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sábado, diciembre 26, 2020

Navidad, Navidad...

Eran las diez de la noche y yo me hallaba frente a la radio, subiéndole el volumen para oír mejor la canción de los Huasos Quincheros. Antes de volver al patio, donde participaba de la cena de Navidad, me llegaron las voces alegres de mis seres queridos, mezcladas con el sonido de tenedores y cuchillos sobre platos y fuentes de ensaladas.
Navidad, Navidad, en la nieve y la arena, Navidad, Navidad, en la tierra y el mar...
Mi mujer, mis hijos y mi nieta aborrecen a los Huasos Quincheros por el aura de fachos que los ha recubierto durante décadas. Los Huasos Quincheros son la prueba de que la música está envuelta, o empañada, de sentimientos y hasta de ideología. Es la razón de que llevara varios 24 de diciembre resignado a olvidarme de la radio Conquistador, con sus melodías navideñas de viejo cuño y sus eternos Soliloquios de Belén, de Giovanni Papini, en la voz grabada del recordado Lawrence Young. En consecuencia, lo que hacía era aprovechar ese instante de soledad, alejado momentáneamente de los míos, para disfrutar una pizca del programa. No estaba pasado de copas, había bebido con moderación hasta ese momento. 
Ocurrió entonces algo extraño, o no tan extraño, si considero los efectos que el alcohol suele causar en las personas. Sentí que mi alma guardaba demasiado amor, amor que por una razón desconocida nunca lograba dar con la vía perfecta de escape. Me brotaron lágrimas al percibir el eco de quienes compartían conmigo la cena. Mi esposa, mis tres hijos, mis dos nietos, las parejas de mis hijos, la pareja de mi nieta. Todos alrededor de una mesa bien provista en un año para el olvido. Una suerte, una bendición. En ese momento les perdoné sus imperfecciones y me perdoné las mías. La oscuridad del recibidor, la letra de la canción, la conciencia de poseer un corazón que late al ritmo de la rotación de los planetas y el tiritar de las estrellas me empujaban a sentir amor. Decidí que iba dar un discurso para contarles cuánto los quería y con ese ánimo volví a la escena.
El año anterior mi nieta se había levantado llorando de la misma mesa por una agria discusión conmigo sobre los alcances del violento 18 de octubre. Luego había vuelto y nos habíamos abrazado, pero el episodio nos dejó a todos un gusto amargo Esta vez solo se oiría hablar de amor.
De modo que retorné a mi puesto en la cabecera, me senté, hice sonar mi copa con el tenedor, los demás callaron y comencé a hablar.
Pensaba que se me iba a quebrar la voz, pero sucedió lo contrario. Usé la razón. Las peores cosas que le han ocurrido al mundo se han debido a que alguien quiso usar la razón, animado por un genuino sentimiento de amor. No estoy diciendo que el corazón de Stalin hubiese estado inflamado de amor, pero ¿quién puede saberlo? El mío, al menos hasta ese instante, lo estaba, pero mientras las palabras salían de mi boca noté que ya no lo estaba tanto. Ya no sentía el mismo amor que sentí al verme a mí mismo solo, de pie en la oscuridad, fisgoneando a quienes amaba. Ahora correspondía ser preciso, usar palabras justas para definir a mis acompañantes. ¿Y para qué definirlos? ¿Qué sacaría de eso? Ahora que lo pienso bien, en estos dos días que han seguido, días silenciosos, ausentes, plenos de desacuerdos y malos entendidos, me ha caído la teja. Nada bueno, nada memorable resultó de mi "discurso de definiciones". Para la próxima no improvisaré, sino que leeré uno que guíe, retenga, modere mis pensamientos, un discurso del tenor del protagonista de Los Muertos. Aunque mejor sería no decir nada. Callarme la boca.
El asunto es que partí definiendo a la pareja de mi nieta, a quien me referí como una persona buena, liviana de sangre, eficiente en su profesión. Mi nieta me interrumpió. ¿Por qué dices eso? Estás hablando generalidades, algo que se podría decir de cada uno de los que componemos esta mesa. 
Era cierto. Debí haber parado allí. Pero se me ocurrió rebatirle, y no sin razón. Le dije que hablaba de cosas que yo conocía, porque las profundidades de su persona prácticamente las ignoraba, como correspondía a la relación protocolar que mantenemos. Mi nieta aceptó mi argumento. Proseguí con el segundo invitado. Describía la personalidad de la pareja de mi hija mayor, lo bien que le había hecho a ella su compañía. Justo sonó mi teléfono. Era Merterele.
¡Merterele! Hola. Hola, como están. Aquí, cenando, y ustedes. Cenando también. Para qué me llamas. Me llamaste tú. Sí, pero eso fue hace horas: te estaba devolviendo una llamada perdida. Ah. Felicidades. Felicidades.
No advertí la señal y seguí hablando. Los definí a todos, uno por uno. Luego brindamos, continuó la cena, nos servimos los postres, se abrió un whisky, repartimos los regalos. El toque de queda disolvió el encuentro y luego del lavado de loza, ollas y sartenes el hogar se sumió en un silencio intranquilo, sospechoso.
Los seres humanos somos transmisores de mensajes. Recibimos, procesamos y entregamos. Cuando el mensaje es uno solo y deslumbrante proviene de Dios. Por lo que sé, llega dos o a lo más tres veces en la vida. Si se lo consigue identificar, el dilema estriba en acoger o desechar. Pero existe un problema cotidiano, y es el que arman los pequeños demonios que habitan en el aire. Estos bicharracos se especializan en alojar mensajes torcidos en el alma de los hombres. Los inoculan a medida que van pasando los minutos; a veces tardan días, a veces semanas, años; al cabo esas semillas ensombrecen la mirada. Algunos de ellos fueron los que recibí, y transmití, esa noche.
Desperté a las nueve. Me levanté. Sentía un leve dolor de cabeza y una vaga inquietud, como si los riachuelos de sangre que corren por mi cuerpo se hubiesen salido de su cauce. Buscaba una culpa en el placer de la velada de la víspera y mi mente se plantaba exhausta ante un día vacío. No habiendo mucho más que hacer, me paseaba por aquí y por allá en las habitaciones, salía al patio, trataba de leer debajo del toldo que le da sombra a la pileta; de descifrar la felicidad que se esconde en la vida de los pájaros. La consigna era sortear el día muerto, tratando de soportarlo, no asumiendo su existencia. Partí al café, con el libro bajo el brazo, "Padres e hijos", de Iván Turguéniev.
Quizás él me ayude a descubrir un secreto que me sigue siendo esquivo, a pesar de mis años.

