la cama

Vargas abandonó a sus fantasmas nocturnos al oír un gemido. Era su mujer, que se movía levemente en la cama. Se acercó hacia ella para oír mejor; antes del gemido parecían tan alejados uno del otro, parecían dos tiras de algas sobre la arena. Ahora Vargas sentía que algo los unía: un lamento venido de la profundidad de la noche.
Su mujer despertó con el tiritón típico de las pesadillas. Lloraba, se podía ver su llanto en la oscuridad de la habitación. Vargas intentó consolarla, diciéndole una y otra vez que no pasaba nada, que la pesadilla ya había terminado. Pero las pesadillas dejan una herencia de angustia. "Es un miedo que viene de mí", sollozaba, y así se volvieron a quedar dormidos, tomados ahora de la mano.
Al día siguiente ocuparon la mesa del lugar de la ventana. El mozo les ofreció la carta. Vargas pidió un expreso y su mujer, una taza de té y tostadas con palta. Afuera pasaban trenes en uno y otro sentido; corrían sobre rieles silenciosos. El espectáculo se completaba con el desfile de decenas de rostros anónimos que caminaban por la acera. Era un espectáculo evasivo. Vargas nunca terminaba de sorprenderse de la cantidad de parejas que no se decían nada mientras compartían un café. Le pasaba a él mismo y no lograba comprender el porqué. Bastaba que estuviera con un amigo para que su lengua se volviera remolino; con su mujer no sólo la lengua sino su cuerpo entero se transformaba en ese bulto vegetal muerto en la playa.
-¿Qué soñaste anoche? -le preguntó con voz débil, tímida.
Su mujer dejó de mirar los trenes y bajó la vista. Estaba a punto de llorar. Entonces habló, como para sí misma:
-Soñé que estaba en una habitación en penumbras, en una pieza a la que había entrado la niebla. La cama de bronce de mi papá relucía, pero alguien había instalado una pelota de plástico en una perilla. La saqué y la hice desaparecer; suprimí esa vulgaridad. "Me voy a acostar en la cama de mi papá. Sé que está muerto pero no me da miedo, porque él me cuida", fue lo que pensé en el sueño. Pero la pieza tenía una segunda cama y sobre ella dormía de bruces una persona. ¿Quién era? Debía saberlo. Le tomé el pelo negro a la altura de la nuca y la remecí, pero no se movió. Bajé las frazadas y se me reveló su cuerpo: le llegaba hasta la cintura. Me dio tanto miedo que grité: ¡Quién eres! Una voz masculina, muy profunda, me respondió: "Eres tú... eres tú".
Volvió el silencio. El mozo depositó el café, las tostadas y la taza de té sobre la mesa y se marchó. Vargas sorbió de inmediato; su mujer comió sus tostadas sin mayor interés. Pasaron unos minutos antes de que Vargas volviera a hablarle.
-¿Sabes interpretar los sueños?
-No, le dijo ella.
Era mentira. Ambos conocían a la perfección esa ciencia. Conocían sus vidas al dedillo, sabían incluso que cada una de esas vidas escondía profundos misterios. ¿Qué podía importarles una pelotita de plástico en un bronce, un cuerpo cortado por la mitad? Lo que sí les importó de verdad fue ese miedo, que los unió por un instante. Pero eso había sido anoche.
El tren hacia el sur estaba detenido. De uno de los vagones bajó un anciano vestido de negro.
-Mira, el doctor Martínez, ¿de dónde vendrá con esa maleta? -comentó Vargas en un tono vivaz, como si la aparición del médico los hubiese salvado de algo desconocido y peligroso. Su mujer dirigió la vista hacia el personaje con un sentimiento de amargura y frialdad.
-Qué flaco está -dijo.

martes, septiembre 16, 2008

Decadencia de un sicópata

Vestido enteramente de blanco, a lo Tom Wolfe, bajo a la calle a hacer de las mías. Intento volverme invisible entre el gentío, pero mi traje, mis zapatos y mi sombrero panamá me delatan, a propósito: es que debo llamar la atención. Aunque odio convertirme en centro de las miradas, resulta necesario para mi plan de esta tarde.
Me instalo en un banco. La gente pasa y me mira. Dos muchachos comentan algo entre ellos y vuelven la vista. Les tiro un beso y se largan a reír.
Pasa una mujer de aire iracundo, baja estatura, peinada con laca. A ésa le echo los puntos. Me levanto y la sigo. Antes de llegar a la esquina le hablo.
-Dónde vas, preciosa.
-Y usted, ¿quién es?
-Me calentaste apenas te vi.
Me mira de arriba abajo.
-¡Qué se cree, roteque!
-Estái bien buenona.
-Voy a llamar a los carabineros.
-Te invito a comer un hot dog.
-Oiga. Usted está hablando con una dama.
-Vamos, acompáñame.
-¿Cree que porque anda elegante puede hacer lo que quiera con una mujer decente?
-Aquí es, entremos.
(El mozo).
-¿Qué les puedo ofrecer?
-Dos completos y dos cañas de vino blanco.
(Al rato, en el motel).
-¿Viste lo que te estabai perdiendo por tonta?
-¡Ay, mijito, métamelo hasta las costillas!
-Date vuelta, maraca de mierda.
-Bueno, pero no me trate así.
-¡Date vuelta, mierda!
-Me está dando miedo.
-Atraca el poto pacá. Quiero que suenen los cocos cuando te lo enchufe.
(Dos minutos después).
-¡Ay, mijito, déle más fuerte!

(Por la noche, ante el diario de vida).

Cada vez siento menos la emoción. Veo fluir la sangre y corre igual que todas las sangres del poblado. Los ojos vacíos terminan siendo los mismos, los tediosos estallidos de la carne se hacen fuego de vela. Ni siquiera el placer de saborear a hurtadillas los estertores de la muerte me anima. ¿Debo entregarme a la justicia o existe aún otro método inexplorado?
De joven, este teatro y su escenario se me hacían iniciáticos.
Revelado ya el secreto, sólo hastío.
El aura poética debe dar paso a lo esencial: la poesía es una linterna mágica que ilumina la verdad que se guarda en los rincones. Es sólo un chispazo de luz. Si no se aprovecha, la verdad se olvida.
Y mi verdad es ésta:
Conocí el amor. Quien ha amado alguna vez sabe de lo que hablo. Al decir que conocí el amor digo también que conocí la tristeza. No existe la correspondencia exacta, no puede existir en dos almas que habitan este mundo. Quien ama sólo desea que se le ame de la misma forma. Y si a alguien se le ama aún más de lo que ama, es que no ama. Por lo tanto, si amé es que no fui amado.
Pasada la experiencia del amor me dejé llevar por el deseo. Quien ama, vive; quien desea, mata. No se puede afirmar que los animales amen y si aman, no es ése el amor del que hablo. El de los animales es un amor instintivo, natural. El amor del hombre es moral. No es casual entonces que ciertos animales culminen el rito del apareamiento con la muerte de uno de ellos. Los hombres se estremecen al ver esas imágenes por la televisión, las asocian con una bestialidad que no les pertenece. Yo les advierto: ¿No es acaso la misma bestialidad y sed de muerte la que gobierna vuestros maliciosos actos privados y los míos?
¡Ay del que diga "es sólo sexo, placer, juguetería"!
El sexo precisa pensamiento, todo crimen debe ser cometido antes de llevarse a cabo.

miércoles, agosto 27, 2008

Páginas del diario de un circo pobre

11 de junio

Pasado el mediodía de hoy llegamos a Rancagua. El pueblo nos recibe fríamente. Yo pienso que es porque se avecina una tormenta. Nos juntamos a tomar mate en el carromato del señor Mussimessi. Gondolita nos llama a vestirnos y salir de paseo por el centro y las poblaciones para promover la función nocturna. En la calle los gemelos reparten volantes. La calzada vacía le hace murmurar a Gondolita que no tendremos una buena función. Yo le digo que no sea tan pesimista, pero me contesta con una frase que no entiendo. Bueno, así es él, qué le vamos a hacer.
A las ocho de la noche la carpa está vacía, una hora antes del debut, con dos o tres familias en los tablones. El señor Mussimessi nos reúne y tras tensos minutos surge la decisión, dividida: la función se realiza, por respeto al público presente. No contento con eso, el señor Mussimessi libera del pago del boleto al que desee entrar.
La función se ve empañada por una terrible tormenta. Ésta comienza en forma tímida, no recuerdo en qué momento, pero muy pronto la carpa zumba que da gusto. El agua corre como río sobre la lona y se cuela por las costuras viejas para caer al aserrín en pequeñas cataratas.
Los gemelos han estado más atontorronados que de costumbre y cuando se les olvida la rutina improvisan una lucha falsa. El Silabario Hermafrodita es garantía de espectáculo, porque sólo tiene que mostrarse. Además, su carácter misterioso viene de perillas con el ambiente que reina en el circo en esos momentos. Sybila, la reina gitana, actúa a regañadientes; el Gusanómeno del Círculo intenta el número árabe, pero se retira sin pena ni gloria. Cuando yo voy entrando y él va saliendo me dice al pasar: está difícil la cosa.
He tenido tan mala suerte que justo cuando me voy a tirar al tonel se corta la luz. Los gemelos entran con unas velas. Apenas se ve desde arriba. La carpa mojada me golpea la cabeza, con el viento que hay. Cuando voy por el aire me acuerdo de mis sueños, donde todo es tan tranquilo y las cosas no pasan, sino que uno cree que pasan. Deseo en ese momento que todo no sea más que un sueño, pero la caída dentro del tonel de agua me vuelve a la realidad. Una vez más he triunfado, pero al salir del tonel me pregunto: es verdad, he triunfado, pero ¿sobre qué?
El interior de la carpa parece un recinto ahogado, en el que la gente, mecida por el viento, camina por las frágiles tablas de la galería a empujones. Para aligerar la tensión, Gondolita y el señor Mussimessi se desdoblan. A veces pienso que ellos dos son los únicos que tienen vocación circense en la compañía. El público apenas sonríe.
Durante el intermedio las caras languidecen. Magra taquilla, de las peores de la gira, pero hay que seguir actuando. Douglas Cordelito propone suspender la función, pero nos oponemos y él levanta los hombros, en señal de indiferencia. Tita y Humberta son las más ansiosas, pues esta noche tan especial les ha dado por zanjar una antigua rivalidad. Ambas son audaces y tozudas y siempre quieren imponerse una sobre la otra. Yo creo que eso le hace bien al circo, pero no a ellas.
Las artistas deciden jugarse la función al todo o nada. Tita se asocia por primera y única vez con Humberta para realizar el doble salto mortal: gana la que arranque más aplausos. Hieronimus no ha querido actuar con ellas y se escuda una vez más en su trompeta. Hieronimus es un resentido y yo creo que nunca logrará cambiar. El accidente que lo confinó en una silla de ruedas no lo exime de sentir alegría, pero él se automutila. Reclama por cualquier cosa. Quiere hacerles la vida imposible a todos.
La luz de las velas no llega a las alturas y las ampolletas se encienden y se apagan como faros, como focos de ambulancia en cámara lenta. Aún así, ambas estrellas renuncian a la red, por amor propio. Tita debe saltar y Humberta, pescarla de las manos. Las miradas se tensan. Tita salta y Humberta estira en vano sus extremidades superiores. Gondolita corre a la pista, pero no alcanza a tomarla en sus brazos: ¡la reina del trapecio ha caído al aserrín! La sangre brota desde la comisura de sus labios. Humberta, testigo del accidente desde su trapecio, se siente culpable y prosigue con el número. Se ríe de la muerte a carcajadas, salta de un trapecio a otro, sola en la oscuridad del cielo, con la música de la trompeta de Hieronimus y el sonido de los truenos como mar de fondo. Un rayo destruye la carpa de un plumazo, dando con ella por el suelo. El público se retira, enloquecido, pisoteando a los heridos que gimen sobre el aserrín mojado, mientras las sirenas ululan a lo lejos.

