Visitas de la última semana a la página

viernes, diciembre 30, 2011

Oración

Fuera, vanidad. Entra en mí, luz del universo. Hoy es el mundo del hombre, el adiós de las aristocracias. Y es la hora de mirar hacia lo alto. No soy nada sin ti, y a ti me debo. Te ofrendo mi debilidad. ¡Sana a los enfermos! y reconfórtame en mis fracasos.

miércoles, diciembre 28, 2011

La señorita Juana

Yo ya la conocía de antes, pero el día que me hizo sentir su presencia brutal fue durante un recreo, en la Escuela 1. Ella no era mi profesora. Mi profesora era la señorita Esperanza, que era linda y de la cual he admitido en otra ocasión que estaba tan enamorado como puede estarlo un niño de cinco años; es decir, profunda y completamente enamorado. La señorita Juana, en cambio, era fea, tenía cara de caballo, dientes de caballo y carácter de bruja. Con los años descubrí, para mi sorpresa, que de espaldas se transformaba en un portento, como esa diosa de dos cuerpos que aparece en la mitología de no sé qué pueblo. Morena, alta, delgada, caderuda y con zapatos de taco aguja que daban pasos enérgicos, que retumbaban a lo largo de toda la cuadra, la señorita Juana podía engañar a muchos hombres desprevenidos que la veían pasar rumbo al colegio o la veían salir del cine Rex junto a su esposo, una noche cualquiera.
Esa mañana, por alguna razón que no está al alcance de mi memoria, la señorita Juana se las daba de algo así como de inspectora y yo tuve que haberme portado mal, haber ofendido a un compañero, haber derramado la leche de mi jarro o haber dicho un garabato, no creo, pero algo malo tuve que haber hecho en ese recreo, porque ella me llamó la atención y en castigo me obligó a recoger una piedra. Yo el muy ingenuo me agaché y la señorita Juana me pegó a la maleta un puntapié en el poto. Su ataque provocó grandes carcajadas entre los alumnos presentes en el patio y en ella misma. Se reían a gritos y yo con la piedra en la mano, sin saber qué hacer.
Vino entonces la hora de mi venganza. La ideé en cuestión de centésimas de segundo. Consistió en llorar a moco tendido, con sacudidas y suspiros. A decir verdad, se trató de un llanto verdadero, un llanto de humillación contra la traición de la autoridad y un llanto contra mi propia ingenuidad, cómo haber caído tan fácil; pero ahora que han pasado los años debo confesar que le puse un poco. Hice una escena. Dramaticé. Y volví los hechos a mi favor. En efecto, desde el suelo vi cómo a la señorita Juana se le iba congelando la sonrisa, cómo se acercaba a mí, me tomaba de las manos, me limpiaba las lágrimas con un pañuelo y me llevaba a la inspectoría para darme un mejoral.
Nunca supimos si fue siempre tan agria de carácter o si se volvió así cuando el doctor le comunicó que jamás podría tener hijos. Su marido no tuvo ninguna responsabilidad en esa tragedia, porque con su segunda mujer fue padre de una linda niñita de pelo ensortijado, a la que bautizaron Paulette. En efecto, después de que la señorita Juana se murió de cáncer él se puso rápidamente en campaña. Antes de conocer a su nueva esposa trabó incluso amistad con una vecina separada, con tan mala suerte que al primer entrevero nocturno se percató por sus propias manos de que poseía un solo seno, ya que el otro se lo habían extirpado. Como mi mamá era una especie de recipiente de lamentos, la mujer se le quejó amargamente. Le contó que en el momento culminante "el vecino abrió así unos ojos y salió arrancando", cuento que nos llegó de segunda mano, como secreto que no se debía revelar por ningún motivo.
Don Armando, que así se llamaba el esposo de la señorita Juana, era un descendiente de franceses que usaba un bigote tipo Hitler al centro y fino hacia los lados. Tuvo sus 15 minutos de fama en el deporte del ciclismo rancagüino, de lo que se desprende que era dueño de un cuerpo atlético, pero ya había demasiados cracks para una ciudad tan menor, de modo que limitó la bicicleta al pedaleo entre su casa y el trabajo y cuando se compró una citroneta finalmente la vendió. Un invierno se subió a un avión y partió con la señorita Juana a Francia a conocer a sus parientes; a la vuelta ella le trajo un jarrón de cristal a mi mamá, que aún se conserva. Don Armando no tenía vicios, pero la señorita Juana le decía a mi mamá que prefería mil veces a un hombre como mi papá, que se curaba cada cinco días, antes que al sangre de horchata de su marido, lo que a mi mamá no le provocaba celos, ya que entendía la frase como un lamento de amiga. La mayor broma de don Armando consistía en tirarnos agua con la manguera por detrás de la pandereta. Cuando se compró la citroneta se iban juntos con mi papá a la Braden, un cuarto para las siete de la mañana; pero no siempre volvía con él, ya que el viejo solía quedarse en el bar Caletones o donde Juanico, ahuyentando sus penas.
Retrocediendo en la historia, por esos años del puntapié en el traste vivíamos a media cuadra, en la población Rubio. Aún no éramos vecinos casa con casa, como lo fuimos cuando ellos y nosotros nos cambiamos a la población Covimar, de la Cooperativa de Vivienda del Magisterio. Como don Armando y la señorita Juana no tenían hijos se habían llenado de animales, pero animales cautivos. En su casa pulcra y ordenaba, donde no volaba una sola mosca, había jaulas con pájaros y un montón de peces de colores en un acuario, que nadaban sin jamás tocarse. Con el Vitorio nos gustaba ir a ver el acuario. La caja de vidrio luminosa ubicada al final del comedor destacaba en ese ambiente completamente oscuro y apagado, como de película de terror, en el que sólo se oía el tic tac del reloj de pared. Una vez don Armando me invitó en su motoneta al río Cachapoal a recoger hierbas y alpiste para los canarios. El río Cachapoal quedaba a más de 4 kilómetros de la ciudad y se llegaba a través del Camino Longitudinal, hoy Ruta 5 Sur. Mi mamá me dio permiso porque sabía que yo lo que más quería era andar en motoneta. Como a las dos horas vio llegar a don Armando, quien estacionó la moto y entró a la casa con el alpiste.
-¿Y Huguito? -le preguntó.
-Bah, se me olvidó -le respondió don Armando, agregando desde ese día a su fama la de volado.
Me fueron a buscar y me hallaron cerca del río, a la orilla de la vía, caminando en dirección a mi casa.
No es bueno decirlo, pero creo que la señorita Juana odió siempre a don Armando, con toda su alma. En cuanto a él, parecía sentir por ella un cariño más británico que francés. En una de esas largas tardes tediosas de provincia, aquellas tardes en que mi papá no estaba y la señorita Juana visitaba nuestra casa para escapar un rato de su película de terror, le contó a mi mamá un chiste que las hizo reír a carcajadas, más a ella que a mi mamá. Iban dos amantes en un auto y la mujer le preguntaba al hombre si se la podía para manejar con una sola mano. Él le respondía que sí y ella le ordenaba, brutalmente: "¡Entonces saca un pañuelo y límpiate los mocos, cochino infeliz!". En otra ocasión llegó contando la escena de una película que la había impresionado vivamente, me parece que "Divorcio a la italiana". La protagonista le hacía cariño en el pelo al chofer del auto mientras se besaba con su esposo. Le gustaba contar historias así, y yo las oía porque siempre estaba presente, debiendo haber estado en otra parte, afuera o en mi pieza. Pero estaba allí, como una culebra regalona.
Pero así como ella odiaba, amaba. Al Vitorio lo convirtió prácticamente en su ahijado y fue evidente la preferencia que le manifestó cuando le hizo clases. A favor de mi hermano habría que decir, eso sí, que poseía una risa abierta y un carácter chispeante, altivo y resuelto, como a ella le gustaba. Durante una ceremonia de aniversario en la Escuela 1 representó el papel de madre en una obra de teatro con alumnos, entre ellos el Vitorio y el Toro Bastías. Había una muerte de un niño y la señorita Juana se metió demasiado en el papel. Dejó vibrando las paredes del salón de actos con su llanto desgarrador y a todos los presentes, con un nudo en la garganta. Hubo críticas contrarias de algunos apoderados y se sacó a relucir su esterilidad. La gente de Rancagua no era mala, pero vivía pendiente de todo, sobre todo de cómo se hacían y se decían las cosas en Santiago. El modelo de la clase media rancagüina estaba en cualquier señal que se alejara del alma minera que bajaba de Sewell, tan fuerte, casi inmanejable en su brutalidad y su instinto básico, de modo que un llanto desgarrador en un acto infantil, por muy teatral que fuese, no era bien visto.
Cuando se le declaró el cáncer negó su enfermedad hasta el penúltimo minuto. La última vez que entró a mi casa fue en la primavera de 1967. Se veía demacrada, ojerosa, pero aún con bríos. Estuvieron admirando los primeros brotes de la parra y mi mamá le prometió que para el verano se comerían juntas la uva rosada. Paseó por el patio fijándose en el pasto, las flores, los gorriones que se paraban en el guindo, las cuncunas que se desplazaban por las ramas, las mariposas, hasta las moscas que zumbaban, todo lo que oliera a vida. Yo la miraba a prudente distancia; no me atreví a acercarme a ella. No más de dos a tres semanas después se recluyó para siempre en su dormitorio, donde otra vez dio origen a una amarga polémica. Sin que nadie supiera cómo, se encariñó con un ex alumno, Ángel, un joven de unos 16 años, humilde y bien parecido. Lo veíamos entrar a la casa de la señorita Juana después de almuerzo, estuviera o no estuviera don Armando, para retirarse ya entrada la noche. Esa rutina diaria fue juzgada duramente por el vecindario y dio para todo tipo de fantasías y rumores. Los hombres tomaron parte por el marido y hasta las mujeres comentaban un escándalo del cual no había una sola prueba.
La señorita Juana murió el 8 de diciembre, antes de que la parra diera sus frutos. Eran cerca de las tres de la tarde cuando mandó a llamar a mi mamá. En la pieza estaba don Armando, un par de vecinos y un notario. Entre los cuatro le rogaban que firmara el documento que convertía a don Armando en único hederero; de lo contrario su plata de la jubilación se iría directa al Estado. La señorita Juana se salió de sus casillas y eso le hizo mal. Los echó a todos con un grito aterrador y en la habitación dejó solamente a mi madre. Hablaron algo, se quejó como pudo; a los pocos minutos arrojó una bocanada de sangre sobre la colcha y expiró.
Pasada una semana del funeral vimos salir a Ángel de la casa de don Armando. Se llevaba en un carretón tirado por él mismo la cama de su maestra, único bien que le heredó, a sabiendas de que sería visto por toda la cuadra, apostada detrás de los visillos.

miércoles, noviembre 30, 2011

El viejo contador

Cansado, con una gran deuda de sueño por pagar, envuelto en la monotonía y en sus eternos miedos, imaginando el paraíso del retiro, así amaba. ¡Le era tan difícil concentrarse en su amor! Cuando se sentía bien, enérgico, pensaba en cosas sucias y se olvidaba de ella, o le nacían celos ilógicos, lo que viene siendo una redundancia.
Ella, por lo demás, había dejado de hablarle hace mucho tiempo. ¿Lo amaría, aún?
En días como estos la buscaba, la espiaba; creía, como si se tratara de una posibilidad cierta, que a través de un acto impuro como el de rastrear su nombre la podía atraer hacia su corazón.
En el fondo se sentía abandonado, y el desaliento natural que surge de un sentimiento de esa calaña lo hacía dudar del amor de ella, no del actual, pues era irrebatible que de este pedazo de tiempo no podían brotar grandes esperanzas; sino del original, del resplandor que por un tiempo cubrió de luz toda la Tierra y su alma también.
¿Acaso no se había abandonado él mismo a su suerte, no se había hecho la víctima, obedeciendo al destino que lo marcó desde el inicio? ¿Cómo fue que ese resplandor no tuvo el poder de quemar la nave del pasado, con sus velas y sus mástiles, para dársela de regalo a los peces que se alimentan de naufragios? ¿O su intuición le decía que no era un resplandor tan sagrado como parecía, venido de la inmensidad más recóndita del Cielo, sino un fuego fatuo nacido bajo la losa de un cementerio?
En días como estos se hacía tales preguntas y no llegaba a nada. El cansancio lo vencía; pero el recuerdo del resplandor, cual chispa que arde en la mente a pesar de los años, alimentaba sus venas y así podía continuar con su vida.
Hubiese preferido alimentarse de su luz, no del recuerdo de su luz. Sin embargo no le urgía que otros lo hicieran. Era el tema de haberse bañado de ella, de la luz que desprendía, lo que lo trastornaba.
En el fondo estos versos en prosa intentan esbozar una alegoría de la locura. Al respecto se cuenta la siguiente historia. Un viejo contador de provincia, por una casualidad que no viene al caso detallar, accedió al libro de contabilidad de una empresa dedicada al rubro de la poesía. Hizo un trabajo correcto y entregó su informe, que en síntesis refrendaba el parecer de la compañía auditora. Al siguiente año empezó a esperar la llegada del libro con meses de anticipación. Cuando le llegó se sumergió en sus páginas, con tal pasión que no quería salir de ellas. Luego volvió a entregar su informe; la compañía auditora reparó en un par de fallas "por exceso de ímpetu", consignó. Al siguiente año pasaron los meses y el libro no le llegó. El contador lo tomó como un hecho de la causa y se rindió mansamente, sin protestar. Pero en las tardes de otoño pensaba ante la estufa a parafina que al menos pudo haber preguntado de qué se trataba todo esto, si era tan normal que le llegara un libro y después no le llegara más.
Hay tantos amores, tantas clases de amor, pero no cabe confundirse: quien ha sentido ese fulgor cae presa de la llama y jamás lo olvida.

