Visitas de la última semana a la página

jueves, diciembre 27, 2018

El personaje

El personaje se angustiaba en el cuarto cerrado. Pelear consigo mismo hubiese sido una forma clara y rotunda de definir su situación, sin embargo esa imagen no cabía en la escena, de modo que no se trataba de un debate espiritualmente individual, sino con el destino de su ser. Quería intentarlo todo y allí estaba, con las manos vacías, echando brazadas de ciego contra un entorno que a veces se le imaginaba inmenso, otras reducido y otras insignificantemente gris, gris en el sentido de mediocre, vacío, insustancial. Qué hacer, cómo entender el marco que me da la vida eran sus preguntas, la síntesis de su martirio. Recordó a los marineros naufragados en el anonimato más espantoso, el que se halla debajo de las olas y que baja y baja hasta dar con las jaibas hambrientas de materia muerta, anónima. Si hubo gloria en ellos solo ellos la vivieron; mas lo más probable es que no la desearan, no la imaginaran ni la sintieran como una llaga en la espalda, algo ajeno pero que se va pegando al cuerpo.
Había un gato que dormía en un rincón, parecía agradarle el sol en la piel y la temperatura de la madera del piso. El suyo era puro placer; sin embargo, al personaje no lo seducía el gato. El gato no era suyo ni era él, apenas formaba parte de un aspecto secundario de su papel en la escena que representaba en el cuarto cerrado. Su gran tema, el tema central del personaje estaba lejos de hacerse carne en la figura de un gato, ni siquiera en la suya, y lo sabía, y eso era lo que lo tenía en ese estado. Quería penetrar en el conocimiento, comprender por qué estaba allí, resolver una simple fórmula, asegurarse sobre lo que debía decir y debía hacer, pero lo que deseaba sobre todo era saber si su presencia en la sala encerraba algún significado, y qué significaba ese significado.
El cuarto se hallaba plagado de signos, imposibles de traducir. Las paredes cubiertas de retratos parecían burlarse de sus ojos atentos, pero blancos. Se le figuraba que de esas miradas brillaban sanos consejos o que de los labios de aquellos profetas de la literatura brotaban balbuceos dirigidos solo a él, y se le antojaban murmuraciones incomprensibles, angustiantes.
La solución del problema estaba detrás de las paredes o entre las paredes, no así fuera del cuarto. Del interior de la materia le llegaban ecos vagos, anuncios de superioridad, los grandes acuerdos de la inteligencia, las reglas del canon.
Desprovisto de concepto no tenía otra opción que pasearse por el cuarto cerrado. Nadie veía nada en él; el resplandor de la belleza radica en las vestimentas, y el personaje no las tenía. No es que estuviese desnudo, lo que ya habría sido algo. Sencillamente, sus ropajes no eran capaces de ser traducidos al lenguaje superior de los hombres, porque eran ropajes desprovistos de adornos, sencillos, a un paso de la pobreza.
Y sin embargo, visto con ojos nuevos, infantiles, el personaje era hermoso en sí mismo; era bello su conflicto, la candidez de su angustia, los estrechos límites que cercaban su existencia.
Ningún ensayo abordaría su destino, pero eso era lo de menos. Jamás un tratado académico pudo navegar dentro de las venas de la vida.


viernes, diciembre 14, 2018

El Lucho, el reloj de oro

Entramos a la pieza donde el Lucho convalecía de su operación. El Lucho veía televisión, un programa de la National Geographic. Lucía animado, pero pálido.
-¡Luchizo!
-¡Huguisus!
No habíamos tomado asiento cuando se levantó la camisa del pijama y nos mostró la cicatriz, un tajo rotundo que le atravesaba el pecho de arriba abajo. Fue lo primero que comentamos con la Paty y con la Coni al abandonar la habitación, apenas cerramos la puerta, antes de llegar al ascensor.
-Íbamos recién entrando y se levantó el pijama.
-Parecía orgulloso.
-Y después bajó las sábanas.
-Yo pensé qué irá a mostrar ahora.
-Pero se veía bien.
-Qué bueno.
Subimos al auto, riendo. Dejamos el estacionamiento y enfilamos por la avenida Las Condes hacia el poniente, buscando un lugar donde matar la tranquila tarde del domingo.
¿Somos los únicos así, se ríen otros de estas cosas? Al menos yo soy portador del legado que me dejó mi madre, esa alma entre festiva y sádica, entre inocente y cruel. La Coni, hija mía, no heredó la parte sádica; diría que se quedó con lo bueno, agregándole a su carácter un toque fuerte, seco, agitanado. La Paty, mi mujer, tributa a otro legado, y por eso su reacción fue más de asombro que de chisme.
El Lucho acababa de salir de la UTI. En la habitación del hospital me paré y le di la espalda, para mirar hacia afuera. Se apreciaban los demás pabellones, había personas de blanco sentadas en oficinas.
-¿Qué hay allí, Luchizo?
-Son las dependencias antiguas.
-¿Y allá?
-Las oficinas de la administración.
-¿Qué cerro es este?
-El cerro Calán. En la punta está el observatorio.
-Cuando estudiaba en la universidad me tocó ir una noche. Nos llevó el profesor Latorre, que enseñaba periodismo científico. Conversamos con un astrónomo y miramos los planetas.
A los muros del hospital les llegaba el sol de la tarde. Combinados con el verdor de los jardines y la placidez del día producían un efecto de sosiego adormilado, que no es la misma sensación de la muerte, sino una pariente, ni cercana ni lejana.
Entró una enfermera a tomarle la presión.
-Permiso.
-Adelante.
-Cómo se ha sentido.
-Bien... ¿Cuánto marcó?
-13 con 7. Normal.
-Yo tengo 11 con 7 -apuntó la Coni.
-Muy baja.
-Siempre la he tenido baja.
-Es mejor tenerla baja que alta.
-Es mejor, pero no tanto.
El Lucho dijo que le habían abierto el pecho con una motosierra. La Paty se burló. Entre el Lucho y la Paty se abrió un diálogo lleno de ambigüedades, nacía una tensión. El Lucho insistía en llevarle la contra, al filo de la ofensa. Ella le contestaba. Yo no intervenía, ni para uno ni para otro lado. En un momento dado la Paty mencionó una actividad académica. Deslizó el tema al pasar, a propósito de un comentario cualquiera, sin doble intención; el Lucho afirmó que él dejaría sorprendido al auditorio de la Paty, si fuese invitado a dar una charla. Lo que se estaba dando entre ambos era una guerra de sexos. El Lucho pugnaba por imponerse a la Paty, y la Paty no se dejaba vencer. Era todo un duelo, como los de antes. Mientras les daba la espalda intentaba recordar cuántas veces me había batido a duelo con una mujer; la memoria no me pudo convidar un solo ejemplo.
Entró la enfermera con la bandeja de la cena. Cena de hospital, a las seis de la tarde. El Lucho comía acostado en la cama.
-¿Quién se quedó con la cama de mi mamá, Luchizo?
-Víctor.
-Ah.
-¿Cuánto les costó, Huguisus? Porque acá compraron unas a 12 millones cada una.
-Es que estas son de última tecnología.
-Camas de hospital.
-La de mi mamá costó 1 millón 200. Yo mismo la fui a comprar a Rosen. La plata la puso mi mamá.
-Salió súper buena.
-Se levanta de atrás y de adelante.
-El Víctor la tiene en su pieza de alojados. Cuando las niñas se quedan con él duermen ahí.
Contra todo pronóstico, el Lucho se levantó. Aparté la bandeja para que pudiera incorporarse. Pensé que iría al baño, pero lo que quería era comer sentado.
-Ayer me sacaron los tubos.
-Quedaste con las marcas.
-Sí, tío. Quedó lleno de moretones.
-Sí, y de aquí de la pierna me sacaron un poco de arteria para los tres bypass.
-¿Cuánto duró a la operación?
-Siete horas. Cuando me abrieron y empezaron a operarme, las arterias del corazón se les deshicieron. Estaban tapadas de calcio. Igual como esos restos de cartílagos en las latas de jurel. Se deshacían solas. Así que no pudieron ponerme bypass artificiales; tuvieron que sacarme la arteria de esta pierna.
-¿Víctor ha venido?
-Vino cuando salí del pabellón y empezó a contarme chistes. Yo iba saliendo con los ojos cerrados pero los vi a todos. La Claudia estaba llorando.
-El martes pasado me dieron el premio por cuarenta años de servicio, Luchizo. Un reloj de oro.
-¿Un reloj de oro? Ese es premio. A mí, cuando cumplí cuarenta años en la Fach me dieron un galvano.
Lo dijo con naturalidad. Sin envidia. ¿Quién, por otra parte, podría envidiar un regalo así, un reloj de oro que no sirve nada más que para ver la hora? Solo un amante de los relojes, que son escasos, y un amante del estatus, que son más y hasta cierto punto el Lucho es uno de ellos. Pero el Lucho es así porque arrastra una pena ancestral. Necesita reafirmarse a través de signos de alcurnia. O tal vez yo estoy completamente equivocado. Nunca he asistido a un taller de psicología. Digo las cosas por intuición.
-Me lo entregó Edwards. Cuando dijeron mi nombre salí a recibirlo arrastrando las patas, pero al subir los escalones cambié de postura; me erguí.
Edwards está creído que sigo siendo de  izquierda. Nadie le ha dicho que el resto me toma por el más momio de los periodistas del diario. Cuando su padre estaba vivo y yo trabajaba directamente para él, sí lo era. Me quiso echar y se dice en la empresa que hasta los últimos días de su vida pensaba que los gerentes habían obedecido su orden. Pero por lo general los ejecutivos de alto rango se saltan ese tipo de órdenes y hacen lo que estiman mejor para la compañía; de lo contrario los echan a ellos. De modo que los gerentes estimaron que era mejor para la compañía cambiarme al diario más pequeño de su empresa, al tabloide. Determinaron no echarme, vaya a saber por qué, y en vez de eso trasladarme, "ocultarme" de su amplio campo visual. Desde luego hablo en forma alegórica. Con suerte Edwards padre habrá retenido mi apellido en su memoria a lo más dos o tres minutos. Edwards padre era un tipo contradictorio. Un amante del poder, más que del dinero, que no es lo mismo. Dejó caer muchas de sus empresas, pero afirmó a "El Mercurio". De pocas y malas palabras, vulgar, llevado de sus ideas, autoritario. Le encantaba humillar a los gerentes, editores y jefes delante de los subordinados. Al momento de su muerte, sin embargo, las loas lo encumbraron a los altares de la sensibilidad musical y artística. Alguien dejó escrito que una vez le pidió perdón de rodillas a un funcionario al que había denostado. Hubo también por esos días feroces detractores desprovistos de misericordia, pero de eso mejor no hablar, no quiero entrar a la arena política. Edwards hijo, el que me entregó el reloj, es un puzzle aun más complicado. No ama ni el dinero ni el poder. Ama la exactitud hasta exceder la frontera del espíritu anglosajón, ama con fría pasión las marcas de vehículos más extrañas, el detalle de cualquier novedad tecnológica. Odia la palabrería y la metáfora. Cierto día en que mi pluma se había asomado a la ventana de la noticia que se disponía a escribir, instalándose a sus anchas al no advertir moros por la costa, Edwards hijo, que todo lo vigila, habría comentado luego de eliminar de la noticia todo rastro de literatura barata: "Mardones pensará que lo queremos... y lo queremos".
Cuando dejé de arrastrar los pies y subí finalmente al estrado lo miré a los ojos, a unos siete metros de distancia. Eran ojos de alegría, y se veía realmente contento, como si de verdad me quisiera, aunque yo persistiera en mis ideas de izquierda. Luego de que la caja con el reloj de oro cambió de manos nos dimos un abrazo y nos tomamos una foto.
Ese payaseo, ese preludio de la recepción del premio me da vueltas una y otra vez. Lo que quise hacer fue un gesto entre lúdico e inteligente. Percibí algunas risas entre los aplausos, pero con los días me pregunto: ¿cuán inteligente fue ese gesto? ¿Qué grado exacto indica de C.I.? Era mi día, ¿qué mensaje busqué enviar? Fuera lo que fuese, en mi show se coló un detalle que tuve poco en cuenta, aunque fui consciente de él. Lo que estaba transmitiendo realmente a los demás era mi lugar en el conjunto, el de un hombre que ha dado todo de sí a su empresa durante cuarenta años, empresa que lo recompensa con un reloj de oro. Un hombre que arrastra las patas. Un arrastrado. Un hombre que a la hora de su premio, que en el día fabricado para él es aplaudido, felicitado y abrazado fugazmente por los Grandes, quienes le confirman con sus gestos lo hiciste bien, trabajaste duro para nosotros, ayudaste a engrandecernos mientras nosotros te dábamos a cambio un auto, un colegio para tus hijos, una casa, un doctor y un hospital...
-A mí el regalo de verdad me lo dio Luksic en la ceremonia del curso de reservistas. Una lapicera Montblanc de ónix.
-¿La conservas?
-Claro. La tengo en la parcela.
-Yo tengo la caja con el reloj en el velador. Ahí se va a quedar hasta que me entren a robar.
-Véndelo.
-No. Ya tiene un heredero. Se lo voy a dejar a Benicito. Está demostrando increíbles dotes. Es cuidadoso, piensa y ve más que los niños de su edad. Me lo imagino entrando a clases en segundo básico con el reloj de oro.
-Lo va a desarmar y lo va a tirar al water -dijo la Paty el domingo siguiente, cuando volvió a salir el tema en el café La Tranquera, junto a Carlos, mi cuñado. Carlos bajó los ojos y rió: él había hecho esa gracia a los nueve años. Recordábamos la historia a propósito del reloj de oro y la precocidad de Benicito, mientras las bicicletas nos esperaban a un costado.
-Bueno, Luchizo, te dejamos descansar.
Nos despedimos de beso y abrazo. No más cerrar la puerta empezaron los comentarios sobre el pijama y el tajo.
-Íbamos recién entrando y se levantó el pijama -dijo la Paty.
-Parecía orgulloso.
-Y después bajó las sábanas.
-Yo pensé qué irá a mostrar ahora.
-Pero se veía bien.
-Qué bueno.
Entramos al Tavelli de Manuel Montt; pero no nos gustó el ambiente y salimos. Subimos al auto, doblamos por Los Capitanes, tomamos Antonio Varas, giramos en Eliodoro Yáñez y volvimos a bajar por Manuel Montt. Andábamos buscando algo más provocador. En el local elegido ordenamos un tártaro de atún, un Manhattan y una copa de vino; la Paty pidió jugo. No logro recordar de qué hablamos, pero sí que estaba fresco y que a la vuelta tenía que regar el pasto.