12 de junio

Son las tres de la tarde y emprendemos viaje en los carromatos, bajo un cielo azul profundo y un camino barroso. En el hospital quedan Tita y Humberta, internadas con fracturas múltiples, pero fuera de peligro. Por una razón circunstancial están convaleciendo en piezas separadas. El cobarde de Hieronimus, aislado por sus compañeros, ensaya bajo el triste sol radiante; el señor Mussimessi fustiga a los caballos, Gondolita lo acompaña. El Silabario Hermafrodita se mira al espejo y se pinta los labios, yo escribo. Nuestro próximo destino es San Fernando.

13 de junio

El alcalde de San Fernando ha venido a pedirnos esta mañana, con toda discreción, que suprimamos cualquier número con animales, por razones políticas. Tal parece que en víspera de elecciones los animales del circo restan votos. El señor Mussimessi le aclara que por razones presupuestarias el circo ya no cuenta con animales. El león, el oso y la elefanta fueron vendidos al Zoo de Paine porque se hacía imposible mantenerlos, a pesar de que el oso se alimentaba con pescada y frutas podridas, la elefanta con verduras y el león con perros y gatos que los vecinos ofrecían a precio de huevo. El alcalde le solicita 50 entradas para repartir entre los niños huérfanos y el señor Mussimessi se las regala, a sabiendas de que serán usadas para comprar votos.
De almuerzo sirven pescado frito.
Esta noche tendremos menos artistas. Gondolita habla con Hieronimus, de parte del señor Mussimessi, y le pide que se suba al trapecio. Hieronimus le contesta: ¿y la trompeta? Gondolita, casi suplicando, le sugiere con la máxima delicadeza que primero la trompeta, después el trapecio y luego de nuevo la trompeta. Hieronimus hace un gesto con el brazo, lo levanta y lo mueve atrás y adelante. Gondolita interpreta ese gesto como un sí a regañadientes y vuelve a su cuchitril rodante antes de que cambie de opinión.
Por la noche Hieronimus cumple su palabra. Entra en silla de ruedas, le pasan la cuerda y la sube con sus brazos de acero. En la carpa el murmullo de admiración se generaliza. Uno de los gemelos, situado en la cima, le alcanza el trapecio. Hieronimus muestra su bella rutina. Es un número frío, exacto y mezquino, como su carácter torvo y estreñido. Hieronimus no es de los que anda proclamando su arte y no se enorgullece de lo que es capaz de hacer. Hieronimus es un apasionado frío, un artista inculto y grosero. Dicen que solo cambia cuando está bebido. Le han visto salir del carromato del Silabario Hermafrodita con lágrimas en los ojos. Los gemelos me han contado una de cosas que pasan dentro de ese habitáculo... pero me las cuentan con cierta indiferencia, como si fuera normal que pasaran cosas así. Yo los escucho sin creerles demasiado. Cada vez que el señor Mussimessi los oye hablar de eso cambia de tema. Le molesta mucho que la gente se entrometa en la vida privada de las personas. El señor Mussimessi es práctico y organizador. Su norte es el espectáculo que brinda el circo. Eso lo hace velar por nosotros. Es más que un empresario, ha llegado a ser como un padre para todos.
Dicen que los artistas son más sensibles. Yo digo otra cosa. Los artistas no somos ni más ni menos que cualquiera, con la diferencia de que nuestra doble vida es pública, en tanto que los demás hacen sus cosas a escondidas. No lo digo por Hieronimus. Mal que mal, todos intuimos su inofensivo vicio, su debilidad por el Silabario Hermafrodita. Lo digo por todos nosotros, que en el día levantamos la carpa, lavamos ropa, planchamos, prendemos fuego, repartimos volantes, y en la noche nos vestimos con lentejuelas para deslumbrar al respetable.
No es una vida de perros; nosotros la hemos elegido. Preferimos ir por el borde. Yo, en lo personal, no imagino otro modo de vivir.

3 de agosto

Cuando era pequeño y recién me iniciaba en el circo el señor Mussimessi me dijo algo que nunca se me pudo olvidar. Me dijo que el mundo nos había desterrado. Le pregunté qué quería decir eso y se rió, porque entendía que le iba a enseñar algo importante a un niño, como de hecho ocurrió. Me explicó que ser desterrado quería decir que al circo siempre lo echarían a las provincias. No habló de desprecio ni de discriminación, pero en mi alma quedó esa sensación tras escuchar sus palabras. Yo ni siquiera conocía esos conceptos, pues mi vida había sido hasta ese momento bastante llevadera, muy cercana a la felicidad.
No tenía que estudiar, hacía muchos ejercicios, recibía aplausos y nunca me faltó la comida. Una madre tierna me hacía dormir por las noches.
Al poco tiempo descubrí que mi madre andaba en enredos con el señor Mussimessi, pero no le guardé rencor. Después de todo era su vida, a mí no me faltaba nada y el señor Mussimessi se preocupaba de todos nosotros.
Cuando el circo pasa por Linares acudo al cementerio y le deposito claveles rojos. No puedo dejar de recordar entonces el desgraciado accidente con el león. Antes de ser vendido, el animal fue mañoso y traicionero; mi madre no debió entrar esa mañana a la jaula. Los gemelos olvidaron darle la carne. El león no obedeció a su domadora. El señor Mussimessi me alejó de allí, ordenó que la taparan, me llevó al centro y me compró golosinas. Me dijo que desde ese día él iba a ser como mi padre y que no me dejara llevar por la tristeza de haberla perdido. Entonces adiviné lo que me quería decir y le di las gracias.
Tal vez el señor Mussimessi sea mi padre de verdad; nunca me he atrevido a preguntárselo. Pero pequeños detalles me hacen sospechar, como el hecho de privilegiarme con el número central de la función, o con el carromato más bonito.
"Echar a las provincias"... cuánto tardé en darme cuenta de la metáfora. Para el circo, el destierro es un paraíso melancólico. Se vive al margen, con brillos, afeites y lentejuelas. Nos levantamos tarde, aceitamos las ruedas del cañón del hombre bala, protegemos la pólvora de miradas malsanas, somos libres. No se nos considera; mejor dicho se nos evita, se nos acepta una vez al año durante unos pocos días y luego se nos despide sin pañuelos, sin alcalde en el estrado, a través de miradas de niños que nos van indicando con los dedos mientras dejamos la ciudad. Desterrados, errabundos, vagando de pueblo en pueblo el paraíso se hace soportable y la rutina, menos cínica.

22 de agosto

Hoy he conocido el amor. Nunca antes había experimentado algo así. Desde la galería ella me clavó los ojos en la función de la vermouth. Salté mejor que nunca y caí medio a medio del tonel, derramando muy poca agua. Al término de la función fue a verme al carromato y me declaró su admiración, sin asomo de vergüenza, con un acento levemente extranjero. En medio de mi algarabía la invité a servirse un completo al carrito de la esquina. Se lo comió con delicadeza y sin apuro. En el platillo, en el suelo y en su boca no quedó rastro alguno del hot dog. Como mi situación era completamente inversa, enrojecí. Entonces declaró que yo podía hacer lo que quisiera y que nunca dejaría de amarme, porque yo era un artista completo, de pies a cabeza. ¿Estaba loca o pertenecía a esa raza en extinción, la de los iluminados? Me incliné por lo último y le correspondí con lo poco que sabía del amor, que era besar, apretar, ansiar y darme. Antes de besarla me volví hacia un lado para limpiarme los dientes con una servilleta de papel. Ella correspondió mi beso con los ojos cerrados, sin asomo alguno de ardor. Su pasión ha sido la más intensa que jamás conocí en ser humano alguno: la vivió tan profundamente que estando junto a mí se transportó y al contemplarla sentí como si ella estuviera en el paraíso.
Me confidenció, sin miedo, como si hablara de una odiosa cruz que debería soportar el resto de su vida, que en su hogar su padre la acechaba día y noche. Imaginé a un demente espiando por la cerradura, metiéndose al baño, a la cocina, intranquilo, falto de algo que completara su esencia. No me atreví a preguntarle nada; creo que en todo aspecto de cosas no lograba entenderla, llegar a las alturas de su alma. Ella era tan fogosamente dulce que me hacía delirar. Nunca fui tan niño como entonces.
Debía actuar para la función nocturna y notaba que desde lejos el señor Mussimessi me hacía señas. Volví a la carpa. Antes de despedirse me escribió en un papel una frase que no entendí, porque estaba en otro idioma. Esa noche actué como los dioses. Desde la galería, ella me miraba con unos ojos húmedos de amor, que no se despegaban de mi cuerpo. Era de condición humilde, pero había pagado de nuevo la entrada para verme.
La esperé ansiosamente en el carromato, decidido a pedirle que me acompañara para siempre en las giras por las provincias de mi patria, pero no llegó. Ahora he entrado en un estado de angustia y desolación del que espero salir pronto, aunque adivino que ese amor dejará una huella imborrable en mi ser. El señor Mussimessi ha venido a consolar mi llanto e infundirme ánimos. Vienen más pueblos, me dice, más emociones, ¡nuevos sentimientos! Le digo que sí, pero ambos sabemos que estamos mintiendo.


23 de agosto

Cuando tomamos el camino secundario, rumbo a Coronel, y todo se hace más tranquilo, le muestro el papelito. El señor Mussimessi lo lee y comenta: es el aria de una ópera, hijo, pero de qué vale traducir; olvídala, tú perteneces al circo.

1 de septiembre

Ha comenzado el mes del circo.

4 de septiembre

Me asombra constatar la necesidad que tiene la gente de contemplar a tipos como yo dentro de una carpa. Hemos nacido para eso y lo sabemos. Llevamos emoción al corazón del provinciano aletargado, que ansía ver pasar lo más intenso y colorido de la vida delante de sus ojos. ¡Cuántos admiradores nos invitan a sus casas después de la función! Pero a medida que el efecto hipnótico va perdiendo fuerza todo tiende a volver a su color inicial. Nuestro lenguaje resulta ser el mismo de ellos, las necesidades son iguales; así, a medida que transcurre la velada, la noche va rebajándonos de rango. Al dejarnos en la puerta nos despiden como a pobres diablos. Hasta para los niños hemos perdido interés.
Mas puede suceder también que durante la conversación se traben relaciones, se cante una canción alrededor de una botella, se sueñe, todos juntos, con mundos más felices. A veces pasa; sucede cuando el alma del artista y la del observador se confunden en una sola. Al ruso de los anillos le pasó. Desertó de la troupe y nos dijo adiós en Ovalle. Al año siguiente pasamos por su pueblo y nos fue a ver, pagando su entrada. Por la noche nos invitó a su casita. Vivía en una apartada población, con una joven tímida y apagada, casi una sirvienta que lo tenía elevado a la categoría de dios. Recogía ella su pelo en una cola de caballo y cocinaba de maravillas los camarones de río sobrantes que el ruso llevaba todos los días al hogar, luego de ofrecerlos en la carretera. Durante la cena quiso impresionarnos con historias de grandezas económicas derivadas de su quehacer, pero a todas luces resultó evidente que se trataba de inventos. Al despedirse nos abrazó, uno a uno, nos apretó largo rato entre sus brazos, como si suplicara en silencio, y luego entró a su casa, donde lo esperaba su mujer. Cuando al doblar la esquina me di vuelta para mirar por última vez su casa, las luces se habían apagado.
De un tiempo a esta parte el circo está siendo reemplazado por la televisión. El vulgo se ha puesto cómodo y exigente. Nosotros les ofrecemos lo mismo de siempre; la masa, en cambio, quiere vivir experiencias fuertes, que la despierten de su estado de embrutecimiento. Los mamarrachos poéticos son reemplazados por fetiches brillantes que dicen palabrotas y lucen unas piernas desnudas que salen de la pantalla y se meten con violencia en los ojos de los voyeristas. Dicen que se trata del signo de los tiempos, que estamos pasados de moda, que el código hoy es otro. Pero temo que esas emociones lleguen pronto a su fin, como dicen que le sucede al cocainómano cuando ha entrado en un estado de espiral ascendente. La televisión caerá por su propio peso y será reemplazada por nuevos códigos, pero no es mi tarea buscarle solución a ese problema. Mi destino es y seguirá siendo el circo.

