El circo en caravana pasaba por la callejuela de adoquines; al tomar la curva una mujer se asomó a mirar por la ventana del segundo piso. El enano vio su silueta detrás de las cortinas y pensó: desearía estar allí.
La mujer oyó un ruido que venía de la calle. Se asomó a la ventana y vio que pasaba un circo. Desearía estar allí, pensó con un cigarrillo entre los dedos. El espejo de su pieza reflejaba a un hombre mayor tendido en la cama.
Acabada la función, el circo se adueñó de la periferia solitaria, recogido en sus carromatos; el enano untó el pan en el plato de sopa y bebió dos copas de vino antes de acostarse en un lecho blando con vista a las estrellas.
La mujer dormitaba ante la chimenea encendida en la habitación aledaña, con un libro abierto en el regazo.
Mi nombre no tiene importancia, mi edad tampoco. Sólo diré que mi título de Vicioso y Hombre Malo me fue conferido, tras estudiar la vida entera en su academia, por una milenaria formalidad ideada naturalmente por los hombres. Y que si de algo soy testigo es de un derrumbe moral que me ataca por todos los flancos y me obliga a sumarme a él, en el entendido de que la verdad no es otra cosa que aquello que todos tratan de ocultar.
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