miércoles, diciembre 23, 2020

Conjunción

Caminamos con mi mujer hacia el sector menos iluminado de la calle; desde allí levantamos la vista al cielo para ver la conjunción de Júpiter y Saturno. Los medios electrónicos, tan vagos e inexactos, informaban que algo así no se veía en 800 años, al menos de noche. Acudí a la diosa internet; me confirmó que en los años del Siglo XIII que van del 1200 al 1300 Dante escribía la Divina Comedia y Chrétien de Troyes ya había dado a luz su Perceval. En 1220, el momento de la conjunción, si fuese cierto eso de los 800 años, Gengis Kan arrasó con Samarcanda, mató a sus habitantes, no a todos, incendió y saqueó la ciudad.
Me vinieron espontáeamente a la memoria los incendios y saqueos en la ciudad que habito. ¿Y si Piñera hubiese llamado a plebiscito para modificar la constitución al día siguiente de asumir el mando? ¡Qué de problemas se habría evitado! Pero solo los profetas y los ilumiados son capaces de advertir lo que deparan los días del futuro, y nuestro presidente no entra en esa categoría. 
El señor Mahana me comentaba, días atrás, que la gente estaba mala, que ya no era la de antes, no era la de nuestra generación, que vela por sus hijos y sus nietos. Tendí a concederle la razón; nos hacía sombra una arboleda en la avenida Dublé Almeyda y nos acariciaban rayos de sol que se colaban entre las hojas mientras avanzábamos a tranco lento por la calle. Si le di la razón fue más bien para no entrar en análisis profundos sobre si realmente la gente estaba más mala o era la misma de siempre, con otras máscaras, aunque le manifesté mi pequeña esperanza de que las cosas parecían estar cambiando para mejor. Es la plata, si hay plata todo anda bien; es la plata, me secreteó. Unos pasos más al poniente volvió a acercarse a mi oreja. Deje de alimentar los monos del zoológico y verá cómo al rato se arma la grande, sentenció. La avenida era un mar de autos que calentaban las horas previas a la Navidad. El señor Mahana es vendedor y ha tenido días más gloriosos. No es que le vaya mal, pero ha tenido días más gloriosos, él mismo lo admite.
Cuántas cosas han pasado en estos 800 años que pudieron evitarse. Y cuántas deberíamos celebrar.
Mi mujer y yo seguíamos mirando los dos puntitos en el cielo, tan lejanos. Sentía que Júpiter y Saturno me querían decir algo ahora que aún estaba vivo, pero no sabía qué. Bajaba la vista para descansar el cuello, luego volvía a mirar, como diciéndome aprovecha que esto ya no se vuelve a ver en 800 años. Los puntitos se unían y se separaban, titilaban como estrellas de Neruda, se confundían en el firmamento. Era una visión de lo más aburrida, pero se me antojaba trascendente. Al fin nos tomamos de la mano y emprendimos el regreso al hogar.

viernes, diciembre 18, 2020

miércoles, diciembre 02, 2020

La noche de Tristán e Isolda, un treinta de noviembre

Le indican el símbolo dibujado en la muralla. Mira hacia arriba y descubre que están desnudos. El vano de la puerta se desajusta por efecto del terremoto; la casa se halla a punto de caer, pero luego las paredes retornan a su viejo orden. Tristán la toma de la mano y ambos nadan sobre la arena dorada que rodea la plataforma de madera; entonces le declara: "Ya es mucho lo que  me has amado". Los labios extasiados de Isolda le sonríen y sus ojos lánguidos se pierden en la neblina.
La noche del treinta de noviembre se aparece el comerciante de telas e Isolda descubre el anillo que esconde entre su mercancía. Tristán no pudo esta vez enviarle obsequio alguno y recurrió al ardid maravilloso del lenguaje para hacerse presente; la visionaria no tarda en descifrar su alma y su rostro.
¡Eterna noche a los amantes, eterna noche del amor en la morada de Hades!

martes, noviembre 24, 2020

Esto me recuerda a 1973

Esto me recuerda el año 1973. Una mayoría popular se fue alzando contra Allende y sus planes que llevaban a la dictadura del proletariado. La mayoría se hizo incontenible, las fábricas dejaron de producir, las universidades dejaron de hacer clases, la Alameda se llenó de manifestantes y sobrevino el golpe de estado, con el apoyo de al menos el 60 por ciento de la población (de acuerdo con la votación democrática de marzo, la última de ese aciago periodo de nuestra historia). Quienes vivieron esa época pueden dar fe de esto, al margen de sus posiciones políticas.
Ahora esa mayoría abrumadora se inclina por el cambio del modelo. La fuerza se ha polarizado en ese sentido, los parlamentarios se acomodan para tratar de representar lo que ellos creen que es "el pueblo", ya se exige la salida del Presidente y "la calle", que la compone el 1% de la población, manipulada por cerebros escondidos, se tomará el poder, con la adhesión de los "tontos del batallón", quienes más tarde serán los primeros en llorar sobre la leche derramada, tal como lo hicieron en 1973. Esta vez las Fuerzas Armadas harán vista gorda y nuestro país entrará en una vorágine social de la que le será muy difícil salir.
No quisiera escribir de estas cosas; preferiría mil veces apostar por la belleza de las letras, pero la ansiedad, la conciencia y mi desgraciada intuición, que me hace ver un poco más allá de las cosas, me lo impiden.
 