18 de septiembre

La función de homenaje a la patria se ha dado a tablero vuelto. Al almuerzo, el señor Mussimessi mandó comprar carne y los gemelos encendieron el carbón. Tita y Humberta llevan ya una semana con nosotros y cantaron a dúo, acompañadas en la guitarra por Hieronimus. El señor Mussimessi bailó dos pies de cueca con Sybila, quien con el efecto de la chicha levantó la falda más allá de lo conveniente. Me pareció que al Gusanómeno del Círculo se le hizo agua la boca; también, pero en menor grado, a uno de los gemelos.
Si existe algún soñador en este circo, es Sybila. Vive para que los demás admiren su cuerpo y declara con simpleza su predilección por los forzudos. La estética de un rostro y el dinero del amado le son indiferentes, lo que la vuelve loca es la fuerza viril. En los asados siempre le echa indirectas a Hieronimus, pero éste le gruñe desde su rincón. El más entusiasmado con su baile es el Silabario Hermafrodita. Quisiera ser como ella y se esfuerza en parecérsele, pero el efecto final es catastrófico. A un ser de su porte no le vienen esos zapatos de medio taco que se hunden en la tierra blanda.
Hace un par de años la perdimos en La Unión. Se enamoró del dueño de un supermercado que la fue a ver al camarín después de la función. El hombre le llevó flores, pero a Sybila lo que le impresionó fueron su tórax y sus brazos. Subieron a un Impala, era muy de noche. Ella apenas podía caminar por el corte de su falda estrecha, que redondeaba sus caderas hasta el delirio. No volvieron.
Uno o dos meses después la vimos aparecer en Rengo. Averiguó nuestro paradero y nos contó que acababa de bajar del tren. Hacía un sol brillante y por más que intentaba ocultar con afeites las decenas de moretones, éstos fueron un imán para nuestros ojos. La historia de amor, muy bonita, que salió de sus labios, fue escuchada con respeto y cierta lástima, y yo diría que por parte de Tita y Humberta, con un poco de esa alegría que emana del desquite. El señor Mussimessi la protegió de nuestras miradas y se la llevó a un carromato. Desde lejos escuchamos el característico vozarrón paternalista, esa mezcla de reproche y amor, entre el cual se colaron sus sollozos. Apenas él salió, nos dispersamos.

2 de octubre

La cena anual nos sorprendió en Curanilahue. Mucho minero pobre, mucho rostro apesadumbrado por la carga que significa extraer el dinero desde las profundidades, arriesgando la vida en cada kilo de carbón. Las mujeres se destacan por un temple silencioso, que recuerda la servidumbre del campo.
A la función de gala invitamos a la orquesta estudiantil. Les repartimos 40 entradas, con la condición de que llevaran sus instrumentos y ofrecieran una pieza. Todos salimos ganando. A la salida un alumno que tocaba el contrabajo me contó que todos los días tenía que esconderlo con llave en el ropero de su casa, pues su padre estaba loco y cada vez que tomaba vino buscaba el instrumento para hacerlo pedazos.
Los gemelos fueron los encargados de hacer el contacto con la quinta de recreo. Cerca de las doce de la noche el señor Mussimessi hizo sonar su copa con el tenedor. A Hieronimus, callarse no le costó nada. Pero a los demás... la Reina Gitana trataba de contener las carcajadas tapándose la boca; el payaso Gondolita no paraba de acosarla y los demás discutían de política. El Gusanómeno del Círculo llevaba la voz cantante. Con alcohol en la cabeza su carácter sibilino se presta de maravillas para elaborar las más disparatadas teorías. Se me figura que un amanecer cualquiera no despertaremos más: habremos muerto por su mano.
El señor Mussimessi pronunció un discurso emotivo, que nos dejó pensando, pero no cosas buenas. En lo personal, me pregunté qué iría a ser de mí. Lo único que sabía a ciencia cierta era saltar a un tonel. Reflexioné entonces si no pudo ser mejor haber ejercido un oficio más... común, requerido. A mi edad ¿podría aprender otro? Hay quienes viven de repartir cartas, de cavar fosas. Los ahorros, ¿para cuántos días alcanzan? ¿Se puede dirigir a otros sin ensayo previo? Sin padre, ¿se puede vivir tranquilo? El señor Mussimessi me obligó a pensar en esas cosas mientras hablaba de los malos tiempos, el peso de la vida y el lúgubre despertar de los achaques físicos. Cuando anunció su próximo retiro creo que a la mesa entera se le hizo un nudo en el estómago.
Anoche se empezó a acabar nuestra vida y nos dimos cuenta. Su discurso fue como ir al doctor por una dolencia extraña y salir de la consulta con las peores noticias.
Me indicó con el dedo y palidecí. Hubo tibios aplausos. ¿Yo, su sucesor? Me cupo la completa certeza de que conmigo a cargo el circo se iría al despeñadero.
Camino al carromato rodeó mi hombro con su brazo firme, me impulsó a la acción y me aconsejó que actuara a la primera y nunca sintiera escrúpulos a la hora de tomar decisiones. Enumeró las virtudes y defectos de cada uno de los miembros de la troupe, me advirtió de dónde vendría el peligro y en quién podía confiar a ciegas. Yo lo escuchaba con pavor, temiendo que sus ideas me salieran por el otro oído o peor aún, no se me pegaran en el cerebro. De hecho, minutos después, acostado en mi cama, mirando la lata sucia del cielo del carromato, no fui capaz de recordar ni uno solo de sus consejos. Resultó evidente que no era yo el destinatario de sus palabras.

8 de noviembre

Días atrás Hieronimus obligó al Silabario Hermafrodita a dejar la compañía para quedarse con él en Salamanca. Cuando retomamos el camino el pobre travesti salió corriendo a despedirnos, con lágrimas en los ojos, casi se cae. Su figura de hombre con vestido de mujer se me tornó patética. Si alguna vez lo contemplé con un asomo de inquietud, especialmente cuando nuestras miradas se cruzaban en ausencia de Hieronimus, a la luz del día en ese pueblo sin árboles volvió a ser un mamarracho antinatural digno de lástima.
Hoy recibí una carta suya. Me escribe palabras que no quisiera conocer, repletas de faltas de ortografía. Habla pestes del "cafiche de la trompeta", así lo llama; denuncia la vulgaridad de los "mineros curados que por dos chauchas me montan y me manosean el pico". Hay en su carta una explosión subterránea de lascivia, de oda a la carne. Su misiva huele a exhibicionismo poético, brutal, filoso, como en toda ella o en todo él. ¿De dónde ese interés por tejer complicidades? Me implora que vaya a rescatarla de "este pueblo de mierda en el desierto" y jura que cuando yo sea el dueño del circo se fugará del dominio de su amo y trabajará gratis para mí.
Le comento la carta al señor Mussimessi, pero me guardo lo esencial.
-Aléjate de ese maricón -dice, sin mirarme, concentrado en el nudo de una soga.

30 de noviembre

Si he de nacer de nuevo debo ser de otra manera y abolir el pasado. El señor Mussimessi debía abandonar mañana el circo, pero no lo hará: se durmió para siempre bajo la carpa. Esperé que todos estuvieran adentro y le prendí fuego. Nadie pudo escapar. Declaré ante los bomberos y la policía y quedé libre.
Mientras esperaba los cuerpos a la salida de la morgue apareció mi amante, la humilde iluminada. Acababa de bajarse del bus; dijo que tenía mil cosas que hacer. Ante ella olvidé mi pena, pero se apropió de mí una sensación de dulzura y tristeza insoportables. Imaginé que en cinco minutos más se iría y yo volvería a quedar solo.
Apenas pudimos abrazarnos. Alcancé a sentir su aliento antes de besarla en los labios; luego bebí sus lágrimas y ella las mías. Me llamó a ser fuerte en la hora difícil y a no abandonar jamás a mis seres queridos. Le dije: "Los míos están allí". Ella me corrigió: "No, los verdaderamente tuyos son los que no mencionas para nada en este diario. Lo que has matado ha sido tu pasado, la figura del padre que siempre te ha hecho sombra, tus fantasías desquiciadas, tu concepción derrotista del mundo. El tuyo no es un crimen contra la sociedad. Has matado algo de ti mismo y desde hoy se abren para ti los líricos campos de batalla. Nunca lo dudes: te amo y me siento orgullosa de amarte, mas quiso el cielo que naciera a destiempo".
Lo que decía era verdad. El testimonio de su acierto es este diario, que no pasa de ser un manuscrito ficticio. Ella volvió a tomar el bus y media hora después me fueron entregados los cuerpos. Quedé efectivamente solo, rodeado de fantasmas carbonizados. Me sentí libre por primera vez en mi vida, pero mil veces hubiese preferido estar encadenado a ella.

2 de diciembre

El funeral adquirió ribetes coloridos. Las carrozas ingresaron al cementerio Metropolitano flanqueadas por vistosos artistas; el gremio circense acudió en masa y con él, la prensa, la radio y la televisión. No hubo dolor, en cambio sobró espectáculo, representación del dolor. A mí me dominaba la curiosidad, pero sobre todo la efervescencia del recuerdo. Uno a uno entraban los cuerpos al nicho húmedo, pero mi alma estaba en otro lado; no conseguía olvidarla.

2 de febrero

Mi realidad nace más allá de las fronteras. Lo que me brinda mi tierra es demasiado pobre.