lunes, noviembre 19, 2018

El día más feliz

Los jugadores corrían por la cancha; yo los seguía con la mirada alerta, de pie entre los dos atados de ropa que hacían de arco, un arco inventado en una franja de la cancha municipal, vistiendo flamantes rodilleras. Los nuestros dominaban al adversario, de modo que mi rol se reducía a ser testigo de pases y disparos a lo lejos; pero cuando entró el grandulón del Ogaz, que se había atrasado, las acciones se equilibraron y comencé a trabajar con esa angustia placentera que solo experimentan quienes defienden un pórtico.
Antes de que terminara el primer tiempo empecé a sentir las corvas, por la presión de los elásticos. El latido punzante iba creciendo minuto a minuto en esa zona, pero una barrera de goce se interponía ante el dolor cada vez que caía al pasto o me estiraba para la foto con la pelota en las manos.
Influenciado por las fotos de la revista Estadio -la Araña Negra volando de palo a palo; Sergio Fuentealba desviando el balón con los puños, Misael Escuti atajando un penal- había vaciado la alcancía para comprar las rodilleras en una tienda deportiva de la calle Brasil y esa tarde las estrenaba oficialmente. Parado sobre el césped, sin tomar conciencia de la brisa que me deshacía el jopo sobre la frente ni de las nubes de primavera que corrían por el cielo ni de los álamos que se bamboleaban a un costado de la cancha, apenas preocupado de la hora que marcaba el reloj, vivía el día más feliz de mi vida; más bien, el que durante la semana ideé que sería el más feliz. Se trataba, como en otras ocasiones ya lo había intentado, de adelantar la felicidad para vivirla muchas veces, tantas que la verdadera pasara a segundo plano.
Las hileras en altorrelieve de las blancas rodilleras adquirían el típico tono verdoso del que se apropia un objeto que se desliza contra el césped, esa mancha tan rebelde al momento del lavado. Decidí  que era hora de quitármelas. Habían cumplido su misión, me habían hecho feliz por un momento, habían justificado con creces el vaciamiento de la alcancía. Ahora que la conciencia evaluaba, diríase que ponía en la balanza del sentido común la ilusión de incorporar a la vida propia un objeto versus la realidad de tenerlo, la expectativa se diluyó y primó el deseo de sentirse bien, el deseo de liberar las corvas de la presión inaguantable a la que habían estado sometidas. Inmerso en ese tenso vacío que vive todo arquero antes del ataque del adversario, intuía haber perdido algo importante, pero me sentía libre. El segundo tiempo lo jugué sin las rodilleras y no creo haber sufrido rasmillones. También, debo ser fiel al sentido que le doy a esta literatura, no tengo el más mínimo recuerdo del resultado de esa pichanga de escuela, si es que hubo un resultado.
En el paradero esperé la liebre, no para volver pronto sino para disfrutar la rara sensación de viajar en un vehículo motorizado. Desde un asiento que daba a la ventanilla iba mirando la calle, las casas y la gente de Rancagua. Nada parecía cambiar; todo era lo mismo, chato, tranquilo, bajo, pueblerino, silencioso, siempre algún borracho durmiendo en la acera. Había trechos sombríos, cuadras completas en las que no transitaba nadie. Las tardes de sábado eran así. Con la excepción de los teatros Rex, Apolo y San Martín, que recibían a sus fieles visitantes para cumplir con el sagrado rito de la proyección de la vida, la ciudad se recogía dentro de sí misma. La vida verdadera, la vida invisible se daba dentro de las casas y en las cantinas. Una radio a todo volumen, una madre castigando a sus hijos, un choque de vasos era de lo poco que lograba traspasar los muros.
Pasado el quiosco del tío Pablo, caminando por Bueras, ya en plena población Rubio, a metros de mi hogar, pasé a jugar un taca-taca. En el local zumbaban las moscas. Era un local pequeño, de unos cuatro por tres metros. Constaba de dos mesas de juego y un mesón cubierto de revistas usadas de historietas reservado para la ubicación del dueño, que las hacía de cobrador. El lugar se hallaba vacío. En el rincón de la derecha había una puerta que daba al patio de una casa, la casa del dueño. Di varios golpes, dos veces, hasta que me salió a abrir. Le compré una ficha y esperé que apareciera algún compañero para jugar. El hombre volvió a su casa y dejó la puerta entreabierta.
No lo conocía. Nunca había cruzado una palabra con él. Era un hombre lampiño, de nariz bulbosa, flaco, de vientre abultado. Vivía solo y no se le conocía otro oficio que arrendar las mesas de taca-taca y cambiar sus revistas por otras. Volvió a los pocos minutos y se instaló detrás del mesón, mientras yo seguía esperando un compañero de juego. Sentí que me miraba fijamente.
-¿Estái solo?
-Sí.
-¿Querís jugar conmigo?
-Bueno.
La mesa se tragó la ficha y aparecieron las pelotas. El partido duró poco; mi contendor giraba los muñecos de la barra con furia, hacía saltar la pelota por los aires, como si hubiese aguardado mucho tiempo el momento de vaciar su hastío. Durante un par de minutos el local se convirtió en un campo de tiro que se agigantaba con el eco de los disparos. Acabado el juego se retiró al patio sin decir palabra y el local volvió a quedar vacío, sereno y silencioso.
No habían dado las cinco de la tarde cuando entré a mi casa. Caminé por el living oscuro, sorteando los sillones morados de resortes vencidos; crucé el comedor luminoso y llegué a la cocina, donde se hallaba mi mamá. Me abrazó y me besó con el cariño de siempre, esa alegría y esa capacidad de asombro que mantuvo hasta los últimos días de su vida. Le entregué mi bolso con las rodilleras y el traje de arquero y le pregunté por el Vitorio. Me dijo que había ido al rotativo del cine San Martín. Luego le pregunté por mi papá.
-No llegó de la Braden -dijo en un tono enfático, grave, pesimista.
No había para qué entrar en detalles; ambos sabíamos lo que eso quería decir. Entonces se agachó y abrió el horno.
-Preparé un kuchen. ¡Mira!
Sacó el kuchen humeante y me lo enseñó.
-Vamos a tomar una rica once -dijo.
Me fui a sentar al sofá. Mi madre preparó la mesa y cuando estuvo lista me llamó al comedor. Ella se sirvió pan francés con mantequilla, tostado, y café con leche; yo, kuchen con una taza de leche con Milo. Después de la once, al filo del atardecer, sacó un Ópera de la cajetilla que guardaba en su cartera y lo encendió; hizo anillos de humo, fumando sin hablar, y hundió la colilla en el cenicero, la hizo pedazos.

domingo, noviembre 04, 2018

Después del sueño

El sueño se iba disipando y deseaba extenderlo, a sabiendas de que el proceso se regía por leyes propias. Tendido en la cama, protagonizaba a su pesar una pequeña batalla perdida. Abrió los ojos en el estertor de la noche y miró a su alrededor. Su pieza era la misma; bañada en ese momento por  una atmósfera lechosa. Su mujer dormía, plácidamente. Se levantó y caminó al baño, desnudo; desde el pasillo contempló la ventana que daba a las casas vecinas y a la cordillera de los Andes. Su cuerpo entero estaba impregnado del retumbar de las bombas. Los ecos de la conflagración nuclear lo acompañaban como ángeles exterminadores.
No sentía miedo ni pesar; se hallaba, sobre todo, aturdido.
Tiró la cadena, se lavó las manos y la cara, salió del baño y se paró nuevamente ante la ventana, sin querer sacarse el sueño, que aún sentía más real que el piso, las paredes grisáceas, las últimas estrellas de la noche. Los cerros macizos, tan serenos a esa hora que sin dar señal alguna anuncia el alba, remarcaban algo trivial, de sobra conocido, que sin embargo por primera vez entraba directamente a su alma. Todo era frágil, la vida era frágil y la Tierra era frágil. Frágiles eran sus intestinos y el techo que lo cobijaba; su memoria y sus seres queridos. Bastaba un ligero accidente, una ligera falla humana o planetaria para deshacer la obra. Estar de pie, vivo, ante la ventana que le devolvía el cielo imperturbable en la noche de primavera no era para alegrarse ni para alarmarse. Era para tenerlo en cuenta.
Con esa sensación y ese presagio volvió a la cama, cerró los ojos y aprovechó lo que quedaba de sombra para dormir.

viernes, noviembre 02, 2018

Un tren de carga en el horizonte

Debíamos llegar al depósito nuclear a las seis y media de la tarde, a más tardar, ni un segundo después. Ya habían dado las seis y el tiempo se medía en megatones. Cinco minutos antes de cumplirse el plazo la realidad nos golpeó a la cara con la fuerza de un martillo y nos confirmó, reloj en mano, que no alcanzaríamos el objetivo. La puerta de reja se hallaba cerrada con candado y de la entrada al comando de operaciones, a los botones diseñados para desatar el pánico, restaban no menos de siete minutos, tantas veces habíamos hecho ese recorrido que lo conocíamos de memoria. De modo que a nuestro pesar, muy a nuestro pesar, con el embajador de la nación enemiga determinamos deshacer el convenio y devolver nuestros pasos por el camino de tierra flanqueado de arbustos secos, para sortear cada uno como pudiese el momento del desenlace. Era nuestra culpa y el planeta entero pagaría las consecuencias.
Cerca de las diez de la noche corríamos desesperados por el valle inmerso en una sombra blanquecina. Por la ladera del cerro, que apenas se recortaba bajo el horizonte, un tren de carga nos dio la señal. El convoy descarrilló y estalló en chispas y llamas ante la ondulación de la tierra, producto de las bombas que liberaban su energía. Todo a nuestro alrededor era una gran vibración, ante la que resultaba casi imposible sostenerse en pie. Mirada desde el espacio, la Tierra vivía un momento estelar; los rojos y amarillos se encendían como remolinos que surcaban la superficie azul y la dividían en tres, cuatro fracciones.
A la mañana siguiente conseguí entrar a un pabellón gris repleto de camas de dos plazas, donde me reencontré con la vida humana. Los sobrevivientes, recostados con la ropa puesta, dos y tres por cama, aguardaban noticias sin hallar qué decirse entre ellos. La pieza gigante era una muestra de desaliento colectivo, de ese silencio que nace de la incertidumbre y el desasosiego. Al menos no se vivían manifestaciones de violencia histérica; la situación aún no llegaba a ese nivel.
De pie, una niña de vestido de encaje color marrón volvió el rostro sereno hacia mi altura y dio la señal de que se podía incursionar.
Salimos en un camión a enfrentar lo que viniera; la ruta polvorosa era cerrada y curvilínea, la radiación se nos hacía soportable. Al girar de las ruedas iba tomando conciencia con desánimo de que las grandes instituciones habían caído. Mis ahorros de toda una vida ya no servían de nada. Se habían esfumado; me hallaba igualado a la suerte de mis pares.
Desde un tanque bajó Marcos Vergara, quien llevaba las riendas de la crisis. Fui corriendo a pedirle explicaciones; el viejo conocido me confesó con gran amabilidad que la situación era sumamente delicada.
De una máquina ubicada en un alto del camino repartían helados de barquillo y panes de dulce a la gente. No hube de hacer fila para recibir lo mío.
"El control se ha intensificado en todas las naciones. Te daré un ejemplo: si tú oprimes con los dedos el pan que tienes en la mano eres fusilado de inmediato, así están las cosas", dictaminó con cálida sutileza.