domingo, noviembre 15, 2020

Tú y ellos

Los miras y te dices: no soy como ellos, no pienso como ellos, no puedo sentir amor por ellos. Y hay resentimiento y enajenación en tu sentir, la impotencia de los derrotados que han intuido el abismo al que se dirigen. 
Así te aislas, te sumerges, hundes tu cabeza de avestruz en el jardín del hogar y en la soledad del mundo abstracto buscas el refugio que tu ciudad no te da.
Teóricamente, el asunto se presenta muy sencillo: vaciar tus pensamientos diurnos de gusanos, pues de los nocturnos se encargan tus sueños. 
Algunas de las estratégicas fantasías que andan por ahí revoloteando son 
Resguardo
Defensa
Escondite
Poesía
Música
Paz
 

lunes, noviembre 02, 2020

Lectura imaginaria

Lees en voz alta para mí, tu entrega es modelo de pasión, un poema incomprensible de Celan; me llega en el dulce acento de tu voz, la profundidad de tu razón y la luz de tu saber. El significado entero del poema eres tú; mi felicidad está en asimilarlo, confundir mi ser con tu espesura, con el amor que desocupa mi alma en la inmensidad de tus ojos y en ese amor distante, el amor que tú me das.
Vuelvo al libro. La brisa africana que ha sobrevolado el jardín se alojó en mi corazón y le dejó un aroma incierto de flores de violeta al tiempo material.


lunes, octubre 19, 2020

La chusma contra Chile

El tema, tal como yo lo entiendo, ha terminado por quedar reducido a esto: la chusma contra Chile. Es un asunto de clases; ese grupo se aloja en lo más bajo en la escala social y su hogar natural parece ser la cárcel. Salvo los iluminados que sueñan con sacar provecho de esa fuerza y guiar sus destinos manejando hilos abstractos, culturales, nadie simpatiza con esa pequeña y oscura masa de vándalos resentidos que aplastan y destruyen en un afán exhibicionista de celebrar sus triunfos. 
La chusma siempre ha existido; antes era muy superior en número, pero le temía al poder. Y al ser temerosa, respetaba.
Puede resultar desafortunada y triste la comparación, pero tal como las cucarachas y las ratas, sus integrantes salen a devorar al amparo de la noche, y en el día se esconden.
Es la minoría más importante para tener en cuenta y nadie se ha hecho cargo de ella.
Sin embargo y tal como acontece con la reacción que generan los fenómenos sociales, al haber perdido el miedo firmaron el acta de su próxima derrota; la luz del día los está haciendo visibles y tarde o temprano volverán al extrañamiento a rumiar su fracaso, más humillados que antes.

domingo, octubre 11, 2020

Nuevos rumbos

Ya es hora de sacarme la carga que pesa sobre mis hombros. El intercambio me contuvo, los hijos marcaron mi quehacer, Occidente me impuso su lenguaje y me sobrecargó de mitos. Ahora camino hacia la cita con el destino más libre que nunca, atado a las debilidades de mi cuerpo.
 