(Fin)

jueves, agosto 14, 2008

Plasma

Hace unos días me enteré de que lo habían despedido. Pregunté la razón y se improvisaron tres teorías. La primera decía relación con el fútbol y en síntesis proclamaba que si un oficinista juega en el campeonato que organiza la compañía tiene el puesto asegurado, sobre todo si es un crack. El vendedor nunca fue crack, pero se inscribió en el equipo de su jefe apenas ingresó a la empresa, rodeándolo de alabanzas en los camarines y en la cancha, y así se mantuvo en su puesto durante dos décadas. Pero los años le pasaron la cuenta. Últimamente veía los partidos desde la banca, casi no compartía en los camarines y se había tornado prácticamente invisible para los demás jugadores, casi todos jóvenes; o sea, le quedaba solamente su talento laboral, que siempre transitó por la medianía. La segunda teoría especulaba con la ambición del ser humano. De acuerdo con ésta, el hombre asciende hasta llegar a un puesto que no logra dominar. Allí comienza a vegetar. Disimula entonces su incompetencia con mil argucias y se torna necesario mediante triquiñuelas. Si esta teoría fuese realmente cierta, el mundo entero se encontraría gobernado desde todos sus rincones, aun los más microscópicos y miserables, por una masa de ineptos. Según este modelo, el vendedor ascendió en la oficina hasta que tomó una cartera de clientes "que se le fue en collera": la consecuencia era previsible. La tercera teoría, de moda, sostenía que las personas debían acomodarse a los tiempos y quienes no eran capaces de hacerlo tenían que ser reemplazados. El vendedor continuó ofreciendo su mercancía a la antigua usanza y sus clientes mermaron. En definitiva, la semana pasada lo llamó el jefe. Él se sentó en su amplia oficina, nervioso, temiendo lo peor, que fue lo que efectivamente ocurrió.
El jefe es una persona que proviene de la clase acomodada; sensata, pero fría. No llegó como otros al cargo, producto de grandes genuflexiones, ambición e ideas ingeniosas. Llegó porque ese puesto lo estaba esperando durante años, desde el día en que nació. Por eso mismo es sensato y frío. Frío para aplastar, sensato para hacerlo con decoro. Tiene la manía de llevarse el pulgar al costado de la boca y mordérselo. Cuando su pensamiento lo captura, entonces se lo succiona con fruición, sin darse cuenta. Ante esa persona se encontraba el vendedor, intentando caerle en gracia, ya fuera a través del cálido apretón de manos que le dio al entrar, o de la sonrisa absurda con que lo miraba mientras éste hacía observaciones de buena crianza y le preguntaba acerca de la familia, o bien adoptando una postura relajada que se ejemplificó en un sorpresivo e inapropiado cruce de piernas, o finalmente en una actitud de obediente silencio. En realidad, el empleado no hallaba qué hacer, y se le notaba. Pero el jefe no se daba cuenta de eso, sencillamente porque no pensaba en eso. Lo que le preocupaba era pasar rápidamente ese amargo momento al que de vez en cuando se enfrentan los jefes de verdad: el momento en que despiden a un funcionario que ya no le es útil a la empresa. Tal vez había otras cosas que le preocupaban mayormente, pero no vendría al caso analizarlas. Por lo demás, debo admitir que las ignoro por completo.
El vendedor, sentado ante el jefe con las piernas cruzadas y uno de sus brazos rodeando el respaldo de la silla, comenzó a oír una serie de elogios que junto con ruborizarlo le confirmaron que efectivamente la noticia que iba a recibir habría de ser de las peores. Y así fue. Apenas oyó que le sacaban a relucir sus pobres resultados del último semestre e incluso del último año se enderezó y miró seriamente a los ojos a su superior, al amo, al que en ese momento le pareció más enorme que nunca. El jefe lo trataba de tú y lo llenaba de calidez mientras le exhibía la carpeta con las metas incumplidas. El vendedor se lo imaginaba como al padre afectuoso que esta vez ha decidido no perdonar, sino dar un castigo ejemplarizador, "por su propio bien", de tal manera que sus sentimientos hacia él eran encontrados: lo amaba y lo admiraba hasta el delirio pero tenía el pálpito de que en pocos minutos su alma sería invadida por una pena inconsolable originada en su propia miseria, miseria que le habría dejado al descubierto su amado jefe, de allí que por asociación mental éste pasaría a convertirse no ya en el padre afectuoso que siempre imaginó sino en la persona fría y calculadora que siempre fue. Así sentía.
Nunca he entendido ese mecanismo humano de la defensa ante la muerte inevitable. Hay un principio instintivo que desconozco y que generalmente desprende al hombre del atuendo que ha conservado hasta el final: el manto de su dignidad. En esas ocasiones más bien valdría inclinar la cerviz y retirarse al valle del Hades, cruzando la laguna Estigia como lo debería hacer un verdadero hombre. Pero el instinto lo prohíbe. Hay que dar la lucha hasta la súplica; se debe uno arrodillar a los pies de la parca, si es necesario. Sólo después de eso se está en condiciones de dar paso al resentimiento.
Y así lo hacía el vendedor, que conocía el desenlace. Admitía una a una sus fallas, siempre sonriendo con esa sonrisa estúpida del acusado ante el presidente del jurado, esa misma sonrisa que exhiben en las películas los sentenciados por la mafia. Prometía resarcirse de las derrotas parciales con grandes progresos a partir del próximo mes, tengo varios contratos a punto de la firma, don Esteban, usted mismo puede llamar a la cadena de cines, si desea; no es necesario, hombre, le creo, pero no se trata de eso, este es un asunto de fondo en que ni siquiera la decisión la he tomado yo, ¿entiende? Esto viene de más arriba, ¡si supiera usted! Si dependiera de mí cambiar el rumbo de la empresa, ¿sabe lo que haría? No, don Esteban, dígame; ¡pues los mantendría a todos, sin excepción! ¡Subiría los sueldos! Haría de ésta una compañía de gente agradecida, haría que sus empleados volvieran a ponerse la camiseta, ¡eso haría! y no se sorprenda, le apuesto tres a uno que la facturación subiría al menos un 7 por ciento; qué bien, don Esteban, eso mismo pienso yo... usted... usted sabe... usted debería llevar las riendas de la compañía, yo siempre lo he dicho; pero hombre, a qué viene eso, las cosas en su lugar, nos estamos extendiendo en demasía, hay personas esperándome, tome, firme usted, tenga la certeza de que se le ha dado el mejor trato, su finiquito no puede ser mejor, encargué personalmente el mejor trato, no por nada usted nos ha entregado más de 20 años de su vida...
Todos quienes lo vieron salir cuentan que se atolondró, que a unos miraba y saludaba mientras tropezaba con otros, que retiró sus enseres personales sin cálculo ni tino, en medio de la sala abarrotada de colegas que lo observaban de reojo, con lástima, queriendo que se fuera pronto y sin escándalo. A los pocos que le hicieron señas amistosas desde lejos les decía, riendo, el rostro completamente encendido, los ojos verdes vidriosos, las manos algo temblorosas, qué me dice tatita, se quedaron sin líbero, cuiden el arco para el próximo partido tatita...
Nadie se acercó a reconfortarlo. Según las teorías, su muerte laboral estaba escrita desde hacía unos dos años, era cosa de tiempo la llegada de ese momento; incluso, había tardado demasiado.
Y, pensándolo hoy, fue justamente hace dos años, durante la fiesta de la empresa, cuando me anticipó su desenlace con una extravagante señal.
La fiesta anual es la misma de siempre. Uno describe una y las describe todas. La empresa gasta una pequeña fortuna en una cena a la que sigue un show con los artistas de moda y luego un baile en el que algunos sacan a relucir sus dotes dancísticas mientras otros se lanzan como beduinos al oasis donde funciona el bar abierto. La reunión comienza con el clásico aperitivo en el que la regla no escrita, la más inamovible de todas, impone que el presidente de la compañía ingrese al patio y se pasee junto a su esposa entre los empleados, saludándolos de mano uno por uno. Éstos lo esperan organizados en grupos espontáneos. Los de la sección A con los de la sección A. Los vendedores con los vendedores. Los subjefes con los subjefes. Los de la sección B con los de la sección B. La idea del presidente es que su gente se mezcle, trabe nuevas relaciones, comparta como una gran familia, la idea es que la compañía sea esa noche un solo corazón, pero todo el mundo sabe que aquello es una mentira, incluso los organizadores. Todos lo saben, menos el presidente. De manera que allí esperan de pie, muy unidos y separados, muy compuestos, apenas probando sus tragos, el paso del presidente. Y cuando esto sucede, aquellos que son tratados por su nombre de pila reciben cálidas felicitaciones apenas el presidente y su mujer se trasladan al grupo siguiente. Se considera una vez más que el reconocimiento les renueva su seguro anual de vida, incluso se escuchan frases de esa laya junto con los palmoteos, pero hubo tantos casos que contradijeron esta creencia, que resulta insólito que aún así los beneficiados sigan apostando sus fichas a esta muestra de afecto.
Cuando el aperitivo está en lo mejor y al menos la mitad de la concurrencia va en la segunda o tercera copa se abren las puertas de la carpa gigante, preparada durante días para el magno evento, y se da por entendido que los empleados deben pasar a instalar sus posaderas frente a las maravillosas mesas engalanadas con flores y copas de cristal. Todo este ambiente hace creer cosas raras a los asistentes, los mete en cuentos de hadas. Aparecen cenicientos convertidos en príncipes que buscan con ahínco a las cenicientas de la noche. Pero esto sucede después, me adelanté un par de pasos. Primero se engulle la entrada, el plato de fondo y el postre, se bebe vino blanco y tinto, se aplaude a los artistas del show y se ríe a carcajadas con las vulgaridades del humorista de turno, no sin antes observar a hurtadillas la impresión que causa el chiste en la mesa del presidente. Si él y su esposa ríen, las carcajadas derivan en griterío y hasta llanto. Si ríe él, pero ella no, surgen condenados chilenismos en los que de alguna forma se pone en entredicho la relación conyugal de ambos. En ese instante los hombres de la fiesta toman partido por la risa del presidente y redoblan sus expresiones de euforia, mientras las damas tienden a condenar al humorista. Así se actúa y así debe ser. Pero si ella calla y él también, el comentario es del tenor de "se le pasó la mano" o algo así. Yo mismo habré dicho algo parecido unas cuantas veces.
Esa noche el humorista se retiró entre vítores, pero nadie le pidió que regresara al escenario, pues a esas alturas los danzarines morían por estrenar sus nuevos pasos de baile. Los primeros sones de la orquesta de turno, que interpretaban lo que se da en llamar "los hits bailables de la temporada", llenaron la pista que un minuto antes se encontraba vacía, expectante. Completaban el cuadro los sedientos beduinos, los sosegados funcionarios que preferían conversar en la mesa el whisky que los mozos ofrecían a discreción, las feas que se buscaban para disimular el bochorno de seguir sentadas, y creo que nadie más. El presidente y su mujer habían escogido precisamente ese momento para retirarse: entendían que lo que restaba era el desahogo, la libertad de su gente para hacer lo que les ordenara el instinto durante un par de horas.
Cierro este paréntesis para volver con nuestro buen vendedor. Esa noche, ya comenzado el momento del baile, ambos coincidimos en el baño. No se sabe por qué, pero en el baño los hombres se dicen cosas estúpidas, más aun si el consumo de alcohol enturbia sus cerebros. En el urinario, uno al lado del otro, hablamos sobre los mejores chistes y la calidad de los platos. Concordamos en que éstos habían mejorado con respecto al año anterior y en lo personal, en que cada uno ya se había bebido dos whiskies. Mientras nos lavábamos las manos me invitó al tercero, pero decliné. Sin embargo vi en sus ojos una necesidad tan grande de compartir ese último trago que terminé aceptando, contra mi voluntad. Fue entonces cuando me entregó la extravagante señal de que hablé.
-Tatita -me dijo-, quiero pedirle un favor. Cuando se le presente la oportunidad de hablar de mí le pido que diga que soy buen vendedor. Diga que soy un gran vendedor, usted sabe, diga que me conoce hace tiempo y que soy un gran vendedor, tatita. Usted se codea con los jefes, entonces si le preguntan, diga que soy un gran vendedor.
Estaba ebrio, decía la verdad, descubría su temor más oculto. Le prometí cumplir con el encargo, aunque internamente me preguntaba cómo diablos se le había ocurrido que yo podía tener algún grado de influencia en la compañía. Por lo demás, era una promesa fácil: jamás me había codeado con sus jefes, nunca tendría la menor oportunidad de hablar ante ellos.
Esa noche me fui a mi hogar con la sensación de haber compartido un whisky con un condenado en la antesala del patíbulo.
Recuerdo que al día siguiente día los sobrevivientes de la fiesta comentaron con desparpajo, vergüenza y curiosidad los escándalos de la noche anterior alrededor de una mesa, en el café más próximo. Me incorporé al grupo con retraso y hube de rogar que me repitieran las anécdotas en que un empleado le regaló su corbata de seda al director mientras otro, completamente borracho, le ofrecía conducir su auto para llevarlo sin peligro a casa. En fin, se habló de las habilidades de Guíñez en la pista de baile, que contrastaban con su habitual carácter taciturno, apagado, ausente; también se habló de un auto estacionado que se movía por dentro, de un condón hallado en el baño de mujeres, de una pareja masculina sorprendida por los guardias detrás de la cancha de tenis, chismes que abrían un nuevo cárdex en el abultado historial de la empresa. Cuando se me preguntó si podía agregar una ficha al cárdex, a falta de algo realmente sabroso relaté la conversación que se inició en el baño y que culminó con el tercer whisky. Mi torpe comentario rompió de inmediato la atmósfera de distensión que reinaba hasta entonces entre los contertulios, incluyéndome. Algo en el aire se hizo relativamente amargo, desagradable. Afloró, como para despejar esa sensación, el lado sarcástico, cruel, de nosotros. El líder natural de la mesa era Ortega. Le encantaba usar la palabra para provocar; poseía un estilo endiablado que podía dejar en ridículo al mismísimo cardenal, o haciéndolo más difícil aún, a su propia madre. Recordó entonces Ortega que la conducta del sujeto, así lo nombraba, no le llamaba demasiado tanto la atención, pues si se trataba del mismo que había visto en Falabella pocos días después de recibir el bono de Navidad, resultaba lógico que actuara así. Sus palabras, muy calculadas, concentraron la atención del grupo y exigieron un relato de la historia con todos sus detalles. Ortega dijo simplemente, brutalmente, sabiendo que los pocos elementos de que disponía no daban para un relato extenso, que se había topado con "el sujeto" justo cuando un empleado de la tienda procedía a entregarle "un televisor de plasma de cinco mil pulgadas que apenas cabía en el living de su casa". La risotada fue general y Ortega se encargó de aumentarla. Relató que "los ojos del sujeto estaban entornados, plenos de romanticismo ante la adquisición que lo había desprendido hasta de la última chaucha del bono, pero cuya pantalla gigante le prometía tardes felices a la iñora y a sus hijos", así le había comentado en la tienda, pero Ortega completaba el cuadro inventando una escena en que "los cabros chicos con los mocos colgando veían la tele sentados en un baldosín cerámico cubierto de papas fritas mientras el sujeto y su mujer disfrutaban la película de Batman desde el sofá arrinconado contra la pared, lo más atrás que se podía en la sala de estar, pues de otra manera la visión se les tornaba ligeramente dificultosa (le dio un tono engolado a estas dos palabras). Y el serafín -culminaba- porque de chico le habrán dicho Serafín, por sus rulitos rubios, sus cachetes colorados y sus ojitos verdes; el serafín estaría por fin en las puertas del cielo mientras por la calle pasaba un huevón haciendo sonar balones de gas con un fierro y en las otras casas las viejas menopáusicas agarraban a chuchadas a sus propios querubines". Qué desubicado comprar algo así, dijo alguien en la mesa, no se supo si con sinceridad o con un dejo de envidia. Pero un colega agregó que esa compra no era nada si se comparaba con el destino que le había dado al mismo bono el Cara de gallina, qué destino, preguntamos, adivinen, una moto, no, un auto usado, no, se compró un nicho familiar en el Parque del Recuerdo, dijo, desatando un vendaval de carcajadas.
Pagamos la cuenta y volvimos a la oficina. Allí estaban en sus puestos todos los de la noche anterior, trabajando como si nada. Guíñez entre un fardo de documentos, el dueño del auto que se movía por dentro escribiendo a máquina, la chica anónima del condón del baño haciendo quién sabe qué, el Cara de gallina completando unos datos, el empleado sin corbata de seda llamando por teléfono y el vendedor, el buen vendedor, revisando su lista de clientes con la misma cara alegre de cansancio y vaga tristeza que le vi en la tienda, ante su juguete soñado. Pasamos por su lado sigilosamente, como saliendo de un velorio, y corrimos a ubicarnos en nuestros respectivos lugares de trabajo antes de que alguien nos llamara la atención.