martes, octubre 09, 2018

Llamado telefónico

Me llamó el sr. Smith. En un lenguaje poco claro, pero abundante, como nunca lo había oído, me dio a entender que se me extraña en la barra del café. Como seguía hablando, y su voz reiteraba la esperanza del reencuentro, como insistía en afirmar que nadie tenía nada en mi contra, o que si por casualidad había alguien no era él, me vi obligado a intentar unas mentiras verdaderas para tranquilizar su espíritu. Le dije que había cambiado de hábito y que hoy estaba destinando esa hora y media a la lectura, lo que es cierto. Añadí que yo tampoco tenía nada en contra de nadie, lo que también es cierto, y que les mandaba saludos a todos.
Pero la verdad es que el llamado del sr. Smith me dejó pensando, como ocurre con las cosas importantes de la vida. Al recapitular sobre las causas de mi retiro voluntario al café de la mañana detecté que el tema se iba profundizando a medida que pasaban los días, hasta desembocar en un abismo de sustancia, en el más íntimo y antiguo de mis males, la sensación de desamparo. Cómo le iba a decir a mi querido amigo el sr. Smith que aunque los hechos al menos lo desmientan, ese problema me lleva a buscar el desequilibrio y debilita mi seguridad. Cómo le iba a decir que busco incansablemente el reconocimiento a través de la creación de belleza, metiéndome por caminos torcidos.
El resultado científico de este retiro ha devenido en horas de caminar sin rumbo fijo, horas que cerraron la válvula de la niñez accionada por mí cada mañana en el café, válvula que al abrirse hace más mal que bien pero refuerza el ego, esa parte burlesca que caracteriza al ego y que provoca disturbios, rechazos, acaloradas discusiones que llevan a sentirse vivo, a decir aquí estoy y aquí les dejo mi presencia; pero ¿acaso aquellas no son las verdaderas horas perdidas? Se me antoja, en refuerzo de tal convencimiento, que más vale transitar sin rumbo fijo, incluso sin mirar nada de lo que me rodea, antes que alimentar a ese diablillo...
Otra cosa muy diferente es el gasto de dinero y otra aun más diferente el cambio de hábito alimenticio. Porque en cuanto a lo que hablo, ese caminar sin rumbo me lleva a las pastelerías, a las cafeterías y a los locales de comida rápida; a los puestos callejeros de venta de huevos duros, y así mi consumo habitual de frutas al almuerzo ha trocado en un desorden de cosas que van entrando al buche.

miércoles, septiembre 26, 2018

La corrupción

La corrupción es nuestra compañera fiel; y debemos ir a su encuentro. Aparece del modo menos esperado y la miramos de reojo. Seguimos de largo, postergamos la cita.
La corrupción se pasea por la plaza y se ofrece a los débiles, y los débiles caen ante la tentadora visión.
Su boca es demasiado grande; se traga con facilidad a los mortales.
Tiene alas y vuela de pueblo en pueblo, rozándose a los ángeles. Solo un saludo entre las razas, un saludo o un desdén.
El calor corrompe las aguas estancadas; por las mañanas la sombra hiede y llama como un espejo quebrado detrás de los juncos. Si asoman rostros de deseo la réplica viene de los ángeles: cámbiense de acera y vayan a mirar los ojos entornados de la virgen, de no hacerlo la degradación hará lo suyo en un carnaval de frenesí.
Obsceno poderío, guarda su oro negro en una cloaca ubicada a veintitrés metros de hondura; se accede bajando por una escalera de caracol camuflada en un almacén de venta de escaleras.
Cae la lluvia de septiembre sobre un gorrión muerto en el tejado; el pájaro rígido no evoca nada, lleva demasiado tiempo muerto. La casa se pudre por dentro, cuesta caminar en ella, las barandas del segundo piso huelen a traición, las goteras caen en el dormitorio y en los vestidores. Cuando el mundo era antiguo, el caos reinaba en los montes, en los ríos y en los mares; hoy reina dentro de la casa.
La quimera levanta magníficos estadios; todo el mundo promete visitarlos el día de mañana.

viernes, septiembre 21, 2018

Work Café

Eligiendo un tema
Todos los temas son interesantes
Observando al enemigo
Todo el mundo es un enemigo
Invitando al cliente
Todo cliente contiene una bolsa de dinero
Planificando un asalto
Todos los asaltos son violentos
Preparando un café
Todos los cafés demandan trabajo
Mirando hacia el pasaje
Todos los transeúntes van a alguna parte
Aguardando la noche
Todos los días terminan en la noche
Escribiendo un poema
Todos los poemas persiguen la belleza

Cada elección es un dilema
Gracias mi buen Dios
El guardia ve enemigos
Gracias mi buen Dios
El banco ve dinero
Gracias mi buen Dios
El asaltante ve violencia
Gracias mi buen Dios
La empleada ve trabajo
Gracias mi buen Dios
Los transeúntes ven caminos
Gracias mi buen Dios
Las noches ven los días
Gracias mi buen Dios
El poeta ve palabras
Gracias mi buen Dios

El tiempo es una suma de puntos infinitos
En todos los puntos está Dios
Todos los dioses son el tiempo

miércoles, septiembre 12, 2018

La figura tentacular

No bien surgió de la tierra, la sustancia tentacular fue rodeada por unos brazos serpenteantes venidos de lo alto. Sobre el planeta de tres soles caían rayos de silicato de sodio, lo que fue interpretado como un buen signo de su nacimiento. El planeta nocturno se hallaba plagado de seres tentaculares, tardó la forma en darse cuenta de eso, y cuando tomó conciencia se sintió alegre pues, en dicho planeta, por muy extraño que parezca, la alegría sí tenía cabida, al igual que la aprensión, la negligencia y el miedo, no así sentimientos como la envidia, la serenidad, la rabia o sensaciones como el dolor y el cansancio, de modo que el planeta no se regía por principio moral alguno, aunque tampoco había tenido lugar jamás una guerra.
Con los primeros tintes de la alborada levantaron vuelo los pájaros de fuego; se elevaron hasta que se perdieron de vista en el cielo, rumbo a la primera estrella. Solo habría una alborada en sus vidas y la aguardaban con ansias, agazapados bajo las rocas, buscando evitar la lluvia ácida. Cuántos de ellos no vieron jamás la luz a la que estaban destinados, víctimas de su desidia. Al tiempo que las aves se elevaban los seres tentaculares desaparecían de la faz de la tierra y se refugiaban en sus escondrijos subterráneos, temerosos de la luz. El día les llegaba en el primer tercio de sus vidas.
De ordinario los seres tentaculares se agrupaban en pequeños conjuntos que se repartían el poco espacio que dejaban las estrías que conducían al centro de la tierra. Los tentáculos de un organismo abarcaban los brazos que iban naciendo y también aquellos convertidos en estropajos flácidos que se arrastraban por el suelo, como babosas reptilianas. Estos últimos seres, por su condición, se destinaban a limpiar el piso. La figura tentacular debía administrar su energía por decreto, pues ninguna ley moral lo obligaba a ello. Una vez que sus propias extremidades iban perdiendo fuerza era incorporado a los tentáculos que antes le eran una carga; estos a su vez recogían los tentáculos que brotaban de la tierra, lo que generalmente ocurría en la segunda noche de sus vidas.
Así dispuesta la existencia, esta se desenvolvía con normalidad en el planeta. Habrían de pasar millones de fases antes de que el primer sol dejara de alumbrar. Sabido era que en tal momento todo habría de cambiar, a pesar de mantenerse la reserva de los soles restantes; de allí que, a la espera de ese día trágico, la atmósfera aprensiva deviniese en asfixiante, un canto de alegría ante la desgracia inminente.
Los seres tentaculares se alimentaban de sierpes de carbonato de litio que mantenían en depósitos aéreos para que adquirieran tonalidades verdosas. El cambio de color significaba que ya habían incorporado a sus pieles retorcidas y escamosas los nutrientes de la atmósfera. Con el paso del tiempo se habían convertido en expertos en ese tipo de crianza, de modo que no precisaban de otra comida para vivir; y en cuanto a las sierpes, estas morían alegremente al ser absorbidas por los tentáculos, puesto que formaban parte de la misma pregunta que las hacía renacer desde las profundidades.
Cuando los tres soles, uno al lado del otro, dejaban caer sus rayos, el planeta se volvía una masa de arena ardiente, sobre la que maduraban flores de uranio. Al desintegrarse sus pétalos, el estallido se mezclaba con las risas de los seres que aguardaban en el fondo de la tierra. Reían de alegría, convertidos en abrazos tumorales, pegados entre sí, dispuestos en grupos que de cuando en cuando se tanteaban con las ventosas extremas de sus tentáculos, más bien para comprobar que todo acaecía como lo dictaba el libro.
En condiciones tan paradisíacas como las que se describen era inimaginable atisbar una disputa, por mínima que fuese, ya sea entre los seres tentaculares como entre ellos y el entorno. Sin embargo, en el apéndice del libro quedaría registrado un desarreglo que pudo haber cambiado la suerte del planeta. Ocurrió al iniciarse la estación del ocaso, entre la decimosexta y la decimonovena era. Los seres tentaculares se hallaban en plena instalación de sus cultivos aéreos y los primeros brotes de serpientes enroscaban sus escamas en los alambres de titanio cuando de la nada surgió un pájaro de fuego que se tragó a una de ellas, mientras emprendía vuelo al primer sol. Ninguno de los tentáculos fue capaz de llegar a sus alas; de las bocas escondidas manaron risas nerviosas que sonaron como chirridos de frenos. Evidentemente se trataba de un ave tardía, de esas que se daban una vez cada quinientas temporadas, de allí que el libro las clasificara en la categoría de los signos funestos. Y en efecto, los brotes se secaron y la consecuencia pasó al libro con el nombre de "la noche de la hambruna". Cientos de miles de seres tentaculares desfallecieron y quedaron esparcidos en la arena, separados unos de otros, cada uno entregado a su suerte. Las raíces de silicio se alimentaron de sus restos descompuestos y fueron creciendo a profundidades monstruosas. Las aprensiones de los pocos cuerpos tentaculares que quedaban aumentaron una vez llegado el tiempo de la luz, al constatar que sus escondrijos se habían cubierto de raíces enmarañadas, raíces que se habían alimentado de los ejemplares de su raza.
Pero esa fue solo una excepción dentro de aquel ambiente bucólico. Los seres tentaculares pudieron sobreponerse al miedo y el planeta volvió a ser testigo, llegada una vez más la estación de las sombras, del rebrote de sus miembros.
De tal modo pasaban los días, y duraban una eternidad; mejor dicho 11 mil días de los nuestros cada día del planeta, días consagrados al nacimiento, la conformación de grupos, el refugio ante la luz, la exposición alegre a la noche, el desarrollo tentacular y su ocaso. El ciclo se daba por  cumplido en el momento en que la forma hacía entrega al planeta de los retoños anudados a su cuerpo y uno de ellos a su vez lo incorporaba al suyo, hasta que sus tentáculos gastados caían a la tierra junto con su humanidad entera, donde eran devorados por las raíces, como ya se ha dicho.
De por sí, nadie se rebelaba ante tal sistema. ¿Por qué habrían de hacerlo si la felicidad era completa, la alegría, intensa, y solo se le temía a la profecía del libro, que algún día habría de cumplirse inexorablemente y destruir su paraíso, como estaba escrito?
Las cosas debían ser así porque así estaba bien y no había chispa alguna en el alma de esos seres que incitara al cambio. Nada suponía desgaste, de nada se quejaban y nada más necesitaban; en tal sentido se asemejaban a nuestros animales, aunque ellos poseían, diríase, una inteligencia superior.    
¿Por qué escribo todo esto, si el ciclo no hace más que repetirse una y otra vez hasta el cansancio?
Guardo, en el fondo de mi alma, el recuerdo de un ser tentacular que marchó al exilio luego de haber sido castigado por sus semejantes a raíz de una acción diversa que se leyó como traición. No fue un asunto mayor; se trataba de una interpretación ambigua acerca de hechos que disponían al conjunto a ir hacia una dirección, en circunstancias de que ese ser insistía, no en un afán rebelde sino de ingenua desorientación, en marchar en la dirección contraria. Más allá de los montes de arena, poco antes de la llegada de la estación de la luz, el pronóstico era incierto, aunque el grupo había decidido la ruta. El ser tentacular se desprendió de los demás brazos y se guardó en un escondrijo; los demás siguieron su camino y aquellos que quedaron huérfanos fueron reincorporados a otros cuerpos. Al perderse el clan de vista salió a la superficie y se dispuso a vivir su nueva vida indeseada. Sintió de inmediato la pérdida de peso, una sensación de levedad, brusco alivio, la noción de incertidumbre falsa que había comprendido sus acciones históricas, mas también se asomó a sus ojos el fantasma de la identidad, y con todo aquello descubrió una nueva forma de experimentar el peso de la noche, soslayando los  miedos a través del ejercicio espiritual de la locura o cantando alegremente, casi con desprecio, a las apariciones de las tormentas de ácido sulfúrico. Así reinició sus quehaceres en la soledad de las frías arenas, idas las sierpes con su raza, cuando apareció la segunda ola  de emigrantes y lo halló, lo juzgó y lo condenó a un día de trabajos forzados, un tercio de su vida, en la isla de las miríadas. Vagó el ser tentacular en su superficie ante el insólito espectáculo de las manchas refulgentes que a no más de treinta centímetros de altura nacían y morían en cuestión de momentos, formando una suerte de cielo en la tierra a la que se hallaba condenado. Era visto desde lejos y los límites de sus pretensiones terminaban en alambradas, por los cuatro costados. Lo estaban enseñando para que sintiera algo que jamás había experimentado y que por tanto no sabía cómo definir.
Al aproximarse la alborada fue trasladado a su antiguo grupo, donde se le asignó un cuerpo al que pronto se anudó. Nadie hizo preguntas y el periplo continuó en la faz del planeta.      


