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viernes, abril 27, 2012

El suspiro que es la vida

He visto, en el suspiro que es mi vida, caer mundos, volver a levantarse, volver a caer, desintegrarse. Murieron el campo y la vida santiaguina de provincia. Vino la revolución del pueblo. Cayó la revolución aplastada, mordió polvo de sangre, cayeron los bienes del pueblo y el orgullo popular. Vino la mano militar y el nuevo orden, y también cayó. Cayó rendida la mano militar, vino la nueva democracia y su arcoíris y también cayó. Vino una mano impopular, le hicieron la vida imposible y se gastó.
Se anuncian nuevos tiempos que miran hacia atrás, estoy cansado de ver tanta ceguera. El hombre tira siempre el carro y siempre protestando, nunca dando gracias, soberbio y resentido. El hombre se acostumbra a todo pero nunca se acostumbra, siempre quiere más aunque no tenga, así forjó su drama. El hombre no es animal de razón, quisiera bajarme del carro y terminar mis días en el campo, llegar hasta aquí y profundizar en algo, echar raíces como echa raíces el poeta iluminado.

lunes, abril 23, 2012

Mi deuda con el Julio

Si el objetivo de estas memorias, antes que crear una obra literaria, fuese serme fiel a mí mismo, penoso resultaría entonces, pero necesario, admitir que el Julio despertó en mí la conciencia de la envidia.
Me llevaba un año, pero en velocidad de pensamiento un siglo. Un domingo mi papá nos invitó a almorzar al Giovanni; el Julio pidió pato asado (¿por qué aún recuerdo el plato que ordenó, mientras el mío no existe para la memoria? Creo que alguien comentó que se trataba de una excentricidad de la carta, una excentricidad donde el Julio nadaba como pez en el agua, pudo ser por eso). En su alegría, durante el almuerzo no se cansó de inventar frases que rimaban, versos perfectos, tomando como objetos de inspiración al restaurante, a los mozos, a cada uno de nosotros, al menú, a lo que se le vino a la cabeza, haciéndolos reír a todos, mientras yo pensaba pero cómo es posible, de dónde saca tanta idea, y otra y otra más, nunca termina...
El Giovanni era el restaurante de lujo de Rancagua; no recuerdo otra ocasión en que ocupáramos una de sus mesas, salvo 34 años después, cuando mis padres celebraron su aniversario de matrimonio y en el local, que se había cambiado de calle y se hallaba muy venido a menos, comimos carne con arroz todos por parejo y encima a la rápida, porque era el día de la final del Mundial de Fútbol de Estados Unidos. Ese domingo el Julio no nos acompañó: había muerto hacía 21 años.
Antes de que nos perdiéramos, cuando él tenía cuatro años y yo tres, ya se contaba otra anécdota que nos relacionaba. Se trataba de que ambos jugábamos bajo el parrón de la casa de Ibieta, de pronto yo me largaba a llorar y mi primo corría a inculparse ante los mayores gritando que "Julio César tiró piedra a Hugo".
De los cinco primos yo era el bueno, el tranquilo y el acomplejado, eso era vox populi en la familia. El Julio era el revoltoso, el traguilla, el superdotado. Mi mamá solía profetizar, más con aire de tragedia que de triunfo, que "este niño no tiene términos medios: o va a ser un genio o no va a ser nada". ¡Cuánta razón tenía, y nadie fue capaz de torcer el destino!
Ese día en que nos perdimos la mañana estaba fría. La puerta de la casa de la abueli quedó abierta, el Julio me invitó a recorrer el mundo y yo acepté. Atravesamos la esquina de la avenida San Martín, enfilamos por Maruri, el barrio de las putas, para nosotros tan solo curiosas mujeres con vestidos almidonados, y llegamos a la feria "La doñihuana". Había un montón de frutas rojas y me robé una. Luego entramos a la estación y vimos llegar y salir a las locomotoras negras con su trenza de vagones de carga y pasajeros, sentados en un escaño del andén, ambos de pantalones cortos y con las piernas colgando. Las bielas hacían girar las ruedas, que se perdían entre un vapor blanco. De pronto un pitazo nos hacía llevarnos las manos a las orejas; bajaban del tren caras despistadas y subían caras apuradas, las vendedoras sacaban paquetes de sustancias de sus canastos y corrían a las ventanas abiertas. El humo denso de una chimenea se esparcía por el andén, impedido de volar por la techumbre. El frío, el contraluz en el andén, la dureza del cemento insensible y la vejez de la baldosa comprimían nuestros corazones de niños asustados y excitados.