miércoles, julio 30, 2008

Ted

Dibujar un cuerpo humano apoyándose en las herramientas de que dispone la técnica de la proporción tiene algo de científico, de curso por correspondencia. Se comienza plasmando esferas y óvalos en la hoja en blanco, luego las figuras geométricas se parten por dos o por tres, luego se les agregan líneas, luego ciertas sombras y de pronto una mujer o un hombre cobran vida en el papel. Cualquiera puede hacerlo, no hay arte en eso. Pero cuando Werner tomaba el lápiz daba vida de la manera menos ortodoxa a una figura en el papel. Para Werner era un juego, doble razón para que sus dibujos fueran calificados no sólo de artísticos, sino de obras de arte. No por nada muchos de ellos se exhiben en diversos museos y galerías o forman parte de reservadas colecciones particulares. De sus óleos y esculturas podría decirse lo mismo, a pesar de que comprenden el aspecto secundario de su obra. Sin embargo al final de sus días, más bien al presunto final de sus días, su gusto se encaminó hacia estas dos disciplinas.
Su sensibilidad y su perseverancia, su entrega enfermiza al trabajo, lo convirtieron en el creador millonario, envidiado por sus pares y codiciado por las mujeres que fue. Lamentablemente, como todo artista, Werner caía preso de repentinos accesos de melancolía. La verdadera belleza está revestida de un manto de tristeza; no hay más que decir sobre esto.
Sin asomo alguno de duda puedo declarar que con el tiempo Werner me tomó cariño. Mi corazón tiende naturalmente a predisponerse ante las almas que sufren y él lo captó de inmediato. No peco de vanidoso entonces, sino al contrario, al afirmar que por ésa y no otra causa me invitaba frecuentemente a su mansión. Era, por graficarlo con un lugar común, su paño de lágrimas. Sé que mis escritos no lo impresionaban, aunque poseía el tacto de no decírmelo con esas palabras. Werner lo que hacía era regalarme, tras el halago inicial, un pequeño consejo que, ¡diablos!, siempre resultaba procedente. Baste lo anterior para que se dé por entendido de que en lo más profundo de mi alma se fue incubando hacia él un innoble resentimiento.
¡Qué doloroso resulta odiar al que se ama!
Pero Werner todo lo entendía y dejaba pasar esas miserias. Y cuando advertía mis caídas lograba sacarme de mi propio ensimismamiento para llevarme al suyo.
La penúltima vez que nos vimos nuestra charla recayó en la rara pasión que lo consumía hace más de un año. Cuesta entender a los genios. Hace tiempo que decidí no cuestionarme sus pasiones. Del mismo modo en que a los eruditos les cuesta entender las pasiones de Wagner, los académicos e intelectuales que han asumido el desafío de codificar a Werner tampoco se explican su postrera inclinación romántica y hasta morbosa por las ciencias ocultas, una fe tan pasada de moda como el siglo diecinueve. Dentro de ese contexto, la biblioteca de dos pisos de su mansión era mudo testigo de nuestras digresiones. Sobre una mesa circular reposaban dos copas de coñac. Enfrascados en el manido tema de la vida y la obra de los artistas, Werner volvió a una idea que lo obsesionaba y que corría en paralelo con sus investigaciones sobre ocultismo. Con una voz sobrecogedora, insistía en que su propio devenir por el mundo recién tendría sentido y por ende, habría culminado, cuando consiguiera legar a la humanidad una obra suya realmente viva y original. Yo intentaba rebatirlo, asegurándole que muchas de sus creaciones ya figuraban en esa categoría, pero su obcecación esta vez parecía sobrepasarlo a él mismo. Según su hipótesis, con una pequeña ayuda sobrenatural no estaría lejano el día en que la humanidad conocería su obra final, la que, decía, se hallaba hoy en ciernes. Subrayaba demasiado la palabra “vida”, al punto que en un instante me atreví a hacer una broma.
-Para qué tanta magia. Bastaría meter la puntita y listo -dije, y enseguida me arrepentí de la vulgaridad del chiste. Werner no estalló de furia, como pensé; más bien lo asoló la desazón.
“Si supiera usted, Mardones... pero usted no entiende... no logro que la gente entienda”, respondió.
No me atreví a llevarle la contraria.
Fumábamos nuestros habanos cuando de pronto me pareció escuchar un susurro venido de alguna parte de la estantería. Agucé el oído y moví la cabeza hacia el sector desde donde provenía el ruido. Pensé que en cualquier momento vería los ojos negros de un roedor oculto entre los libros, lo que se podría definir con toda propiedad como un ratón de biblioteca. Mi distracción no me permitió darme cuenta del cambio que se había operado en Werner. Por su expresión pensé que estaba siendo víctima de un malestar estomacal, pero no me atreví a preguntárselo. Transcurrieron varios minutos antes de que me mirara con enfado y dijera, indicando el sector de la estantería desde donde provenía el murmullo:
-De eso le hablo, precisamente.
Volví a mirar. Delante de los libros había una cajita de madera, una especie de joyero poco más grande que un paquete de cigarrillos. Me levanté. Werner me agarró del brazo pero al instante me soltó. “Bueno, ¡hágalo ya! Después de todo, para eso le pedí que viniera”, se exaltó.
Dentro de la cajita había unos labios cerrados, apretados, tensos, unos absurdos labios no humanos, pero casi exactamente iguales a labios humanos, unos labios que parecían temerosos de haberse autodelatado.
-Pero qué... qué es esto.
Werner respondió:
-Mardones, debo ir al atelier; no puedo seguir atendiéndolo. Le rogaría que se fuera.
Cuando Werner hablaba así no había forma de contradecirlo. La charla había terminado abruptamente; el misterio de esa cosa extraña en la cajita debería permanecer oculto para mí.
Aún sentía el rubor en las mejillas mientras caminaba de vuelta a mi hogar. Seguía inflamado de vergüenza y, por qué no confesarlo, de rabia. Me pregunté entonces acerca del sentido de esta amistad con Werner. Werner, el artista sufriente que ansiaba mi presencia pero que ante el más infantil de sus caprichos me expulsaba de su hogar como a un ratón de biblioteca. Werner... a quien yo llamaba por su nombre en tanto él lo hacía por mi apellido. Mardones, no puedo seguir atendiéndolo, había dicho. Atendiéndolo. Con qué derecho. Me da, luego me quita. Y yo me presto para su juego. Resulta que ahora voy a su mansión para que él me atienda. ¿No es al revés? ¿No fue él quien me llamó, angustiado, meses atrás, y no me soltó durante dos o tres días, imposibilitado, como me aseguró, de dar un solo paso, atacado de un extraño mal que denominó burdamente hiperconcentración? Aun así (era curioso como el desplazamiento de la suela sobre la acera iba debilitando mi rabia) aun así admitía en mi fuero interno que su amistad había inspirado varios de mis últimos relatos, los premiados; y que sus palabras, sus dibujos, sus esculturas y sus lienzos habían iluminado paisajes normalmente apagados o escondidos de mi mente, los que emergieron a la superficie gracias a esas pequeñas ayudas de Werner. Se entenderá que cuando giré la llave dentro de la cerradura mi sensación de pesar había desaparecido. En fin, me dije, se sumará a la cuenta de los misterios de su genialidad. Y olvidé el asunto.
Esa misma tarde me enfrasqué con cierta urgencia placentera en el último de mis relatos, que trataba de la vida de Pereptil Pérez, un personaje que, aunque actuaba siempre de la manera más lógica y respetuosa ante la sociedad, terminaba siempre atrapado por las garras de la ley. Esa historia, lo había descubierto apenas la inicié, poseía la virtud de devolverme el humor. Sentado ante la pantalla del computador me sorprendí de pronto riéndome solo ante las desgracias que le acaecían, unas tras otras, a tal punto de que detuve mi trabajo, lo releí y me pregunté seriamente si estaba escribiendo una historia imposible, ausente de lógica interna, como dicen los críticos, o si realmente podía haber tipos así en el mundo. Tuvo que despedirme Werner de su casa, tuvo que decirme que no me podía seguir atendiendo para que me diera cuenta de que en el fondo el cuento que absorbía mis energías era una especie de autorretrato. Eso me alteró el humor, para mal. ¡Claro que era un autorretrato!, pero un mediocre autorretrato, no como los retratos de Werner. Ese pobre tipo al que la sociedad se empeña en destruir estaba inspirado evidentemente en mi persona y nuevamente era Werner quien me entregaba la luz. ¿Cómo pude haberme engañado a mí mismo durante tantas semanas? ¿Valía la pena proseguir la historia o había llegado el momento de parar?
Si un narrador se hace esa pregunta, lo más probable es que se la responda del mismo modo que un hombre que se cuestiona la vida. La sola duda basta para seguir. Así, sin demasiada esperanza, se continúa a pesar de todo, la vida y la obra. Se escribe de una sola manera pues, aunque el tiempo perfeccione el estilo, no se puede escribir de otra, no puede escapar uno de su ser, se halla encadenado a él hasta la muerte. Del mismo modo, la vida es una sola para cada ser; está encadenado a ella. Y a cada amanecer, a cada anochecer, apenas podrá contemplar, con envidia o compasión, las de los demás.