domingo, septiembre 09, 2018

El violín y la voz

El día del vino es otro de los inventos nuevos; se celebra tomando vino más barato que el que se vende los demás días, no tanto como para que no les convenga a los bares y restaurantes, y así las parejas y los amigos concurren a sus locales favoritos y ordenan sendas copas con un acompañamiento ordinario, por ejemplo un platón de papas fritas cubiertas de queso. Se trata de que la plata fluya siempre de mano en mano y así la vida prosiga su curso.
Un dúo de artistas quería entrar al local a tocar sus melodías, eran estos un violín y una voz que procuraban hacer la ganancia del día, mas sus intentos resultaron vanos, de modo que se conformaron con tocar desde afuera. A la salida recibían de los clientes alguna moneda huacha, que alcanzaba justo para no abandonar sus ambiciones. En cuanto a los transeúntes, casi todos pasaban mirando; uno que otro se agachaba al estuche forrado de terciopelo negro, gastado, brilloso, y echaba una gota de agua al océano.
Cerradas las puertas del bar repartieron las contribuciones, se besaron y separaron sus caminos. El violín subió a la micro, sin pagar, y a los veinte minutos llegó a una casa cubierta de rejas; rejas en el antejardín, en la puerta, en las ventanas, en los balones de gas, detrás de las cuales lo esperaban una mujer, sus tres hijos y su padre. El viejo lo miró, sin reconocerlo. El violín lo besó en la frente, dejó el estuche en lo más alto del estante y se sentó a la mesa, donde la mujer le sirvió un vaso de jugo en polvo y un plato de porotos hasta los bordes, como al violín le gustaba. ¿No hay bebida? Se acabó, y ella giró la cabeza hacia el cuarto de los niños. Los niños miraban la televisión y peleaban; la mayor le dio un coscorrón a la del medio y el niño, que terciaba en la disputa, se echó a llorar tras recibir un castigo inesperado de las dos, quienes al segundo se apiadaron de él y lo hicieron dormir entre ambas, al medio de la cama.
Se apagaron las luces de la casa y se hizo el silencio. ¿Cómo se portaron los niños? Bien. ¿Y el viejo? Hoy estuvo tranquilo, ni se movió. ¿No le dio por arrancarse? No, estuvo tranquilo.
La mujer le habló al oído.
Tái llegando con poca plata, búscate un acompañante y te va a ir mejor.
Sí, lo estaba pensando.

lunes, septiembre 03, 2018

Del cielo y del infierno

Y así ocurrió. Demasiadas atenciones me atrasaron; eran las 10:25 de la mañana cuando encaminé mis pasos al trabajo, que como bien sabía todo el mundo, quedaba muy lejos, cerca de La Dehesa. Los dueños de casa ofrecieron llevarme en auto al paradero más cercano, pero se trataba solamente de una oferta de buena crianza y la deseché. Un chofer que esperaba a la salida me dio a entender que iba partiendo, aunque se daba la casualidad que se dirigía al otro extremo de la ciudad.
Me vi obligado a esperar la micro. Me servían dos líneas, que se estaban demorando una eternidad. Caminaba por la amplia avenida de ripio, prácticamente sin esperanzas, cuando percibí entre las arboledas una manifestación que se tomaba el camino. Yendo hacia ese lado estaba perdido; cualquier vehículo de la locomoción colectiva debería detenerse, atrapado en su circuito. Me devolví, busqué otra calle y la encontré, pero de allí venía hacia mí otra marcha, aun más compleja que la anterior. Yo iba demasiado bien vestido a mi trabajo y pensé de inmediato en cómo ocultar la billetera, asomándose como primera opción esconderla dentro de los calcetines, como había hecho en más de una ocasión real. La descarté; siempre descartaba por necio todo lo que se iba presentando a mis posibilidades; se trataba esta vez de una maniobra que hubiese quedado al descubierto en cuestión de segundos. Resultaba evidente que la masa encabritada se abalanzaría para despojarme de mis pertenencias, si es que no de mi preciada vida.
La mente reacciona a la velocidad del rayo en circunstancias como estas, y no es extraño que surjan decisiones geniales. Ante la masa había que buscar protección y la hallé en la casa de una vecina que atendía un local de abarrotes y bebestibles, vecina de pelo ensortijado y cuerpo maduro y simpático, mandado a hacer para ocasiones como estas: me hizo entrar a su morada y me ofreció gratuitamente un escondite. No se trataba de una traidora, pero fue como si lo hubiese sido. Era imposible dar con una pieza de guardar en un laberinto de escaleras de caracol como el que caracterizaba su vivienda, y no pasaron ni cinco minutos cuando tuve ante mi vista los primeros rostros de la masa. Eran bustos de caras graves, silenciosas y extrañadas, como si las figuras de cera pudiesen cobrar vida.
Solo me restaba una posibilidad, que escogí sin meditar: refugiarme en la casa de mi viejo amigo.
Allí estaban él y su familia. Sus hijos, que habían crecido; su esposa, que asumía impasible la serenidad del desengaño en que se traducía su vida toda, aparentando la figura de las personas que ansían huir de lo que no se puede huir. Me acerqué a ella y la abracé. Se acordaba de mí, me lo dio a entender con la mirada. Los hijos estaban grandes, pero mantenían sus características. El mayor ya lucía barba y continuaba siendo el más alto de todos. Los demás eran los mismos de antes, pero más grandes. Dentro de esa habitación de piso de fléxit y decoración empobrecida me hallaba por lo menos a salvo. En pocos minutos se partiría la torta de bizcocho; me dio la impresión de que la habían comprado para mí.
Al salir de esa atmósfera nostálgica y pisar la calle desierta repasé mis apuntes y busqué en mi celular la dirección que requería, pero de la nada apareció Villena y se empeñó en interrumpir mi trabajo, porque todo esto era un trabajo, y lo hacía por... no diría obligación, sencillamente era mi deber hacerlo.
-Acompáñame, quiero mostrarte algo -me insistía, con su característica simpatía escondida en sus párpados caídos. Yo le respondía que no, y hasta quise pedirle que me dejara tranquilo, pero eso hubiese sido un signo de mala educación. Al final me tomó del brazo y me llevó a su esquina. Bueno, algo habrá de salir de esto, algo me querrá decir; lo escucharé y tomaré la decisión que me convenga. Pero entonces sucedió lo que me temía: nos hallábamos ante la puerta abierta de una librería de libros usados, era allí donde quería conducirme con su modo alambicado. ¡Ven, hay ofertas increíbles! ¡Mira! ¡Estos libros están a cuatrocientos pesos!, libros botados en el piso, muy interesantes, dignos al menos de un vistazo. Y qué gana él con su encerrona, pensaba, sabía que pasaría esto, se trataba de una trampa y de seguro yo habría de salir del local con una o dos ofertas bajo el brazo.
Ya me iba entusiasmando.
Pregunté por el libro de Swedenborg, Del cielo y del infierno, agotado hacía años en las librerías chilenas; para mi buena suerte el dependiente no debió ni dar un paso para sacarlo de un estante y ponerlo en mis manos. Era un volumen precioso, antiguo, de tapa de cuero azul, cubierto de polvo, como corresponde. Lo examiné y pregunté su precio. Me dijo mil novecientos setenta y ya me disponía a comprarlo cuando otra voz dijo cuarenta mil. Era demasiado caro para mi bolsillo, aun más caro que los veintisiete mil que pedía por él la Feria chilena del libro, aunque ahora no lo tenía porque se encontraba discontinuado, como he dicho.
Mientras pensaba, el dependiente le sacaba el polvo con un paño, dejándolo lustroso. Pero al abrirlo noté que había telarañas. Era un libro extrañísimo, con las páginas debajo de un enrejado que dificultaba leerlas, aunque se notaba que las palabras contenidas encerraban un tesoro.
Consideré que el precio era demasiado para mí, y sin que se diera cuenta deposité el libro en el estante, haciéndome el leso, y abandoné la librería.