lunes, noviembre 28, 2011

Reloj luminoso

Dos veces a la semana, la Mariquita llegaba cojeando a lavar y a planchar. Echaba la mañana entera en la artesa. La escena transcurría en el patio, que era un cuadrado claustrofóbico cubierto por un naranjo y por un parrón que daba uvas rosadas de un sabor que no he vuelto a probar en mi vida. Mientras la ropa se enjuagaba sacaba una prenda del montón y la refregaba con la escobilla sobre una tabla inclinada en un extremo de la artesa. Con el uso la tabla iba quedando lisa y de borde romo, daba gusto verla, duraba meses, hasta que le llegaba la hora y había que cambiarla por otra. En la tarde era el turno del planchado en la cocina. Me parece que la Mariquita siempre andaba de buen humor y cuando se iba con su paga no parecía cansada.
Dos detalles suyos me llamaban la atención. Uno era evidentemente la desproporcionada bola de guaipe y pedazos de género atados con cáñamo con que cubría el muñón de su pierna derecha (¿o era la izquierda?). Parecía que caminaba mejor con ese guaipe que con el pie bueno, al menos daba la impresión de que pisaba más blandito. El segundo detalle era su reloj luminoso, instrumento insólito en la mano de una lavandera y que ella me enseñaba con una sonrisa, cada vez que yo le pedía que me lo mostrara.
Aquel año, el 63, andaba antojado con los relojes que tuvieran calendario y fueran luminosos. Se los había visto a los grandes y hasta a varios de mis amigos de la plazuela Simón Bolívar. No lo puedo explicar, pero me parece que esa fue la primera señal inequívoca de que estaba empezando a dejar de ser niño. Mientras jugábamos en la plazuela hacía un paréntesis y le rogaba al Arratia que me enseñara la muñeca para verle el reloj. Lo examinaba atentamente y tomaba mis decisiones. Lo curioso era que mi padre coleccionaba relojes, pero no recuerdo que tuviese un reloj luminoso con calendario incluido. Para él no era importante, más valía la marca o que tuviera cronómetro; para mí, en cambio, un verdadero reloj debía ser luminoso y con calendario. De modo que me vi obligado a andar mirando otras manos, a inspirarme en manos ajenas.
Este tema del reloj luminoso me está resultando, al escribirlo, un verdadero y gran misterio. Me doy cuenta de que lo que fue un tímido deseo, el de tener un reloj luminoso, se fue transformando y creció a pasos agigantados hasta terminar ocultándolo todo. Sucede, como siempre les pasa a los obsesivos, que buscando lo verdadero se llega a un solo objeto y entonces nada más tiene valor.
Por ese tiempo mi papá me daba una mesada. Correspondía a la ayuda estudiantil que otorgaba la Braden al trabajador por cada hijo estudiante. Mi papá, en vez de incorporarla a su sueldo, nos la entregaba semanalmente al Vitorio y a mí. Le decía a mi mamá que era lo que correspondía, que esa plata no era suya. No era poca cantidad; de hecho, la ahorré durante todo el año y manifesté que la estaba juntando para comprarme un reloj luminoso. Llegado el momento, por ahí por julio o agosto, le pedí a mi papá que me acompañara a la relojería. Me llevó donde Schultz, que en Rancagua era como decir la Mercedes Benz de los relojes. Era un localcito ubicado en la calle San Martín, con una vitrina donde uno se podía pasar el día entero hipnotizado ante tanta variedad. Mi padre se sentía orgulloso de su hijo, continuador de su hobby, e hizo las presentaciones. Creo que Schultz no me vio ni como cliente ni como niño. Simplemente me saludó y se enfrascó en una conversación técnica con mi papá. Como buen especialista, el relojero era completamente miope y siempre andaba con una lupa en el ojo derecho (¿o sería el izquierdo?). Completaban su figura una generosa papada, una voluminosa barriga y unos suspensores sobre su camisa blanca a rayas. Tras el saludo me enfrasqué en el estudio de cada uno de los relojes a la venta, pegado al vidrio de la mesa. Eliminé de inmediato los que no cumplían con el requisito obligatorio, dejando para la gran final a cuatro o cinco aspirantes, que se fueron decantando naturalmente hasta llegar al elegido: un Delbana de 24 rubíes, luminoso, con calendario, números arábigos, horario, minutero, segundero, resistente al agua y con correa de metal. "Ese", le dije a mi papá y a Schultz, sacando la plata del bolsillo. Éste metió la mano dentro de la mesa de exhibición y lo retiró, puso la hora exacta, le dio cuerda y me lo colocó en la muñeca.
Durante al menos las primeras quince noches siguientes a la flamante adquisición me tapaba entero dentro de la cama y miraba la hora. Entonces "sentía una sensación".

viernes, noviembre 25, 2011

Rigidez

Cuando advierte que las circunstancias no le son del todo favorables construye sus defensas. Si se lo examina desde afuera puede parecer igual a los demás, pero bien sabe él lo que lleva dentro. No está claro si los que observan son de los mismos o de otra calaña; me atrevería a asegurar que esos genes, esas armaduras, fueron diseñadas hace mucho tiempo por la misma mano.
En el fondo es bastante sencillo de explicar. Hay un sujeto rodeado por miles de enemigos. Es como una ciudad fortificada de la edad media. Tal como en la ciudad, dentro del sujeto late el corazón, late la vida, se mueve la sangre de un sitio a otro y van creciendo los huesos y se alargan los intestinos. Los enemigos acechan y logran colarse de vez en cuando al interior, con resultados desastrosos. Así, el cuerpo se va haciendo cada vez más rígido. La armadura se llena de puntas filudas; se le refuerza el metal y las protecciones. Entrada la tarde ya se hace difícil penetrar. Los enemigos se han replegado a la sombra del bosque; ha conseguido lo que deseaba y el hombre puede gobernar su propio mundo.
He hablado expresamente del hombre, porque no hallo símil en la naturaleza. La cordillera es así. No esconde sus tesoros, sencillamente los contiene. No ha sido el ánimo de la tortuga llevar la caparazón por fuera, ni el del árbol cubrir la savia con la corteza. Él, en cambio, fabrica, se lo pasa en el taller, como el zapatero que no se cansa de remendar. Comienza en la mañana y termina al anochecer, con los ojos cansados y los dedos callosos.
Si no fuera por el resentimiento que va alimentando su alma sería muy feliz. Sus enemigos lo señalaron con el dedo y lo apartaron del campo de batalla, en buen castellano lo marginaron, lo arrinconaron, ya que no lo podían ganar para su ejército. Él se protegió con maestría, pudo vivir y viajó por el mundo, pero estaba marcado desde tiempos remotos y eso nunca lo olvidó. Se hizo incompatible estar con Dios y con el diablo y eligió la rigidez.

martes, noviembre 22, 2011

El Lucho intercede por nosotros en el campo de fútbol

Me cuesta recordar un hecho que generara más expectativas en mi espíritu infantil que el que pasaré a narrar. Los viajes a Santiago tenían ese encanto extraordinario de meterse de golpe, a la bajada del tren, en una ciudad gigante, gris y bulliciosa, plagada de calles, edificios de cuatro y hasta seis pisos, cines, pasajes interiores, jugueterías y restaurantes. En Santiago tomé por primera vez té en bolsita; no sabía qué hacer con la bolsa, me asustaba dejar al descubierto mi ignorancia ante los clientes que llenaban el local. El mozo terminó echándola dentro de la taza y se acabó. En Santiago probamos con el Vitorio, por única vez, los helados calientes, moda que se transmitió a Rancagua a través de la radio y que duró menos de un mes: era una mezcla absurda. Fracasaron estruendosamente. En Santiago almorzamos un día en el restaurante Germania. El tío Isidoro, que iba con nosotros, pidió erizos y de pronto vimos que se le asomaba por la boca un animal negro parecido a una jaiba, que huía de la caverna humana caminando por encima de la lengua. El tío Isidoro se reía de nuestras caras de espanto, la mía y la del Vitorio, y también la de mi mamá, no así la de mi papá, hasta que cerró la boca, aplastó al bicho contra el paladar y se lo comió. En Santiago vimos a Los cinco latinos, a Los santos y a La caravana del buen humor, en el auditorio de la radio Corporación. Allí también visitaba año a año al doctor Schifrin para que revisara si mi soplo al corazón avanzaba o seguía estancado, acechando. En Santiago mis papás se descuidaron y me dejaron solo al otro lado de la calle, a la salida de la Estación Central. Pude atravesar cuando un carabinero detuvo el tránsito especialmente por mí.
Pero aun esa gran fantasía hecha realidad una o dos veces al año, Santiago, pasaba a segundo plano si se la comparaba con una prueba para la selección. Incluso un rotativo con películas de jovencitos y de monos animados era sacrificable por una prueba en la selección. Hasta el día del cumpleaños. La Nochebuena con sus días previos tal vez no; ante tal disyuntiva habría que afinar la memoria para desempatar.
La prueba para la selección consistía en llegar a un centro deportivo, apenas comenzada la tarde, aceptando de buena gana el llamado del profesor. Allí se juntaban todos los niños de la escuela a quienes les gustaba el fútbol, que eran casi todos los alumnos, por no decir todos, salvo uno que otro como el Pierré o el guatón Berríos, que por vocación y genética eran malos para los deportes y por ser malos, lógico, evadían el fútbol. Las canchas de pasto estaban llenas de niños de todas las edades; vale decir, de ocho a 13 años, y los balones de cuero del tres al cinco volaban en una y otra dirección, mientras el profesor revisaba su cuaderno con un pito en la boca y los equipos se empezaban a formar.
Ignoro si hoy las pelotas de fútbol tienen número, pero antes sí lo tenían, y el número era muy importante. Las del uno casi no existían, creo que solo en una ocasión vi una con mis propios ojos: era casi del porte de una pelota de tenis, acaso un poco más grande. Por lo tanto, no se consideraban. Las del dos se usaban para jugar en los patios, pero tampoco eran masivas. Las verdaderas pichangas comenzaban con las pelotas del tres, de un tamaño realmente infantil, especial para dar puntetes o intentar vencer las leyes del chanfle. Como seguían siendo pequeñas eran lobas, no les obedecían lo que uno desearía a los pies. Las del cuatro eran las más populares. Venían siendo lo que significaban las del cinco para los grandes. La proporción con el pie infantil era perfecta. Las del cinco eran las profesionales. Solo se usaban en los partidos oficiales, por los puntos. Era un orgullo jugar uniformado a los ocho años en una cancha a todo lo largo, con árbitro, arcos con mallas y una pelota del cinco en equipos de once contra once. Lo hacía sentirse a uno un pequeño as, a pesar de que la pelota apenas saliera expulsada al dar el chute con toda la fuerza.
Esa tarde la cancha número uno se designó para los partidos de prueba y la número dos quedó para entrenamiento. Cuando los equipos salieron a la primera yo iba en uno de ellos y el Lucho ya se había arrimado al profesor. El primer partido de la tarde correspondía a la cuarta infantil; es decir, los más pequeños entre los pequeños, chiquillos de ocho a nueve años. Yo debo de haber tenido menos que eso, unos siete años, porque evidentemente era el más bajo de todos. Siempre me ha intrigado que durante la infancia los niños chicos resulten más simpáticos que los altos, los gordos y los flacos esqueléticos. En mi caso, ese prejuicio me era favorable y creo que a la larga el espejismo dejó huella: hoy, con mi estatura media, mis valores intrínsecos no me convencen y presiento que en algún momento fui engañado, me hicieron creer cosas que no era. De todos modos esa tarde contaba con un ángel protector. Con esa falsa inocencia de un niño de diez años, el Lucho le iba resaltando las virtudes de su primo hermano al profesor, sin decirle que era su primo hermano. Me imaginaba que le hablaba con voz firme y convencimiento, a juzgar por su manera de gesticular, que yo advertía desde la cancha. Sus consejos caían inexorablemente en tierra fértil y el profesor anotaba en el cuaderno, nótese que el adverbio nos subraya que no siempre el destino es trágico.
El Lucho me indicaba con el dedo y el profesor tomaba apuntes. Después de eso vino el penal.
Hubo en efecto un foul dentro del área y el referee cobró la pena máxima a favor de nuestro equipo. No recuerdo la razón, mas de pronto me vi ante los doce pasos, frente al arquero. Tomé vuelo, le pegué de puntete, la pelota se levantó e hizo inflar la red, tornando estéril la volada del goalkeeper. Fue un chute perfecto, al centro del arco, casi a ojos cerrados, y con los días creo que me lo relaté varias veces a mí mismo con esas mismas palabras, que por lo demás eran las que usaba Darío Verdugo en la radio Cooperativa Vitalicia.
El profesor ya había anotado, a instancias del Lucho, mis condiciones de velocista, mi juego por la punta derecha al estilo de Mario Moreno, con las medias caídas, y sobre todo el elemento distorsionador de la estatura. Yo sabía además que estaba jugando bien, porque esas ocasiones en que me hago notar siempre han constituido mi alimento. Me reconozco un apasionado frío, como esas bestezuelas que ven pasar la vida a través de un recoveco.
El partido terminó y el profesor me notificó que había quedado en la selección. El Lucho lo tomó como un triunfo personal y corrió a felicitarme pero volvió de inmediato junto al profesor, porque le tocaba el turno a su hermano. El Julio jugaba en la tercera infantil y era un tanto acaballado, algo tosco, de manera que los discursos del Lucho el profesor no se los tragaba tan fácil, aunque iban haciendo mella, al constatar, gracias a las palabras del niño que tenía al lado, que la entereza de ese jugador, sobre todo las chuletas de ese jugador que juega de cinco, profesor, ese de los cachetes colorados, generan respeto y hasta temor en el equipo contrario, fíjese, profesor, se llama Julio Mardones. De manera que un poco a su pesar y un poco convencido, finalizado el segundo encuentro el profesor anotó el nombre del Julio en la selección y el Lucho corrió a felicitarlo.
Ahora venía el turno del Lucho en la segunda infantil.
Salió vestido de arquero y jugó todo el partido, pero como nunca llegaron a su arco, salvo en una o dos ocasiones en que la pelota se paseó por el área sin mayores consecuencias, no pudo demostrar sus dotes y el profesor lo dejó fuera de la selección. Cuando vino a increparnos por nuestra falta de solidaridad, el Julio y yo seguíamos jugando, ahora en la cancha de entrenamiento. Escuchamos sus quejas airadas por no haberlo recomendado al profesor, sus indecentes epítetos, sus recriminaciones; nos hizo ver el egoísmo de nuestro actuar y eso fue todo, no había nada más que hacer.
En rigor, la anécdota fue esa y el recuerdo debiera parar aquí; pero la pluma se niega a volver a su sitio. El Lucho nunca logró formar parte de la selección de fútbol de la Escuela 1 en ninguna de las categorías, pero pocos años después después descubrió en el básquetbol y la natación su real vocación deportiva. Era admirado por las liceanas por su pelo ensortijado, sus mejillas rubicundas y su estatura de tallarín. Cada vez que encestaba en los grandes partidos contra el Instituto O'Higgins bajaba la vista y sonreía, asorochado, mientras se dejaba admirar.
En cuanto a la selección, no recuerdo un solo partido en que yo haya descollado. Me sucedió lo de siempre: al acceder al grupo de privilegio me replegué, temeroso, sintiéndome menos que los demás, y no lucí mis talentos. El único recuerdo que me quedó de ese paso por el fútbol escolar fue el de aquel día de noviembre, por esta misma fecha, en que por la mañana comí kilos de ciruelas verdes en el árbol de la abueli, por la tarde fui a jugar por la selección y cuando me aprestaba a volver sentí un violento retortijón. En vez de entrar a un baño del estadio decidí correr a todo pulmón a mi casa. Andaba de pantalón corto y me cagué a la primera cuadra; tuve que atravesar la ciudad completa con las piernas chorreadas, pasando por el centro, antes de que mi mamá me recibiera en sus brazos.

