Visitas de la última semana a la página

domingo, mayo 31, 2020

El buen ciudadano

El encierro obligado entre cuatro paredes enseña a ejercer la humildad; las pretensiones se desvanecen con el viento y con el tiempo, importa ya a muy pocos lo que hacen los demás y qué queda sino vivir para uno mismo. Grandes autores copan las páginas de los suplementos, al lado de otras páginas con noticias demoledoras. Byron soñó con ser recordado y que su frente fuese coronada de laureles. Los deseos actuales del buen ciudadano, libre de las desgracias de tantos, son el buen aperitivo, el disfrute de una serie de TV, buena música y lectura; planear el almuerzo del día. Eso es ceguera social, insensibilidad, dirán algunos, ¿pero quiénes son esos? ¿A quiénes representan sino también a ellos mismos? El mal de ciertas fuerzas políticas está en condenarlo todo, exigir venganza con la cara rabiosa; no hay humildad ni amor en sus gestos y a esas demandas el buen ciudadano, aquel que lo ha conseguido todo con justas artimañas, no se somete tan fácilmente. Escribir es un gran placer, si se ejerce en un ambiente sereno, serena la mente y sereno el entorno. Se puede escribir en un entorno de perturbación, pero no se puede escribir bajo el influjo de las pasiones, no puede salir de allí una página inspirada. Suele decirse de los poetas: ¡tan diferente que eran sus libros de aquel que los escribía! Y quienes mejor lo podrían definir, que son los miembros de su familia, a menudo yerran medio a medio. "Aunque no lo leíamos, sospechábamos de sus vuelos de artista, pero en persona era pedestre..."

jueves, mayo 28, 2020

El recaudador de impuestos

Le habían dado el dato de un carnaval indígena donde las mujeres andan en busca de hombres. El recaudador de impuestos arribó por la tarde, en un bus destartalado, con el pretexto de una inspección zonal. Alquiló una habitación en el mejor hotel del pueblo, alojamiento que le quitó apenas un décimo de su viático; cenó algo liviano y salió a dar una vuelta. Una mujer entrada en carnes le echó el ojo cuando pasaba debajo de un farol. Sin mediar preámbulos lo condujo al interior de una ramada mientras le iba introduciendo su mano en el bolsillo, no precisamente con propósitos de hurto, sintió el recaudador. En la semioscuridad se percató de que adentro estaba solo y que la mujer ni siquiera había entrado. Por las separaciones de las varillas de las paredes alcanzaba a ver a otra mujer, más baja, que se acicalaba para él. Pensó que era la espía que le habían advertido que andaba detrás suyo, de modo que cuando ella entró a buscarlo a la ramada ya no sentía deseo sexual y trató de esconderse. La mujer escrudiñaba sin éxito; el recaudador se había logrado tapar con una esterilla. Ella daba vueltas alrededor suyo, no lo podía ver, y se fue, en el mismo momento en que entró la indígena entrada en carnes. Bailaron en el piso de tierra, el recaudador se le apegó al cuerpo y la sometió; pero entonces se metió la espía y ambas se besaron en la boca, delante suyo.
Por la noche, de vuelta a su pieza del hotel con el abrigo en el brazo, puso el sombrero en el colgador y se dispuso a recibir el llamado para ingresar a la puerta de la muerte. La habitación pesaba por su decorado y su luz ambiental, de la que emanaban sensaciones intranquilas y serenas. Primaban los colores café de la madera barnizada y rojo de la alfombra; reinaba un cierto olor a desodorante ambiental, a fragancia de vainilla.
La espera comenzó a tornársele molesta. No llegaba nadie. Salió a mirar hacia el largo pasillo y no divisó ninguna figura humana.
De pronto la indígena le dio tres golpes en la espalda, apurándolo, pero al darse vuelta ya se había ido.
"Por qué no vienen de una vez", se impacientó, como si ya quisiese estar muerto. La puerta de la muerte estaba al fondo de la habitación, frente a la entrada. Era un hueco negro abierto a lo desconocido. Pero no se atrevía a lanzarse por sí solo.