martes, agosto 28, 2018

Una casa con un hombre sentado detrás de la ventana

La primera vez que me fijé en la casa fue una tarde fría de invierno. Pasaba por ahí y miré hacia adentro: un hombre leía un libro alumbrado por una lámpara de bronce. Sobre la mesita circular de arrimo reposaba una copa de cerveza a medio beber. La sensación que me dejó aquella escena me acompañó un buen rato. Cuando entré a mi propia casa aún se mantenía en mi mente.
Pasaron varios días. Había olvidado el asunto, así como la ubicación de la casa en el plano del trayecto entre mi trabajo y mi hogar. Entrada la noche volvía despreocupado, ansioso de probar algo contundente que me quitara el hambre, tras una jornada algo cansadora, no sé si tanto por la labor cumplida como por lo rutinario que se torna el día a día, cuando inconscientemente miré a la derecha, acaso seducido por la suave luz que emanaba de una ventana: era la casa; allí estaba el hombre, sentado en su cómodo sillón, concentrado en su libro, la copa de cerveza al alcance de la mano en la mesita de arrimo. Llevaba años haciendo la misma caminata tras bajar del metro, y era la segunda vez que la veía.
Mientras disfrutaba de mi propio coctel en la intimidad de mi hogar, con la vista en el vacío, tratando de retener los sabores del Wild Turkey en el paladar, dos pensamientos se me dejaron caer desde las alturas de lo que sea que haya dentro de la cabeza, siendo el primero el misterio de la atracción que iba sintiendo por esa escena que se me cruzaba de vuelta del trabajo; y el segundo las líneas del artículo que entraban a mis ojos, escritas por alguien que sostenía que la maestría del Gatopardo estribaba en que la melancolía del príncipe de Salina era una melancolía que no caía en el vacío, sino que se traducía prodigiosamente en los cambios que sufría Italia en ese entonces, cambios que al final de cuentas harían que la situación quedara igual que antes, de modo que las sensaciones del príncipe terminaban convirtiéndose en una metáfora de la sociedad italiana, y era eso lo que alumbraba la novela, cosa en la que, si estuviese de acuerdo, me irritaba. Yo, que también me sentía un escritor, nunca había aspirado a reflejar mi tiempo; al contrario, diría que despreciaba ese motivo y que escribía para reflejar, cuando mucho, mis estados de ánimo. Por lo demás, ¿qué graves cambios, qué trascendentales hechos podía estar viviendo mi país como para escribir sobre ellos, un país preocupado de escándalos de poca monta, que se amplifican con el único objetivo de esconder la paz grisácea que ensombrece el cotidiano devenir? Desde otro punto de vista, ¿qué sentido le daba la marea de inmigrantes al segundo principio de la termodinámica, entendido para esta pregunta como la máxima de que todo sistema tiende a llegar al equilibrio?; o bien, ¿por qué no había sido capaz de anticipar ese fenómeno para haberlo llevado al papel? Es más, ¿qué nuevos cambios se estaban gestando ante mis narices?
Llegó la hora de la cena. Mi mujer apareció con una bandeja. Mi mujer suele subir con una bandeja mientras yo veo las noticias y nunca tomo suficientemente en cuenta ese gesto. Pero no todo estaba escrito esa noche. La mesita en que se instaló la bandeja tenía una pata suelta; bastó un movimiento involuntario para que se cayera la pata y con ella la mesa entera y la bandeja, con las dos copas de vino y los platos, que rodaron por el suelo, junto con los pensamientos literarios y detectivescos que aún deambulaban en la guarida de mi entendimiento. La ira se apoderó de mí, eché blasfemias de grueso calibre contra la mesa, ya que no había motivo para echarlas contra mi muer, y así acabó la velada.
Al día siguiente, delimitada convenientemente la ubicación de la casa que había llamado mi atención, ya no quedaban dudas de eso, comencé a fijarme en algunos detalles. No había visto alarmas de ningún tipo y la separaba de la acera una baranda de madera demasiado baja; era llegar y encaramarse para entrar a la propiedad, posibilidad nada insólita para estos tiempos; sí para aquellos en que había sido edificada. Era una valla blanca, gastada por los años, de endeble estructura. Cada madero, de unos 15 centímetros de ancho, terminaba en una punta de flecha que servía de adorno antes que de advertencia protectora. Como solía apreciarse en otras casas parecidas de la vecindad, por la parte interior crecían pegadas a la valla plantas de dudoso propósito y mediocre mantenimiento, en un estilo algo así como a la que te criaste, especies que parecían replicarse en los muros con no mayor suerte. Sin dejar de caminar eché otro vistazo hacia adentro: el hombre leía su libro; en lugar de la cerveza había una copa de vino tinto y sobre una mesita en la que antes no había reparado, una mesita de centro, de patas bajas, emplazada frente al sillón, destacaba un computador personal en cuya pantalla brillaba una página de internet que el hombre no miraba.
Seguí mi camino.
Daba la impresión de que la casa, de un piso, nunca había cambiado de dueño; pero mi mujer me comentó, más bien las emprendió contra mi distracción, que los dos frecuentemente nos topábamos, al pasar frente a esa propiedad, con una anciana barriendo el antejardín y atendiendo las plantas, una anciana de vestido gris, floreado, cubierto en parte por un viejo delantal. Barría con una escoba de ramas y sus uñas siempre se veían sucias por el contacto con la tierra. ¿Que no te acuerdas? No. En todo eso ella se había fijado y para el escritor, para el supuesto observador que debía ser yo, blanqueaba la memoria al tratar de fijar el recuerdo de la casa antes de que apareciera el hombre detrás de la ventana.
Debo admitir que a menudo me blanquea la memoria, que muchas veces constato haber hecho trayectos que no recuerdo para nada; he recorrido cuadras enteras sin tenerlas en cuenta. Son minutos ocupados en viajes invisibles por los fondeaderos del alma, tránsito lento por los obstáculos que ponen las obsesiones y de vez en cuando, nuevos argumentos para mis escritos. Envidio a los niños, que todo lo ven por primera vez, envidio a los turistas que visitan ciudades extrañas, a los brasileños que levantan la cabeza ante la Escuela de Derecho y que se fotografían en el puente Pío Nono con el edificio de la Telefónica y la cordillera de los Andes como telón de fondo.
De modo que entonces la casa ha de tener un nuevo dueño, le dije a mi mujer; ella se encogió de hombros y retomó el libro que la comenzaba a atrapar, "Cerebro de pan", del doctor David Perlmutter.
Hecho el silencio me senté ante el computador para dar comienzo a un nuevo relato sobre un tema que me perseguía hace varias semanas. Pero mi mujer quiso participarme de su quehacer y distrajo mi atención leyéndome en voz alta algunos párrafos del libro, que subrayaban lo nefasto que resultaba para el organismo el consumo de trigo en todas sus variedades, como pan, sobre todo pan, mi pasión, voracidad de mis tardes atrasadas, sueño hecho realidad, pan amasado de rescoldo con chicharrones, dobladitas, hallullas, colizas peruanas, marraquetas humeantes con mantequilla, pero también pasteles, queques, tortas, kuchen de manzana, pastas, pizzas. No me lo dijo con palabras crueles, pero sí me dio a entender que mis hábitos me estaban condenando a un futuro de cardiopatías, diabetes, alzhéimer, demencia senil, artritis reumatoidea, hinchazón intestinal, ansiedad y estrés crónico, depresión, sobrepeso y si la cosa iba para grave, síndrome de Tourete...
Comas lo que comas te vas a morir; y si no comes también morirás; no es entonces la comida la causa de la muerte, intervine otra vez iracundo, ante el ataque que se desprendía de ese párrafo venido de los Estados Unidos y que a la postre, retorcíase mi razón en silencio, estaba destinado a cambiar mi vida. El asunto podría entonces reducirse a que comas lo que comas, morirás antes o después, y si dejas de comer morirás casi siempre a la cuenta de dos a tres meses, de lo que se desprende que si queremos vivir más debemos comer mejor. Eso es precisamente lo que dice el libro, me replicó. Pero no es tan cierto, porque la vida no está sujeta solamente a la calidad de la alimentación. Eso no se discute, dijo a media voz.
Hubiese querido interrumpirla a mi vez abriendo debate sobre el tema que ocupaba mis sentidos, pero ¿cómo explicar que la misión que me autoimpuse es arrancarle rastrojos de belleza a la vida cotidiana, sin ahondar en la vida cotidiana sino en la belleza que puede extraerse de ella? Ni yo mismo estaría de acuerdo en una tesis como aquella, menos podría desenredar en una charla un tema así, sin caer a la primera en graves contradicciones que terminarían por abrumarme y aumentar aún más la sensación de estar siendo incomprendido.
Volvió el silencio; retomamos cada uno lo que estábamos haciendo.
No he hablado con suficiente fuerza, por no decir con ninguna fuerza, sobre el conjunto de detalles que contribuyen al misterio de esa casa, comenzando por el hecho de que sus defensas luzcan tan débiles, signo de negligencia o desapego por parte de sus propietarios, aunque también la escuálida valla podría traducirse en la notificación de ausencia de riquezas materiales en el interior de la vivienda, lo que suena a embuste, pues una casa así, situada donde está situada, no podría no guardar al menos un par de objetos de valor, la sencilla prueba está en el computador personal del hombre detrás de la ventana, que a ojo de buen cubero debería rendir unos cincuenta mil pesos como mínimo en el mercado de los reducidores, puesto que se trata de una marca de cierto prestigio; y sin ir más lejos en la lámpara de bronce, pues un objeto como ese no cuesta menos de ciento cincuenta mil pesos en un local de antigüedades, de manera que no puedo sino concluir que los nuevos propietarios, quienes según mi mujer se han hecho hace poco de la casa, no disponen del dinero necesario para iniciar labores de remodelación y protección, digo remodelación porque me ha parecido ver la pintura descascarada en parte de los muros y sobre todo en el cielo de la sala de estar. Es curiosa la similitud de estos detalles con los de mi propia casa; lo enuncio a propósito del desacertado comentario emitido por mi amigo Valenzuela, quien la única y última vez que fue invitado por nosotros a cenar se fijó en fallas como las indicadas y al día siguiente festinó con su observación ante mis demás amigos de la barra del café, a quienes comentó graciosamente que con quince millones de pesos "la pocilga quedaría flamante", generando grandes carcajadas que crisparon a mi mujer -ya molesta con un par de dichos homofóbicos que Valenzuela se había mandado en la cena- una vez que por la tarde escuchó de mis labios la anécdota.
Cuando hablo de misterios solo quiero expresar que no cuento con los elementos suficientes para armar el rompecabezas que me viene planteando hace ya varias semanas esa casa, y sobre todo ese hombre detrás de la ventana. Cuántas veces lo inexplicable, lo fantasmal deriva en evidente, como sucedió en mi niñez con un episodio protagonizado por una gota de agua; esto creo haberlo escrito antes en otro de mis cuentos, la tarde que entré a la cocina y hallé un charco en la baldosa. El agua parecía no venir de ninguna parte, ya que sobre el cielo no corrían cañerías, solo la techumbre. Sin embargo, una gota que caía con exactitud matemática en el centro del charco y que habría terminado por inundar la pieza entera planteaba un misterio de categoría mayor al raciocinio de mis diez años. El misterio se tornó simple al cabo de unos minutos: alguien había dejado una taza sucia bajo la llave del lavaplatos; atravesaba la taza de un lado a otro de su circunferencia una cuchara de excelente concavidad, colocada por descuido como si fuese un puente, de forma tal que la gota que caía de la llave tomaba impulso al entrar en la cuchara y salía disparada hacia el centro de la cocina.
De misterios como esos está lleno el mundo; si no existieran no se hablaría de ovnis, entierros ni perros con ojos de diablo corriendo al lado de un automóvil en un bosque nocturno.
Otro de los misterios estriba en la presencia de dos vehículos en el estacionamiento a la entrada de la casa, vehículo el primero que casi se puede tocar con la mano, marca Suzuki; lo que redobla el enigma de la falta de defensas; y un segundo vehículo, al fondo, del que no he logrado ver la marca, aunque ninguno de los dos bajaría de cinco millones en el mercado de la compra y venta de automóviles usados. ¿Por qué se empeñan en permanecer estacionados dos vehículos, en circunstancias de que jamás he visto otro ocupante de la casa que no sea el hombre detrás de la ventana? Sería absurdo, imagino, que los tuviera para sortear los días de restricción vehicular, aunque tampoco es un ardid descabellado; hay personas adineradas que lo hacen. Sin embargo mi olfato me sugiere que allí no reside la solución del misterio. He acabado por convencerme de que el hombre se separó de su mujer y de que esta dejó su auto "en garantía", para "marcar presencia", como se dice, imprimiendo a fuego la señal de que alguna vez podría volver con él. Pero por qué se separaron o cuál de los dos tomó la decisión, esos sí que son misterios que con suerte me atrevería apenas a abordar. Podría ser que se tratara de las mentadas diferencias irreconciliables, como se estila hoy en día; esto es, fatiga de material, enfriamiento de la sangre, mas eso se parecería demasiado a la rutina que mantengo con la razón de mi vivir, la que no da para separación, ya que después de todo nos llevamos bastante bien, al menos así lo pienso y de ella no he oído algo diferente, salvo cuando clama al cielo ante algunos de mis exabruptos, como por ejemplo la burrada de la mesa de la pata coja. Volviendo a la otra casa, no descarto que la mujer del hombre de detrás de la ventana sea de pareceres diferentes a los míos y a los de mi mujer.
Pero ya va siendo hora de que me concentre en el mayor de los misterios: el misterio del hombre detrás de la ventana.
Días atrás pasé delante de la casa y no estaba él en su lugar. La lámpara derramaba su luz de siempre, pero sobre la mesita no había copa alguna. La habitación se encontraba vacía. Al día siguiente se repitió el cuadro. Mientras continuaba mi camino observé que en la segunda habitación, la que sigue a la puerta de entrada, puerta que las separa a ambas, digo que en la segunda habitación, en la que no había reparado hasta entonces, allí sí estaba el hombre, ahora no exactamente detrás de la ventana, sino sentado al fondo de la pieza, ante un escritorio sobre el que se hallaba su computador encendido. El hombre escribía, acompañado por una taza de café. No quiero pensar que se tratara de té o agua de manzanilla, a mí me suena mejor la taza de café, pero concedo que el contenido de la taza se agrega a los misterios, misterio de categoría menor en todo caso, que poco sumaría a la historia si lograra ser dilucidado.
Seguí a mi destino con la imagen del hombre escribiendo dentro de la casa, imagen que tantas veces habrán percibido diversos peatones al pasar frente a mi propia casa y levantar la vista hacia el segundo piso, en cuya terraza cubierta y calefaccionada con una estufa a gas licuado suelo escribir mis cuentos, relatos que por a, be o ce motivos nunca me dejan satisfecho, debe ser por mi tendencia a echar afuera todo lo que se acumula en mi mente, imagen similar al paso del camión de la basura los lunes, miércoles y viernes; así es la mente, siempre está llena de basura que si no se botara quizás qué sucedería.
Ignoro cómo hacen otros con ese lastre; en mi caso no he descubierto cosa mejor hasta el momento, lo que no quiere decir que sea la mejor o que la recomiende. A mí se me figura, por ejemplo, que el hombre de detrás de la ventana hace mucho tiempo decidió que la solución perfecta a sus problemas consiste en hacer lo que realmente anhela, no como yo, que sueño con ser un escritor profesional pero en el intertanto me he pasado la vida trabajando en algo que no me gusta, más bien por inercia que por placer, y también para llevar el sustento al hogar y darle un buen pasar a mi mujer, a pesar de que ella también trabaja, debo decir que mucho más a gusto que yo, porque lo hace con vocación de maestra. Se nota en cambio que el hombre sentado detrás de la ventana es un escritor hecho y derecho, un intelectual de sweater de cachemira con cuello de tortuga y barba casual, muy bien trabajada, encanecida por los años, lentes redondos de sobrio marco opaco, blancas manos gruesas, cuidadas hasta el exceso, digo que es un escritor mesurado, importante, un escritor de ensayos, un escritor de carácter, ajeno a bromas adolescentes y jugarretas de niños a las que yo soy tan proclive; un escritor concentrado en ideas que se toma muy en serio y que encamina con resolución matemática hacia un planificado objetivo en el que podría caber, por qué no, la locura, puesto que un verdadero escritor, un escritor de fuste, no lo es si no lleva dentro una chispa de locura.
Así, y a pesar de mi tendencia a la dispersión, creo haber resuelto al fin el misterio de la casa con el hombre que se exhibe sentado detrás de la ventana. Era tan simple como la historia de la gota en la cocina: una oscura y fría tarde de invierno vi a un hombre que inconscientemente hallé parecido a mí, a mis aspiraciones, producto de lo cual se me fijó en la memoria, al punto de comenzar a estudiarlo, a admirarlo, a desearlo, a incorporarlo a mi persona como se incorpora el pan que se come al desayuno. Me llevó tantas semanas descubrirlo, hasta que me cayó la teja: el segundo auto pertenecería a otro hombre, creo estar casi seguro, me parece haber visto con mis propios ojos una imagen sombría cruzando la segunda habitación, certeza que no constituye ni por asomo una proyección desviada, como diría algún especialista si leyera mis escritos. Nunca he sentido inclinación hacia mi propio género, ni en mis ensoñaciones durante el día ni en mis sueños eróticos, que los tengo como todos en medio de la noche. No se trata de eso, aunque si se tratase de eso pasaría por una tendencia inocua y demodé, no se trata de lo que llaman una transferencia, que a mi modesto juicio vendría siendo la incorporación de características ajenas a las propias con el fin de conformar una sola personalidad, de modo de completar por fin en vida lo que a uno le falta como hombre. Se trata, y aquí sí que reside el quid del misterio, se trata de que mido en todo sentido menos de lo que quisiera; se trata finalmente de una cuestión de números, de una cuestión matemática, irrebatible, haberlo sabido antes, todo residía en la estatura, en el largo del zapato, en el coeficiente intelectual, en todo tipo de medidas...

