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jueves, enero 25, 2024

Su Majestad Carlos III acude al urólogo

Sabido es que los hombres deben visitar al urólogo cuando se han hecho mayorcitos; esto vale para reyes, bomberos, empresarios, apostadores de casinos, hombres buenos, trabajadores a honorarios, empleados municipales e inquilinos. La mayoría le saca la vuelta a tal responsabilidad; algunos, no pocos, exhiben rasgos de presunta hipocondría visitanto al especialista dos y hasta tres veces en el año. Precisamente por estos días el cable nos trae la noticia de que Su Majestad el Rey Carlos III del Reino Unido ha ido a dar al despacho de su urólogo de cabecera, ignórase si por primera, segunda o cuarta vez. Tampoco se ha dado a la publicidad el nombre y el domicilio profesional del galeno que lo atendió, aunque es de suponer que se trata de un urólogo londinense de fama mundial quien, sometido a una cláusula leonina que lo puso entre la espada y la pared, ha de haber firmado un juramento que le impide revelar cualquier atisbo de relación con su mayestático cliente.
No vamos a caer en la bajeza de recordar el chiste del paciente que sucumbe a cada uno de los requerimientos, mejor dicho extrañas sugerencias de su doctor al momento del examen, paciente al que finalmente se le enciende una débil luz en su mente sugestionada y con todo respeto le solicita humildemente a su médico "si pudiera cerrar la puerta de su despacho doctor para que la gente que pase y mire no vaya a creer que me está culiando". Chistes como esos no contribuyen al bien ganado prestigio de tan loable profesión, de modo que no caeremos en el mal gusto de contarlos.
Puedo dar fe, eso sí, merced al trabajo investigativo de ciertos contactos de los que dispongo, de algunos detalles de la visita que el Rey Carlos III le hizo a su urólogo de fama mundial. 
Una vez descartado el ingreso por la ventana, por razones obvias, Su Majestad hizo ingreso a la oficina del doctor por la puerta, como todo el mundo, aunque con dos importantes salvedades. La primera fue que además del Rey el doctor no recibió a paciente alguno esa tarde, porque la visita fue en la tarde, no en la mañana. La segunda fue que acudió de incógnito, para lo cual sus ayudantes de cámara le acomodaron en su rostro una barba con bigotes, además de unos anteojos de voluminoso marco. Una vez adentro, y con la puerta cerrada, el diálogo habría sido el siguiente.
Buenas tardes Su Majestad, tome asiento.
Gracias doctor.
¿Trajo los exámenes?
Aquí están.
(El médico va leyendo los papeles sobre su escritorio con leves interjecciones como mmm... ah... mm... ¡hummm!... ¡oh!... mmm, hasta que los vuelve a meter al sobre y dictamina).
Colesterol pasadito, glicemia dentro del rango... un poquitito alto el antígeno... tenga la bondad de pasar a la camilla por favor.
(El Rey mira de reojo los dedos del doctor mientras se levanta y se sienta en la camilla. Esa mirada le permite conjeturar a quien habla que se trataría de la primera visita a este médico, aunque también podría deberse a un gesto reflejo).    
Bájese los pantaloncitos y los calzoncillos y ponga las rodillas en el pecho, afirmándose las piernas con las manos.
¿Y la capa y la corona, doctor?
Dejéselas puestas, Su Majestad. No influyen.
¿Duele?
¡Para nada!
¿Y esa cremita doctor?
Tranquilito... tranquilito...
¡Ay!
Ya está. Vístase no más.
¿Me puedo sentar?
¡Claro que sí, Su Majestad, faltaba más, no fue nada del otro mundo!... Otro gallo cantaría si tuviera almorranas, je je... disculpe el alcance... pequeñas licencias de la profesión.
¿Qué hacemos ahora doctor?
¿Hacer respecto a qué, Rey Carlos III?
A lo que viene ahora.
Ah, ¿quiere que le sea franco?
No doctor, quiero que me mienta.
Bien. Entonces le cuento que tiene la próstata de un bebé. 
¡Esa mentira no me gusta, porque me permite extraer conclusiones preocupantes!
Entonces mejor le digo la verdad, Su Majestad Rey Carlos III.
Bueno.
Tiene la próstata de un bebé.
¡Ah, qué alivio, doctor!
La próstata del porte de un bebé de unos cuatro kilos y medio. Disculpe Su Majestad, se lo tenía que decir. Dura lex sed lex.
¡Shit!, por eso me cuesta tanto mear.
Así es Su Majestad. Bien grandecita la tiene.
¿Y qué podemos hacer ante este cuadro? ¿Qué le diré a mi pueblo?
Por de pronto se va a tomar estas pastillitas antes de evaluar una posible intervención quirúrgica. Pero no se preocupe, ahora no es como antes. En media hora estamos listos. Ambulatorio. Hay que tener cuidado eso sí de no pasar a llevar el nervio del pico.
¿El nervio de qué, doctor?
La nervadura que induce la erección del miembro viril. Uso un término vulgar para que no queden dudas, Su Majestad. Disculpe la pregunta, pero, ¿aún mantiene usted relaciones sexuales cuerpo a cuerpo? 
Asiduamente, doctor.
Bueno saberlo. Tendremos sumo cuidado entonces con el nerviecito. Y ahora puede irse tranquilo a casita. Vuelva en quince días y ahí tomamos la crucial determinación.
¿Cuánto le debo doctor?
Cómo se le ocurre que le voy a cobrar a un Rey, Su Majestad. Aunque...
¿Sí? Diga, doctor.
Si pudiera meterme en la lista de los candidatos a caballero de este trimestre...
¡Yo lo nombro caballero mañana mismo, si me salva el nerviecito!