lunes, mayo 11, 2020

Avidez de sangre

Ascendió al trono empapado de sangre y su primera orden fue bañar de sangre las mazmorras; las voces de súplica circundaron su oído indiferente y pasaron de largo; el bostezo le sirvió de pantalla para idear los próximos ataques.
Pueblos enteros cayeron bajo el yugo, sometidos: la furia iba creciendo, se alimentaba de ella misma, de la sangre.
Gustaba de ver las rodillas en la tierra, los hombros inclinados; de oír al enemigo echando maldiciones en voz baja, su llanto desgraciado, el lamento de las vírgenes entregadas en bandeja a su carne flácida ahíta de placeres; de oler la sangre vertida en copas de plata.
Eso fue hace años, pero el pueblo es débil, busca con tesón al verdugo que le dé sosiego y cuando lo halla sacrifica la sangre de su hermano.
La fuerza doblega y cuando hay sangre de por medio, cuando la vida es la que está en juego, la fuerza impone el mandamiento de la sangre y arrasa con lo que se le ponga por delante, un animal desprotegido, una tribu ingenua, un país entero, un pariente sospechoso.
Ríos de sangre no apagan la sed del bebedor, el vicio, la sangre la almacenan en toneles pero no se calma la ansiedad.
Enceguecido de pasión, ya que nada le era suficiente, utilizó su propio brazo para desmembrar a su oponente y hacer correr la sangre; apenas la vio brotar sus ojos se acercaron al viscoso brillo y su lengua vigorosa se hundió en la fuente del placer.
El sometido cedió ante la voluntad mayor como el cordero que sacrifica su sangre por supremos ideales, historia hermosa tan contada en los altares y fogatas.    

lunes, mayo 04, 2020

La mujer y el circo

El circo en caravana pasaba por la callejuela de adoquines; al tomar la curva una mujer se asomó a mirar por la ventana del segundo piso. El enano vio su silueta detrás de las cortinas y pensó: desearía estar allí.
La mujer oyó un ruido que venía de la calle. Se asomó a la ventana y vio que pasaba un circo. Desearía estar allí, pensó con un cigarrillo entre los dedos. El espejo de su pieza reflejaba a un hombre mayor tendido en la cama.
Acabada la función, el circo se adueñó de la periferia solitaria, recogido en sus carromatos; el enano untó el pan en el plato de sopa y bebió dos copas de vino antes de acostarse en un lecho blando con vista a las estrellas.
La mujer dormitaba ante la chimenea encendida en la habitación aledaña, con un libro abierto en el regazo.

viernes, mayo 01, 2020

Los diez ladrones muertos

En la profundidad de una noche plena de turbulencias, confusiones y tormentos visitaron mi casa diez ladrones, y los diez estaban muertos o cuidaban bien de parecerlo; mi intuición lo confirmó al adivinarles la cara debajo de la tela de gasa que los cubría de pies a cabeza. Los diez eran de etnias diferentes, todos altos, de recias estampas. Se alinearon y me fueron hablando uno a uno.
Di algo, me apretó el primero, porque vengo a robar tus pretensiones
Callé, no dije nada, y el ladrón se llevó mis pretensiones
Vengo a robar tus deseos al anochecer, dijo el segundo, el más alto de los diez
Callé, me fui debilitando y perdí para siempre mis deseos trasnochados
El tercero de la fila ordenó que le entregara mis últimas certezas
Callé, aliviado, ¡esperaba este robo desde niño y no llegaba nunca!
Avergüénzate, vengo a robar tus momentos de placer, dijo el cuarto, con aires de profeta
Callé, avergonzado, qué poco ya me iba quedando
El quinto ladrón se llevó mi pluma creativa
¡Una pluma falsa!, era el menos ducho de los diez
Vengo a robar tus pesadillas, me amenazó el siguiente
Callé y pensé cuánto las iba a echar de menos
El séptimo empezó a recoger mis bienes materiales
No, eso no, eso sí que no
Vengo a robar tu salud, dijo el octavo
Me sobresalté; la noche reveló males alargándose por debajo de la piel como raíces
Con sus manos grandes y ojos bondadosos, el penúltimo de la fila me robó la identidad
Grité, angustiado
Habló el décimo ladrón y dijo: me llevo los latidos de tu corazón
No me quedaba nada que ofrecerle a cambio, y el ladrón me robó los latidos del corazón

No suena bien mi honestidad entre los que mucho me conocen; no doy la impresión de ser honesto sino más bien mezquino, defectuoso, mis aires de grandeza no les llegan, me sitúan en las revolturas de la tierra, como extraviado en la polvareda.
Tanto me conocen que les nace el derecho a criticarme, a hablar de mí entre bastidores, a despertar mi paranoia. Y tras cartón a engrandecer mis virtudes mínimas.
Algunos quisieran que fuese como no soy para quererme más; otros recuerdan mi pasado para explicar sus temores propios, otros me ven partido en dos.
Y pensar que así es la vida, que eso soy para los que más me aman. Yo quisiera volar muy alto, pero en mi escrutinio nocturno solitario hay diez ladrones muertos recordándome que ellos tienen la razón.