miércoles, octubre 19, 2011

Lo que no le fue revelado

En una isla de los mares australes de Chile, de esas perdidas en el mapa, vivían en variable armonía poco más de 200 habitantes de un pueblito consumido por la lluvia y el frío. A falta de párroco, la madera de la iglesia se fue carcomiendo por la humedad y los insectos, de modo que la gente optó por rezar en sus casas al atardecer. Tras las oraciones, los espíritus menos espartanos del género masculino se dirigían a la taberna, donde en animada charla o casi en completo silencio devoraban las horas, hasta que el tabernero les daba las buenas noches y tomando sus correspondientes senderos, que se conocían de memoria, regresaban a sus moradas sin hacer uso de sus linternas, a pesar de la oscuridad.
Destacaban en el grupo tres curiosos habitantes. Era uno de ellos un maestro que luego de jubilar había decidido vivir sus últimos años en esas tierras. Era, desde ese punto de vista, un nortino, un hombre de ciudad, un forastero. La desconfianza inicial que le regaló el villorrio pronto fue rota por la templanza y calidez de su carácter, que aunque sacaba a relucir una cólera soberbia cuando era agredido, sobresalía en general por su grandeza de corazón, propia de aquellas almas que desarrollaron un apostolado que acumuló dulzura de sobra en sus vidas.
Hízose amigo el profesor casi de inmediato de un hombre pequeño, de maneras caballerosas y sobresaliente discurso, aunque repleto de fuego interno alimentado por el rencor y las pasiones. Era una especie de jefe de la isla, nunca se supo exactamente bien su cargo; el hecho es que el verdadero dueño, que vivía en la zona central del país, le había encomendado administrar el insignificante territorio. El hombre minúsculo debía rendirle cuentas de su hacienda una vez al año.
Completaba el trío un habitante originario de la isla, hombre tosco pero no rudo, terco mas no imbécil, imbuido de esas ansias de conocimiento que solo se dan entre quienes viven encerrados dentro de un cuadrado. Trabajaba para el hombre minúsculo y su labor era contarle diariamente sobre "las cosas de la isla", definición ambigua que -tras contratarlo en calidad de informante- su superior le formuló se diría que a propósito. En la isla muchos rumoreaban que el informante era una especie de soplón que se había ganado el cariño del patrón a punta de llevarle datos, confidencias, cahuines y hasta mentiras y calumnias; otros tantos lo exculpaban argumentando que hacía su trabajo decentemente. Y había quienes lo apreciaban de verdad.
Cada noche el tabernero disponía una botella de vino para ellos. La hacían durar generalmente hasta cerca de las doce de la noche y no pocas veces pedían una segunda y hasta una tercera, que dejaban marcada cuando el tabernero comenzaba a carraspear; entonces pedían la cuenta, se ponían de pie y se iban, cada uno guardando sentimientos diferentes en su corazón. El maestro se marchaba satisfecho y como caminaba algo entonado, solía rozar la vegetación de los bordes del sendero y llegar a su casa con los pantalones empapados de arriba abajo, a pesar del impermeable, lo que no pocas veces desembocaba en afectuosas reprimendas de su mujer. El hombre minúsculo se retiraba cabizbajo, a veces risueño, otras airado. Si la negrura de la noche no hubiese sido completa, definitiva, de vez en cuando se le habría visto dar golpes al aire con los puños cerrados. El informante, en cambio, retornaba con una gran ansiedad originada en la insatisfacción, pues sus dudas crecían a medida que iba tomando conocimiento de ciertas cosas que antes ignoraba.
Durante el día cada habitante de la isla hacía lo suyo. La mayoría se arriesgaba a desafiar al mar, eran pescadores temerarios que gozaban del placer infame de la adversidad. Normalmente su premio consistía en descargar desde los botes róbalos, merluzas, congrios, corvinas y sardinas, que le vendían al tabernero o preparaban para ellos mismos y las demás familias a módico precio, o ahumaban para los tiempos difíciles del invierno, aquellos en que el mar les cerraba la puerta con grosería desde la misma playa. Muy de tarde en tarde el premio era absoluto. De cinco botes volvían cuatro. Las mujeres, que oteaban desde un acantilado estratégico, siempre angustiadas, distinguían con sus vistas de águila, por ausencia, el bote faltante y entonces abrazaban a la nueva viuda, a quien intentaban consolar con un extraño pésame. "Recibió el beso del mar, el niño está crecido". De ese modo el pueblo daba por iniciado el ceremonial de reemplazo del pescador por su hijo, ceremonial que tras el funeral simbólico culminaba por la noche, cuando el niño, vestido de pantalón largo, entraba a la taberna y compartía un vaso de aguardiente con los mayores, quienes bebían de pie, a su salud.
Otros pescadores, los menos arriesgados, vivían de lo que les entregaban los roqueríos y las profundidades accesibles; vale decir de locos, machas, ostras, jaibas, choros y peces de orilla. A diferencia de sus hermanos de mar adentro, que lucían pieles bronceadas y limpias, aunque resquebrajadas por el sol, el viento y la sal, los de orilla ostentaban vistosas cicatrices producto de sus contínuos choques contra las rocas, a raíz de la fuerza de las mareas que se veían obligados a enfrentar. Eran marcas de fuego que cultivaban inconscientemente, para que no los llamaran cobardes.
Había unos pocos cazadores; se internaban isla adentro y volvían varios días después con pájaros que mataban con hondas, más alrededor de una docena de conejos que caían en sus trampas. Bien vistas las cosas era el oficio menos peligroso de todos, pero gozaban de la secreta admiración de las mujeres, por ser aventureros; es decir, minoría.
Las mujeres se dedicaban a la casa y cultivaban hortalizas en invernaderos cuyas protecciones de plástico debían reponerse al menos cada dos semanas debido a las ventoleras que azotaban la costa.
El día del terremoto encontró a los tres amigos en la taberna. Eran cerca de las dos de la mañana cuando la tierra empezó a temblar. Al principio se miraron entre todos, sin hablarse. Era noche de sábado, la taberna estaba llena. Cuando se hizo evidente que la fuerza era superior, atávica, unos pocos se arrimaron a la puerta y otros salieron a la intemperie y vieron con sus propios ojos cómo las altísimas copas de los árboles se batían a duelo entre ellas; en tanto, el tabernero se abrazaba a la estantería de los licores, tratando de salvar los que pudiera, a riesgo de que le cayeran las botellas y el mueble entero encima. Terminado el movimiento, que duró entre dos y tres minutos, vino la hora de las decisiones. Allí se comprobó que el hombre minúsculo no había nacido para lidiar con casos como el que por su rango le estaba tocando dirigir. Entró en demasiadas contradicciones, no hallaba por dónde empezar ni cómo organizar a la gente. El informante hubo de recordarle que la naturaleza le había enseñado a la isla que luego de un terremoto como ese sobreviene un maremoto aún más dañino. Apenas el maestro escuchó esta frase corrió a buscar a su mujer, pues su casa, junto a las de los pescadores de orilla, estaba ubicada cerca de la playa, contradiciendo la antigua costumbre de edificar en el bosque que subía hasta el acantilado, para protegerse tanto del mar como del viento. Alcanzó a llegar minutos antes de que se produjera la catástrofe. Halló a su mujer tiritando, con la Biblia en las manos. La tomó suave pero resueltamente del brazo y se la llevó hacia las alturas. Caminaron más rápido de lo que jamás hubiesen imaginado y cuando lograron acceder al promontorio donde se reunía el pueblo entero fueron testigos de una visión apocalíptica: el mar se había recogido unos tres kilómetros y en su lugar, iluminado por la luna, surgía el destello escamoso de miles de peces que se revolcaban en la arena, a punto de la asfixia. Reinaba un silencio desconocido para los árboles de la isla, que no agitaban una sola rama, permitiendo oír un ronquido extraño y profundo que emanaba desde lejos. Era la voz del mar que anunciaba su regreso, como si volviera a consumar una venganza contra los atrevidos que lo habían expulsado abruptamente, lo habían obligado a recogerse, a humillarse ante las demás fuerzas de la naturaleza. El mar arrasó con todo lo que halló a su paso y los peces pudieron reintegrarse a su ambiente natural, mezclados con tablas y techos de alerce, sillas, salamandras y zapatos de cuero.
Hubo dos muertos y tomó varios meses reconstruir el muelle, los senderos más bajos y las casas desaparecidas. La ensenada adoptó una nueva forma y los pescadores de orilla procedieron, contumaces, a levantar sus viviendas casi a ras de mar, pensando que no antes de cien años la isla padecería el azote de otro maremoto. El maestro y su mujer, en tanto, optaron por arrendar una pequeña casa en el bosque, que había quedado vacía cuando la viuda que la ocupaba decidió irse a vivir con su hermana menor. En las labores de reconstrucción de la isla el hombre minúsculo sí que desempeñó un papel sustancial. A su cerebro le venía de perillas la planificación reposada y como desde el continente llegó ayuda material, pronto el trabajo conjunto y sabiamente organizado convirtió las huellas del terremoto y maremoto en unas pocas marcas, visibles expresamente para conservar la memoria histórica.   
Ese año la isla vivió su otro gran fenómeno. Un crucero de lujo recaló a unos dos kilómetros de la costa y los turistas descendieron en botes a conocer tan escondido territorio que, luego se supo, el capitán les describió como "una isla virgen, sin contacto con la civilización, una isla de salvajes". Tras la natural desilusión de los norteamericanos, japoneses y europeos que viajaban en la nave, al ver que los habitantes se parecían a cualquier otro ser humano, vino una oferta del mismísimo capitán, que encendió los ánimos de los isleños jóvenes. Les ofreció siete cupos laborales en el crucero, tres para ayudantes de cocina, dos para el aseo, uno para la percusión secundaria del grupo musical y uno para servicios varios. Los muchachos, que jamás habían pensado salir del lugar, entraron en ebullición y rápidamente organizaron un concurso interno para llenar las vacantes. Ni se les ocurrió que antes necesitaban de la aprobación del Consejo y cuando chocaron las dos fuerzas, la juvenil resultó superior, pero con el tiempo eso produjo catastróficos resultados. Los seleccionados se embarcaron por la tarde y prometieron escribir. Los que se quedaron adoptaron un aire de resignación y hasta de alegría, mas con los días muchos de ellos, la mayoría, comenzaron a entrar al unísono en una condición que el hombre minúsculo inmediatamente diagnosticó como de depresión profunda. Hechas las entrevistas correspondientes a los afectados y a sus padres llamó a sus dos amigos a discutir el tema en la taberna. Así entonces, cuando los tres se reunieron esa noche, había una misión que analizar y discutir.
El tabernero, vivamente interesado en el tema, pues dos de sus hijos habían escuchado el canto de las sirenas, siendo uno de ellos arrastrado por ellas y el otro sumido en la tragedia del fracaso por culpa de ese mismo canto, quiso emitir opinión. El trío decidió escucharlo para aumentar las posibilidades de remedio del problema, pero pronto se dieron cuenta de que sólo oían lamentos de padre que, por muy sinceros que fuesen, no contribuirían en nada a sacar a la isla de su nuevo estado, estado que se balanceaba entre la recesión y la revolución; o sea, entre la pesadumbre y la ira, fenómenos ambos causados por la frustración. El tabernero les hablaba con el corazón; en aquellos momentos resultaba el órgano más inapropiado para resolver el puzzle planteado por el capitán y su crucero. Sin embargo fue escuchado y consolado. El maestro le hizo ver que el hijo viajero enfrentaría nuevos mundos que le abrirían los ojos y que el hijo derrotado aprendería tarde o temprano de su fracaso. Nada estaba escrito en esas dos vidas y bien pudiera ser que al final el más exitoso resultara ser el derrotado. El hombre minúsculo le agregó que escribiría al dueño de la isla para que éste se comunicara con la compañía propietaria del crucero, de manera de hacer que la nave volviera cada dos o tres años a renovar la cuota de isleños que a partir de ese momento conformarían la tripulación, estableciendo una especie de sistema de becas que serviría para aumentar el prestigio mundial de la firma naviera. El informante, que lo conocía no mejor, sino más, se limitó a palmotearle la espalda. El tabernero les sirvió la segunda botella con una expresión de melancolía que ellos nunca habían visto en su rostro, y luego retornó a la barra a atender a los demás clientes.
Esa noche los tres amigos se habían sentado en el rincón más apartado para hablar con mayor libertad de este crucial tema, el de las consecuencias que arrojaría la apertura del horizonte en los jóvenes isleños. Cuando el informante iba a tomar la palabra la taberna entera escuchó un grito desgarrador proveniente del bosque. Era una mujer, anunciaba que habían empezado las reyertas y que un muchacho de pantalones cortos estaba botado a la orilla del camino principal, echando sangre por la boca entre estertores. Algunos pescadores bajaron a mirar, pensando en sus propios hijos. El joven ya había muerto. Lo rodeaban unos siete chicos, varios de ellos de pantalones largos, y la versión resumida por ellos fue una sola: él tuvo la culpa, todos tuvimos la culpa, nadie tuvo la culpa. El velorio fue más triste que todos los anteriores, porque el pueblo adivinó que esa muerte no cerraba capítulo alguno, sino que abría una historia de alcances inimaginables. Hubo además un pacto. Esa muerte y las que probablemente vendrían no saldría de los límites de su territorio. El hombre minúsculo aceptó el trato con gran incomodidad; lo aceptó porque no tenía otra salida. Lo habían obligado a jurar poniendo una mano en la Biblia. El hombre minúsculo tuvo esa vez la primera señal de que había dejado de ser el mandamás. Desde ese momento pasaba a ser un rey de papel.
Los funerales del muchacho se realizaron a la noche siguiente. No fue sepultado sino arrojado al mar desde el acantilado, envuelto en una bolsa con piedras. Cayó medio a medio de las olas, entre dos inmensos roqueríos. Casi toda la isla se hizo presente y la oportunidad de evadirse del ritual fue aprovechada por los tres amigos, quienes vieron luz en la taberna y entraron, decididos a retomar el grave asunto que había quedado inconcluso la víspera. Se sentaron de nuevo en el lugar más apartado, esta vez como prueba inequívoca para el tabernero de que no querían ser molestados. El tabernero les llevó la botella marcada poco más abajo del cogote, sirvió tres copas y se retiró con aire resentido. Había aprendido la lección, pero le dolía que la pena que lo embargaba a él mismo pasara a engrosar el mundo de los recuerdos olvidados y que esos tres clientes, entre los que se contaban un forastero, un rey de papel y un eventual soplón (pensaba en esas características con resquemor), se concentraran en sus propios asuntos, sin siquiera intentar un consuelo. Todo eso que sentía el tabernero lo adivinó el informante de una ojeada, pero se mantuvo fiel al grupo.
Inició la conversación, como siempre, el informante. Haciendo preguntas, ya se sabe. Al recordar el cambio provocado por el paso del crucero preguntó qué iba a ser del pueblo. Tanto el maestro como el hombre minúsculo entendieron que la pregunta se refería, en lo inmediato, a la muerte del muchacho a manos de sus amigos, de modo que fue el maestro quien dio su parecer a continuación. Tras beber un largo sorbo y comentar que el vino había mejorado con el transcurso de las horas, tal vez por haber "respirado lo suficiente", lamentó con sinceridad la tragedia del joven, a quien meses atrás había enseñado una lección. El hombre minúsculo se interesó vivamente por el caso y quiso saber detalles. El maestro les pasó a contar que meses atrás caminaba por uno de tantos senderos que llevan a la playa, en uno de sus acostumbrados paseos matinales, cuando sorprendió al muchacho masturbándose detrás de unos arbustos. El muchacho se dio cuenta y huyó, avergonzado. Días después se encontraron en la playa y el maestro lo saludó cortesmente. El chico le dio las gracias y volvió a huir. A la semana siguiente se toparon en la playa y el joven de nuevo le dio las gracias. Esta vez el maestro lo detuvo y le preguntó a qué se debía su extraña conducta, eso de dar las gracias y escapar. Costó unos buenos minutos sacarle al muchacho la verdad, porque estaba cohibido. Finalmente le confesó que el primer día había pensado que él lo acusaría a sus padres y que eso lo aterrorizaba. Cuando comprendió que el maestro no había abierto la boca se sintió en deuda y por eso actuó así. Ahora que se lo revelaba sentía alivio. El maestro sonrió, lo abrazó con ternura y le explicó que ese día él no había hecho nada malo y que su único pecado fue no haber tomado mayores precauciones. Con gran delicadeza se fue internando en la esencia del problema, que parecía ser el terror que al muchacho le inspiraban sus padres. Éste le confesó que se sentía culpable de causarles la mínima incomodidad, debido a que ellos lo daban todo por él, al menos eso era lo que veía. Su madre trabajaba el día entero en la casa, cocinando, limpiando, lavando, cuidando la huerta, alimentando a las gallinas; su padre era uno de los más viejos pescadores de mar adentro y cualquier día el mar le cobraría el crédito a largo plazo. Como ese día no llegaba el muchacho se sentía cada vez más culpable, porque no se podía poner los pantalones largos y seguía siendo un niño para su familia y para la isla. Era el hijo mayor y sus hermanitos ya comenzaban a burlarse de él. El maestro entendió que el tema era serio, ya que lo que en realidad deseaba el joven era que su padre muriera, para dejar de ser un lastre, mas ese solo pensamiento le retorcía los intestinos y lo tenía en un estado difícil. El maestro entonces cargó sus dos manos en los hombros del muchacho, lo miró fijamente y le explicó que el destino dispone un tiempo para que se cumplan sus designios y que ese tiempo no pertenece a la naturaleza humana, sino a la naturaleza divina, de modo que si él hacía lo posible por satisfacer los sueños de sus padres, como de hecho ocurría, podía dormir tranquilo, mientras el destino no lo llamara "a jugar un nuevo papel en el carrusel de la vida". El hombre minúsculo sonrió levemente al escuchar la última frase pronunciada por el maestro con una pequeña traba en su lengua, se hizo un nuevo brindis y se ordenó otra botella, acompañada esta vez de un róbalo escabechado con papas cocidas. El informante contó que el muchacho había muerto en una apuesta, fue todo lo que logró saber, porque los demás jóvenes se empeñaban en guardar el secreto. Antes de que el tabernero les sirviera el pescado, y quizás por la felicidad que le provocó la perspectiva de la cena con vino y amigos, el informante se sintió abatido y enclaustrado; de pronto se levantó y declaró que tenía que salir un momento al aire libre. El hombre minúsculo y el maestro le preguntaron si le pasaba algo y el informante les contestó una vaguedad; ambos lo miraron con preocupación cuando salió de la taberna.
El informante bajó trotando hacia el muelle; era un camino que ordinariamente le tomaba diez minutos pero que esta vez hizo en cinco. No sabía exactamente lo que buscaba, pero al llegar lo tuvo claro. A pesar del frío y de unos goterones que anunciaban noche variable -las nubes se iban combinando, revolviéndose y separándose con el correr de los minutos, dejando ver cada tanto la luna creciente y el paso de aves nerviosas que se recortaban sobre ella- se desnudó y se arrojó al mar, dispuesto a aguantar lo que le permitiera su carne. Nadó por necesidad, para entrar en calor. Cuando estuvo a unos cien metros del muelle, entre los dos inmensos roqueríos que le servían de puntos de orientación, sintió un estruendo: era la bolsa con piedras que contenía el cuerpo del muchacho y que caía al mar desde el acantilado. La bolsa intentó flotar y se hundió lentamente. Dos pájaros levantaron vuelo, el informante nadó en torno al espacio donde cayó la bolsa y regresó a tierra firme, mientras desde el cielo se desataba una tormenta. Ascendió lleno de bríos y ánimo renovado, cubierto de mar y lluvia. Cuando llegó a la taberna la luz estaba apagada y sus amigos se habían ido.
En las semanas que siguieron la isla no experimentó novedades de tipo social. Un temporal inacabable dejó en suspenso el gran cambio que se gestaba. Los frentes se sucedían uno tras otro, con lluvias torrenciales y vientos espantosos que arrancaban árboles de cuajo; es un decir, siempre se dice lo mismo, pero así es la memoria, olvida fácilmente la crisis o le parece que cada nueva crisis es superior a las anteriores. En este sentido debe levantársele un monumento a la experiencia del miedo, una de las pocas a las que el cuerpo no se logra acostumbrar, a pesar de que cuando la sensación se acaba la mente aterriza y coloca al momento vivido en su sitio verdadero en el ránking del recuerdo. Aun así los tres amigos, los únicos que se atrevían a desafiar al tiempo, se las arreglaron para reunirse en la taberna, ya que su necesidad de vivir la amistad era irracional y más grande que todo. Las puertas de la taberna se abrieron sólo para ellos y el tabernero los recibió con unos ojos explosivos, los ojos de alguien que está a punto de volverse loco por el encierro. Encendió fuego en el horno, amasó el pan y mientras se cocinaba bajó de la viga un pescado ahumado que sirvió con cebollas crudas aliñadas con sal gruesa, vinagre de manzana y aceite de oliva. Enseguida descorchó una botella "por cuenta de la casa" y se largó a hablar como un río correntoso, sin que nadie lo pudiera parar, durante unos veinte minutos. Tenía el alma hinchada de pensamientos y necesitaba eliminarlos. Los tres amigos entendieron su problema y lo escucharon atentamente, mientras el pescado y el vino iban desapareciendo ante su vista. Cuando el pan estuvo listo el tabernero pareció volver a sus cabales. Fue al armario, sacó un trozo de queso, un salame, bajó otro pescado de la viga y descorchó la segunda botella. Entonces hablaron del temporal, de "la maldita isla", de los mares australes y cada uno recordó asuntos que se le vinieron a la cabeza. El tabernero, que poco a poco se sentía mejor, dando paso su amabilidad compulsiva de los primeros instantes a una alegría cálida y sincera, contó que su vivencia más extraordinaria la tuvo en su época de juventud, cuando era pescador. Cierta madrugada, echada la red, de pronto vio venir un temporal. Era una sola nube negra, sin matices, como muralla de edificio que empezó a cubrir el cielo. Recogió la red, apenas contenía unos cuantos peces, y remó hacia la playa con todas sus fuerzas, pero algo lo hizo darse vuelta. Era una enorme ballena azul que salía a la superficie, a pocos metros de su embarcación. Justo entonces desde el cielo, ya completamente negro, nació un rayo que recorrería por lo menos un kilómetro, sino más, para caer sobre el lomo del cetáceo, carbonizándolo al instante. El tabernero, todavía asombrado por el recuerdo, comentó que en el último segundo el rayo, que venía hacia él, se había desviado hacia el peso mayor, de modo que concluyó, convencido, que la ballena le había salvado la vida.