lunes, septiembre 21, 2020

Lilith

Olga tanteó con escaso interés la oferta que la devolvía al carnaval de las falsas promesas y acabó reaccionando con indiferencia. 
-¿Trabajaría para mí?
-No sé.
-¡Anímese, le va a gustar!
Se iba dejando llevar por la viciosa tentación del cambio.
-¿Cuánto paga?
-El mínimo, más casa y comida. No tendrá mucho que hacer, ya verá. Las camas, una trapeadita de vez en cuando, lavar un par de platos. Yo como pocazo, no soy de andar comiendo todo el día. Lo principal es echarle el ojo al taller -dejó pasar un momento y luego subió la voz, enérgico-. ¡Anímese! La espero mañana, esta es mi dirección.
Al despedirse le pellizcó la mejilla; Olga se ruborizó y guardó silencio.
No era una joven, ya frisaba los cuarenta. Entendía que hacia atrás su vida se resumía en una pila de torpes decisiones que la habían llevado a desempeñarse en oficios dudosos. Ahora trabajaba como asesora hogareña, pero ¿qué futuro le cabía esperar? Le gustaban los hombres, como a toda mujer, pero en ella se asomaba algo lúbrico desde su constante irritación. Vivía mirándose al espejo, porque no le desagradaba su cara, aunque si pudiese arreglársela un poco, darle un toque... distinto... ir a la peluquería, teñirse, cambiarse el peinado.
-Me voy, señora, este es mi último día, despídame de don Pedro -le anunció a la dueña de casa, que volvía de la oficina.
Discutieron los detalles y quedó todo acordado. No había mucho más que hacer, Olga hablaba con un convencimiento que aunque incierto, sonaba definitivo. El matrimonio, por su parte, no se perdía una gran colaboradora.
-Venga mañana temprano y mi esposo le dará lo que se le debe.
La noticia sirvió para animar los únicos minutos que cada noche compartía el matrimonio. 
-¿Qué le daría por irse a la Olga?
-El maestro que vino a arreglar la lavadora le ofreció trabajo en su taller. Algo así le entendí.
-¿Y qué va a hacer la pobre en un taller de lavadoras?
-Asunto suyo.
-Tienes razón, pero no olvides colocar un aviso en el supermercado.
-Ya fui, no te preocupes.
Gómez se dejaba estar; lo sentía cada mañana al salir de la ducha. El pantalón se le hacía más angosto, los botones de la camisa amenazaban con dispararse al aire y la papada le relucía tras la afeitada. Desde la cocina vio el auto de su mujer, saliendo del edificio. Estaba atrasado. Apuró el café, se lavó los dientes y miró el reloj. Lo esperaba un montón de asuntos en el decanato, su auténtica vida; se paseaba incómodo por el amplio departamento cuando sonó el timbre.
-¡Olga! La esperaba. Mi señora me contó.
-Sí, don Pedro. Me voy.
El hombre le entregó un sobre.
-Bueno, aquí está lo que se le debe. Cuéntelo.
-No, si le creo... -puso el dinero dentro de una carterita negra y lo miró a los ojos-. Bueno, don Pedro, me voy... que le vaya bien.
Se dieron un abrazo y ella caminó hacia la puerta, pero antes de que la abriera sucedió algo que a cualquier narrador le sería difícil de explicar. Gómez la observó, dudoso. Pareció una interminable observación; sin embargo no duró más que los cuatro pasos que la empleada doméstica dio para llegar a la puerta. La llamó:
-Venga.
-¿Qué quiere, don Pedro? -La mujer interpretó la mirada de su patrón y sonrió, avergonzada.
-Deme otro abracito... no sea mala... va a ser la última vez que nos vamos a ver.
Olga bajó la vista. Gómez avanzó y la tomó de los hombros. Ella sacó una libretita de la cartera y comenzó a hojearla en forma inconsciente; repasando las hojas una y otra vez, hacia adelante, hacia atrás. Gómez no la soltaba. 
-¡Oiga, usted se las trae! 
Se besaron en la boca, tanteándose al inicio, luego con hambre; él la agarró del pelo y ella le lamió la cara y se dejó acariciar las nalgas. Gómez bajó una mano por dentro de la falda y con la respiración entrecortada palpó la mata húmeda de la que brotó un penetrante olor a mujer; ella se le apegó a la barriga y le presionó el miembro con su vientre. Al instante presintió un estertor, semejante al que le iba a venir a ella.
-Don Pedro... pare, don Pedro... 
El día transcurrió con rutinaria placidez en la universidad. Al atardecer, en su oficina, Ángel Correa revisaba documentos cuando el decano abrió la puerta y le habló.
-¿Mucha pega, Ángel?
-Estoy terminando; este alto de papeles queda para mañana. El famoso tema de las licenciaturas, ya sabes.
-¿Aún no se resuelve?
-Los alumnos pidieron otra sala. Voy a tener que hablar con Juanito.
-Mañana lo hablan. ¿Comamos algo? Te invito.
Dejaron sus autos en el estacionamiento que el plantel reservaba para ellos y se instalaron en el restaurante de siempre, cómodo, sencillo y cercano. Bebieron una botella de vino y devoraron sus platos de una manera poco académica, aunque las servilletas se encargaron de cubrirlos de un escándalo. Al momento del bajativo ordenaron dos whiskys. La noche aún era joven y sobraba tiempo para la sobremesa. Antes de iniciar la charla el decano aflojó discretamente la correa de su pantalón.
-¿Y has visto a tu amiguita?
Ángel dudó en responder. De reojo consultó su reloj. Enseguida se animó.
-¿Tienes tiempo, Pedro?
-Pero hombre, claro que sí. Mi mujer sabe que nunca llego antes de las 11.
-La mía igual -dijo Ángel, y levantó los hombros. Recelaba de su superior, pero lo necesitaba. Sabía de sobra que de vez en cuando había que darle en el gusto. Nada mejor para ello, había descubierto, que usar la táctica de la sinceridad. Abriendo su corazón quedaba en una frágil posición ante él, como la de un niño ingenuo ante sus maestros. Ciertas personas se conmueven cuando durante una brusca oleada de confianza algún subordinado les revela sus sentimientos más íntimos; Pedro Gómez era una de esas personas. Él no lo sabía, pero le gustaba ser cazado por las confesiones ajenas. Cuando aquello ocurría era como si a sus fosas nasales le llegara una vaharada de poder.
-La universidad nos consume -se quejó Pedro.
-Más al secretario de estudios que al decano -se atrevió Ángel.
-¡Ja ja ja!, ya llegarás a decano, Ángel Correa... ya llegarás a decano, y verás que no existen los peces de colores.
Brindaron por la noche y por sus vidas. Reconciliado consigo mismo, y creyéndose poseedor de una no confesada superioridad sobre su jefe, aquella de la que disfruta el hombre bien parecido ante el supuesto gordo bonachón, Ángel habló.
