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sábado, enero 06, 2024

A merced de los rateros

Mientras me hablaba con esa confianza de las mujeres que apoyan la cabeza en el respaldo del sofá y cruzan un brazo bajo el cuello, yo sentía que se me acercaba demasiado. Éramos buenos amigos, es verdad, y ella se las ingeniaba para embriagar con su pelo corto y ondulado y sus labios gruesos y sus ojos grandes, almendrados, pero la amistad conlleva ciertos límites tácitos. Sin embargo, ella se aprestaba a traspasar el umbral, lo noté en sus ojos que miraban decididos, y en su sonrisa. Y tal como lo preví segundos antes, se me puso frente a frente y me estampó un beso en la boca.  
Su casa era un laberinto de piezas, dispuestas como los vagones de los coches dormitorio. Para transitar de pieza en pieza había que caminar por pasillos laterales. Estos pasillos eran de color crema y no eran angostos, como los de los trenes, pero sí interminables, lo que daba una idea lejana de la gran superficie de la casa. Fue entonces, cuando estábamos por llegar a la habitación principal, la pieza del pecado, por usar la metáfora más acertada, que tomé la decisión.
Ese beso no me llevaba a ninguna parte; ella se había equivocado y yo no sería el manso corderito debilucho que cedería a sus deseos encendiendo los míos. Había pasado mi cuarto de hora.
Serían las dos y media de la mañana cuando abandoné su casa. ¡Diablos!, no me había dado cuenta de que quedaba tan lejos, tan a trasmano. La esquina era una pasta grisácea, se asemejaba a un óleo oscuro y difuso, parecido al de los pintores que ansían lograr la fama con pinceladas bravías. Era mucha la gente que esperaba locomoción, y las micros pasaban llenas bajo la luz mortecina del poste de alumbrado público. Estaba en problemas, ninguna de ellas me servía; opté por tomar cualquiera que al menos me dejara a unos kilómetros de mi casa, pero eso tampoco resultaba fácil. Del atado de billetes que portaba en el bolsillo del pantalón intenté sacar uno para pagar el pasaje, pero en la maniobra el billete se enredó con otros y no hubo forma de esconder el fajo en el bolsillo, para que no se viera. Ahora sí que estaba a merced de los rateros. Debía de haber muchos de ellos confundidos con la multitud. De modo que buscaba en vano la micro que me sirviera mientras oteaba en todas direcciones, tratando de adivinar de dónde vendría el ataque.
El ataque llegó de improviso, de manos de un hombre maduro que abrió la puerta de otra casa, salió a la calle y me agarró por detrás, de la cintura. Traté de agacharme; comparamos fuerzas y hasta donde tengo entendido no pudo salirse con la suya.

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