El hombre minúsculo dijo, asombrado de veras, que le parecía una historia increíble, pero que por ningún motivo se atrevería a dudar de ella y ofreció un brindis por el tabernero. Los cuatro alzaron sus copas y bebieron al seco. Luego las copas se volvieron a llenar. El hombre minúsculo relató a continuación su propia experiencia imborrable relacionada con la lluvia, "bastante menos espectacular que la de nuestro anfitrión", se disculpó con elegancia, obligando a los demás a presionarlo para que contara su anécdota, con frases de apoyo. De esta manera pasó a narrar que hace unos doce años, mucho antes de llegar a la isla, y desempeñándose como jefe de comunicaciones de una gran compañía salitrera, le correspondió organizar una gira periodística a las plantas de María Elena y Pedro de Valdivia, en pleno desierto de Atacama. Con su habitual maestría adornó el relato con descripciones de personajes y ambientes, que eran las que les daban el verdadero sabor a sus historias. Dijo, por ejemplo, que la primera noche y por indicación suya al momento de cursar la invitación, todos los periodistas debían reunirse al momento de la cena vestidos de terno y corbata. Y así se hallaban en esa oportunidad, en efecto, alrededor de una vieja mesa ovalada de roble dispuesta en el centro del salón, siguiendo la tradición de los antiguos dueños ingleses de la salitrera. Las cortinas estaban corridas; desde el salón se advertían frondosos tamarugos, únicos árboles en aquella zona del desierto. Estaban dispuestos a hacerle honor a la abundante cena cuando el hombre minúsculo notó que faltaba un comensal. Era un joven reportero que compartía habitación con otro que trabajaba para la televisión y que al ducharse se había pasado a llevar la frente con la regadera, ocasionándose una herida sobre cuyas características todos bromearon que a la vuelta no iba a saber justificar ante su esposa. Comisionado por el grupo, el herido fue a la habitación a apurar a su compañero. Cuando entró lo halló sentado en la cama, los codos apoyados en las rodillas y las manos en la cara, con una expresión de general decaimiento. Le hizo ver que la cena estaba servida, pero el joven reportero no le contestó. Le preguntó qué le sucedía y tras unos momentos de indecisión éste se atrevió a contarle que la maleta se la había hecho su mamá y que dentro de ella no venía ninguna corbata, por más que buscó, como en efecto lo delataba un alto de ropa sobre la cama, de modo que le pedía por favor que pretextara ante el grupo que estaba sufriendo una indisposición gástrica. El herido volvió al salón, relató la historia, se produjo una risotada y el asunto se resolvió en segundos, cuando otro periodista fue a su habitación y sacó una corbata de repuesto, que le ofreció gentilmente, aceptándola el joven reportero con mucho gusto, ya que su apetito había crecido ostensiblemente.
El maestro le insinuó al hombre minúsculo que, por lo que había entendido, su historia trataba de una lluvia. Este le dijo "para allá voy" y continuó el relato. Contó entonces que a la mañana siguiente el grupo salió temprano a conocer las plantas salitreras, comenzando por la de Pedro de Valdivia y terminando en la de María Elena. Había visto tantas veces lo mismo, con otras delegaciones, que mientras los periodistas oían la disertación de uno de los gerentes, provistos de cascos y ubicados en una esquina de un galpón lleno de polvillo blanco, él sintió la necesidad de escaparse. Tomó un vehículo y llegó a un barranco desde el cual se veía, a unos 300 metros de distancia, una serpiente de agua que cruzaba el desierto: era el río Loa. Bajó y al llegar al río, que es como decir un arroyo cualquiera en otro punto del país, se sacó la ropa y se bañó en un pequeño pozo creado naturalmente por una conjunción de rocas. El agua era cristalina y estaba increíblemente helada, pero arrastraba unos componentes químicos que le ensuciaron la piel, quedando como si se hubiera echado barro amarillo. Entonces, de la nada, comenzó a llover. Caía el agua del cielo como gasa húmeda; luego distinguió las gotas y al rato era una lluvia común y corriente para su recuerdo de oriundo del valle central, pero extraordinaria para los antecedentes históricos del desierto de Atacama, lluvia que se mantuvo durante todo el día, dañando buena parte de los caminos y obligándolo a modificar la agenda del programa: las visitas de la tarde se suspendieron y la delegación se concentró en la casa de huéspedes, donde mataron la tarde bebiendo whisky, jugando a las cartas y contando anécdotas.
El maestro se disponía a relatar su propia historia cuando el hombre minúsculo lo interrumpió suavemente para indicarle que su recuerdo no terminaba allí. En ese instante se ordenó una tercera botella y el tabernero corrió a buscarla, tratando de no perderse detalle de lo que faltaba del relato, aunque no fue necesario que parara tanto la oreja, ya que el hombre minúsculo decidió esperarlo a él y a la botella. Se descorchó, se llenaron las copas, el maestro comentó que le parecía que el vino estaba más áspero que el anterior, siendo de la misma marca y cosecha, y el hombre minúsculo reinició su historia. Dijo entonces que unos seis a ocho meses después de ese acontecimiento le correspondió acompañar a una nueva delegación al mismo lugar, y que se maravilló al encontrar el desierto tapizado de flores. Era como si un avión hubiese lanzado chorros de pintura de los más diversos colores, alfombrando la tierra hasta la base de la cordillera de los Andes y dejando únicamente dos serpientes azules que se arrastraban entre la paleta de colores: eran el río y la carretera de asfalto. Había sido un testigo privilegiado del desierto florido y en homenaje a aquel día de lluvia en que se bañó en el Loa, acabada por la noche la cena "de terno y corbata", abrió dos botellas de whisky etiqueta azul para sus invitados.
El informante tomó la palabra antes que el maestro y pasó a contar que la experiencia vivida por el hombre minúsculo le recordaba una que había vivido él mismo días antes, en la isla. Al igual que su amigo, él también sintió la necesidad urgente de escaparse, pero no se atrevió a confesárselas, ni en ese momento ni después. Lo que lo asombraba, trató de precisar, relativamente alterado, era que el hombre minúsculo tomara esa necesidad de huir de su grupo de invitados a las salitreras como algo natural, en circunstancias que él traducía su experiencia de esa noche en la taberna como algo extraño, casi enfermizo, digno de guardar en secreto. El maestro y el hombre minúsculo sonrieron al unísono ante esta candorosa confidencia y comentaron que ya les parecía que esa noche algo raro le había pasado, aunque no le dieron mayor importancia. El informante les explicó que a su juicio las personas deben tratar de conservar la calma y no dar a conocer sus emociones, aun si están entre amigos, porque la vida privada es de cada uno y las cosas de la mente cuesta explicarlas, de modo que esa noche bajó a la playa a nadar porque quería darle una salida a su inesperada angustia y no halló forma mejor que esa para hacerlo. Los amigos entendieron su hipótesis, aunque no la compartían, y los tres bebieron otra copa. El tabernero solo escuchaba; daba la impresión de que le aburría el relato del informante. Este culminó la narración contándoles lo que había visto en medio de las olas; es decir, la caída del cuerpo envuelto en la bolsa con piedras. El clímax de su relato resultó apresurado y la historia acabó abruptamente, sin estilo. Tras contarla el informante se sintió ansioso, como en desacuerdo consigo mismo, como si quisiera seguir hablando, pero sin saber de qué. Los amigos comentaron algo sobre las casualidades y entonces el maestro tomó la palabra. Refirió una anécdota fallida, ya que partió de la base errada de que sus dos amigos conocían al personaje y la circunstancia que lo envolvía, de modo que  la falta de contexto la tornó poco menos que indescifrable. Trataba de alguien, al parecer un amigo al cual le debía un antiguo favor y a quien había invitado a pasar una temporada en su departamento en la playa. Dijo así: un día mi amigo intentó hacerse el simpático y le quiso dar una tierna sorpresa a mi mujer, llevándole a la cama la bandeja con el desayuno. Mi mujer despertó de repente y al ver frente a ella al bobalicón mirándola fijamente a los ojos soltó un alarido y estiró los brazos en afán de defensa, derramando el contenido de la bandeja sobre la colcha. El informante le preguntó si se trataba de ese amigo chicoco colorín del que hablaba a veces y el maestro respondió a media voz que sí, tratando de no ofender al hombre minúsculo por el asunto de la estatura. El informante le preguntó si había algún antecedente erótico en el historial de ese amigo; el profesor terminó por molestarse y lo trató de tonto, le dijo que nunca entendía nada. El informante protestó por la descalificación de que había sido objeto y buscó la complicidad del hombre minúsculo, pero éste solidarizó tácitamente con el profesor, a juzgar por las carcajadas que le dedicó al informante. Éste insistió en que faltaban detalles para formarse un juicio cabal sobre la historia. El profesor hundió más el dedo en la llaga y declaró que "el inteligente no precisa detalles de lo que no le fue revelado, los intuye". El informante contraatacó reclamando que la historia del profesor no trataba de lluvia alguna, ante lo cual el profesor le echó la caballería encima, replicándole que jamás habían acordado hablar de lluvia, lo que en estricto rigor era cierto. El hombre minúsculo sonreía y atribuyó la diferencia entre sus amigos a las tres botellas, lo que también en estricto rigor era cierto. En ese momento el informante levantó su copa y dijo brindo por el curagüilla, mirando de reojo al profesor. El tabernero avisó que cerraba, para evitar peleas.
Esa noche se produjo el primer quiebre entre los tres amigos y cada cual se marchó por su propio sendero. Aunque no había recibido más que un pullazo, y de rebote, a esa hora el hombre minúsculo era el más nervioso de todos. Resolvió abruptamente desviar su camino al sentir el llamado y pasó a ver a la mujer del bosque, a la que todos consideraban loca. Era una viuda de unos 45 años, quien como tantas había perdido a su marido en el mar, pero que a diferencia de las demás no se había resignado a seguir la suerte del resto, que era soportar la viudez mientras no hubiese consenso popular sobre el reemplazante en el lecho. Esta mujer vivía sola en una vivienda descuidada en medio del bosque y en sus noches de celo emitía un aullido suave, que imitaba el ulular del viento, para dar a entender que podía ser visitada por cualquiera, fuese hombre o mujer. Como en el pueblo alguien había corrido la voz sobre unas supuestas infecciones que transmitía su vagina, sus llamados no eran obedecidos públicamente por nadie, menos aún en noches de tormenta como la de esa ocasión, de modo que el hombre minúsculo se dirigió confiadamente al nido de amor y tocó a la puerta. La mujer lo reconoció por el modo de golpear la madera y salió de inmediato, semidesnuda, ya sabía lo que le gustaba a él. El hombre minúsculo la agarró violentamente de la cintura y con una fuerza desmedida la arrojó al barro acumulado entre la hierba, donde la montó como animal, sin que la viuda opusiera la menor resistencia. Luego ambos se lavaron en una charca formada por la lluvia y el hombre minúsculo siguió su camino, furibundo. Antes de entrar a su casa lanzó varias veces los puños al aire. Los golpes tenían el objetivo de alejar su frustración, pero esta vez lo que lograron fue abrir sus heridas. El hombre minúsculo veía cómo pasaba el tiempo y no conseguía ascender. Concluyó por enésima vez que las cosas no eran como el dueño de la isla le había asegurado al darle la misión. No lo enviaba para administrar ese pedazo de tierra como otros no habían sabido hacer, sino que lo nombraba jefe a secas para sacárselo de encima. Así eran las cosas y esa noche la llaga abierta le volvía a recordar que necesitaba más poder; que la isla no le era suficiente, que la isla lo desterraba y lo estaba enloqueciendo. Al entrar encendió la luz y se agachó para mirarse en el espejo de medio cuerpo instalado sobre un pisito, mas de pronto se dio cuenta de la ridiculez que había fabricado para engañarse a sí mismo y quebró el vidrio de una patada. Pensó con angustia cuándo asumiré mi baja estatura, cuándo asumiré mi baja estatura. Puso los restos del espejo sobre la pared a una altura normal, se miró lo que pudo verse y se echó a dormir con la ropa puesta sobre la cama, cubriéndose con tres frazadas de lana de oveja.
La mañana siguiente fue radiante; el sol resplandecía y las mujeres iban por allí mirando hacia la hierba mojada, para no dañarse la vista. El día anterior el cielo estaba cubierto; hoy se veía completamente azul, de lado a lado. Era de esos días totales en que el viento filudo se metía por cualquier resquicio de la piel. Los pescadores habían salido al mar como alienados, llevaban demasiados días metidos en sus casas mirándoles las caras a sus hijos, quienes no se cansaban de pedir comida; desde el acantilado la escena se parecía a una carrera de botes. Los cazadores se internaron en el bosque y el informante notó que no había jóvenes, que los jóvenes habían desaparecido, que tal vez se habían reunido en algún lugar secreto para debatir el asunto que los martirizaba, de modo que recorría las casas buscando datos que lo llevaran a su paradero. Como esta vez nadie se los quiso dar, aduciendo los más ingenuos pretextos, como por ejemplo una mujer que le dijo que debía volver a la cocina porque se iba a subir la leche, se dirigió a la capilla, donde solía pasar las horas cuando no tenía mucho que hacer. Y allí estaban todos, debatiendo a puerta cerrada. Se escondió entre los árboles, ya que si se pegaba a las paredes más de alguien lo vería, tan carcomidas y separadas estaban las tablas del recinto consagrado a Dios. Adentro había mucho movimiento, una vibración de pasos y voces que hacían resonar el piso y ensanchar y reducir las formas de la capilla, como si ésta fuese un corazón. Al informante, sin embargo, le resultaba casi imposible diferenciar las palabras que salían de esa masa de madera y carne; la única palabra que se repetía constantemente era crucero, crucero, pero no había forma de entender el contexto en que se pronunciaba, lo que se estaba tramando. Más tarde salieron todos y se dispersaron; a los pocos días las reyertas dieron paso a los incendios selectivos.
Cuando se le preguntó por la noche, en la taberna, el informante recordó la reunión secreta pero no dijo nada, sino que al día siguiente volvió a la capilla, para buscar señales. Entró y la examinó; se hallaba tal como siempre, derruida, agonizante, aunque pudo sentir el soplo de vida dejado por los jóvenes. La vieja foto de una pintura que representaba a Cristo estaba donde mismo, en la pared tras el altar, sostenida con clavos oxidados. Le pareció que había envejecido un poco más. Para el informante esa foto era la única manera segura de comprobar el paso del tiempo, la fragilidad del pasado. Siempre que entraba a la capilla le notaba algún cambio; en esta ocasión se había producido una fisura casi invisible en el margen superior izquierdo. En el mismo sentido, el conjunto de los tonos de la foto continuaba su marcha hacia la degradación. Mas lo que lo alertó en el sentido sociológico fue una cruz milimétrica en los pies de Cristo, hecha a propósito por alguno de los jóvenes. El informante la describió con el máximo detalle a la noche siguiente, ante sus amigos, tratando de llevarlos a la conclusión de que había sido una acción menor, inofensiva, motivada por el aburrimiento o el afán lúdico del autor presente en esa extraña reunión conspirativa. Pero era evidente que el hombre minúsculo no pensaba lo mismo, tampoco el maestro. Y hasta el informante se convenció de que él tampoco pensaba eso.
Según el maestro, la cruz era una prueba más de la revuelta que germinaba entre los jóvenes, sumada a la pérdida de sus valores. El hombre minúsculo rebatió su argumento y presentó una hipótesis que hablaba de la inexistencia de valores supremos; decía que éstos cambiaban con el tiempo y que no había que asustarse de ello. Con la imprudencia que lo caracterizaba, el informante le preguntó cuál era entonces su misión como jefe de la isla, momento en que el maestro y el hombre minúsculo intercambiaron miradas con altanería, dejándolo al margen de ese guiño intelectual. Conocí un país, dijo el maestro, en que un burro quiso entender un crucero, subrayó la palabra, y no halló nada mejor que subir por la pasarela y meterse a la sala de máquinas para dar con la clave de su funcionamiento. El hombre minúsculo rió a carcajadas y agregó que cuando entró a la sala de máquinas el burro se encontró con el fogonero, quien lo distrajo de su misión a tal punto que el crucero zarpó con el burro adentro. Reían ambos, no así el informante, quien aparte de no comprender la fábula sospechó que estaba dirigida a su persona. El maestro ordenó otra botella, pero el hombre minúsculo pretextó un dolor de estómago y se retiró casi sin despedirse. Cuando entró a su casa se sirvió un agua de menta y se sentó a estudiar la situación, bastante más intranquilo de lo que había aparentado minutos antes con sus amigos. Los incendios se sucedían con un ritmo desconocido y aunque por el momento resultaban todos controlables, le parecía que en dos o tres semanas como máximo la crisis terminaría llegando a oídos del continente, con la consiguiente pérdida para su imagen.
Cuando el buque Cirujano Videla ancló frente a la isla los jóvenes experimentaron una desilusión subterránea. En primera instancia, la gigantesca forma metálica velada por la tiniebla matutina se les antojó que correspondía al mítico crucero. Luego, al comprobar la verdad, sintieron que el temor les coartaba las ansias de expresión. Todos los demás, en cambio, sintieron alegría y de pronto salieron a relucir ante los miembros de la delegación los achaques más insospechados. Viajaba en el buque, en efecto, un cuerpo sanitario que integraban tres médicos generales, un dentista, un oftalmólogo, enfermeros y asistentes. Se improvisó una especie de clínica en la capilla, la que se dividió en cuatro para que se pudiera examinar a toda la gente de la isla que requiriera de atención, en el menor tiempo posible. Mientras sucedía esto el hombre minúsculo y el capitán, acompañado de un hombre de mediana estatura y sonrisa fácil, se reunían en la oficina del hombre minúsculo. El capitán le presentó al hombre de sonrisa fácil como su reemplazante en la gobernación de la isla. El desconocido le dio la mano y le extendió además una carta enviada por el dueño. El hombre minúsculo la leyó a la velocidad del rayo y experimentó una sensación de júbilo y decaimiento sicológico que apenas pudo disimular. Sus clamores habían sido escuchados, el dueño lo llamaba al continente para confiarle una misión más elevada. Pero también le comunicaba que su reemplazante asumía el poder de la isla con el título de Gobernador Plenipotenciario, título que él nunca tuvo. Sin embargo primó en él la alegría de la partida y sin pensarlo dos veces abrió una botella de whisky que mantenía en el aparador, sacó tres vasos y los tres brindaron por los nuevos tiempos. Con astucia, el hombre minúsculo llevó entonces la conversación hacia el tópico que le interesaba y confirmó sus esperanzas: al parecer, nadie fuera de la isla había sabido de las reyertas y los incendios. Durante el día en que tuvo lugar el cambio de mando el hombre minúsculo se cuidó muy bien de que se filtrara la menor arista de la crisis. Más tarde todo quedaría en manos del hombre de sonrisa fácil, harina de otro costal.
De modo que al atardecer el hombre minúsculo se hallaba en la orilla del muelle con sus pertenencias, pensando por qué el nuevo jerarca era portador de ese título. Eso daba a entender que algo se sabía, que a sus espaldas alguien le había ido con cuentos al dueño y que podría suceder perfectamente que el supuesto ascenso fuese figurado, especie de antesala de un próximo despido ignominioso. Mientras aguardaba la aparición del zodiac que lo trasladaría a la nave se encontró con el maestro y su mujer. También traían maletas. Los dos amigos dejaron a la mujer a cargo de las maletas y se retiraron a un rincón a conversar. El hombre minúsculo le contó de su ascenso; el maestro lo felicitó sinceramente y le confidenció que a instancias de su esposa esa mañana había accedido a examinarse la próstata, debido a que estaba teniendo problemas para orinar. El médico se la encontró desproporcionada y lo instó a dirigirse de inmediato a un centro de salud de alta complejidad, pues lo más probable era que padeciera de cáncer, aunque en esta etapa el pronóstico era alentador, le aseguró. El maestro había tomado la noticia con tristeza, pero pronto se formó la idea de que el mal era tratable y de que con fe, obediencia y dedicación saldría adelante. Volvieron al sitio donde estaba la mujer del maestro con las maletas y se encontraron con el informante, quien se enteró de las dos noticias prácticamente cuando sus amigos subían al zodiac. Apenas alcanzaron a despedirse; el informante tuvo la ingenuidad de declarar a media voz que los echaría de menos, pero era obvio que sus amigos estaban pensando en otra cosa.
El zodiac se alejó y a la distancia los vio subir al barco con cierta dificultad, por una escalera lateral. El barco hizo sonar la sirena y zarpó a su destino último, el continente. En la isla la situación había quedado revuelta; los jóvenes se dirigieron espontáneamente a la capilla para debatir. A los pocos días se desataban nuevos incendios, que resultaban sumamente difíciles de controlar para el flamante Gobernador Plenipotenciario. Como nadie lo llamaba, el informante se percató de que tendría que presentarse por sí mismo ante la nueva autoridad. Cuando lo hizo, mostrando el contrato vigente, reparó en que, salvo su talento, del que sólo él tenía una relativa seguridad, nada le garantizaba la mantención de su puesto. El hombre de sonrisa fácil lo escuchó atentamente y lo recontrató, pero rebajándolo de grado. Al abandonar su oficina para ir en busca de datos que ya no serían claves para la marcha de la isla, porque el Gobernador Plenipotenciario también había contratado a tres personas más para desempeñar las mismas funciones, tan acogotado se sentía ante las críticas circunstancias en que se veía envuelto, el informante sintió rabia hacia el hombre minúsculo y también hacia el maestro; le pareció que lo habían dejado abandonado en el momento menos oportuno, descubrió con amargura que él nunca saldría de la isla y que la amistad que el trío decía profesarse se había sustentado en meras circunstancias del destino. Luego, cabizbajo, comprendió que estaba especulando sobre fantasías personales y que lo único cierto, ahora muy visible, era que durante todo este tiempo, años completos, había descuidado imperdonablemente a su propia mujer y a sus hijos. Se dio cuenta de que ellos ni siquiera le ocupaban una parte de su pensamiento, a pesar de que vivía para mantenerlos, esa estaba resultando ser su gran contradicción. De modo que por la noche entró más temprano que nunca a su casa a tratar de recomponer las cosas.