Antes de que se inventaran los centros comerciales fueron las catedrales, los gimnasios y las estaciones de trenes. Las catedrales, imprescindibles por su altura, oscuridad y recogimiento, fueron perdiendo interés para el plano arquitectónico. Los gimnasios, lugares cerrados para el esparcimiento de la gente, cayeron reemplazados por las herramientas cibernéticas. Quedaron plantadas las estaciones como deslavados puntos de contacto, reminiscencias de los cruces de caminos, con sus pasajeros heridos por el viento como ovejas trasquiladas. El mall adivinó todo eso y también hizo suyo el vitrineo, ese frágil muro de adobe levantado contra el tedio, y se instauró imponente en el alma colectiva.
Es una exageración afirmar que todo Rancagua nos andaba buscando, pero no lo es decir que los carabineros y los bomberos sí rastreaban nuestros pasos junto a nuestros padres, tíos y abuelos. Finalmente aparecimos y todo quedó allí, en un gracioso recuerdo.
Desde un costado del parrón habíamos elevado un volantín, los tres con el Lucho, y llegaba la hora de comer. El Lucho y el Julio dejaron amarrado el hilo a un palito, miraron hacia arriba -el volantín plácido dormitaba en el cielo- y entraron a la cocina. Yo busqué una tijera y corté el hilo, guardé la tijera y luego me senté a la mesa. Cuando descubrieron la tragedia no dije una sola palabra. Recuerdo exactamente la razón de mi maldad: ver fríamente cómo el volantín se iba a las pailas, verlo moverse para acá y para allá en el cielo, arrastrando consigo al hilo blanco, romper lo establecido, revolucionar la quietud de la tarde.
En ese mismo parrón jugábamos un día a la pelota. Disparé, la pelota de cuero picó en un charco de barro y le salpicó la cara. Sentí una felicidad enorme, que duró todo el partido. Al final, al último minuto, prácticamente en los descuentos, el Julio chuteó desde su arco, me tiré para atajar, la pelota rebotó en la tierra mojada y me llenó la cara de barro. El Julio saltaba y reía a carcajadas y yo no pude consolarme.
Historias como esas las recuerdo con pesar, porque hablan de la miseria de mi alma, de palabras feas, premeditación, odio, rencor.
El Julio me quería y me protegía; a él siempre le caí bien. Pero yo le tenía envidia y ese sentimiento recién se me empezó a pasar con mis primeros grandes triunfos, que fueron casi al mismo tiempo sus primeros grandes fracasos.
Hoy miro mis manos arrugadas. Las suyas no alcanzaron a arrugarse; murió a los 19 años.
Mi papá se enfurecía cuando el Julio entraba a la casa y se iba directo al refrigerador, lo sacaba de quicio esa decisión infantil. Yo no decía nada porque encontraba que no era tan malo tener hambre, pero iba aprendiendo que era mejor pedir permiso.
El Julio fue siempre una especie de alma libre, un espíritu sin cadenas y un cerebro sin dobleces ni método alguno, abierto y sincero para proclamar las virtudes y los defectos ajenos, lo que le granjeó amigos y puñaladas por la espalda. Un domingo, para el día de su cumpleaños, que era el 8 de abril, paseábamos por el centro y me invitó a comer un lomito a "La selecta", siguiendo la tradición que había impuesto mi padre para ciertos domingos al mediodía. Me pareció de una rareza increíble que un niño gastara su dinero para hacerse cargo de un acto tan solemne como ese, pero él simplemente andaba con plata y tenía hambre. Se lo comió de una mascada. Entonces, contra toda mesura y sentido de la austeridad, me ofreció otro. Así era mi primo.
Se enorgullecía de mis logros tanto como yo alimentaba el pozo de mi alma con sus derrotas, pero cuando fui creciendo y lo vi repetir de curso, cambiarse una y otra vez de colegio para terminar deambulando desorientado por los billares del Lucerna y las carreras del Hipódromo, cuando ya se había casado y descasado, cuando ya no me podía hacer sombra, no me dio tanta alegría y en mi corazón comenzó a florecer el amor y la compasión. Tendí a verle lo bueno y a perdonarle lo malo y casi al final de su vida se puede decir que me reconcilié con él, que nos hicimos grandes amigos.
En el otoño de 1973 se subió a un tren y partió a la Argentina a hacer fortuna. Lo fui a despedir a la estación Mapocho. Fue la última vez que lo vi.
Allá lo recibió la tía Olga. Pronto halló pareja y trabajo, de camionero. Vivió feliz, recorriendo la pampa de norte a sur, hasta que el 29 de noviembre se quedó dormido en la carretera, en la zona de Neuquén, y un choque de refilón con otra máquina le segó su brazo izquierdo y cuatro días más tarde, su vida. Los médicos esperaron que llegara la Mirita y el Lucho para desconectarlo. Los tres cruzaron la cordillera, de vuelta a Chile, el Julio en un cajón.