-Vi a Lily la semana pasada. 
-Suéltala completa, hombre, soy todo oídos.
Ordenaron otros dos tragos. Hacían sonar el hielo. Bebieron un sorbo.
-Entré al café con dos colegas, nos sentamos a disfrutar el show y ella salió a bailar. Mientras bailaba me fije en Kaira, una negra... ¡con un culo! Nos pusimos a conversar. Cada dos frases me pedía que le regalara unas zapatillas de marca. "Son para trotal, mi amol. Tú dime... ¿cómo conselvo esta figura sin trotal?", me picaneaba. "Te las voy a traer sin falta cuando venga de nuevo", le prometí.
-¿Y Lily, qué hacía?
-Lily me evitó con la mirada, terminó su baile con un rápido desnudo y luego atravesó una cortina y desapareció. Cuando retornó a la oscura salita para alternar con los cinco o seis parroquianos presentes dejé a Kaira a un lado y quise saludarla, pero me volvió a ignorar. La llamé con la voz más suave que pude, para no causar un escándalo, ya que los clientes y las demás chicas se empezaban a dar cuenta de que entre ambos se estaba produciendo una diferencia de opiniones. Yo disponía de la ventaja del poder sobrehumano que se les da a personas como yo en esos antros, pero ella tenía su carácter. Conociéndola como la conocía, me puse a la defensiva.
-¿Qué pasó?
-"¡Mentiroso!", me gritó de pronto, mirándome a los ojos, y me dio la espalda. Casi me arroja un vaso de bebida en la cara. No se atrevió. Le habría costado la salida del local.
-¿Y tú?
-Me largué a reír. Con mis colegas...
-Fuentes y Valladares. Doble contra sencillo.
-¡Cómo manejas el decanato, Pedro! Ni una hoja se mueve sin que lo sepas.
-Es parte de mi trabajo, Ángel Correa... ¡ya llegarás a decano!
Hubo un ligero silencio. Correa continuó su relato.
-Cuando salimos del café traté de explicarles lo inexplicable, me fui enredando en la argumentación y mientras esperaba sus bromas lapidarias noté que tomaban mi derrota con humor y una pizca de conmiseración y complicidad. Se hizo un par de comentarios sin asunto antes de pasar a otras cosas. No he vuelto a entrar a ese lugar.
-¿Eso fue todo?
-Sí.
-¿Cómo una persona como tú se enredó con una chica como esa?
Correa captó el sentido del lugar común, que ahorraba la pregunta directa, brutal.
-¿Quieres saberlo de verdad?
-Dale, hombre, tenemos tiempo.
"A esta hora, por ejemplo, Lily debe de estar bailando. A las doce de la noche hará lo mismo. La primera vez que nos acostamos le pregunté cómo había llegado al café. Por un aviso, me dijo. ¿Y desde cuándo bailas? Hace no tanto. ¿Y qué hacías cuando chica? ¿Me estái entrevistando? No, es que me gustaría conocer tu historia. ¿Y qué tiene mi historia? No sé, pero me gustaría conocerla. ¿Y por qué? No sé, pero es una broma, no te preocupes. Ah, erí un mentiroso.
"Fue la primera vez que me llamó mentiroso, pero el tono y la intención eran otros. Tenía 12 años, recuerdo que me dijo entonces, cuando viajó a probar suerte a Perales, cerca de Cobquecura. Entró a atender una cantina. El dueño tenía 40 años y su mujer, 60. Lily atendía a los borrachos consuetudinarios en el día y en la noche dormía en una piececita que estaba al fondo del patio. Al parecer, su destino es dormir en piececitas. Al momento de acostarse solía encontrar calzones nuevos que le dejaba el dueño, de regalo. Una tarde que la dueña había salido, él le confesó que le estaba gustando y la empezó a perseguir por toda la casa hasta que llegaron a la cocina, donde Lily agarró un cuchillo y lo amenazó con matarlo si la tocaba y santo remedio. Cuando en la cantina los parroquianos se ponían odiosos tomaba una luma y les daba en la cabeza, y así se iba haciendo respetar. Eso le ha servido hasta hoy, porque si algún cliente intenta propasarse ella dice me quito un zapato y le parto el hocico.
"Me contó que su primer contacto sexual ocurrió en Quirihue, durante el primer cumpleaños bailable de su compañero de curso, Andrés. Los chicos tomaron té, bailaron todo el disco 33 un tercio 'Carrera de éxitos número 2' y después no hallaron qué hacer, hasta que a uno se le ocurrió poner el disco por segunda vez. Se sentían mayores. Estaban solos, o sea, sin grandes. ¿Cómo aprovechaban la tarde, entre disco y disco?, le pregunté. Lily leía la revista Suzy y los demás hacían lo propio con Red Ryder, Superman, Hopalong Cassidy, El llanero solitario. Haciendo un paréntesis en la lectura, me dijo que de pronto Andrés partió a la cocina y volvió con unos canapés de paté y ave con mayonesa y una botella de pisco con una Coca Cola familiar, que los invitados combinaron y se bebieron como si estuvieran apurados por ponerse ebrios. No había pasado media hora cuando Lily le dijo a Andrés que con el pisco le había dado sueño. Andrés la subió a su pieza, sacó los regalos de la cama y le dijo que se acostara y se sacara la ropa 'por mientras'. Enseguida bajó al living, declaró que la fiesta se había terminado y los mandó a cambiar a todos. Andrés subió los escalones con nerviosismo, entró a la pieza y vio que Lily le había hecho caso, pues abrió la cama y la vio durmiendo con sostén y calzones. Se quitó la ropa, se metió a la cama con calcetines, la abrazó y como no encontró mayor resistencia se puso a refregar el pene entre los muslos de Lily. No habían pasado dos minutos cuando Lily sintió que se le mojaban las piernas y lo encontró chistoso. A Lily le habían dicho que la primera vez dolía. Como no le dolió estimó que la suya había sido una primera vez a medias.
"Lily se retiró del colegio en octavo básico porque según sus mayores, la materia 'no le entraba' y además necesitaban sus brazos para el tiempo de las cosechas.
"La primera vez de verdad de Lily ocurrió unos tres meses después de la fiesta de cumpleaños. Se ofreció y fue aceptada para servir las mesas en una pensión de Cobquecura durante el verano. A la pensión iban a almorzar todos los días los trabajadores de una empresa forestal y Lily se prendó del capataz, que era un hombre de unos 50 años. Se ruborizaba cada vez que el hombre la saludaba al entrar a la pensión. Le gustaba mirar sus manos, que eran gruesas y callosas, y sus ojos, que le parecían tiernos. Con los trabajadores le mandaba papelitos. Los papelitos decían usted caballero me gusta. El capataz, que en un principio la miraba como la niña de 14 años que era, de pronto sintió que se empezaba a fijar en ella. Lily entonces no tenía el cuerpo que tiene ahora, que es un cuerpo bajo, curvilíneo, exuberante, pero ya se insinuaba que iría en esa dirección. La nariz chata y los labios carnosos le daban un aire distraído y sensual, pese a su corta edad.