Fin

sábado, octubre 15, 2011

Acorralado

Como todos los seres humanos, tengo razones de sobra para estar airado, enojado o indignado. Y de hecho me siento así al menos cuatro a cinco veces en el día. Mi temperamento proclive a las venganzas ha venido incubando indignación desde la infancia, debido a que me enseñé a mí mismo que nunca había que levantar la voz, porque no era bueno desobedecer. Mi indignación es el producto de mis pequeños fracasos diarios, multiplicados por los años que tengo de vida.
¿Cómo se entiende entonces que me sienta cercado, acorralado, por las cosas que estoy viendo que pasan? ¿Y cómo se entiende que no marche, incluso que me indignen las marchas con las que el pueblo se llena la boca?
No es mi propósito repasar lo que ha sido mi vida, pero si no lo hago no se entendería lo que digo y pasaría por un momio, un viejo retrógrado, un fascista más de los que pueblan el planeta. Quizás lo sea, quizás la que viene a continuación es la definición perfecta de "viejo retrógrado". En ese caso no habría más que echarle tierra al asunto y sentarse ante la puerta de la casa a esperar ver pasar el cadáver del momento.
Nací en una ciudad de provincia
Viví en una población
Mi padre era obrero
Alcohólico
Faltaba al trabajo
Cada tres días llegaba ebrio
Era un tormento
Mi madre era profesora
Mi meta era sacarme sietes
Y regalárselos a mi madre
Soñaba despierto que mi papá se moría
Nunca dejé de quererlo
Me preparé yo mismo, di la prueba y entré a la universidad
Estudié gratis
Me cambié una vez de carrera
Volví a la original
Me recibí, entré a trabajar y me casé
Entre medio viví la Revolución en Libertad, el Imperialismo Yanqui, la Vía Violenta hacia el Socialismo, la Unidad Popular, la Revolución de las Flores, el Maoísmo, el Frente de Estudiantes Revolucionarios
Hice montones de colas para comprar pasta de dientes, cigarros, aceite, jabón y un cuantuay
Marché frente a La Moneda el 4 de septiembre de 1973
El Golpe me sumió durante 17 años en una especie de estado de tiniebla
No se me ocurrió otra cosa que trabajar, criar a mis hijos, mantener la familia
Endeudarme para comprar una casa, abrir tarjetas de crédito
Pagar las cuentas religiosamente
Sin chistar
Voté por el No en los tres plebiscitos
Llegó la democracia y yo estuve ahí
Trabajando igual que siempre, fiel a mi empresa
Prosperaba como prospera una hormiga que no ve más allá de cincuenta metros
Para qué seguir
De gusano me transformé en ciudadano apetecible
De pronto todos me deseaban
Los bancos y sus ofertas, las compañías de teléfonos celulares, los servicios de TV cable, los supermercados, las isapres, los fondos de pensiones, las grandes tiendas, la asociación de fabricantes de jaulas para canarios
Me preguntaba por qué tanto cariño y al fin me respondí
No fue tu talento, no fue tu creatividad, no fue tu imaginación
Fue tu obediencia
Hoy es tiempo de desobediencia, de indignación, de impaciencia
Contra aquello que nos ha estrujado hasta la última gota de nuestra sangre para procesarla, exportarla y enriquecerse a costa de ella
El momento que he esperado sin saberlo, desde que tengo uso de razón
Pero me siento acorralado, temeroso, asustado, viejo
No soy caballito de batalla, ni de joven lo fui
Los fuertes empujan todos contra el demonio gigante
Los cobardes callan
Siento que el mundo se va a dar una vuelta de campana y perderé lo poco y nada que logré construir
Qué fácil resulta en las revoluciones burlarse, despreciar a los hombres como yo
No saben, o lo disimulan muy bien, que después de las revoluciones viene el Nuevo Orden
El concierto de cerebros supremos
Que se rigen bajo las órdenes del Gobernador
Que distribuye la verdad suprema
A todos por igual
Se hacen los que no saben que en el Nuevo Orden siempre habrá los que ganan y los que pierden
Y que el porcentaje será el mismo que ahora, antes y siempre
Porque jamás alcanzará igual para todos
De eso podrían indignarse
Los marchadores románticos
De su propia ingenuidad