sábado, agosto 25, 2018

Desde la barra del café

Trato de entender la vida mirando las caras de la gente, desde la barra del café.
La gente se mueve; la vida se mueve.
Transitan solos, o en grupo, la sensación general es la de un conjunto de hombres y mujeres que se cruzan, se mezclan ante el rojo de los semáforos y luego se separan, pero siempre reunidos; la vida es así.
Están rodeados de altos edificios construidos por ellos mismos, el cemento los atrapa y los constriñe; la vida actúa parecido. Algunos vuelan por los aires; la vida le ha entregado esa misión al polen de las flores.
El hormigueo mental que sobrevuela las cabezas no se percibe, pero se adivina; como el brote de la vida.
A pesar de sus edades, de sus cuerpos, se aprecian todos sanos. Si surge una excepción la vista tiende a clavarse en ella, y sin embargo es cosa segura que más de uno de los que he visto pasar en este rato morirá antes de un año; así es la vida.
No se ven difuntos en las calles; la vida se reserva ese derecho para el momento adecuado.

martes, agosto 21, 2018

Una casa de verano con vista a las estrellas

Regocijo ante la incertidumbre. ¿Vendrán tareas nuevas? Es un territorio de baja densidad, pero aun en esas zonas hay desacuerdos, graves denuncias, hasta crímenes. La casa, cercana a la cima de un cerro de espinos y pasto seco, no es tan grande, pero cuenta con una soberbia vista al cielo. He dormido hoy en el segundo piso viendo las estrellas desde mi cama. Como el techo cubre solo parcialmente el dormitorio, las estrellas se lucen sobre mi cabeza. Hay algunas profundamente lejanas y misteriosas, semejantes a focos de automóvil vistos a lo lejos; destacan en la noche azulada, me llaman a compartir su verdad desde su lugar en el firmamento.
Esta tarea de ser sheriff de un lugar así me llena de ansiedad. Como ya he dicho, el condado se aprecia tranquilo, poco menos que desierto. Desde el dormitorio, que tampoco posee muros, domino casi todo el panorama. Me asomo a la orilla; bajo mis pies corren aves silvestres y de corral que se esconden entre los arbustos, en el barro sombrío. Un chorro débil de orina cae a la tierra y la salpica.
No puedo creer que la casa sea así. Si lloviera, por ejemplo, se mojaría mi cama. Pero ya es tiempo de mandar a buscar a los míos.
Me llama por teléfono Alexis Jéldrez. Dice que está con Saval y que ambos ocupan una casa similar, en un condado vecino. ¿A cuánto tiempo están?, les pregunto. En auto, por los caminos de tierra que atraviesan los cerros, serán unos 25 minutos, me responden. Ambos, contentos, me hacen ver que tendremos todo el verano para disfrutar de nuestros puestos. No debo preocuparme, porque el cargo de sheriff es simbólico; el verdadero lo desempeña otra persona.

jueves, agosto 16, 2018

Ironías del destino

De joven
Fui de izquierda
Soñé con habitar una pocilga
Alejado de los bienes materiales
Desprecié el futuro
Vivía para amar
De viejo
Soy de centroderecha
Dueño de una espléndida casa
Vivo ahorrando plata
Pienso en puras desgracias
Amo para callado, como que me avergonzara amar

martes, agosto 07, 2018

Miedo a la vida

La charla menguaba; decidimos pedir la cuenta. Mis últimas palabras viraron hacia el asunto existencial. A mi amigo le brotó la voz con una especie de urgencia y declaró, ¿sabes?, ya no le tengo miedo a la muerte.
La frase venía, según propia confesión, de alguien que vivió bajo esa espada de Damocles. Luego de que se le detectara una grave enfermedad, hoy relativamente bajo control, había aprendido sin darse cuenta la lección.
Cada día que pasa es un regalo; eso no lo dijo él, lo pensé yo. Durante la semana había leído una nota sobre el alzhéimer que afecta a un famoso personaje de la TV y le admití que dicha lectura me despertó miedo, eso dije, aunque debí decir preocupación. Por qué, me preguntó, porque me quedan relatos por escribir y debo apresurarme antes de que la lotería de la vida coarte, o derechamente acabe, con mis capacidades.
Salimos del café y prometimos vernos pronto.
(Anticipas dramas, muerte
posibilidades en el espesor de la noche turbulenta
Amanece tu corazón agitado
todo es una suma de peligros, debes enfrentarlos
no se te ocurra esconder la cabeza como el avestruz
Así las cosas pasan entre líneas
Al atardecer buscas refugio en el alcohol
y algo consigues
la serenidad de la tarde cubre el riesgo
el calor del hogar
la música clásica
reconcilian a tu espíritu con el cosmos
y entras a la cama sigiloso
sumando recuerdos amenazas posibilidades).
Vuelvo a mis últimos días, en los que he rezado por uno de mis seres queridos. Postrado ante la Virgen del Carmen, ella me mira con sus ojos de vidrio entrecerrados y su carita de yeso se me torna humana. Su silencio me habla. Me dice: oigo tus ruegos.

martes, junio 12, 2018

El tren

-¿Dice usted que el tren partió de la Estación Central a las 20 horas y 10 minutos?
-Sí.
-¿Y que le pareció que diez segundos después de partir, el tren se detenía en el andén?
-Así es.
-¿Y que nuevamente partió y casi de inmediato se volvió a detener?
-Sí.
-De modo que, según su percepción, el tren se detuvo dos veces, pasadas las 20 horas y 10 minutos.
-Esa fue mi percepción.
-Y sin embargo, esos diez segundos que transcurrieron entre las 20 horas con 10 minutos y las 20 horas con 10 minutos y diez segundos para usted equivalieron a varias horas, sin que el tren se haya movido más de 500 metros.
-Sí.
-Lo afirma porque de pronto se dio cuenta de que cuando partió nuevamente y se detuvo casi de inmediato había llegado a la ciudad de Victoria, su destino normal tras nueve horas de viaje.
-Eso es lo que le acabo de decir y eso es lo que no puedo entender, pero fue así.
-El crimen se cometió en ese lapso.
-Sí, señor Dinen.
Pil Dinen le dirigió una mirada serena, profunda y oscura a su interlocutor. Alberto Roldán esperaba que el detective le dijera algo que lo ayudara a comprender el misterio. Pero Dinen rompió el silencio con una orden insólita:
-Queda usted detenido.
Roldán estiró el cuello y su primera reacción fue entregarse a la justicia. Pero al mismo tiempo le estaba echando un vistazo a la puerta de salida, a su espalda, de manera inconsciente. Dinen lo observaba desde su sillón, sin mover un músculo. Roldán tragó saliva y le argumentó que no podía detenerlo porque era un detective privado y los detectives privados no detienen; a lo más investigan. Enseguida le hizo ver lo ilógico de apresar a quien lo había contratado para resolver el crimen. Parecía absurdo que el contratante pasara a ser no sólo el autor, sino la víctima de su propia iniciativa. Todos esos argumentos a Dinen le resbalaban, de tal forma que por primera vez esbozó una sonrisa, nada de tranquilizadora para su cliente.
-Queda usted inmediatamente detenido.
Roldán reparó en que no andaba con la ropa apropiada para pasar una temporada en la cárcel. Mientras pensaba en lo fácil que es entrar y lo difícil que es salir, cuestiones como el cepillo y la pasta de dientes, el pago de las cuentas y la visita al supermercado, que había dejado para el fin de semana próximo, pasaron a adquirir una importancia desmedida. Su automóvil, por ejemplo, aquella máquina que era casi su razón de ser, en cuya brillante carrocería se miraba todas las mañanas como si estuviera ante el espejo, ¿quién se lo apropiaría una vez que estuviera tras las rejas?
Hizo un nuevo cálculo mental: uno de los dos era el más fuerte y no era él. No es que Dinen fuera una exposición de músculos, sino que él, Alberto Roldán, se hallaba fuera de forma, tras años de entrega a una vida sedentaria. Descartó así la fuga por sorpresa; además no solucionaba nada: si la conclusión del detective era cierta, tarde o temprano terminaría por caer a la cárcel. ¿Darle un dinero extra al investigador para que guardara silencio? Dinen no se prestaría para esa bajeza moral. En fin, en la lucha del individuo frente a la Policía existe el mito de la derrota del individuo.
Las ideas se le iban revolviendo en la cabeza, mientras le brotaban nuevas emociones. Dinen le empezaba a causar fastidio... y un inexplicable desasosiego.
-¿De qué me está acusando, señor Dinen?
En los hechos no estaba detenido. Roldán se daba por derrotado antes de tiempo o utilizaba un recurso femenil. Continuaba sentado y en sus manos no había esposas. No había dos gendarmes a su lado y en la calle, que se supiera, no había furgón alguno estacionado. Sin embargo, estaba detenido. Por un crimen misterioso e imposible, cometido en un granero mientras él viajaba en tren, o parecía que aún viajaba en tren.
Pil Dinen revolvió unos naipes, como acostumbraba a hacer. Calculó que a Roldán le habían bastado unas horas para que su vida se derrumbara.
-Estimado señor Roldán. Por el aprecio que mi superior siempre le ha tenido, le informaré que su caso contiene tres misterios, y los tres han sido develados.
Roldán quedó sin habla. Ignoraba que Dinen tuviera un jefe. Tras un incómodo silencio se atrevió a preguntar:
-¿Cuáles, señor Dinen?
Dinen no abrió la boca, pero pensó: el misterio del tren que avanza y no corre, el misterio de las nueve horas que le pasan a Alberto Roldán por la ventanilla mientras se comete un crimen del que tarde o temprano será acusado, y el misterio... el misterio...
Lo había olvidado momentáneamente. Solía quedar con la mente en blanco, de allí su silencio. Y de allí también esos raros signos que ahora escribía en su libreta.
-Señor Dinen, ¿me podría decir cuáles...? Le estoy... pagando... y harto me costó juntar el dinero -se atrevió a decir.
-Cállese. Está detenido.
El tercer misterio era el más grande de todos: el traspaso del límite versus el imperativo moral del bien superior. Cuántos crímenes se habían cometido en la historia de la humanidad por esa causa. Por algún motivo ese misterio se le había escondido entre las bambalinas de su mente. Ahora que lo había recordado sintió una amargura en la garganta.
Roldán se levantó y caminó a la salida. "Debo acudir esta misma tarde a un hipnotizador, para que me diga qué pasó en esas nueve horas que para mí fueron segundos", pensó mientras el ascensor descendía. Al llegar al primer piso las puertas se le abrieron. Roldán enfiló por el pasillo hacia la calle, mas se halló de nuevo con el nombre de Pil Dinen sobre el cristal labrado de la puerta. Estaba en el piso 17. Necesitaba otro tipo de especialista.
-Lléveme al doctor, me encuentro muy mal -dijo.
El hombre que le abrió, que no era Dinen, le respondió:
-El señor Dinen ya se retiró. Pero me encargó que le recordara que usted está detenido, señor... ¿Alberto?
-Sí, soy yo.
-El señor Dinen me avisó que usted volvería más o menos a esta hora y me encargó recordarle que estaba detenido. Pase, por favor.
-Gracias... ¿qué... hora... es?
-Son las siete de la tarde y cuarto. ¡Ja!, disculpe, qué lesera. Son las siete y cuarto de la tarde.
El hombre se reía de su inofensivo desliz. Roldán parecía un fantasma a su lado. No acertaba a explicarse que hubiesen transcurrido 40 minutos entre el momento en que salió de la oficina de Dinen y el momento en que volvió, sin saber cómo. El hombre le preguntó qué le pasaba y Roldán le pidió la guía de teléfonos. Debía consultar a un hipnotizador.
Cinco minutos más tarde el hipnotizador Antonio Castillo tocó a la puerta y preguntó por el señor Alberto Roldán. El hombre lo hizo pasar. A Roldán le pareció imposible que Castillo se hubiese desplazado de un extremo a otro de Santiago en tan corto tiempo. La guía de teléfonos no podía mentir en cuanto a la ubicación de su consulta.
-A menos que haya venido en helicóptero -le corrigió Castillo, sonriendo.
-Sí, es verdad -aceptó Roldán, pero aquí se le planteó un nuevo dilema: ¿había helipuerto en el edificio de Pil Dinen?
-No, pero eso qué importa -le respondió Castillo.
Roldán le pidió a Castillo que lo hipnotizara, pero ahora le surgían dudas sobre la materia a la que debía circunscribirse la sesión. Había agregado problemas nuevos en su vida, tal vez más graves que el crimen mismo. El hombre le había confirmado que el edificio no disponía de helipuerto, de modo que el supuesto helicóptero no podía aterrizar en el edificio. Castillo no pudo entonces volar en helicóptero. Aun así, había tardado sólo cinco minutos en llegar. Encima, Castillo le estaba leyendo el pensamiento.
Una pequeña luz le surgió en su afiebrada mente: ¿qué constancia tenía de que las cosas estaban siendo así, en circunstancias de que su historia se hallaba en manos del narrador?
"Me quiere enloquecer, el narrador me quiere enloquecer", pensó.
-No creo que sea así. El narrador lo tiene en alta estima, y de seguro tendrá asuntos más importantes de que preocuparse -le dijo Castillo.
El mentiroso de Castillo lo tenía en sus manos, pero ahora Roldán estaba más tranquilo: no siendo ni él ni Castillo dueños de sus vidas, la angustia ante el destino flaqueaba. Su problema, su caso, a lo más devendría en un pedazo de papel que el tiempo tornaría amarillento.
-Hipnotíceme. A ver qué sale de esto.
La habitación, a media luz, se inundó de suave música mientras Castillo le hablaba a su paciente con voz melosa. El hombre que los acompañaba se desplomó de su silla y cayó al piso. Castillo lo miró de lado y prosiguió con su faena. Roldán se desconcentró y ahora miraba al hombre, que sangraba de la nariz. Castillo se levantó a buscar algodón y Roldán aprovechó la ocasión para escapar. Abrió la puerta muy despacio y caminó por el pasillo hacia el ascensor. De lejos vio el cartel "En reparación"; usó la escalera. En el tercer piso se topó con Pil Dinen. El detective iba acompañado de una mujer y le recordó al pasar lo de siempre. Roldán pensaba: "No lo logrará, no lo logrará" y corrió frenéticamente, sudando de cansancio y de angustia. Llegó por fin a la salida. Empujó la puerta y entró.
-El nervio lo come, señor Roldán. Vamos, sientesé -le sugirió Castillo, con una especie de provinciana gentileza.
-Es verdad, tiene razón. Soy un hombre destruido.