***


El desgraciado devenir de Pereptil Pérez hubo de entrar sin embargo en un voluntario estado de hibernación cuando semanas después sonó el teléfono. Era Werner.
-Mardones, ¿puede venir un momento?
Había cierto tono en su voz que me hizo dejarlo todo y poco menos que correr a su casa. Ante un personaje como aquél, una caricatura ficticia como la de Pereptil se diluía en la nada.
Su agente me hizo pasar al atelier, que estaba casi completamente en tinieblas, apenas iluminado por un halo que se desprendía del tragaluz, pero antes me advirtió que la situación era “crítica”. ¿Por qué su agente estaba allí? ¿Qué había sucedido en el intertanto?
Werner, sentado, reía a carcajadas. Cuando me vio, sus risas aumentaron. Evidentemente estaba bajo los efectos de una droga.
-¡Usted entiende poco! -reía sin parar-. ¡Aun así... lo necesito! -era un huracán destemplado, pero un huracán malévolo, no una risa sana lo que salía de su boca-. Pero siéntese, siéntese, Mardones, fúmese un cigarro y escúcheme, trate de concentrarse y escúcheme.
Era él quien no podía concentrarse, pero cómo iba yo a decírselo. Luego de varios minutos se hizo el silencio. En ese momento observé de reojo que su agente salía del taller y nos dejaba solos.
-Escúcheme, Mardones -me miraba intensamente, con un interés metafísico; desde la sombra el fuego de su mirada parecía el combustible de una máquina destinada a retener para siempre mis rasgos-. Debo hacer un viaje, nada importante, pero antes quiero legarle mi última obra. No está terminada, le falta. Es muy diferente a las demás, me llena en cierto modo de orgullo. Hay detalles; sí, debo hacer ese viaje... esto me sobrepasa. Pero ya le comuniqué la decisión a mi agente. Todo ha sido oficializado.
-¿No estará usted pensando en quitarse la vida? -le lancé a boca de jarro. Aún hoy no me explico cómo pude haber dicho eso.
-¡Tranquilícese, hombre! -se exasperó-. ¡Un viaje es un viaje! ¡No piense otra cosa! ¡No piense, Mardones! -la ira se iba apoderando de él- ¡Es imposible, no se puede hablar con usted!
Otra vez humillado, otra vez culpable. Werner volvió a caer en un estado de mutismo, y todo por mi espontánea reacción. ¿No sería hora de levantarle la voz de una vez por todas, de hacerle ver lo niño que estaba siendo? Mientras esperaba un cambio cualquiera en su conducta repasé con mis ojos el atelier. Estaba plagado de lienzos, bocetos, esculturas insólitas.
Entre ellas me llamó la atención, justamente por no estar expuesto, un objeto tapado por un paño que tenía la particularidad de emitir ciertas vibraciones o susurros, se me antojó. Debía de ser una cosa extrañísima, tal vez un hamster preso dentro de una jaula, o una radio portátil, no había manera de adivinarlo, menos aún con la escasísima luz de esa habitación.Werner salió de su estado. Se levantó, caminó a la mesa y corrió el paño: quedé atónito. Allí había indudablemente una cabeza humana; peor aún, una cabeza sin la bóveda del cráneo.
-Mi legado -dijo, su voz se iba elevando-. Nació de unos labios, luego fueron los dientes, los párpados, las mejillas... pero, ¿sabe usted algo de formas plásticas?... creo que pierdo el tiempo... mire bien, Mardones, ¡abra los ojos!... observe el nacimiento del tracto digestivo... ¿se ha hecho antes algo así? ¡Nunca! Hubo una mujer que engendró un monstruo... pero no fue eso una obra con vida propia, independiente del creador, eso fue apenas una voz de alerta acerca de los horrores del progreso, encerrada en las páginas de un libro; es decir, una metáfora acerca de lo que le esperaba al ser humano en los siglos venideros. Ese monstruo fue el nacimiento de un mito, o sea, una completa ficción... Pero esto no... y usted tiene mucho que ver, Mardones, aunque no lo crea... Lo que está viendo es real, es vida que nace del arte, no del hombre ni de la ciencia... vida que no acaba... sí... creo que pronto podré morir en paz... porque... no se le vaya a ocurrir que la obra está completa. ¡No piense, Mardones! -lo invadía la euforia-. Debo proseguir esta noche, antes de viajar, ya di con el hilo de la madeja -se agitaba-. Al regreso me abocaré al resto.
Me acerqué a observar aquel engendro. La oscuridad no me daba buenas pistas, pero de alguna forma sus formas me parecieron extrañamente familiares. Era efectivamente lo que pensaba, parte de una cabeza humana, pero un hecho insólito me hizo retroceder: sus ojos no estaban absolutamente quietos. Comprendí de golpe que el discurso de Werner se refería a certezas, no a principios. Tuve que ser zamarreado por sus fuertes brazos para volver a la realidad:
-¡No se asuste, por favor! ¡Y ahora váyase o lo echará todo a perder!
Antes de cerrar la puerta y dejarlos dentro del taller escuché un chillido que me erizó los pelos. Una voz muy suave, una voz que me recordó al ratón de biblioteca, susurró:
-Buenas noches, señor Mardones.