viernes, abril 13, 2012

Mi fe

Yo luché y no gané, pero tampoco digamos que perdí
Di la batalla hasta que me entraron dudas; tras el combate vino la resignación
Ese es el resumen de mi vida
Esa es mi fe

jueves, abril 12, 2012

La forma de vida americana

Tres ejemplos que recuerdo de la filosofía americana o la forma de vida americana.
1.- El 11-S Estados Unidos estaba golpeado, choqueado, desorientado y aterrado. Desde mi remoto país pensé, cándidamente: es la hora del diálogo, la introspección, la hora de la culpa, de que se pregunten "en qué fallamos, por qué este ataque tan brutal a nuestra gente". Pero la forma de vida americana respondió de la única forma en que sabía hacerlo. Lo hizo a través de su representante, quien anunció las penas del infierno, la guerra frontal hasta aplastar al enemigo.
2.- En Chile, el aire acondicionado es un lujo. Se usa en casos de excepción, cuando el calor es muy alto. Luego se desconecta, se apaga. La forma de vida americana no entiende ese raciocinio. La forma de vida americana usa el AC día y noche, noche y día. Y las casas no abren sus ventanas y he oído decir que incluso la gente no oye el canto de los pájaros ni siente la brisa que viene de los bosques. El gasto está incorporado en la amígdala del cerebro; la cosa es vencer al calor, negándolo. Igual pasa con los autos: se aseguran de nacimiento, y están condenados a morir.
3.- Una noche el canal Discovery difundió un documental sobre el combate a la malaria. Mostraron el mosquito que la puede transmitir y cómo estados completos del país del norte fumigaban las calles cada 15 días, en una lucha titánica por vencer  a ese mosquito, por hacer desaparecer hasta el último huevo. Era una batalla librada para ser perdida; esto es, para mantener el orden de las cosas. El mosquito seguirá existiendo siempre, pero la malaria se mantendrá a raya. Esa es la forma de vida americana.
¿Hasta qué punto negar la realidad, justificar la pertinacia? ¿No sería mejor negociar con el terrorista, con el calor, con el mosquito, repartiéndose el espacio, conviviendo todos juntos? Otras culturas lo hacen, la nuestra entre ellas. Pero la nuestra no es el poder principal, la de ellos sí. Nosotros nos abrimos los intestinos como fieras, pasamos por encima de los otros en nombre de nuestros derechos y jugamos al quién vive mientras en el cuarto de arriba se reparten el botín.
El buen camino del pueblo es denunciar, confiar en el conducto regular y esperar el castigo, si hay culpables. El buen camino de la autoridad es recibir la denuncia, investigarla y castigar a los culpables, si los hay.
Recuerdo haber leído la fábula de dos países vecinos. En uno de ellos, llamado Armonía, se aplicaba este último pensamiento, que no era ni el modo americano ni el chileno. En el otro no. Sucedió que un villorrio de Armonía que se sentía postergado elevó una solicitud al intendente, que contenía sus demandas. Lo primero que hizo el intendente fue pedir perdón por no haberse dado cuenta de que en su terruño reinaba la insatisfacción. Luego reunió a su equipo de trabajo y estudió las demandas una por una, dictaminando al cabo de dos semanas que algunas se podían atender y otras no. Naturalmente que a los demandantes no les agradó nada la respuesta porque al instante adivinaron que casi todo el origen de sus problemas residía en ellos mismos, de manera que todo culminó con un asado al palo, pagado por partes iguales. Al poco tiempo el villorrio floreció. Sin embargo en el país vecino, llamado Indignación, las mismas demandas fueron presentadas, el intendente las archivó, los demandantes se tomaron los caminos y el villorrio estuvo paralizado durante meses, al cabo de los cuales el intendente concedió algunas demandas y otras no. Todo terminó con la apestosa expulsión a boca abierta de litros de hiel en la plaza pública. El tiempo se encargó de darles su lección a las dos partes: el villorrio se había empobrecido.