"Una tarde el capataz la subió a su camioneta y la invitó a su casa. Lily se asustó un poco pero le aceptó al instante. Dice que el vehículo se alejó de la playa por unos totorales y enfiló por un camino de tierra en dirección a Ninhue. Al cabo de unos 12 kilómetros se apartaron del camino hasta llegar a una casona silenciosa, donde estacionaron. Nadie saldría a abrir porque no había nadie, le adelantó el capataz. Entraron y él le enseñó la casa y sus habitaciones, una por una. Era una casa grande, me dijo Lily. Primero tomaron un vaso grande de Cinzano en el sofá y después él le propuso pasar al dormitorio 'para descansar un poco'. Lily no estaba cansada y se imaginaba lo que podía suceder. Pensó un momento mirando al cielo, como ella hace, y le aceptó su invitación. En el borde de la cama se dejó acariciar y entonces vino la primera vez de verdad. Sobre ese tema es pudorosa y no cuenta mucho, ya que no le gusta abordar esos detalles de su vida. Sólo agrega que por un tiempo se siguieron viendo hasta que el capataz, preso de una sensación de culpa, la dejó 'para no hacerle daño'. Lily no lo vio nunca más, pues antes de que llegara el otoño volvió a Quirihue y luego se vino a probar suerte a Santiago.
"En esos tiempos me contaba que andaba a caballo en pelo y cuando se bajaba sentía que los muslos le ardían. Dominaba bien al animal, no como su hermano que ahora vive en Australia. El hermano corrió un día hasta una acequia y como el caballo no quiso saltar se cayó, no al agua sino al barro de la orilla. La hermana gemela de Lily, que se llama Sacha y es una polvorita, me cuenta, se lo pasó retándolo, pero los demás lo tomaron para la risa.
"El hermano de Australia siempre le escribe y le pide que se vaya con ella, pero Lily dice que no sabe hablar inglés y que allá no sabría qué hacer y que prefiere esta vida. Sobre sus padres habla poco, menos que lo suficiente. Su papá era un francés que se entusiasmó con su mamá y la llevó a varias partes, pero siempre iban los dos solos. Cuando no estaba el francés la mamá andaba en lo suyo, con hombres. Cuando llegaba el francés, como una vez al año, a Lily le regalaba dulces. ¡Dulces! recuerda ahora, ¡dulces! y se ríe, no de resentimiento sino casi de chiste. Por eso cuenta que prefirió dejar la casa para irse a trabajar puertas adentro.
"Hubo una segunda vez y una tercera vez y una cuarta vez. Hay razones fundadas para sospechar incluso que hace un buen tiempo pasó la milésima vez. Pero sobre esto no hay confirmación.
Lily tuvo una pareja y un hijo pero nunca se ha casado, no por falta de pretendientes. Simplemente no ha encontrado al hombre de su vida. Lily cree firmemente que hay un hombre en la vida de cada mujer. Y ese hombre no era el gordito del aserradero, dice.
"El gordito del aserradero era un hombre que se prendó de ella cuando Lily rondaba los 15 años. Lo llamaba Don Gastón y era dueño de un aserradero. La abordó un día en Cobquecura -porque Lily siempre volvía a Cobquecura, le gustaba el viento frío de la playa- y la invitó a comerse unas empanadas fritas. Lily le dijo que sí, porque ella no suele ver mala intención en los hombres. Si le preguntan algo, contesta; si la invitan a comerse unas empanadas fritas, lo piensa un poco y responde. Como a la tercera empanada Don Gastón le confesó usted me gusta mucho y Lily se rió. Esa risa de Lily siempre ha perdido a sus admiradores, porque no entienden de qué risa se trata, si de una risa de estupidez, de burla, de malicia o de ingenuidad. Don Gastón la tomó del brazo y la quiso besar, pero ella le dijo ya, po, no se propase y todo quedó ahí, en las tres empanadas.
"El hombre nunca le ofreció matrimonio porque lo que quería era 'mandárselo a guardar', oyó Lily cuando sus amigos lo envalentonaban, viendo que perdía la batalla. Pero esa actitud grosera de macho herido en su amor propio cambiaba cuando veía a Lily: Don Gastón entonces era tierno y solícito, cariñoso, hasta tímido, me contó. Un día se la encontró en la calle y la invitó a conocer el aserradero. Anduvieron en auto un buen rato, en su Chevrolet 51, hasta que llegaron. Se bajaron y él le dijo este es. Ella lo vio y comentó que era bien grande. El gordito se ruborizó e intentó hacerse el modesto, incluso habló de una sierra gastada, de una hipoteca en el banco. Pero es bien grande, le insistía ella. Él se alegró, la tomó del hombro y la atrajo hacia sí, sin que Lily opusiera resistencia. Fue una tarde romántica, la última tarde que pasaron juntos en la vida.
"Pocos días después ella se vino a probar suerte a Santiago. Ya tenía 16 años. La recibió una hermana, no la polvorita sino otra, Luisa, que ahora está separada y trabaja en "El sanguchón" de Franklin, al lado de una pizzería. Luisa le advirtió que su situación no era de las mejores. Lily le dijo que no se preocupara porque ella había venido a buscar trabajo. Y así lo hizo, buscó trabajo como empleada doméstica hasta que encontró uno puertas adentro. De esa forma, dejó de ser una carga para su hermana y nadie pudo recriminarle en ese hogar que viviera de allegada.
"Cuando le preguntaba en el café qué se siente ser un objeto de deseo se extrañaba, porque decía que esa idea no le cabía en la cabeza. Si le hacía ver que sí lo era soltaba una de sus carcajadas y cruzaba las piernas. Cuando Lily cruza las piernas le reluce un blanco calzón, un colaless provocador, una tirita de encaje. ¿Por qué brilla tanto?, le pregunté una tarde, para darle un toque divertido a la situación. Por la luz, me contestó y mostró la luz negra propia de los topless y los cabarets.
"A veces, cuando se lo pedían con un billete, mostraba lo que había bajo el calzón. Entonces dejaba a la vista un minúsculo matorral podado a medias. La mano del hombre bajaba y acariciaba, autorizada por el billete; ella cerraba los ojos y le besaba el lóbulo de la oreja, y bajaba su mano también.