La filosofía de Roldán

Soy un hombre destruido, el narrador me tiene en sus manos y el hipnotizador me lee el pensamiento. Se ha cometido un crimen, se dice que atenté contra una adolescente en un granero y estoy virtualmente detenido. Cada acción que intento iniciar para modificar mi destino me lleva más y más hacia el despeñadero. La vida entera me ha pasado por la ventanilla de un tren y no logro recordar nada. Cuando deseo hacerlo, el detective se convierte en mi enemigo. Nadie parece tener los sentimientos que yo tengo, nadie siente lo mismo que yo en el instante en que yo siento, de modo que nadie me entiende. Dinen está preocupado de conquistar a una mujer, por lo que vi. Castillo quiere hacer de su oficio un arte. El hombre no sabe nada de nada y la víctima... la chiquilla... ¿la habré violentado realmente yo? Un crimen así no está en mi recuerdo, pero ¿lo sabré alguna vez o ya mi vida se acaba? ¿Ha decidido el narrador que se acabe mi vida con todos estos capítulos incompletos, tanta cosa por hacer, tanto proyecto inacabado?
Sonó el teléfono. Castillo contestó.
-Es para usted.
Roldán tomó el teléfono. Era Dinen.
-Sea honesto, señor Roldán. Admita que desde el tren vio descender al hechor, quien llevó de la mano a la chica al granero. Cuando ella se desnudaba voluntariamente para él, encendida de deseo, no fue capaz de enfrentar su dilema, la poseyó brutalmente, sin que ella opusiera resistencia alguna, y la dejó tendida sobre el heno, todo a la ciega vista suya. Volvió a subir al tren, que lo esperaba, que siempre espera por usted, y sin darse cuenta ya estaba en Victoria -escuchó por el auricular.
En la habitación, Castillo volvía a preparar la atmósfera adecuada para su sesión de hipnosis.

Gajes del oficio

Pil Dinen colgó el teléfono y se dispuso a escuchar al nuevo sujeto que tenía frente a él.
-No acostumbro a atender clientes a esta hora, menos en un lugar que no sea mi despacho. Sin embargo, con usted obviamente debo hacer una excepción.
-Se lo agradezco -dijo el narrador.
Ambos se hallaban sentados ante la barra de un bar ubicado a pocas cuadras de la oficina del detective. Una mujer parecía esperar con impaciencia a Dinen en una mesa cercana. Este le dirigía miradas relampagueantes cada cierto tiempo. Mientras, el narrador le confesaba:
-Hace unos días viajé a Rancagua a ver a mi tía. Lo hago una vez al mes para reencontrarme con lo humano que me va quedando de mi ciudad natal. Como adivinará, la avanzada edad de mi tía augura un cercano fin a mis visitas, de modo que con el tiempo el único vínculo entre mi ciudad y yo será el cementerio. Al iniciar el viaje, el tren se detuvo varias veces en el andén, en forma inexplicable. El fastidio que sentí contra la empresa de Ferrocarriles fue tan enorme que no se me ocurrió mejor cosa que idear un cuento con el argumento que usted ya conoce...
Dinen lo interrumpió bruscamente.
-Mi misión es resolver crímenes, no inventarlos. El crimen que se me planteó lo he resuelto. El hechor no retrocedió ante su debilidad y sacó bestial provecho de una adolescente. El testigo, desde el tren, adivinó en la joven lo que él interpretó como el inicio de la maldad en la vida de la mujer, el momento en que una niña, aún siéndolo, advierte que atrae a los hombres, los incita a abordarla y finalmente se les entrega. Pero no existe mal en ella, solo el despertar de su propio deseo. Y dígase lo que se diga, para toda mujer el deseo natural está en ser poseída por un hombre. El testigo lo entendió así, aunque pensó, como dicta la ley, que la seducción de una adolescente por un hombre mayor es un pecado y un delito. Y porque ha sentido en su propia carne y en la de ella la mutua atracción, decidió cortar de raíz el problema; o dicho de otro modo, privilegiar el imperativo moral del bien superior. El hechor consumó el delito; el testigo negó la escena, conservó al hombre y la mujer en el paraíso y contrató a un detective para resolver el caso.
Dinen guardó silencio un momento y luego continuó.
-¿Sabe? Es penoso que lo diga, pero le estoy perdiendo el respeto.
La mujer le hacía señas, guiñándole el ojo y moviendo la cabeza hacia la puerta. En el bar había cuatro personas. El barman, la mujer, Dinen y el narrador. El único que hablaba era Dinen.
-Ya en el segundo cuento me relegó a personaje de segunda categoría, aunque eso fue comprensible, porque el tema debía centrarse en la persona de un cartero y no en la mía, como sucedió con el caso de las patentes 7777. Hace pocos meses escribió acerca de un cíclope que se enamora de la Luna, metáfora bastante burda acerca del amor y la procreación. Allí me hizo pasar por un imbécil; para cualquier lector atento hice el ridículo. En otros relatos aparezco de entrada y salida. Todo eso lo acepto, pero ahora... pero ahora... esto ya rebasa los límites.
-No lo veo de esa forma, Dinen. Estamos dando a luz su postrer cuento fantástico.
-Descabellado, querrá decir.
-Puede ser fantástico y descabellado.
-Una vez más se equivoca. Una vez más demuestra no entender nada de nada. Se hace pasar por zorro viejo pero a mí no me puede ocultar la candidez de su arte, de su pensamiento, de su alma, de todo ese conjunto que lo convierte en un ser humano. Perdóneme la franqueza. Y conste que lo digo con envidia. Ya quisiera ser persona, como usted.
-No le entiendo, Dinen...
-¡Usted se está comportando como un niño!, está abusando de nosotros debido quizás a qué situación personal. Al pobre Roldán lo tiene enfermo, acorralado, dividido en dos. Me ordena que lo detenga por un crimen metafórico, le hace perder toda noción de tiempo y espacio y le crea alteraciones de tipo esquizoide. Ese hombre está a punto de arrojarse por la ventana.
-No es lo que pensaba hacer con él.
-¿Y qué me dice del hombre que aparece en mi oficina?: lo retrata como un inepto. Ni siquiera le pone nombre. Eso es una niñería, una falta de educación.
-Quise... alivianar el relato.
-Para alivianar un relato primero hay que densificarlo. Disculpas puede haber muchas, pero eso no lo salva. Ha dejado escapar un caso interesante, como pudo ser un crimen cometido a mucha distancia del denunciante, crimen cometido por el denunciante desde un tren que no se mueve, aunque sí se mueve. ¡Todo un desafío para un verdadero escritor de cuentos policiales! ¿Y le confieso algo? Ya me estaba entusiasmando con la trama cuando usted me obliga a salir... ¡con esta burrada freudiana! ¿Qué hace entonces conmigo? ¡Nada! Nada, me tiene diciendo todo el tiempo "queda usted detenido", "queda usted inmediatamente detenido" y... (bajó la voz y miró hacia la mesa)... y encima me endilga a esa mujer, tan vulgar.
El narrador rompió su silencio:
-Estoy en problemas, Dinen. La verdad es que no lo cité por eso. La verdad es que este cuento me importa un rábano.
El detective apretó los dientes.
-¿Qué dice?
-Estoy en problemas. Se me acaba el tiempo, me he puesto viejo y he decidido encaminar mis intereses creativos en otra dirección. Debo hincarle el diente de una vez por todas a la novela que vengo fraguando desde que tenía 22 años. Aquella que comienza con un hombre sentado a la orilla de un lago. Si no lo hago ahora, no lo haré nunca.
-Hágalo. Escriba esa novela. No veo la crisis.
-Lo que me angustia, se lo diré a usted, es que he postergado toda la vida esta decisión porque tengo miedo. Sé que después de escribirla no me quedará ninguna salida, ninguna excusa para justificar mi mediocridad literaria. No habrá obra maestra alguna esperando ser creada. Mi existencia se habrá reducido a producir un pobre volumen de libros, y a partir de entonces tal vez me quedarán años de mirar por la ventana, de sentarme en una plaza, de leer en mi café del barrio grandes libros escritos por otros.
-No sé por qué me cuenta sus aprensiones; mas para ninguno de sus lectores resultará dificultoso inferir que mi singular personaje se halla próximo a ser relegado a un cajón de escritorio.
-Así es, Dinen, me apena confirmárselo. Me había encariñado con usted porque lo siento muy superior a mí, como debió sentir Conan Doyle con su personaje. Llegué a admirar la racionalidad de su proceder, ese aire escéptico que tan bien protege de los ataques venidos de las profundidades del alma.
Dinen miró al piso. El narrador atisbó en esa mente fría y algo decadente un dejo de humanidad.
-¿Me deja tratarlo por su nombre? -preguntó el detective.
-Cómo no.
-Haré gala de mis habilidades, señor Mardones. Resolveré el nuevo caso que usted sin querer me ha propuesto en este bar y que de antemano me condena, y lo haré de tal modo que no perderé la vida, porque bien sabrá usted que los personajes de ficción también poseen el instinto animal de la supervivencia.
-Buscará persuadirme con sólidos argumentos, pero no me engañará. Mi decisión ya fue tomada, Dinen. Repare usted en el lugar que nos acoge: la mujer que lo acompañaba se marchó y el barman nos enseña con sus gestos que está pronto a bajar la cortina. Vive usted los últimos minutos de su vida.
-No se ponga a la defensiva, señor Mardones. Mi solución no deja heridos en el camino.
-Hable. Lo escucho.
-Usted ya no será más mi señor. De ahora en adelante mi señor será Roldán.
-Ja, ja, ja. ¡Roldán! ¡Un personaje, dueño de otro! Sí... puede ser... por qué no. Jamás se me habría ocurrido.
-No se burle, señor Mardones. Usted conoce de años a Roldán; es su amigo. Él mismo le ha revelado que escribe, le ha mostrado sus bosquejos literarios y usted le ha dado alas. Alguna vez Roldán le testimonió su admiración por mí y le solicitó contar con mi participación, en calidad de préstamo, en los relatos que estaban naciendo de su pluma. Usted no halló nada mejor que "regalarme". ¡Le regaló Pil Dinen a un amigo! ¡Menudo desprendimiento!
-¿Era necesaria otra vuelta de tuerca a este fantástico y descabellado cuento del tren, Dinen?
-Llegada la hora de la honestidad, sí.
-¿Y qué piensa hacer si se cambia de casa? (al formular la pregunta, Mardones dibujó con sus manos dos comillas en el aire). ¿Trastrocará su personalidad? ¿Se convertirá Pil Dinen en otro, en la luz o en la sombra del que era?
-Ese será un asunto de Alberto Roldán. ¡Déjese de darle vueltas a sus fijaciones narcisistas, señor Mardones! En cuanto a mí, además de seguir viviendo, lo que pienso hacer es bastante sencillo. Acompañaré cada tarde a Roldán en su cabaña sureña y tal vez hasta lo ayude en sus tareas domésticas. Allá todo cuesta; bajar el agua, cubrir una hendija, hacer el fuego. Usted no se imagina lo que cuesta cada una de esas tareas, porque usted vive una vida cómoda y cada necesidad la tiene al alcance de la mano. Yo apoyaré con gusto a su amigo; y sin embargo, eso constituirá la yapa de mi aporte, pues mi verdadera misión, si es que él la asume como propia, será ofrecerme de inspiración para las noches lluviosas, para aquellos momentos en que se nubla la esperanza, cuando no queda nadie a quién acudir y los amigos brillan como usted por su ausencia. En esas noches comeré de su comida, beberé de su vino y resolveré los mejores casos que broten de su mente. Y espero, sí -algo de verdad hay en lo que usted apunta- espero que esa vida me torne más sencillo y cariñoso de lo que he sido con usted; espero revestirme de esa dureza de hierro tan propia de los lugareños del sur y, vestido con esa armadura, descubrir nuevas formas de abordar los misterios del mundo.
-Que no se hable más. Lo meto en un sobre y se lo entrego a Roldán. Mañana estaré con él, después de varios meses. Celebraremos el invierno profundo en casa de Mauricio Diocares junto con los demás miembros de nuestra cofradía: Arnaldo Guerra, José Gai y Ernesto Olivares. Al día siguiente partirá con él a sus tierras.
-Adiós entonces, señor Mardones.
-Hasta la vista, Dinen. Y descuide; de Roldán recibirá un trato privilegiado.
-Lo sé. Lo que me preocupa es otra cosa.
-¿Qué?
Dinen hizo una pausa, como si temiera entrar al sobre, y dijo:
-Nada, olvídelo... Alea jacta est.