jueves, abril 05, 2012

Camino a casa

La primera vez que sufrió un ataque de pánico no sabía lo que le estaba pasando; luego aprendió a manejarlos y descubrió que detrás del fenómeno que se repetía siempre había una sensación de desesperanza, un miedo al miedo y una debilidad. Si a esos tres estados se les sumaba una observación absurda podía sobrevenir el ataque, cuya duración de no más de tres segundos le dejaba secuelas que podían prolongarse días, semanas y hasta meses. Hace tiempo que los había dejado de sufrir, que los tenía controlados, pero sentado en la platea del teatro Baquedano, junto a su mujer, rememoró con desagrado uno de los más violentos, ocurrido más de 30 años atrás, en plena ejecución de la Misa en si menor de Bach, aquella vez en el desaparecido teatro Astor.
Recordó que el ataque se asemejó a un orgasmo. Como si fuese un éxtasis de terror, se le anunció unos cinco segundos antes, lo sintió intensamente durante unos tres segundos en los que intentó vanamente huir del mundo, mientras los músicos frotaban los arcos contra las cuerdas, y luego el crujido de relámpagos desapareció, dejando una enorme huella que lo obligó a echarse en el diván del siquiatra durante más de dos años. Se le vino a la mente con toda claridad el día que siguió a ese ataque: ambos disfrutaban, si cabe la palabra, de un picnic en San José de Maipo. Vargas se echó a correr sobre el césped, rodeado de árboles nativos, bajo un sol de invierno, angustiosamente feliz, mientras su mujer le cronometraba la carrera con su carita alegre. Lo que ansiaba era vencer las consecuencias del ataque de la noche anterior y algo conseguía a través de esa carrera feroz, pero ahora que tenía ante sus manos el programa del concierto descubrió que si ese desesperado intento le había dejado una reminiscencia de derrota, entonces había sido en vano. De modo que no resultó extraño que al evocar de pronto el episodio Vargas sintiera que algo no andaba bien.
Leyó con atención el contenido del programa. La Orquesta Sinfónica de la Universidad de Chile interpretaría la Pasión según San Mateo, obra tan cercana a la anterior y que había esperado tanto tiempo para volver a escuchar en un teatro. Con sus instrumentos ya afinados, los músicos aguardaban el ingreso del director. La sala estaba llena, su mujer le apuntó que de gente diferente -de gente cuica, le dijo al oído y era verdad: familias completas venidas del barrio alto, incluyendo abuelitas y nietos, ocupaban las mismas filas que en otros conciertos acostumbraban regalar contornos normales, aureloas, vestuarios, acentos de voz de gente común, como ellos-. Todo eso fue quedando en el olvido con el arranque de la obra. La amenaza de un nuevo ataque se redujo a un mero atisbo, a un niño que se asoma, mira y se va al ver a tanta gente grande; pero la música en sí misma no lograba convencerlo, ora por el tempo demasiado rápido que le imprimía el conductor, ora por ese enigmático proceso que impide gozar sonidos conocidos al momento de tomar conciencia de que se los escucha. Aun así el oratorio pasó volando.