***

Ha pasado algún tiempo desde aquel episodio. Una breve reseña que publicó un diario electrónico español me entregó una pista sobre el paradero de Werner. El artista ofreció una conferencia en la facultad de artes de la Delta State University de Nigeria, que culminó de manera bochornosa. Pareció ser que algunos de los asistentes se ofendieron por sus alusiones a ciertas prácticas de oscurantismo indígena y exigieron su expulsión del país africano. Werner proclamó en esa velada que la estética definitiva exige la elaboración de una obra que viva objetiva y literalmente y no sólo en el alma del espectador, para lo cual él se había apoyado en una antigua y original cruz tuareg. Gracias a dicho talismán -y a su genio, agregué mentalmente durante la lectura- estaba logrando confeccionar un cuerpo humano inmortal del que hasta ahora sólo podía exhibir su busto. Werner -agregaba la reseña- proyectó un video que enfureció a la concurrencia y obligó a dar por terminada la charla, por razones de seguridad.
Confieso que al leer la noticia mi espíritu se reencontró con las sensaciones de nuestro último encuentro. ¿Dónde estaría hoy Werner? ¿Qué sería de él? ¿Y qué sería de esa cabeza monstruosa que me había estremecido en su taller? Sumergido en la redacción de las páginas finales de los “Fragmentos de la vida de Pereptil” había descuidado la relación con mi admirado artista. Admito que durante esa etapa no lo eché de menos, e incluso interiormente agradecí la ausencia de sus llamadas. Pero luego de enterarme de estas novedades me preocupé de veras y maldije el origen de mi descuido. Había abandonado a su suerte a Werner por un personaje literario ideado por mi fantasía, que tuvo vida mientras fue escrito y que hoy se debatía en las fauces de anónimos comités de selección de minúsculas editoriales, a la espera de una milagrosa resurrección que a lo más despertaría el interés de unos pocos lectores y solamente durante algunos minutos. A qué engañarse: no cabía esperar otra cosa de mis meses de trabajo. No era ese el camino. Una vez más, el camino me lo iba abriendo Werner.
La internet no me entregó más datos sobre su persona. Dos de los principales diarios nigerianos, “The Guardian” y “Thisday online”, recogían el episodio de la Delta State University, el mismo que leí, con fecha posterior, en el diario electrónico español. Rastreando “The Guardian” hallé una breve nota policial, escrita dos semanas después, que informaba sobre el hallazgo de un cuerpo occidental en el bosque de leprosos de Abo, ubicado en el sector del delta del río Níger. “Nadie ha reclamado el cadáver, que presentaba signos atribuibles a agresión humana o despedazamiento por fieras. Debido a la humedad del terreno, éste se hallaba además en avanzado estado de descomposición”. Nigeria es un país de enorme población. Sin duda, Werner no era el único cuerpo occidental que ponía sus pies en dicho territorio. Con los datos que entregaba el periódico no había forma de aproximarse a la verdad. Decidí abandonar la investigación.
Quiso el destino que en ese momento el cartero depositara en mis brazos una voluminosa encomienda, que aumentó mi ansiedad. Era un busto, un busto humano. Dentro de la encomienda venía también un sobre. Lo abrí. La hoja manuscrita decía lo siguiente: “A don Sergio Mardones, por encargo especial de Werner”. Remitía su agente.
Desde luego, nadie habría dicho del famoso legado que se trataba de una obra maestra. A simple vista no podía tomarse más que como una escultura inacabada, un mero bosquejo, un ejemplo de mediocridad. Se me hacía imposible que un creador como Werner legara al mundo una pieza de tan estrecho horizonte y llegué a pensar, mientras la colocaba en un pedestal, enfrentando al escritorio, que el valor del hombre supera al valor de sus obras y que éstas son apenas un mal reflejo de su espíritu, de la misma forma que un motivo cualquiera imaginado resulta notablemente inferior una vez que se materializa en un lienzo. Me extrañó asumir una idea como esa, pues hasta el momento pensaba exactamente lo contrario. Bach, siempre me lo había dicho, era su Pasión según San Mateo antes que sus 14 hijos y sus problemas a la vista; pero Werner, descubría ante esta imagen, ¡Werner era infinitamente más que esta bazofia!, Werner era un gran artista, un genio y sobre todo un hombre. ¡Qué injusto sería que la humanidad lo recordara por este mamarracho!
Noté, a pesar de todo, que el parecido conmigo resultaba diabólico. Había una belleza secreta, escondida detrás de esas formas toscas y grotescas. Nada sugería mi figura, mas al contemplar el busto supe de inmediato que eso era yo, incluso algo más allá que yo mismo. Entendí de pronto ante qué estaba cuando la imagen me saludó con toda naturalidad.
-Buenas tardes, señor Mardones.
Qué locura, Werner cumplía su palabra y se excedía una vez más, pero, ¿juzgarlo por eso? ¿Era capaz cualquiera de algo así?... Vaya, qué estupidez más grande la que tenía ante mi vista: una obra... viva. porque ese mamarracho realmente parecía estar vivo; no se trataba de un truco de magia.
Me acerqué a examinar la pieza. No había metales, o bien se trataba de un metal desconocido. Tampoco podía decirse que estuviese hecha de carne y hueso. No era plástico, ni cerámica, ni yeso. Era algo extrañísimo, facultado para mover los ojos y los labios. De hecho, capté que tenía unas ganas locas de hablar.
-Creo que este sitio me acomoda bastante, señor Mardones; me siento muy bien y le agradezco el traslado. El olor a trementina ya me estaba mareando. Mi amo y creador no ha podido disponer de un mejor destino que este rincón, donde este humilde servidor podrá ser testigo a diario del nacimiento de cuentos y novelas de innegable maestría...
-¿Cómo te llamas? -lo interrumpí, más que asombrado, intrigado.
-Ted.
-¿Sólo Ted?
-Sí, señor Mardones, sólo Ted.
-¿Y cómo sabes mi nombre?
-Yo no me sé su nombre, señor Mardones; sólo me sé su apellido, pero honestamente debo confesarle que no recuerdo quién me lo dijo. Y si no es un atrevimiento de mi parte, me gustaría hacerle una pregunta a usted.
-Hazla, Ted.
-¿Por qué Ted?
-¿Por qué Ted qué?
-Si mi memoria no me falla, me bautizó usted mismo. ¿No recuerda cuando me dijo “Tú serás para el señor Mardones, Ted, para que ese badulaque entienda de una vez”?.
Reí a carcajadas. Ted me confundía con Werner. Pero decidí seguirle el juego.
-¿Así dije?
-No exactamente, señor Mardones. No dijo “señor”. Tampoco dijo “badulaque”, dijo algo irreproducible. Pero debo confesarle que me encanta la palabra badulaque.
-¿Ah, sí?
-Sí, señor Mardones. Me encantan las palabras pasadas de moda. Cuando me traían para acá escuché por la ventana la palabra “macanudo”. ¡Me hizo gozar! ¡Me sentí tan bien, señor Mardones! Sin ir más lejos, los foros políticos me alimentan de giros enjundiosos. Hace poco oí dos palabras macanudas: cazurro y ladino. Se referían al general que los gobernó a ustedes durante un buen tiempo y que este humilde servidor no tuvo el gusto de conocer. Pues sabrá usted, señor Mardones, que yo más bien soy hijo del otro 11 de septiembre...
Su charla tendía a adormecerme. Pasada la novedad, Ted resultaba insoportablemente aburrido, falto de seso, predecible.
-Y Werner, ¿no dijo algo? ¿No dijo algo más... de mí?
-Creo que no. ¿Quién es Werner?
-Trata de recordar, Ted.
-No tengo muy buena memoria, señor Mardones. Admito que no he sido hecho para pensar. Mi especialidad, si es que tuviera alguna, es el análisis político. En este momento, por ejemplo, puedo anticiparle que la Democracia Cristiana está a las puertas de la extinción, como recordará usted que pasó antes con los radicales, quienes por estos días sólo pueden vivir al estilo de ciertos parásitos que se alojan en un huésped...
-Ah.
-Créame, señor Mardones, que a este hecho político no se le ha dado la importancia que merece. El advenimiento de las clases emergentes y del consumismo desatado, todo lo cual se origina en el capitalismo norteamericano, como usted lo sabrá mejor que yo, señor Mardones, ha hecho desaparecer los ideales de la clase media y está convirtiendo a los ciudadanos de este país en una piltrafa. Y si se fija usted, hay una gran relación entre los hechos en Irak y los de América Latina, pues no de otro modo se podría explicar el giro populista e izquierdista que han tomado los gobiernos del continente...
-Cállate un momento, Ted, por favor.
-Perdón, señor Mardones, creo que me he excedido. ¿Sabía usted que...?
-¡Cállate, por Dios!
El busto guardó hermético silencio y sus ojos se cerraron. Viéndolo así podía confundirse con uno de tantos que dormitan en plazas, museos y casas de antigüedades.
Me senté al computador y traté de proseguir el relato que ahora me quitaba el sueño. Se trataba éste de una casa a la que la gente podía acudir para cambiar su carácter; o sea, literalmente una “casa de cambio”. Decidí situarla en los Estados Unidos. La llamaría “La casa de cambio Sullivan”. Descubrí, con pesar, que el mamarracho me estaba perturbando. A su lado, los temas de mis cuentos parecían tan menores, evasivos, faltos de épica. Ted, con su absurda existencia y sus preocupaciones, insistía en llevarme hacia la realidad. Habría que darle una vuelta a su ubicación. Encendí un cigarrillo y le hablé.
-¿Cuándo fue la última vez que lo viste?
Ted despertó instantáneamente.
-Disculpe usted si no le presté la atención que le es debida, señor Mardones. Creo que me dejé tentar por una cabezadita. Habrá sido el agradable calorcillo que reina en este lugar. ¿Me podría repetir la pregunta?
-¿Cuándo fue la última vez que lo viste?
-¿Se refiere a ese señor Walter?... Me parece que... no recuerdo bien. Mi memoria es muy frágil, señor Mardones. Perdóneme usted.
-Al menos recordarás quién te envolvió y te mandó a mi casa.
-Lo siento, señor Mardones. Soy un mal ejemplo de una obra de arte. Por otra parte, admitirá que soy un gran caballero, pues sabrá usted que los caballeros no tienen memoria.
-Vaya, Ted, no sospechaba que fueses tan humorista y majadero. ¿Fue su agente?
-¿Qué agente?
-El agente de Werner.
-No lo recuerdo, se lo digo con toda sinceridad, señor Mardones. Y perdone usted... pero ya que estamos en confianza, ¿me permitiría solicitarle un pequeño servicio?
-Di.
-¿Tendría la bondad de hacer instalar en el futuro más inmediato un televisor encima del escritorio?
-¿Para qué?
-Usted se dedica a escribir y eso yo lo admiro sobremanera.
-¿Y qué?
-Donde estaba solía aburrirme por las tardes, señor Mardones...
-¿De modo que por fin recuerdas donde estabas?
-Sería en la casa de ese señor Walter, como ha dicho usted, pero la verdad es que solamente recuerdo que permanecía siempre solo y me aburría por las tardes, aunque nunca me atreví a confesarlo. Sería muy feliz si pudiese ver la teleserie y las noticias. También me encantaría ver “Tolerancia cero”. He escuchado cosas macanudas de ese programa y sospecho que acrecentaría mi acervo cultural. Usted se reirá de mis inclinaciones televisivas, pero ya que no hay nadie más en esta habitación y usted ha pasado a ser mi dueño, se lo debo comentar con entera honestidad. ¡Me encantan las teleseries, señor Mardones!, debo admitirlo. Prefiero mil veces una teleserie a un libro. Fíjese que las teleseries chilenas han progresado mucho, señor Mardones...
-¿Te puedes callar, Ted? Me desconcentras.