"En sus tiempos de empleada doméstica en Santiago, entre los 30 y los 40 años, se enteró por boca de una prima de que Don Gastón había muerto. Un día de viento y lluvia en el sur resbaló en el aserradero y cayó sobre una sierra en movimiento. Su muerte fue instantánea, pues cayó de cabeza.
"Fue por esos tiempos cuando conoció a los tres hombres de su vida. El primero fue un joven de buenas intenciones con el cual tuvo a su único hijo, hoy de nueve años. Se vieron en la Plaza de Armas un día domingo; él la invitó a comer un completo en una fuente de soda al paso ubicada en el portal Fernández Concha y después entraron al cine. Adentro de la sala él le tomó la mano y como ella no dijo nada, la besó. Cuando la besó, Lily tampoco dijo nada. Dos semanas más tarde se acostaron y para ella no fue como si estallara una galaxia, pero tampoco fue como para rehusar la propuesta de dejar el empleo e irse a vivir con él. Así, de pronto, Lily se convirtió en señora y dueña de casa. Y un año más tarde, en mamá.
"A esas alturas, tal vez un par de años después, poco quedaba del joven de buenas intenciones. Se había convertido entonces en un hombre de mal vivir al que le gustaba llevar amigos a la casa, y llevarlos con malas intenciones. El hombre dejaba a sus compinches solos con Lily y volvía a la taberna. A Lily eso no le gustaba porque le traía recuerdos de sus tiempos en Perales. Los amigos empezaban a ponerse pesados y con el alcohol a uno o dos o tres les daba por mirarla demasiado y a veces con querer tocarla, sobre todo ahí, donde la minifalda se curvaba demasiado. Cansada de soportar humillaciones gratuitas y aún con el honor intacto en lo que se refiere a sus amigos, un día lo castigó y se fue. Cuando le pregunté cómo lo castigó me dijo 'le corté el pico' pero luego de una risotada se aprovechó del desconcierto y rectificó sus dichos. 'No se lo corté pero me aproveché de que estaba curado y lo tiré por la escalera y me fui', me confesó. Pero la decisión le costó cara. El cuñado abogado se encargó de todo. Ellos eran 'de otro nivel' y Lily salió perdiendo. Ahora no puede ver ni de lejos a su hijo.
"De los otros dos hombres de su vida casi no habla, porque aunque no lo creas, Pedro, a Lily no le gusta hablar de su vida privada. En realidad, me ha costado un mundo sacarle datos. Sé que uno fue un rabino al que conoció en la calle. Él la abordó con sigilo y la invitó a una oficina oscura 'llena de leseras'. Capaz que haya sido una sinagoga, porque me describió un salón con candelabros en la mesa y en la repisa. 'Cuando me tenía en pelotas me lamió el chorito y me bautizó'. ¿Te bautizó?, le pregunté. Sí, me bautizó, me puso el nombre que uso ahora. ¿Cuál? Lily po, tonto. ¿Y qué te decía? ¡Lilith, Lilith!, arrodillado, con la lengua babosa. Yo le decía que no, que me gustaba más Lily y me quedé con Lily. Me dijo que la volvió a invitar tres veces más al salón oscuro y que a ella le gustaba el rabino porque lo encontraba divertido, porque le hacía cosquillas con la barbita y porque adentro estaba fresco, era época de calores. Pero un día entró una señora, los vio en pelotas y pegó un alarido. Salieron arrancando con las luces apagadas, así que la señora no se dio cuenta de que era el rabino, eso me contó".
El mozo apareció con dos nuevos whiskys. Ambos miraron la hora.
-¿Queda tiempo? -preguntó el secretario de estudios.
-Claro que sí. Esta historia resultó ser más de lo que esperaba. Continúa, por favor -dijo el decano.
"Como te iba diciendo, cuesta un mundo sacarle datos. Tuve que echarme la mano al bolsillo varias veces para que las historias fueran saliendo, una por aquí, otra por allá, a goteras, sin sentimiento, como si la que hablara fuese una mujer de hielo. Y en este punto me detengo un poco. Lily no es una mujer de hielo en el sentido que se le da a ese término. No es una mujer sin corazón, no es una mujer cínica, malvada ni calculadora. Más bien es una mujer sin sentimientos románticos, una mujer de pocas palabras o en otras palabras, una mujer de una sola palabra; una mujer honrada, una mujer leal. Una mujer que no tuvo pascuas ni muñecas.
"La administradora del café topless, por ejemplo, la culpó en una ocasión de armar una rebelión entre las niñas del local y ella le dijo que si no la conocía bien, cómo podía pensar eso. 'Conózcame primero y luego opine'. Con el tiempo quedó clara su inocencia y ahora es la mujer de confianza de la administradora. A veces ella la invita los sábados a su casa en Pudahuel y las dos pasan juntas el fin de semana. Ha ido ganando su espacio y su prestigio en el local.
"El café está ubicado en el subterráneo de un pasaje céntrico. Los clientes concurren porque pueden acariciar a las chicas por mil pesos. Mientras las chicas bailan ellos se sientan a tomar café en asientos cuyo respaldo es la pared. De entrada no se ve mucho pero a los pocos segundos las muchachas se hacen visibles, todas vestidas de negro, todas con minifalda, salvo la bailarina de turno, que termina desnuda y toqueteada hasta el cansancio. Hay mujeres muy jóvenes y delgadas, otras más rellenitas pero también jóvenes. Lily las aventaja por lo menos una década en edad.
Lily dice que hoy tiene 38 años, pero nadie le cree, aunque tal vez sea cierto y las bolsas en los ojos se deban a que no tuvo infancia.
"Cuando la conocí, simpatizamos. Un día la invité a salir y Lily me respondió que sí, que por 30 saldría conmigo. Yo le le dije que por 20. Lily lo pensó y dijo que bueno.
"Días más tarde nos juntamos en una esquina céntrica. Mi calidad de académico me hizo avergonzarme de caminar junto a ella porque en cualquier momento surgía algún conocido, de modo que caminamos juntos, pero como si fuésemos unos extraños. Los hombres la miraban con malicia, vulgaridad; las mujeres lo hacían con un ligero o un fuerte desprecio. Vestía un sweater ajustado y un jeans, nada tan llamativo pero por alguna razón, provocador, caliente, sensual. Se le notaba a lo lejos su condición, de ahí que yo estuviera permanentemente mirando para otro lado, sonriéndole a una conciencia escurridiza. Tomamos un taxi que pasó casi frente a La Moneda y desembocamos en un motel de mala muerte, de colcha rosada con hoyos de cigarro. Allí, sin hablar mucho, sin protestas ni quejidos ni grandes abrazos Lily me entregó su cuerpo y yo lo tomé y le dije palabras lindas y por un momento fui feliz, satisfice un viejo antojo, conocí esa felicidad que es tan esquiva, tan escasa, tan miserable, cuando se consigue a ese precio. Nos vestimos, ella estiró la mano, salimos y tomamos caminos separados. Luego nos volvimos a ver dos o tres veces y siempre entre el momento de la felicidad y el de la partida, Lily me daba a conocer fragmentos desconocidos de su vida.