Cuando salieron del teatro y bajaron al Metro para enfilar hacia el hogar, Vargas y su mujer se vieron enfrascados en un tema de carácter religioso que cada vez que lo abordaban terminaba separándolos. Vargas, como solía sucederle durante esos arrestos infantiles, iba adoptando una postura de niño abandonado y mirado en menos, al tiempo que de dictador y juez castigador, una postura que desembocaba en despiadado pisotón sicológico a su esposa, que principalmente dejaba huella en esa alma que para él había perdido hace muchos años su carita alegre. Todo había comenzado cuando le dijo que la obra le había hecho muy bien, tanto por la profundidad y complejidad de su música como por la emoción que le provocó rememorar el mensaje del Evangelio de Mateo. Esos versos tan intensos, esa fuerza que emana de la Iglesia, ese amor a Dios tan grande ya no se ven, ya no se transmiten, le comentó. Su mujer expresó cierto desacuerdo y de alguna forma enfiló el diálogo hacia el espinudo sendero por el que ha transitado la historia de la Iglesia en sus dos mil años, que se empeñó en traducir como el sendero de los grandes pecados de la Iglesia y hasta el de los grandes crímenes de la Iglesia. Vargas se cerró en un instante y adoptó la defensa no de los grandes pecados, que obviamente son indefendibles, sino de la magna institución, de la columna que sostiene a Occidente. Qué nos queda, quién ha sido recto, quién ha sido justo, quién no ha cometido pecados, quién no ha cometido crímenes, pobres mortales edificados sobre barro; los reyes lo han hecho, los dictadores, la Iglesia, las fuerzas armadas, el pueblo, sobre todo el pueblo, la masa enfervorizada que enloquece y arrasa todo a su paso a la siga de un estandarte cualquiera. Fíjate quiénes atacan a la Iglesia, de dónde viene el mensaje, cómo prende entre la juventud para derramarse luego al resto de la sociedad. Un argumento tan fácilmente rebatible como ese dio pie a la inmediata réplica de su mujer, quien le citó casos y casos que no hicieron más que exasperarlo. Aunque a la hora de una discusión todo es rebatible, a Vargas le parecía que lo que él quería decir, mejor dicho demostrar, era irrebatible, pero sus ejemplos esenciales no lograban sino enredar más las cosas, de modo que fue entrando en dudas, ya que si no conseguía imponer sus argumentos era porque no tenían la suficiente fuerza externa, que era exactamente lo mismo que podía pensar su mujer al recibir el contraataque, lo que llevaba a concluir que había verdades internas secretas, vivas y palpitantes, pero enclaustradas. Se dio cuenta entonces de que la de ambos era una discusión política en que la justicia se enfrentaba a la conveniencia, el corazón al cerebro. Su mujer representaba al corazón, él al cerebro. Así, mientras para ella la lucha de las grandes masas oprimidas era justa a toda vista y los poderes fácticos objetos de repudio, para él sólo resultaba justo lo que a la postre desembocaba en un bien para esas mismas masas. Era la eterna disputa, que los hizo entrar a casa con un sabor agrio en el espíritu y que finalmente hizo que la hora de dormir les llegara con alguna diferencia; a ella más temprano, a él más tarde.
Al día siguiente, solo en su hogar, su mujer en el trabajo, pensaba: si fuese un poco más liviano y alegre, distendido, un poco más cariñoso, cuán diferente sería nuestra vida...
Cuando no estaba, la amaba con ternura. Bastaba que apareciera para que renacieran sus fantasmas.