jueves, octubre 13, 2011

Runy

Sus afanes de felino imberbe lo llevaron más lejos de lo que ordenaba la prudencia y murió tan cerca de su casa, la casa de sus amigos, amos no, como si desde el pavimento teñido de la calle quisiera volar a la puerta y no pudiera y se quedara tumbado con el golpe brutal, luminoso.
Vivió para explorar y no conoció el peligro. Fue salvado de las aguas por humana mano cálida que lo resucitó al nacer; creció rodeado de cariño, lo quiso hasta su enemigo natural.
Tuvo solo dos vidas, le faltaron cinco. Ese fue el destino de un gatito que viniendo a un mundo que no conocía salió tan pronto a desafiarlo.
Dormía por las tardes, daba gusto verlo echado en el sofá, calentando su cuerpo estirado con los rayos del sol. Ahora yace bajo tierra húmeda, la misma de donde vino, la misma que alimenta con las rayas de su piel.
Había olvidado el sabor de la muerte, la angustia del recuerdo que choca contra la base de la gran muralla china, los abrazos y hasta los llantos de pésame. Había olvidado las caminatas deprimentes y el mundo me las recuerda de golpe.
El mundo es una boca colosal que va comiendo y comiendo sin parar, cambiándolo todo para colmar su ansia infinita de renovación.
Pero hasta el mundo tiene sus días contados. Llegará el día en que será tragado por su padre. Ese será el día de nuestra venganza, pero no viviremos para disfrutarla.

viernes, agosto 12, 2011

Los héroes de la colina

A los héroes de la colina era relativamente fácil divisarlos, aunque por momentos sus figuras recortadas en el horizonte desaparecieran como bajo el vaivén de una ola. El problema insoluble, para quienes mirábamos el espectáculo a la distancia, consistía en saber quién hacía de líder. A primera vista parecía ser una forma borrosa, algo pequeña, la primera mirando de izquierda a derecha, que daba saltos y se hundía tras la colina, reapareciendo al instante. Luego alguien reparó en una figura alargada que trotaba al centro, con su lanza en ristre. Mi fiel amiga puso su atención en "el señor que está entre los dos escudos". Efectivamente, uno de los héroes marchaba sin protección, pero rodeado de soldados con escudos.
Habíamos comprado las entradas más baratas, en la galería. Un chico pasó vendiendo café. Mi amiga me insinuó que hacía frío. Paré al chico y le ordené dos cafés; ella me lo agradeció. Noté que sus manos temblaban de frío. Las mías, en cambio, estaban tibias. Recibí el cambio; el muchacho se alejó. Entonces pudimos ver mejor.
Éramos pocos esa tarde. El llamado no había congregado a la multitud que esperaban los organizadores. Mi amiga especuló que la gente se había cansado de ver siempre lo mismo. A pesar de que en voz alta le rebatí, afirmando que los espectáculos de sangre nunca dejan de llamar la atención, algo de razón le encontré.
En el intermedio nos pusimos de pie, como los demás espectadores. El viento subía por las rendijas de los tablones. Miré al piso y de pronto advertí que el chico del café estaba debajo de nosotros, mirándole los calzones a mi amiga. Cuando me vio huyó, pero hizo mal, porque yo me iba a guardar el secreto. Lo encontré divertido. Ella no se dio cuenta de nada.
Los héroes se habían sentado en la hierba. Algunos parecían fumar; otros se habían puesto a comer, a juzgar por el típico sonido de las cucharas y los tenedores cuando chocan contra los platos de lata.
Durante el segundo tiempo apareció un helicóptero y efectuó disparos. Desde la colina la voz grave de uno de ellos excitó a los héroes y todos juntos se arremolinaron en torno a la nave, en un afán suicida. Uno a uno fueron cayendo, víctimas de las balas. Luego el helicóptero remontó vuelo y desapareció tras la colina.
Tomamos un taxi, que nos fue a dejar a nuestro lugar de siempre. Los garzones atizaban el fuego y la chimenea ardía. Un grupo de señoras colgó sus abrigos de pieles en los percheros y se enfrascó en agradables conversaciones. Los platos y los jarrones humeantes iban y venían en bandejas voladoras, despidiendo deliciosos olores. Pedimos dos onces completas. Mi amiga seguía cabizbaja, no lograba levantar cabeza. Le pregunté derechamente qué le sucedía. Me contó que hace unos días había ido a la calle Meiggs y había visto que en una pajarería tenían gallos adultos a la venta, en jaulas tan pequeñas que los gallos se veían obligados a vivir con el cogote inclinado, día y noche. Resolvimos enviar una denuncia al diario, a la sección Cartas al director. Así se hizo, pero nunca supimos si la carta dio sus frutos.

lunes, agosto 08, 2011

2011. Reinvención de Martin Niemüller

Primero fue la Primavera árabe
Yo no dije nada porque no era árabe
Perdón, ahora que recuerdo dije Qué frescor que nos llega de la Primavera árabe
Luego vino la Primavera judía
Y no dije nada porque yo no era un judío
Miento. Dije Vaya también los judíos qué interesante
Luego marcharon los estudiantes
Y no dije nada porque no era estudiante
En realidad pensé Lindo ejemplo
Luego se metieron con Grecia, Portugal, Irlanda
Y no dije nada porque no era griego ni portugués ni irlandés
Para mis adentros pensé Qué flojos, lo quieren todo a cambio de nada
Los indignados ocuparon la plaza de Madrid
Y no dije nada porque no era madrileño
A mí, maní
Luego le doblaron la mano a Estados Unidos
Y no dije nada porque no era norteamericano
La verdad fue que dije Ya era hora, Tío Sam
Luego incendiaron Londres
Y no dije nada porque no era inglés
Incluso me atreví a bromear ¡Arde Londres! recordando "Arde París"
Esta noche han entrado las hordas a mi casa
Y no dije nada, más bien pensé
Ya no hay nada que hacer

viernes, agosto 05, 2011

El derviche

Se tiende a pensar que en un principio fuimos todos iguales y que así debiésemos ser tratados siempre, como iguales, pero hace unos días leí que los cromañones venidos de África provocaron la extinción de los neandertales que vivían en Europa mediante el simple expediente de irlos corriendo a las peores zonas del continente, a las más frías e inclementes, con sus lanzas de mayor alcance. Dicho esto, la hipótesis me hace pensar que ya desde el principio no fuimos iguales. Si fuese así; es decir, si esa hipótesis fuese cierta, este consagrado axioma social que condena la injusticia de la desigualdad, especie de mandato bíblico reinante hoy en día, no pasaría de ser una romántica ilusión.
Alguien podría decir que cromañones y neandertales no son lo mismo, y que en cambio la raza humana sí es la misma. Es verdad, pero entonces, ¿cómo sucedió que mientras ciertos países africanos se mueren de hambre, en Japón, por poner el ejemplo de una nación que no se caracteriza por poseer tesoros debajo de la tierra, haya tanta riqueza?
La raza humana es la misma, de allí que todos los problemas del mundo habitado por el hombre llegan al final a la misma raíz, pase lo que pase: se deja al hombre crecer a su antojo o se le controla. Si el hombre crece libre, los más poderosos terminan aplastando inexorablemente a los más débiles. Si se le controla, los débiles, que son más numerosos, terminan imponiéndose a los más fuertes.
El hombre ayudado se siente seguro y esa comodidad y confianza lo llevan al descuido. Nadie trabaja de más, a menos que esté enfermo de la mente. El hombre asediado actúa acuciado por el miedo. Su imaginación está obligada a despertarse. Si no lo hace, muere y si lo hace, vence. Las teorías sociopolíticas se han cansado de hablar de esto y aun no asoma una síntesis en el horizonte.
Contaba mi amigo Juan Rocha Astete que un derviche llegó a un pueblo con un saco de talentos para repartir. Lo subieron a un promontorio y se instaló la gente a su alrededor. Desde allí preguntó: ¿Cómo quieren que reparta los talentos? ¿A la manera de Dios o a la manera del hombre?
El pueblo gritó con una sola voz:
-¡A la manera de Dios!
El derviche abrió el saco y esparció los talentos al viento. La masa se lanzó enfervorizada a recogerlos. Los menos, los afortunados, se hicieron de docenas cada uno. La mayoría pescó unos pocos y a muchísimos no les tocó nada.
Cuando el derviche se iba, el puebo le presentó su amarga queja.
-Nos sentimos estafados -le lloraron-, no fue lo que pedimos.
El derviche habló:
-Ustedes lo quisieron a la manera de Dios. Si hubiésemos repartido los talentos a la manera del hombre habríamos organizado la cosa de tal manera que todos recibieran la misma cantidad.

miércoles, agosto 03, 2011

Todas las cosas evidencian estar mal

De pronto, todas las cosas del mundo evidencian estar mal. Las llaves gotean, las economías tiemblan, los jóvenes protestan, los políticos pierden la razón, los reguladores no entran en los balones de gas de las estufas, los cordones se desabrochan de los zapatos en medio de la calle, los esposos se hacen pillerías, los médicos se enferman, desaparece la comida en África, fallan los motores de los autos, los payasos no hacen reír, el Sol amenaza a la Tierra, los amantes no se encuentran, los ricos acumulan sus riquezas y los gatos se mean en los cojines.
Todo se sabía, no había necesidad de aviso. Era cosa de abrir los ojos.
Vienen grandes cambios, es una época de cambios.
Todos saldremos perdiendo. El mundo será un poco peor que antes y así podremos seguir viviendo en relativa calma.