jueves, junio 07, 2018

7 de junio de 1971

Un lunes 7 de junio, hace 47 años, la invité a Cartagena y aceptó. Nos fuimos en la micro hasta la Estación Central, nos bajamos y en San Borja tomamos el bus a Cartagena. Eran cerca de las cuatro de la tarde; con suerte llegaríamos a ver la puesta de sol. Una locura, de pies a cabeza.
Contaba con la plata de la mesada semanal, no tanta como para un desarreglo pero sí la suficiente para costear los pasajes.
En el país se vivían los primeros meses de la victoria de Salvador Allende y la Unidad Popular con una especie de euforia o al menos de optimismo, pero eso no duraría mucho.
En Cartagena nos sentamos en una baranda frente al mar y nos dimos un beso. Olas mansas golpeaban la arena, una tras otra, sin majestuosidad alguna. El sol estaba cubierto por las nubes; hacía frío y no había mucho más que hacer. Estábamos solos.
En un momento, le pedí pololeo y aceptó.
Regresamos cerca de las siete de la tarde, llegamos a Santiago de noche, la fui a dejar a su casa en la calle Francisco de Villagra y me devolví al pabellón Jota del pensionado del Pedagógico.
Yo vivía días de desadaptación e incertidumbre en mi carrera; de hecho, dos meses más tarde me retiraría de la universidad. Ella cursaba pedagogía en alemán y ya había pasado los temibles rápidos que debe sortear toda vocación. La mía no era una crisis vocacional, sino, pienso ahora, una crisis existencial. Esa vez abandoné la capital y me fui a enseñar a una escuela de campo; deseaba ser pobre con ansias, vivir poco menos que como san Francisco. Pero el plan se vino al suelo y tres años después, cuando todas las puertas se me habían cerrado, retomé la carrera, que me seguía esperando, y reinicié mi vida. Durante esos años ella siempre fue mi luz, la luz es amor, y nunca me falló.
Nos casamos en 1975; llevamos juntos 42 años y vamos para los 43.
Dejo este sencillo testimonio en mi blog en un día como hoy.

martes, mayo 29, 2018

El mundo es una casa de locos y yo alquilo una de sus habitaciones

Más allá de San Alfonso, ya en los mismos pies de la Cordillera de los Andes, el cielo blanco anticipa lluvia y ensombrece el alma, presagiando desgracias. Levanto la vista desde la berma, la fila interminable de vehículos volviendo a sus hogares, mientras espero que salgan unas empanadas desde el horno de barro.
La tarde del domingo arrastra consigo ese misterio centenario que incuban los domingos. La noche del sábado ha sido la culpable, con sus embustes de vino y brindis y esperanzas.
El puñado de álamos sobrepasa la altura de los cables de la electricidad. Sus ramas peladas, rayas negras que se cruzan sobre el cielo blanco. Hojas amarillas se transfiguran imperceptiblemente sobre la tierra por el solo derecho concedido por la tradición. Las hojas de los castaños frondosos -otra historia, otra tradición- se mecen firmes con el viento tibio. Detrás de los castaños se adivinan dos moles: una casa de piedra y un hostal vacío.
No se puede huir de esa visión, debe conservarse, sin ademanes de arrojo, debe uno atornillarse a ella, resignado, porque los presagios anteceden al cielo blanco, a las ramas peladas y a la casa de piedra. La visión materializa el presagio, lo torna visible a los ojos.
La barca va venciendo el vaivén de las olas en un marco de silencio. Los funerales suelen ser así; los cuerpos caminan desestibados rumbo a la última morada del cadáver, el cortejo avanza, meciéndose a los lados. Las gaviotas rozan alas de sombreros, susurran cantos ignorados y el cielo, siempre blanco, no dice una palabra.
No es la hora de morir aún, pero parece que lo fuera. Me lo advierten los sueños, el paso de las horas. Todo proyecto queda relegado hasta que vuelvan los tiempos leves.
Ser alegre, revivir desconcentrado. Abrirse a la vida como la barca que va venciendo a las olas, pensar en cada ola, olvidar que se es la barca.
El mundo es una casa de locos y yo alquilo una de sus habitaciones.

miércoles, mayo 16, 2018

Ciruelas verdes

Si no estábamos dándole a la pelota de plástico a lo largo y ancho del parrón, lo más probable era que pasáramos los ratos de ocio en el techo, al estilo del barón rampante. En Ibieta había  tres techos, pero los que contaban eran dos. El del frontis de la casa no valía, porque no había forma de subirse a él. Una noche que esperábamos las victorias para viajar a la mala en el soporte trasero vimos caerse al gato de la casa. Estábamos sentados en la vereda, ante la puerta. El gato caminó por el borde del techo, se cayó y se murió. No era viejo, pero se veía que estaba enfermo, andaba quejándose hace rato.
En el tiempo de las brevas arrimábamos la escalera al techo que daba a la casa de los Reyes. A mí todavía no me gustaba la Margarita, eso fue después. La Margarita era la más grande y la Blanca Luz, la más chica. Cuando me gustó la estuve cortejando una semana entera desde la pandereta. Había una huelga del magisterio que duró meses y un viernes le anuncié que al lunes siguiente le iba a decir algo importante, de puro tímido que era, porque había escuchado en la radio que las negociaciones estaban entrando a buen camino. Dicho y hecho: la huelga terminó ese fin de semana, el lunes volvimos todos a clases, se acabaron los cortejos desde la pandereta y con el tiempo se me olvidó que me gustaba. Rodolfo Reyes, que era el papá, tenía una talabartería que se llamaba "El rodeo" y unas tierras en San Fernando.
Era un techo de zinc bastante largo, tanto que el Julio lo usaba para encumbrar volantines. Una tarde corrió de espaldas para que el volantín echara vuelo y siguió de largo. Las vigas del parrón y los troncos retorcidos de las vides no pudieron impedir que se precipitara al piso como un saco de papas, con la mano sujeta al hilo y el volantín hecho tiras entre los racimos maduros del otoño. Aunque suene increíble, no le pasó nada. Años atrás yo me había caído del mismo parrón y desde menor altura y había quedado para la corneta, diez minutos sin conocimiento.
Las brevas brotaban por docenas y copaban la mitad del techo; las enormes hojas oscurecían el último rincón del patio de los Reyes. Con el tiempo la higuera fue arrancada de cuajo y el techo perdió la mitad de su encanto.
El otro techo era cuadrado y cubría el gallinero. Después de una lluvia brotaban gusanos violáceos de la tierra barrosa y las gallinas se los peleaban. Para subirse al techo había que encaramarse al ciruelo; bien entrada la primavera el árbol desbordaba de ciruelas verdes. Ese techo daba a otra casa de Reyes, la de Rogelio Reyes, que era el hermano rico de Rodolfo. No vivía en casa sino en chalet, un chalet silencioso de ventanas cerradas y cortinas corridas, donde sus pocos habitantes no emitían ruido alguno. A él nunca se le vio la cara y cuando falleció no tuve información de que en su honor se haya organizado algún entierro memorable. La propiedad era tan grande que el patio le servía para guardar sus camiones. No contento con la norma había levantado una pandereta de ladrillo tendido de tres metros de alto para separar sus bienes de la casa de la abueli. Cuando nos asomábamos a mirar desde el techo nos ladraban unos perros policiales. Un día unos trabajadores apoyaron un tablón contra la pandereta. Los perros subieron, llegaron al techo y antes de que nos mordieran saltamos al tronco del ciruelo y bajamos rajados.
Otro día me lo pasé comiendo ciruelas verdes casi toda la mañana, estaban ricas. Por la tarde tenía que jugar a la pelota en la cancha Lizana. En los camarines el profesor me puso de siete y jugué todo el partido. Empatamos cero a cero contra la Escuela 3, clásico rival. No estaba triste, pero tampoco alegre; un poco desanimado, se diría. Me vestí y ya me disponía a volver a mi casa cuando me empezó a doler la guata. Los retortijones crecían con el paso de los minutos y llegó un momento en que pensé seriamente en ir al baño que estaba al lado de los camarines, pero el hedor del escusado me quitó las ganas y preferí caminar hasta la casa, craso error.
No había recorrido ni media cuadra por la Alameda cuando empecé a obsesionarme con la imagen de un limpio inodoro instalado en un cómodo baño destinado a mi uso exclusivo. A la segunda cuadra me arrepentí de no haber cagado en el estadio, por último qué importaba que estuviera hediondo o que no hubiera papel, daba lo mismo. A la tercera cuadra la necesidad tomó cara de pánico y eché a correr para llegar pronto, a sabiendas de que aún me faltaba entrar a la calle Bueras para recorrerla de norte a sur, ocho largas cuadras llenas de casas y de transeúntes antes de llegar al cruce de Millán; y de ahí otra cuadra más, atravesando la línea del tren a Sewell, antes de golpear la puerta frente al número 129, mi anhelada casa. Pensaba angustiado en esas cosas cuando se me infló el pantalón corto y me estalló el poto. Al alivio instantáneo del vaciamiento de las tripas se les sumaron el horror y la vergüenza, mientras la mierda me escurría por las piernas. Toda esa larga calle imaginada debería enfrentarla ahora de verdad, con la frente en alto, recibiendo las burlas que ya comenzaba a oír a mi paso. No sería capaz de soportarlo, pero debía ser capaz, de modo que no hallé mejor solución a mi drama que seguir corriendo y echarme a llorar. Mi recuerdo está asociado a las carcajadas de uno o dos grandotes que me señalaban con el dedo. No constituían la ciudad entera, ni siquiera la milésima parte, pero para mí bastaba. Yo, un niño tan serio y educado, era el hazmerreír de Rancagua.
Media cuadra antes de llegar pasé corriendo frente al taller del maestro Vallejos, el zapatero de mirada triste al que acostumbraba a saludar todos los días. Tuve el coraje de gritarle "¡hola, maestrola!", como si le regalara el mismo saludo de siempre. Escuché que me devolvía el saludo; ignoro si se dio cuenta de mi estado. Aunque destrozado por dentro, guardaba las apariencias por fuera, pero mi propio cuerpo me delataba. Llegué a la puerta y golpeé con furia. Quería que la casa me tragara pronto. Mi madre corrió a abrirme y me miró de arriba abajo, aterrada. Luego me confesaría que lo primero que pensó fue que me habían atropellado. Tras reparar en mi verdadero drama me llevó a la tina y me bañó.
Lo que sucedió el resto de ese día se me borró enteramente de la memoria.
Ciertas mentes estúpidas se aprovechan de acontecimientos como estos para verter su odio y airear su despecho. Quien ha sido objeto de esas burlas retrocede en el tiempo, repasa la lección y da vuelta la hoja.