***

Desde aquella noche Ted se halla en la sala de estar. Llevé el pedestal al rincón que enfrenta al aparato de televisión y programé el control remoto para que lo encienda a partir de las 18 horas. Desde mi escritorio, mientras pretendo darles vida a mis personajes menores y evasivos, suelo escuchar su risa cándida y sus sollozos de niño taimado en los episodios cruciales de alguna teleserie, o su aprobación o reprobación al ver determinadas noticias. Este hábito de espectador que no discrimina lo ha convertido además en fanático de los programas de baile juvenil. Por todos estos detalles, admito que le ido tomando cierto cariño, parecido al que despiertan las mascotas. Ted se ha convertido en un buen compañero para mis momentos de tedio, aquellos que se suceden después de acabado un relato o cuando la inspiración me abandona, cosa que me está sucediendo cada vez más seguido. Si traigo compañía, Ted tiene terminantemente prohibido hacer un solo gesto. En tales ocasiones la orden es que no mueva la cabeza y mantenga los ojos cerrados. Sin embargo, a veces, lo he sorprendido mirando ruborizado hacia el sofá, con las cejas muy erguidas...
Hoy me he levantado con la rabia propia de los conflictos no resueltos. ¿Qué derecho ha tenido Werner de legarme este mamarracho incompleto y mediocre? ¿No lo pudo terminar antes de regalármelo? ¿Era ese el aprecio que me tenía de verdad, o pensaría que a esto le voy sacar millones en una casa de remates?
Werner y Ted me han arrojado a la cara, por otra parte, un problema bastante crítico. Mientras el primero ejerce sobre mí un poder casi hipnótico, que me blanquea la mente cada vez que me dirige la palabra, Ted me despierta sentimientos de superioridad y deseos crueles. La genialidad de Werner es irrebatible. La estupidez de Ted, repudiable. Y sin embargo, uno es obra del otro. Lo más notable, sin embargo, es que ante la desaparición al parecer definitiva de Werner sus argumentos parecen flaquear y soy capaz de hallarles sus debilidades. Y al contrario, cuando no estoy con Ted y recuerdo sus palabras, éstas me parecen bastante sensatas. Lo anterior me lleva a la pregunta de fondo: ¿Quién, de verdad, soy yo? ¿El que le teme a Werner o el que mira en menos a Ted? ¿Pudiera ser posible verlos a los dos tal cual son, y no verme a mí a través de ellos?
Todo esto me angustia. Me angustia sobre todo la forma que ha tomado este relato. Nunca quise que fuera así; me lo imaginaba de otro modo y hasta gocé divisando sus vericuetos en mis noches de insomnio, pero las circunstancias me trajeron a este punto del camino. A este mamarracho. Ted debió surgir desde el principio de la historia, no como lo hizo de pronto y tan burdamente. Ted debió surgir como un dilema de alcances mayores. Era su destino original que su encarnación representara una especie de enfrentamiento de escuelas. A través de sus palabras se desarrollaría un larvado conflicto entre las fantasías que se anidan en la mente y los simples hechos cotidianos con que la vida va marcando a las personas. En ese campo de batalla, Ted derrotaría con sus trágicas armas al siglo del exhibicionismo y la exteriorización de las conductas y los sentimientos. Ted sería el pudor, la vergüenza, el deseo oculto, el honor, la sencillez, la represión, la culpa y el pecado. En los verdes prados manchados de sangre, los depredadores se saciarían con las vísceras de cadáveres repugnantes: el de la obsesión por la belleza física, el de la juventud, el de la salud; el cadáver del orgasmo televisado, el cadáver del desprecio a la autoridad y al orden. Visto desde otra perspectiva, Ted estaba destinado a ser el ejemplo más sencillo e irónico de capitulación de la obra artística en sus aspiraciones de inmortalidad ante su enemigo superior: el olvido. De paso, haría trizas la enfermiza y banal aspiración a la trascendencia en el artista que la crea. Convengo en que aquello resulta pedante, al menos resumido de esa manera. Pero de ahí a este punto a que ha llegado el relato...
No se lo he contado, pero en mi fuero íntimo he decidido acabar con Ted, hacerlo de nuevo...
-Eh, Ted, ¿estás despierto?
-Sumamente despierto, señor Mardones.
-No sé ti te gustará lo que te voy a decir, Ted, pero he decidido fabricarte a partir de cero. Nunca es tarde para arrepentirse. Si confirmo que vas a la deriva es mi deber encaminar nuestros pasos. Los tuyos, los míos y los de Werner, a quien dejé abandonado a su suerte. Me carcome un resentimiento en su contra que no logro explicarme. Pero no sé por qué hablo de estas cosas contigo.
-¿Se encuentra bien, señor Mardones? Parece estar en uno de sus días...
-Me encuentro perfectamente, Ted. Y ahora, lo siento, pero voy a proceder a...
-Yo lo pensaría un momento, señor Mardones. ¿Acaso no le despierta a usted compasión este pobre busto inválido, pero que al menos se deleita domingo a domingo escuchando a los informados contertulios de Tolerancia cero?
-A eso me refiero. Quiero hacerte de verdad, Ted. Eres un mamarracho, aunque no lo sepas. No puedes moverte... hablas tonterías...
-Yo me dejaría como estoy. Fíjese que dentro de todo me siento de lo más bien. No puedo negarle que hay ciertas comodidades que me adormecen y me nublan los sentidos, como se dice. El tabaco, por ejemplo, cuyo hábito aprendí de usted, no me termina de desagradar. Y qué decir de un Martini seco a las siete de la tarde. ¡Eso es vida, sí señor! Le cuento que si no estuviera hecho de esa madera tal vez concordaría con usted y yo mismo le pediría un cambio... un pequeño ajuste...
-Lo siento, Ted. Mi decisión está tomada. No debí partir el relato de ese modo. Debí presentarte desde un comienzo. Debí darle a nuestra relación un sentido... como decirlo... una proyección mayor... una proyección moral. Y el asunto ese de la cruz tuareg, ¿habías escuchado alguna vez algo parecido?
-A mí me parece bastante lógico dentro de su historia, señor Mardones. Es más, ¡me encanta su historia, creo que es genial!
-Cómo desearía que Werner estuviera conmigo. Apenas lo vi dos, tres veces, y no le entendí nada. No supe darme cuenta de lo que probablemente había detrás de sus humillaciones.
-Sin ánimo de ofensas, señor Mardones, a mí me parece que usted adolece de una baja autoestima. El simple hecho de querer eliminarme lo comprueba. ¿Le permitiría usted a este modesto servidor una pequeña elucubración?
-Di.
-¿Qué lo lleva a pensar que si me crea de nuevo, el nuevo Ted llegará a buen puerto? Desde luego es muy posible que naufrague apenas abandone el muelle. Me gustan las metáforas marinas, señor Mardones, vi anoche una película muy entretenida sobre un hombre que se iba a vivir a un faro...
-¿Es todo lo que tienes que decir?
-No, señor Mardones, perdone usted. Fuera de reiterarle que un nuevo zarpe no le asegura que apenas entre a mar adentro lo sorprenda una tormenta, la verdad es que mi elucubración tuvo siempre como génesis una oculta motivación, asaz vergonzosa.
-¿Sí? ¿Se podría saber cuál?
-Tengo miedo.
-No me causas gracia, Ted. Estás hablando como Hal.
-Ah, como Hal. ¿Quién es Hal?
-Desde el principio he tratado de evitar el símil, pero sabía que tarde o temprano se te iba a salir una frase parecida, o igual. Tú no tienes nada que ver con Hal, Ted. No se parecen ni remotamente.
-¿Es otro personaje memorable de alguna de sus obras magistrales, señor Mardones?
-Olvídalo, Ted. Pero, ¿de qué tienes miedo?
-Se supone que yo sería inmortal, señor Mardones, y ya ve: estoy en sus manos, a las puertas de la muerte. ¿Sabía usted que a las obras también les aterra morir? No quiero morir, señor Mardones. Si usted crea un nuevo Ted sepultará al antiguo, que soy yo. Las obras no se pueden duplicar, Ted tampoco se puede duplicar. Y al igual que el afamado futbolista Carlos Caszely, quien gusta de referirse a él mismo en tercera persona, Ted hay uno solo, señor Mardones. Ted no quiere morir y un ser humano como usted no lo puede matar. No permita que la vida de Ted termine en un museo o en un desván... en un horno crematorio, ¡por Dios! ¡De sólo pensarlo se me pone la carne de gallina!
-¡Ja ja ja! Ahora tu forma de hablar me recuerda a Ignatius J. Reilly.
-¿Otro de sus memorables personajes, señor Mardones?
-Sí, Ted, otro de mis personajes.
-¿Quisiera hablarme un poco de él? Me encantaría escuchar el resumen de sus labios para comprobar el parecido.
-Quieres desviar el foco de mi atención, Ted, lo adivino en tus ojos.
-La verdad sea dicha, señor Mardones, si usted me elimina ni siquiera habrá otro Ted. Abandonará el proyecto a poco de reemprenderlo, lo echará al olvido. Usted no es ese señor Walter, usted no tiene esa capacidad de fabricar maravillas de la nada y sin ensayo previo, usted tiene que conservarme así como estoy y sentirse más que satisfecho con este logro. ¡Véale el lado bueno a las cosas, señor Mardones! Escriba, disfrute, déjeme acceder a la teleserie en los días de semana, a Don Francisco los sábados y como gran favor -y esto se lo imploraría de rodillas, si tuviera rodillas, señor Mardones- no permita usted que mi lúcida mente deje nunca de recibir el maná que fluye de los grandes sabios de Tolerancia cero.
-Tal vez tengas un poco de razón. Creo que le daré una vuelta al asunto.
-¡Gracias, señor Mardones! Me vuelve el alma al cuerpo.
-Te dejo por hoy, Ted. Mañana decidiré qué hacer. El aparato se encenderá puntualmente a las seis.
-Muchísimas gracias, señor Mardones. Le confieso que estoy realmente preocupado por la suerte del carnicero de Sarajevo. ¿Coincide usted conmigo en que la figura del carnicero, que es el sencillo eufemismo con que se denomina al genocida, representa el aspecto espiritual más primitivo de los pueblos y el que realmente los aúna en torno a una causa?
-Ja ja, no tienes remedio, Ted. ¡Cállate de una vez!

***

Monólogo de Ted

Habrán pasado ya más de 20 años desde que se fue el señor Mardones. ¿Quién lo recuerda? ¿Lo recuerdo yo acaso? Era un poco nervioso, eso viene a mi memoria. No era de una sola línea. Cada vez que recibía visitas me prohibía hablar. Yo le seguía la corriente y me quedaba quieto, mirando fijo. Me costaba contener las ganas de salir al ruedo cuando notaba que lo trataban con cierta displicencia. Él, en su afán de agradar a los poderosos, tendía a rebajarse, a hipotecar su dignidad. Después se iban las visitas y se desquitaba conmigo. ¿Has visto a esos miserables?, me decía, ¿te has fijado en lo poco que valen? Pero qué le podía decir yo, si él mismo los invitaba para repartirles sus escritos. Me trataba tan mal, pero me quería, a su modo. A los demás se les hacía difícil quererlo pero a mí, no tanto. No tenía alternativa.
Noto, no sin alarma, que con el correr del tiempo me voy poniendo cebolla. Debe de ser el influjo de mis amadas teleseries.
Este desván no se presta mucho para revivir el pasado. A veces me pregunto quién soy de verdad. Luego de pensar unos momentos no llego a nada, salvo a una idea de lo más caprichosa: todos los que me vieron se reflejaron en mí. “Ese soy yo”, decía uno; “es igualito a mí”, decía el otro; “estás equivocada, ¿no ves que tiene mis rasgos?”, decía la de más allá. Pero en cuanto a mí mismo, a lo que se podría denominar Yo con mayúsculas, a la verdadera identidad de Ted; no sé, ese misterio supera el corto alcance de mi seso. Si para unos era una belleza, para otros el modelo de la gallardía y del honor, para otros el siniestro rostro del pecado, para otros la traición llevada a la categoría de arte, para otros un puntero izquierdo de la “U”; en fin, si para el señor Mardones fui un mamarracho que no le llegaba ni a los talones a Walter, ¿qué viene a ser Ted a final de cuentas? Puchacay, qué cosa más rara...
Echo de menos esos programas tan encachados que veía en el televisor del señor Mardones. No duré ni una semana en esa pieza después de que se marchó. Como se dice, estaba calentito el finado cuando me mandaron al desván.
Menos mal que esto de tener poca imaginación ofrece grandes beneficios. Una persona de carne y hueso recluida 20 o 30 años en un desván ya estaría loca. Una obra de arte como yo, en cambio, se desenvuelve lo más bien. Si aguzo el oído puedo escuchar las conversaciones del primer piso. Eso no es mejor que mis teleseries favoritas, pero saca de apuros. Los niños siempre salen con ocurrencias macanudas. En los malones, a los grandes no les faltan motivos para discutir; más de una vez han llegado a las manos... eso no me gusta nada, no tolero el llanto, a menos que sea un llanto de teleserie. Esos sí que me gustan, me emocionan hasta las lágrimas...
Tampoco espero mucho de la vida. Es mi drama, el drama de los inmortales. Por eso mi sueño fue siempre ser como el señor Mardones, “un hombre con fecha de vencimiento”, como a él le gustaba decir, eso no lo he olvidado.
Por lo que escucho de abajo, el mundo sigue siendo el mismo de antes. No se dan cuenta de los grandes cambios socioeconómicos que se están produciendo en la faz de la tierra a raíz de la escasez de agua y del enfriamiento del planeta. El turismo lo ahoga todo, a eso tampoco se le está dando la importancia debida. El mundo ha pasado a ser una mezcla de razas que luchan por conservar la identidad. La marea china bebió de su propia medicina.
El señor Mardones me hablaba de Walter. Sostenía que un artista de ese nombre me había creado. Curiosamente, ninguno de sus amigos dijo conocerlo. Yo he llegado a pensar que su enfermiza modestia le hacía creer que de verdad existió un artista llamado así. De esa forma podía reírse de mí a su gusto y decir que Walter, en el fondo, había sido un fraude, un remedo de artista. En sus últimos días hablaba demasiado de vengarse de ese hombre. No era tan bueno el señor Mardones; tenía sus cosas...
Vivir en un desván. Si supiera el señor Mardones que Ted yace en un desván, olvidado del mundo, arrinconado, cubierto de tela de araña y caca de ratón. Es verdad, la obra no muere. Pero, ¿vivir así?
Tal vez uno de estos días haya mudanza, la copucha me llega desde abajo. Se habla de una casa más pequeña, de una división en la familia. Los niños están inquietos, no juegan ya como antes. Me encantan las copuchas, siempre y cuando no termine uno víctima de ellas. Y ésta no me está gustando nada. Un desván después de todo es un desván. Pero un horno, un basurero... eso ya vendría siendo una cosa muy diferente. No me gustaría irme a las pailas.