jueves, julio 28, 2011

Insatisfacción

Nací insatisfecho; nunca supe la razón. Mis primeras fotos lo delatan: aparezco viendo las cosas con un aire de molestia, como si el sol me diera de frente. ¿Habré intuido un reflejo irritante en el ojo de la cámara? ¿Alguien me quiso hacer reír con una majadería? No lo sé, no lo recuerdo.
Más tarde me hicieron entrar al colegio, aunque debo confesar que yo mismo quería meterme dentro de esa boca de lobo, tal vez por ese afán tan humano de repetir y repetir hasta el cansancio lo que hacen los demás. Quería, en efecto, entrar al colegio; lo deseaba con ardor, tanto que mi madre me inscribió un año antes de lo que me correspondía. Inicié así una nueva escalada. La misión era demostrarles a mis semejantes que yo no sólo era capaz de llevar el ritmo de la clase, sino hasta de ir uno o dos pasos adelante.
Aún no asumía la insatisfacción; a cada minuto se me abrían caminos infinitos y el tiempo no bastaba para transitarlos. El día era una interminable sucesión de hechos. No imaginaba que esos hechos, en el fondo los mismos de siempre aunque parecieran diferentes cuando me asaltaban a cada vuelta de la esquina, esos hechos eran los ingredientes para el caldero donde se estaba cocinando mi mente. Mi ser veía hechos y mi ser se fundía con sus consecuencias, creando nuevos hechos a partir de los anteriores, de tal forma que el final resultaba ser casi siempre el que yo había planificado antes de que los hechos sucedieran, ¡qué paradoja! Desde luego, hablo del producto final como lo hace un niño, que piensa que todo es para siempre, que cada hora es definitiva y que cada día es un universo.
Así eran mis días y así llegué a la juventud, que encendió mis pasiones y consumió gran parte de mis energías, pues ya había llegado el tiempo de empezar a demostrar, lo que significaba competir. Y competir no era el juego fraternal y bienintencionado que nos pintan las películas inglesas, sino la sucia maquinación que tejen los miembros de las razas sobrepobladas cuando el reparto se hace escaso.
Pude sobrevivir, mientras muchos de los míos iban cayendo. Me logré levantar y me gané mi puesto en la sociedad; nada envidiable, pero para mí, un tesoro. Aun con los pies en el barro, pero ya pisando un fondo relativamente firme, me asenté, hice familia, contribuí a que el mundo siguiera girando y sentí verdaderamente, con cándida pasión, el último de los placeres, el placer de la conquista, aquel que se goza el día antes de que llegue la peste.  
Comencé entonces a tomar conciencia de la insatisfacción. ¿Para esto había vivido? ¿Para esto me había preparado tanto? ¿Para esto había pisoteado sin querer, por omisión, a mis propios semejantes? Llegaba a fin de mes con dinero en los bolsillos, es cierto; muchos se veían obligados a recurrir a préstamos para lograr lo mismo. Mis hijos crecían, sanos. ¡Cuántos niños vi morir a diario en mi barrio, en mi ciudad, en las noticias! Mi mujer me amaba, no como otras que hacían de la traición un diabólico vicio. Cuando me sentía solo entraba a la iglesia, me arrodillaba en la oscuridad y miraba hacia más allá de los vitrales, buscando a Dios. Dios bajaba de lo alto, me acompañaba unos momentos y yo abandonaba la iglesia en paz. ¡Cuántos de mis hermanos, a esa misma hora, se debatían en la angustia que genera el ateísmo! ¡Cuántos de ellos eran perseguidos, acribillados por las armas del poder! ¡Cuántos caían en el vértigo de la evasión a través de una pastilla comprada en la farmacia!
Como dice el lugar común, lo tenía todo para ser feliz, y sin embargo me sentía profundamente insatisfecho.
Recurrí a un sacerdote, hombre de edad madura y firmes convicciones. Lo había conocido durante un retiro y me pareció que se acordaba de mí. Cuando me saludó y me miró a los ojos fabriqué una infeliz asociación: uní el vago recuerdo del religioso con la amnesia de la meretriz visitada por libertinos presumidos que esperan mantenerse frescos en su memoria. Conversamos un momento, me tomó las dos manos con fuerza y me incrustó la fe, medio a medio de la frente. Sentí cómo sus manos de padre y sus palabras de profeta me traspasaban su energía y abandoné el confesonario en un estado de éxtasis, pero el éxtasis me duró justo hasta el momento en que un conductor me echó un par de palabrotas por cruzar la calle con el semáforo en rojo.
Caí luego en manos del siquiatra. El siquiatra elaboró intrincadas teorías que poco a poco me fueron vaciando los bolsillos y aumentando la insatisfacción. Siempre me hacía llegar a mi infancia y siempre a mi madre. Yo le decía a todo que sí, pero al cabo de un tiempo abandoné la consulta, cansado de renegar de las dos realidades más felices de mi vida. ¡Ah, mi madre y mi infancia! Si pudiera explayarme, qué de cosas no diría...
Descubrí los bares y amigos de bar, pero al cabo de un tiempo hasta ese tipo de personas, que bebían prácticamente a mi costa, se cansaron de escuchar mis lamentaciones.
Así se desenvolvía mi vida; así era yo. Un mediocre. Un ignorante. Un hombre que vivía un poco más arriba de la base de la pirámide.
Un día cualquiera me senté a la mesa, tomé un lápiz y comencé a desplazarlo sobre una hoja de cuaderno. Me sorprendió la lentitud con que avanzaba, comparándola con la velocidad de las imágenes que le ordenaba mi cerebro. Las palabras iban quedando rezagadas, como la mujer de campo que trata de ir junto a su marido con la carga a cuestas. La campesina suplica su nombre, él se da vuelta, ofuscado, y la espera; luego vuelven poco a poco a tomar distancia uno del otro, de la misma forma en que mi mente se distanciaba de la mano que sostenía el lápiz. Aun así, ayudado por la memoria -el trecho que necesitaba cubrir el lápiz para alcanzar a la mente- el ejercicio resultó estimulante, aunque no sus resultados. Poco me importó, pues durante unos quince minutos había vislumbrado el destello divino de los mundos imposibles. Nadie me había impedido el ingreso a ese portal. Yo era libre de traspasarlo en cualquier momento del día o de la noche, en cualquier lugar de la tierra, y no necesitaba ni a Dios ni a la ciencia ni al amor tan mezquino que entregan los amigos para hacerlo. ¡Era ya un aprendiz de escritor!
Han transcurrido muchos años desde entonces. Mi vida se fue orientando naturalmente hacia la comodidad, a través del trabajo y el ensueño. Ideé una fórmula relativamente fácil, con la cual logré sostenerme, pagando el precio no demasiado elevado de la insatisfacción. Consistió en dividir las 24 horas del día en ocho para el descanso, nueve para el trabajo, dos para comer, dos para el ocio y la familia, una para la lectura y dos para escribir. Escribía en un localcito relativamente alejado de mi casa, para caminar un poco. A menudo me dormía con el argumento incompleto de un cuento que se negaba a avanzar, o me despertaba con una idea que había surgido en el sueño. Me acostumbré a dejar un lápiz y un papel sobre el velador. Leía en los cafés, pero mi mente afiebrada se inspiraba en los libros para crear nuevas historias; entonces sacaba una boleta cualquiera del bolsillo y comenzaba a garrapatear a la velocidad máxima, antes de que la idea volase. Mis hermanos en el oficio saben de lo que hablo, pues lo viven a diario: no hay novedad en mi relato.
No es necesario ser tan suspicaz para adivinar que dichos hábitos se respaldaban en el reconocimiento ante la tarea que se desempeña relativamente bien. Al menos, de eso me convencieron los pequeños galardones literarios que logré con mis cuentos. Y si digo pequeños no es por falsa modestia, sino que porque en realidad fueron pequeños. Otro escritor ya habría abandonado las ansias de fama ante la tan pobre calidad de sus laureles, pero yo no lo hice. Mi mente, que es la que me gobierna, se convenció bien pronto de que no había mejor salida que esa. Podía escribir, con todos los placeres y beneficios que genera la escritura, y podía hacerlo en forma anónima, con todas las virtudes que implica el anonimato, sobre todo la ausencia de discursos y entrevistas. ¿Qué me hacía pensar que lo que hacía era razonablemente bueno? Concluyo que así como una ley natural ordena que los padres se fascinen por sus crías, un artículo marginal de dicha ley establece que los poemas y cuentos salidos de mano propia provoquen placer al autor al momento de leérselos a él mismo, de tal forma que querrá repetir el procedimiento una y otra vez.
Pero en ese sereno esquema había menospreciado el sabor de la insatisfacción. Las 22 horas del día se me empezaron a hacer interminables, en tanto que las dos restantes, aquellas dedicadas a la escritura, se hacían demasiado breves, transcurrían como agua de cascada. Y así como Charles Crumb, el hermano mayor de Robert, fue llenando poco a poco de texto sus comics hasta que las palabras terminaron devorando sus dibujos; así, imperceptible pero implacablemente mis dos horas empezaron a alimentarse de las otras. La lectura me inspiraba, la escritura me vaciaba. Al separar mis dedos de las teclas me sentía más una forma espiritual que material y en ese estado caminaba hasta mi casa, sin acusar el golpe de la realidad ni el de mi propia vulgaridad. Luego los hechos se hacían presentes naturalmente, mediante nimiedades. Cundía el desaliento y surgía el ensueño; comenzaba a esperar internamente la llegada del otro día, el momento del ingreso a ese templo de piedra y seda, extraño y oscuro, luminoso y silente. Anotaba invenciones, metáforas, palabras nuevas, personajes y argumentos en las boletas que ya he dicho que guardaba en los bolsillos, ansiando que llegara el instante de pasarlas en limpio. El día se me hacía eterno, casi insoportable. Me dormía  imaginando que a la mañana siguiente amanecería sin sueños, sin un argumento: toda mi fuerza creativa habría sido arrastrada hacia un lugar desconocido dentro de mí, el lugar en que la memoria se extravía y va a dar a un fondo de lodo. Despertaba obsesionado con el deseo de correr a la máquina y cuando mis dedos volvían a golpear las teclas experimentaba una sensación inefable, un gusto indefinible. El gusto que siente el hombre al saciar su vicio.
¿Era el mío un vicio? Era una necesidad, no cabe duda, y si concordamos en que todo vicio se sostiene en una necesidad, la que al ser satisfecha va provocando un daño, esta diaria entrega mía a las teclas de un computador se estaba convirtiendo, si no en vicio, al menos en obsesión. Durante los almuerzos de fin de semana en el hogar mis hijos me sorprendían con la mirada ausente. A veces reían; otras murmuraban. Mi mujer prefería ignorarme, y yo no hallaba qué decir. Mi mente estaba puesta en el día lunes, en la máquina. Después de tantos años había llegado a eso.
Los cuentos clásicos comienzan presentando al sujeto y su tiempo. “Una mañana el viejo escritor se hallaba dispuesto a reanudar su tarea, cuando de pronto surgió de la nada un personaje y le propuso traspasar el umbral para acceder al escenario donde se edificaba su propio cuento”. Así debió empezar este relato, y en tercera persona, pero está escrito que se inició de otra manera...
Era un día frío y nublado, que invitaba a quedarse la mañana entera dentro del café, leyendo los diarios, alguna novela de Graham Greene, tomando apuntes. Mas la urgencia de sentarme ante la máquina me sacó de esa atmósfera y me introdujo a la del local de internet. Entré al de siempre. La dependienta me tenía reservado el mejor asiento, con los mejores audífonos. Abrí una ventana en la pantalla y elegí la radio irlandesa que me acompañaría esas dos horas. Abrí otra ventana, que me conectó al diccionario. Abrí la tercera ventana y desemboqué en mi blog, aquel donde escribo mis cuentos. Estuve frente a la página en blanco unos cinco minutos. Luego recordé que la víspera me había propuesto hablar del diablo, ese personaje tan presente y tan venido a menos en estos tiempos. A poco andar borré lo escrito; el relato iba directo hacia la estupidez panfletaria. El diablo conducía a su grupo de héroes a una colina, donde todos, salvo él, eran despedazados por ráfagas de ametralladoras. Me quedé otra vez ante la pantalla en blanco, acompañado por una música emitida desde Dublín, exasperado y somnoliento, desaprovechando parte de esas dos horas. En mi estado de letargo esbozaba la degenerada transformación del diablo bíblico en una suma de efectos especiales; el verdadero había optado por dividirse en mil pedazos y alojarse en la mente de cada uno de nosotros. Desde allí el muy parásito se refocilaba contemplando las maldades ideadas aparentemente por su huésped. Elucubraba ideas como estas cuando una voz masculina me interrumpió.
-Usted no encuentra el personaje que busca porque mira el mundo exterior por la ventana.
La oí con desagrado; había algo en ella que me resultaba familiar.
-Algunos ruegos se pueden atender sin necesidad de conocer detalles -añadió. Del escritorio de la encargada humeaba el café.
-¿Quiere café? -me ofreció ella.
En ese instante los otros dos clientes del local se levantaron como si se hubiesen puesto de acuerdo, pagaron el tiempo ocupado y se fueron. La mujer sirvió mi taza con cariño y me dejó a cargo, mientras salía a ordenar su almuerzo al restaurante de al lado. Él me pidió que me retirara los audífonos.
-No tengo mucho tiempo y deseo proponerle algo.
-¿Qué se le ofrece? -la interrumpí secamente.
-Iré al grano, no malinterprete lo que digo y escúcheme con atención: lo que yo observo es que usted quiere hacer de estas dos horas una eternidad, prolongando para siempre las dos horas de felicidad que vive a diario en este espacio, haciendo de ellas su vida completa. ¿Desea disfrutar el placer que emana de su vida interior sin interferencias materiales, sin que nadie en el mundo lo moleste, sin que deba llevar sobre sus hombros ninguna otra carga que no sea la que le proporcionan sus propios fantasmas creativos? ¿Ansía crear personajes de verdad, inmortales? ¿Reconocer por fin el tono exacto de su voz y dejarme vivir de una vez por todas?
Desde luego, estaba dando una cabezadita. El sueño de una voz que le habla a uno dentro del sueño, que bien podría ser la voz del diablo alojado en el cuerpo, por qué no. De sus preguntas entendí lo que quise. Me cuesta tomar decisiones. Generalmente espero hasta el final y cuando ese final llega, espero hasta que haya un nuevo final, más conveniente que el anterior. Cada vez que he decidido con prisa me ha ido mal.
-Me gustaría... -le respondí. El sueño se alargaba.
-Haremos una pequeña prueba. Luego usted decidirá. Continúe con los ojos cerrados. Ábralos cuando me vaya -me propuso.
Los ojos se me nublaron repentinamente y dejé de percibir los colores en su brillo original, lo que atribuí a inofensivas pelusas, que no me causaron mayores molestias. La dependienta entró en ese momento. Un hombre se levantó.
-¿Ya se va? -le preguntó ella.
-Así es, amiga.
-Tan poco que estuvo hoy.
-Usted lo ha dicho.
-¿Se aburrió?
-No. Se me acabó la imaginación.
Ver salir a mi compañero de asiento fue como si hubiese despertado. ¿La voz le pertenecía a él? ¿Me habló mientras dormía o siempre estuve despierto? ¿Cuándo había entrado al local? ¿Qué me había querido decir? ¿Cómo es que parecía conocer tan bien mis anhelos más íntimos? ¿En qué lo contrariaba, en que podía interferir en su vida? Cavilaba, desorientado, cuando un hecho pedestre pero insólito me volvió a la realidad: la dependienta cerró la puerta, corrió las cortinas y empezó a comer con una voracidad envidiable.
Si me hubiesen dado a elegir habría optado por percatarme de mi situación con una certeza en la que no cupiesen dudas, mas no fue así y hube de resignarme a tomar la nueva experiencia como venía. Mi visión seguía nublada, pero ya no sentía igual; era incapaz de oler y de reconocer al tacto y los sonidos me llegaban como con sordina. El panorama lucía un tinte indefinido que la vista no lograba precisar, disolviéndose a veces en la nada y reapareciendo también de la nada, fuera lo que fuera. No estaba ciego, pero me di cuenta de que veía con otros ojos. Por otro lado, los malestares que siempre me acompañaban, por mínimos que fuesen, habían desaparecido y el saberlo me provocó un placer que no pude localizar en ninguna zona de mi cuerpo. Con todo, algo me decía que el mundo me atosigaba por la espalda, como si ideara una trampa. Así han sido siempre mis sueños -paisajes brumosos, argumentos ridículos-, de modo que me entregué plácidamente a éste. Pero tal como los sueños se transforman en pesadillas cuando el protagonista es emboscado por sus fantasmas, así también se me fueron complicando las cosas. No recordaba haberme quedado dormido, sin embargo había sucedido algo que no acertaba a comprender. Era un malentendido, naturalmente, no había que desesperarse, ya descubriría de qué se trataba esto. En los sueños el remedio es la espera. Mas la espera no logró otra cosa que profundizar mis temores. No soy capaz de medir exactamente el tiempo que pasó, pero presumo que debieron ser unas siete u ocho horas, pues de pronto la dependienta comenzó a desconectar los computadores y a apagar las luces, terminando por cerrar la puerta del local con candado y llave.
Dicha escena no podía obedecer más que a una sola y lógica razón, de modo que terminé por aceptar que no estaba en mi cuerpo. Yo era sólo mi imaginación y mi otro yo, si cabe hablar así, deambulaba por la ciudad con la mente vacía, desprovisto de conciencia, cumpliendo con sus hábitos como lo hacen los robots de la ciencia ficción o los animales; recibiendo órdenes en su trabajo, acostándose en la misma cama que su esposa, lavándose los dientes frente al espejo, yendo de allá para acá. Pobre humano, pensé, de aquí en adelante va derecho al despeñadero; disponía sólo de dos horas para darle sentido a su día y ahora lo han despojado de esos preciosos minutos. Sin imaginación, ya no le resta más que tratar de arreglárselas con la vida como mejor pueda.
Así fantaseando, me di por divorciado de tan lamentable forma de carne y hueso y me sentí yo mismo repentinamente alegre, liberado de la mayor de las esclavitudes y con el abanico del tiempo abierto a mi favor.
Era hora de sobarme las manos, como se dice, y de entregarme a nuevos sueños, historias fascinantes, escenas tórridas, ciudades lejanas, pero la sensación de lástima me seguía rondando, hasta que el motivo se me hizo evidente. Había dado por hecho que él estaba sufriendo, pero ¿y si ahora fuese feliz? ¿Por qué no? Cuando salió del local lo hizo con bríos, su voz no me pareció afligida. Nada en sus actos delataba a un hombre deprimido, angustiado, lo que fuera. El pesar que yo le estaba cargando gratuitamente en sus espaldas podía atribuirse con toda propiedad a un afiebrado producto de mi imaginación. ¿Acaso no era yo, mi extraño yo, quien lo había tenido siempre de rehén, desde su más tierna infancia? En una suerte de interpretación de acuerdo con las conveniencias, ahora lo condenaba a jugar ese papel poco menos que de bestia, de hombre instintivo, sin disponer de pruebas para confirmar esta suposición. De modo que a medida que pasaba el tiempo y observaba los raros sucesos acaecidos en el local de internet desde un punto de vista inverso, me parecía más verosímil que la persona libre de ataduras fuese aquella que llevaba mi nombre en su cédula de identidad y yo, el que creía ser yo, fuese el verdadero preso de mis fantasías, de mi lenguaje, sobre todo de mis adjetivos, y de mi arquitectura.
Imaginé, en dos segundos, con ese velo grisáceo del que he hablado, que a esta misma hora él estaría bebiendo su cóctel favorito, mirando hacia un punto indefinido de su habitación mientras el whisky le quemaba la garganta y lo hacía revivir. Las gatas se le refregarían en los zapatos; él las alejaría con un movimiento leve y se echaría un segundo sorbo, picotearía pepinillos y aceitunas verdes y abriría el diario en la sección de espectáculos, con el fondo de un televisor que le mostraría los goles de la jornada. Luego su mujer lo llamaría a la mesa, cenarían juntos, comentarían el día; finalmente se lavaría los dientes, ella se retiraría el maquillaje y se irían a la cama.
Mi imaginación ideó esa segunda fantasía, opuesta a la del hombre abrumado de mente vacía. Sospeché que mientras yo me las comenzaba a batir a partir de este instante con un sin fin de cuentos que se abrían en la mitad, sin sentido alguno, cuentos que bajaban como un rayo para perderse en la bruma y recomenzar del mismo modo que cuando se habían extraviado; mientras yo luchaba vanamente por mantenerme dentro del pobre argumento ideado, sin poder contener la furia de una imagen cualquiera que saltaba como pez sobre un mosquito, impertinente, el hombre sin imaginación, extasiado, miraría volar una polilla alrededor de la lámpara de pie plantada sobre el sofá, con los ojos de un niño de dos años, o de un gato. Desde el sillón opuesto, su mujer lo estudiaría con un aire de alarma y él la calmaría. “No te preocupes, no ha pasado nada. Solamente me ha sucedido que esta tarde perdí la imaginación”.
Levemente angustiado, enteramente insatisfecho, decidí olvidarlo y concentrarme en mi propia felicidad. ¡Yo era dueño de lo que a él le faltaba!, sobre eso no podía haber dos opiniones, y debía sacar partido de mi circunstancia. La imaginación es mil veces más poderosa que la inconsciencia y si bien ésta dispone de la virtud de aislarse del futuro y de los efectos del pasado, aquella construye lo que el presente niega.
Así las cosas me dispuse a trabajar “sin interferencias de ningún tipo”, listo para encontrar de una vez por todas a mis “personajes inmortales”. Una nueva imagen llegó, como una chispa desvanecida. No me era posible guiarla, más bien ella guiaba mis pensamientos, como suele suceder en los sueños. Me hallaba dentro de una cueva y con los minutos, de la negrura del espacio surgió el aura de una loba enferma. El pobre animal estaba aquejado de una herida en las encías y a la menor provocación escupía al enemigo. No se podía amar mientras se habitaba en esa cueva; sólo restaba vivir. Me agaché, le abrí el hocico y le soplé las encías; la bestia entendió y se adormeció. ¿Qué seguía en ese cuento, del cual era mero espectador, qué pasaba después? Mi imaginación porfiaba en adentrarse únicamente en esa escena, que se gastaba mientras más recurría a ella, como si yo fuese el operario de un carrusel. ¿Cuánto tiempo transcurrió en el intervalo? Lo ignoro, pero fueran segundos, minutos u horas, el quiebre ocurrió cuando se me vino a la memoria una verdad a la que nunca le había dedicado atención, por obvia: mi imaginación no era nada sin una mano de carne y hueso que la plasmara en una superficie mediante palabras. Sin esa mano que cada ocho días debía recortar en sus extremos, sin esa mano cada vez más cubierta de manchas y arrugas podría pasarme horas, días y años creando imágenes revueltas, vanas, desordenadas. Y qué decir de las palabras, si ya todo ha sido dicho por los grandes sabios: resultaban ser ellas las verdaderas propietarias de mi imaginación, no a la inversa, como siempre había creído, con esa suerte de orgullo inocente que caracterizó a mi pasado.
De modo que soy yo quien está encadenado al hombre que mandó al diablo su imaginación y es él quien me gobierna, con su cuerpo y sus palabras; de modo que ahora él es capaz de sentir como los niños, ver las cosas como si fuese la primera vez, gozar los placeres y soportar los dolores con una facilidad escalofriante, mientras yo me doy vueltas y vueltas entre figuras insensibles que más parecen recuerdos de recuerdos, esbozos de mi vida interior; de modo que así están las cosas, rumié, con aire vengativo, dispuesto a reanudar la lucha.
En mi actual estado la energía seguía siendo primordial y la insatisfacción no se calmaba. Las imágenes, si surgían, corrían desbocadas dentro de un coche sin cochero, no era yo su dueño. En este mundo las cosas se sucedían en una amalgama de visiones y no parecían tener vida real. No existían personajes inmortales sino remedos de vida, grotescas caricaturas.
Del vacío surgió un bote abandonado a la orilla de un lago intranquilo. El muelle y las aguas se unían con furia y me obligaron a caminar alerta, echando un pie muy adelante antes de afirmarlo en la madera húmeda, que no se sabía dónde terminaba. Mi casa se había llenado de nieve y no encontraba a mi hija; la vi entonces caminar entre los juncos, con la mirada perdida. Qué hago ahora, cómo enlazo esta imagen a la de la loba enferma. ¿O son dos historias?, pero entonces, ¿se trata de acumular, de ir bosquejando en el infinito hasta que todo caiga por su propio peso? Cansado como estaba, me las arreglé para cambiar de escena y recostarme en unas dunas tibias que protegían de la fría brisa que venía del mar, a la hora de la siesta. Echado en ellas mis fantasías comenzaron a fugarse y creo que dormí durante un buen rato.
Al despertar tomé conciencia de que no había forma de retener ni imágenes ni personajes ni tramas ni nada de nada; la concentración era en este mundo un tesoro imposible de desenterrar. No tuve más opción que rendirme ante mi imaginación, dejarla que tomara su propio camino. Intentar controlarla rebasaba mis fuerzas. Entonces enfilé hacia el bote abandonado.
Caminé por un estrecho sendero flanqueado de ramas que ocultaban la vista del cielo. Cada una de las hojas de las ramas era un recuerdo, de tal manera que los recuerdos fueron lo primero que salió a mi paso. Todo lo que había visto hasta entonces se hallaba en esas hojas; mis llamadas creaciones no eran más que vagos ejercicios de la memoria.
Los recuerdos brotaban por sí solos, mecidos por la brisa; muchos eran voluntarios, pero la mayoría resultaban ser involuntarios y operaban como una cadena. El sendero se abrió y tuve entonces ante mí la orilla del lago, cubierta de hojas. Unidos a los recuerdos se me aparecieron los habitantes del pantano de la mente. Era un pantano tan extenso que la otra orilla se vislumbraba en un leve resplandor que recordaba al amanecer. Mientras remaba, noté que unas algas se adherían a la quilla y no dejaban avanzar. Eran las distracciones. Me desprendí de algunas y aparecieron otras, y así en todo el trayecto. Cada cierto trecho se dibujaban bajo el agua serpientes eléctricas que amenazaban con incendiar la nave. Eran los miedos, que de tanto aparecer y desaparecer se fueron convirtiendo en tranquilos enemigos, mas no inofensivos, puesto que orientaron la nave hacia la zona más densa del lago: aquella donde reinaba la depresión. ¿Cuánto me tomó salir, sortear ese lodo? No lo sé, pero al hacerlo me topé con las angustias, arbustos retorcidos, enraizados en el légamo, que ensombrecían todo aquello que surcaba entre sus ramas. Navegaba entonces en estado de máxima alerta, porque ya había aprendido que muy cerca de esas sombras habita el terror, un monstruo marino que salta, engulle a la mente, se la lleva a las profundidades del pantano y casi de inmediato la devuelve, por repulsiva. Cuando calculé hallarme justo encima de la bestia me arrojé al vacío. Fui devorado antes de tocar el agua, ambos desaparecimos bajo el líquido viscoso y en un instante que duró mil años estuve otra vez en el bote.
Con el alivio de la salvación temporal a cuestas guié la nave hacia la zona de los deseos y sus hermanos menores, los vicios. Allí nadé largo rato, las aguas se habían aclarado y sin darme cuenta llegué a la otra orilla, ya estaba afuera. Me recibió la alegría, en la forma de filosos juncos verdes. Miré hacia atrás, donde ahora resplandecía la serenidad: el pantano volvía a ser un lago de aguas cristalinas, espejo en una tarde de verano; pero a poco andar caí en otro pantano, tan inmenso como el anterior. Era asombrosa la cantidad de tiempo que ocupaba mi mente en salir de allí, aunque era mejor que estar en tierra firme. Cada vez que pisaba la hojarasca que separaba los lagos experimentaba el miedo a la muerte. Era la carga más penosa de todas, porque me dejaba angustiado, rendido y falto de deseo.
Aún quedaba más. Me alimentaba la esperanza. En sí misma se trataba del rey de los fantasmas, fenómeno abstracto y absurdo. A diferencia del futuro, que era pura imaginación, la esperanza se dejaba ver una que otra vez, en el lago o los senderos, pero cuando lo hacía venía moribunda. Al descubrirse finalmente en todo su esplendor, despidiendo rayos fulgurantes, ya era un cadáver luminoso.
En lo más profundo del último lago vivía la tristeza, bajo dos formas: la tristeza que nace del amor y la belleza y la tristeza donde anida el desamparo. Ardiente locura; allí se pierde la razón y la euforia se transforma en dolor en cosa de segundos.
Del cielo se dejaban caer de vez en cuando los relámpagos del pensamiento y resultaban inexplicables, salvo si se trataba de aquellos que surgían como meros disfraces de otros entes. En ese caso estaba ante falsos pensamientos, espejismos de razón.
Más allá de toda imaginación estaba el vacío, la médula de la vida.
¿Cuánto estuve navegando? Si me aboco a la escena que vendrá a continuación, conjeturo que menos de una semana: en mi estado era capaz de sentir el paso del tiempo por días y aun horas, de manera que cuando ese viejo conocido volvió al local y pidió un computador comprobé que había envejecido poco más de cinco días. La dependienta lo miró y le habló, sorprendida.
-Qué se había hecho.
-No venía porque no se me ocurre de qué escribir.
-¡Usted!, que escribe tanto.
-Ahí tiene.
-Y ahora que se le ocurrió de qué escribir... lo tendremos unas buenas horas acá, me imagino.
-No se imagine.
-¿Que anda apurado?
-Vine porque echaba de menos este momento.
-¿No va a escribir?
-Voy a tratar, pero antes quisiera jugar un poco al solitario.
-Hay solitarios más entretenidos que ese que abrió. Deme su correo y le mando un link.
-Gracias, muy amable.
Mientras jugaba y se reía de sus errores que le iban marcando puntos en contra, yo lo acompañaba desde mi lago fangoso, donde transcurría casi todo mi tiempo. Él sorteaba malamente vallas artificiales, cibernéticas; las mías eran trampas profundas. Una vez que las suyas lo vencieran por enésima vez, se levantaría de su asiento y caminaría por la plaza Pedro de Valdivia, fascinado por el canto los loros desde las copas de los árboles; yo continuaría buscando esa orilla que se me ofrece nada más que para diluirse ante mis ojos.
Juro que en ese momento pensé cuánto me gustaría dar por terminada esta pequeña prueba -no de golpe, paulatinamente- y volver a su cuerpo, ser él. Lo pensé a pesar de sus tics y sus molestias físicas y de los relámpagos y personajes que llenaban mi mundo, las tramas policiales que surgían en un abrir y cerrar de ojos, la voluptuosidad de dos mujeres que habitaban una casa de pensión, el acantilado al que galopaban ciegamente dos potros salvajes.
-¿Recibió el link? -le preguntó la mujer.
-Sí, amiga, muchas gracias.
-¿No le gustó?
-¿Le digo la verdad? Lo voy a dejar para otro día. Mi mujer me encargó detergente, un paquete de bolsas para la basura y un kilo de limones. Se me está haciendo tarde.