sábado, enero 06, 2024

A merced de los rateros

Mientras me hablaba con esa confianza de las mujeres que apoyan la cabeza en el respaldo del sofá y cruzan un brazo bajo el cuello, yo sentía que se me acercaba demasiado. Éramos buenos amigos, es verdad, y ella se las ingeniaba para embriagar con su pelo corto y ondulado y sus labios gruesos y sus ojos grandes, almendrados, pero la amistad conlleva ciertos límites tácitos. Sin embargo, ella se aprestaba a traspasar el umbral, lo noté en sus ojos que miraban decididos, y en su sonrisa. Y tal como lo preví segundos antes, se me puso frente a frente y me estampó un beso en la boca.  
Su casa era un laberinto de piezas, dispuestas como los vagones de los coches dormitorio. Para transitar de pieza en pieza había que caminar por pasillos laterales. Estos pasillos eran de color crema y no eran angostos, como los de los trenes, pero sí interminables, lo que daba una idea lejana de la gran superficie de la casa. Fue entonces, cuando estábamos por llegar a la habitación principal, la pieza del pecado, por usar la metáfora más acertada, que tomé la decisión.
Ese beso no me llevaba a ninguna parte; ella se había equivocado y yo no sería el manso corderito debilucho que cedería a sus deseos encendiendo los míos. Había pasado mi cuarto de hora.
Serían las dos y media de la mañana cuando abandoné su casa. ¡Diablos!, no me había dado cuenta de que quedaba tan lejos, tan a trasmano. La esquina era una pasta grisácea, se asemejaba a un óleo oscuro y difuso, parecido al de los pintores que ansían lograr la fama con pinceladas bravías. Era mucha la gente que esperaba locomoción, y las micros pasaban llenas bajo la luz mortecina del poste de alumbrado público. Estaba en problemas, ninguna de ellas me servía; opté por tomar cualquiera que al menos me dejara a unos kilómetros de mi casa, pero eso tampoco resultaba fácil. Del atado de billetes que portaba en el bolsillo del pantalón intenté sacar uno para pagar el pasaje, pero en la maniobra el billete se enredó con otros y no hubo forma de esconder el fajo en el bolsillo, para que no se viera. Ahora sí que estaba a merced de los rateros. Debía de haber muchos de ellos confundidos con la multitud. De modo que buscaba en vano la micro que me sirviera mientras oteaba en todas direcciones, tratando de adivinar de dónde vendría el ataque.
El ataque llegó de improviso, de manos de un hombre maduro que abrió la puerta de otra casa, salió a la calle y me agarró por detrás, de la cintura. Traté de agacharme; comparamos fuerzas y hasta donde tengo entendido no pudo salirse con la suya.