Pasa el tiempo; mi soledad se hace llevadera, habito entre el desorden y el bombardeo de imágenes, pero sería injusto conmigo mismo si viese más defectos que virtudes en mi nuevo acontecer. Cuando la balanza se llega a inclinar hacia el lado negativo sospecho que se debe a que la piedad comienza a apoderarse de mi imaginación. Soy como una mujer a la que se requiere cuando brota la necesidad. Se puede vivir perfectamente sin mí y si yo no existiera, nadie moriría.
Todos los días hábiles de la semana entra mi viejo conocido y se sienta frente al computador. La buena relación que se generó desde el principio con la locataria se ha incrementado a niveles de excelencia, tal como parece ser que le ha ocurrido con mucha gente, con el mundo entero. Lo que es yo, debo admitir que lo espero con ansias, porque él reduce mi insatisfacción y me hace sacar lo mejor de mí, si se me permite el cliché utilizado por los futbolistas respecto de sus entrenadores. Mas, y lo declaro sin falsa modestia, comienzo a darme cuenta de que él también me necesita; necesita mi imaginación, que yo le convido de a trozos, de otro modo no aparecería día a día en el local. Y al precisar de mí se deteriora, es como si su trato se fuese enmoheciendo.
Estudié la situación con frialdad, lo reconozco, y lo convencí de que hiciéramos un pacto. No me costó demasiado; hice uso de toda mi imaginación para dorarle la perdiz; él se dejó llevar por ese efímero placer de dos horas ante la pantalla y aceptó, sin meditar en lo que perdía. Desde entonces, apenas abre su sitio habitual comienzo a dictarle mis memorias, que van desde las imágenes más cuerdas a las más disparatadas. He descubierto que sólo así logro dominar mi caos interno y capturar aunque sea por unos minutos el tesoro de la concentración. Todas le gustan, unas más que otras, y a mí también. Sus manos se detienen, observa la pantalla, se frota la punta de la nariz, se arregla la camisa y continúa. Yo lo dejo hacer, valoro esos baches, esos tiempos de espera, porque me permiten... como diría, contenerme, organizarme; en el fondo, disfrutar este momento de felicidad que me ha quedado, el único tiempo que realmente me mantiene no sólo vivo, sino principalmente anclado a la realidad.
Como si de una venganza se tratara, o de un repentino soplo de lucidez, he comenzado a dictarle en estos días el cuento esbozado sobre el diablo. Bruscamente alojado en cada ser humano e inmerso en la disyuntiva de alma y materia, el parásito emprende el ataque a todo lo que lo rodea no a través de la imaginación sino del cuerpo de sus huéspedes. Así, deja a la psique excluida de los patrones morales y esta le entrega la responsabilidad de sus ideas al cuerpo que las lleva a cabo. Sin embargo, en una sentencia inesperada, el juez mayor castiga con la pena de cárcel a la imaginación y deja libre al cuerpo de carne y hueso. “Vete a la calle, eres un simple títere del monstruo agazapado en tus entrañas. Y a ti, te castigo a navegar por el estanque de tu mente hasta que el cuerpo que te sirve de excusa para cometer tus fechorías abandone este mundo”, dictamina.
Mas, todo en la tierra está condenado a la oxidación. Al proceder diariamente al intercambio, cada vez que se efectúa esta transacción con mi viejo conocido, percibo el paso del tiempo en su figura, algo de lo que él no se percata. ¿Se puede ser feliz sabiendo que se va al despeñadero? Él lo es, porque ha sido reacondicionado para vivir el presente; lo convencieron y no se queja. Para él la vejez se siente cuando renueva la foto de un carnet, no minuto a minuto, que es como yo la vivo.
En cuanto a mí, admito, como he dicho, que tampoco debería quejarme demasiado. Erradicadas las molestias y los dolores, idas para siempre las tortuosas obligaciones a las que los hombres se condenaron a sí mismos para poder salir adelante con sus vidas; obviando esas 22 horas de tráfico luminoso, penumbras y abulia, en las cuales mi imaginación hace cada vez menos viajes, cada vez se engaña menos a sí misma con delirios de grandeza, ¿qué me queda sino el disfrute de mi libertad?
No domino el arte de predecir el futuro, salvo si lo miro a través de mi imaginación, aunque ya he demostrado que mi imaginación es veleidosa, inofensiva e insignificante. No domino ese arte, reitero, pero si lo hiciera, sospecho que el acuerdo al que llegamos fue el siguiente: con el correr de los meses el hombre sin imaginación se irá quijotizando en tanto que yo me iré sanchificando. Su forma de vivir la vida no habrá sido eterna ni mi estado tampoco; cada uno se fundirá en el otro y una vez que se retomen los antiguos hábitos, las mañas olvidadas, una vez que se nos haya vislumbrado con ejemplos la categoría de nuestros sueños, una vez que sus científicos dolores físicos se mezclen con los míos, ambiguos y especulativos, ambos volveremos a sentir el sabor original de la insatisfacción.