"Me contó que en el local hubo una chica peruana infectada con el VIH. Se lo había contagiado su pareja en Lima y así había viajado a Chile a ejercer el oficio, sin saber de su enfermedad. Cuando supo entró en depresión. Las compañeras empezaron a hacerle el vacío. Cada vez que ella iba al baño dejaban pasar media hora antes de entrar y luego, la que se atrevía, rociaba la taza con cloro y spray desinfectante. La situación se hizo insostenible y la peruana se fue. Un cliente que se atendía con ella continuamente, llevándosela a su departamento de soltero del centro, entró al café una noche con aire de desesperación e hizo la consulta. Las chicas bajaron la vista y no respondieron. El hombre se fue, sollozando, y nunca más se le ha vuelto a ver por allí. Cosas así son las que me cuenta Lily.
"Otra de las chicas padecía una infección grave y no quería ir a controlarse porque decía que ella se sanaba sola. Pero yo tengo los papeles limpios, me aseguró, al notar que me ponía intranquilo. Ese día me dijo que yo le gustaba porque me encontraba divertido. Ese mismo día le pregunté qué era lo que más le gustaba hacer en la cama y Lily se quedó pensando un buen rato y no supo responder, más bien respondió con una frase incorrecta, porque dijo que 'no le gustaba nada en excepción' en vez de decir 'nada en especial'.
"Lily vive en el mismo local donde trabaja. Podría decirse que vive en una ratonera. De la mañana a la noche en una ratonera. Despierta al mediodía, se levanta, se viste y comienza a atender. Le dan las dos de la mañana bailando o manoseando por cinco mil pesos o dejándose manosear no por todos sino solamente por los que ella elige, aclara, hasta que llega la hora de cerrar y la administradora manda a la calle a los sinvergüenzas, a los cafiches, a las almas solitarias, a los ociosos, a los embaucadores, pero entonces Lily debe barrer y pasar el paño por la baldosa y recién entonces puede acostarse a esperar el siguiente día. Detrás de una discreta puerta del café están los camarines y por ese camino, al fondo de un pasillo angosto se halla su residencia, que es, por lo que describe, una colchoneta y un locker metidos como por milagro en un rectángulo imposible. No es mala vida, dice y se extraña de nuevo ante la pregunta. No es mala ni es buena, es la vida no más. Lo único malo, si pudiera cambiarse, es la colchoneta, que en invierno amanece húmeda.
"En la pieza de al lado vivía su gran amiga. La frase que usa para acordarse de ella es: 'Yo tenía una amiga, pero me la mataron'. Fue una noche en la población Juan Antonio Ríos. La muchacha llegó a una fiesta y su rival de amores, que era una chica de la población, la acuchilló y la mató. La mujer se desangró en la calle y 'el funeral fue bien bonito, hubo un lleno completo', recuerda. Eso sucedió hace tres años, o sea, un año después de que Lily se enrolara en esta profesión. Antes, inmediatamente antes, me contó que había trabajado en un taller de reparación de lavadoras, pero el patrón era un sátiro que vivía llevando cabras jóvenes a su casa. 'Las metía a la pieza y me hacía mirar por la ventana para que le viera la tremenda cosa', me dijo. Mientras tanto compraba el diario para fijarse en la sección Ocupaciones ofrecen. Su hermano la seguía llamando a vivir con los canguros pero ¿qué voy a hacer donde viven los canguros si no sé hablar inglés?, me decía. Esa vez le pregunté si su hermano vivía en el zoológico. ¡Ay, qué erí divertido!, me dijo.
"Lily probó suerte en un topless de la Plaza de Armas 'lleno de guatonas'. Iba a visitar a una ex compañera pero el dueño la abrazó y le ofreció trabajo, aunque le hacía muchas preguntas. Eso no le gustó. Le preguntó sin ninguna elegancia si hacía sexo. Eso tampoco le gustó. Le preguntó 'cuánto le pagaban los huevones en el otro local' y ella le contestó que sus dueños no eran huevones. Al final le ofreció trabajo 'y yo le respondí con sus mismas palabras: le dije que no trabajaba para huevones'. El dueño se enojó y la echó y ella se fue".
Pedro Gómez estaba pensativo. Dijo algo por decir:
-¿Qué sacas de todo esto, Ángel?
-Si analizo la vida de Lily desde el punto de vista de los bienes materiales, se parece mucho a la que llevan los santos. Nada tiene y todo lo da. Si los santos fumaran y no les diera por andar toqueteando a cambio de unos pocos pesos hasta podría pasar por una hermanita de la caridad. No reza, es cierto, pero en su mente no hay cálculo ni maldad, lo que de por sí la sube bastantes escalones en la pirámide moral de los seres humanos. Nunca ha hecho el amor con otra mujer, aunque su última patrona se le insinuó un día que estaba haciendo la cama. Me contó que sintió escalofríos cuando la mujer se le acercó por detrás, la abrazó por la cintura y le refregó las tetas en la espalda, pero las cosas no fueron más allá porque Lily le dio un codazo en las costillas. Yo creo que si no fuese una bailarina de café, una maraca... aunque no parece enteramente justo referirse a ella en esos términos. Ya es casi un lugar común suponer que las verdaderas putas se hallan dentro de las mansiones, de las oficinas públicas, entre las mujeres que disponen de cuotas importantes de poder. Porque las que pertenecen al oficio, al menos las que yo conozco, fornican de manera simple y directa, no son amigas de perversiones ni rebuscamientos, gozan con maniobras básicas. Tal vez la conducta masculina induzca a la conducta femenina, tal vez esas putas sean de otra manera con otros hombres. Buena parte de las mujeres decentes sueñan con ser putas en la alcoba y vestirse como putas y decir cochinadas como putas. Pero las putas no hacen nada de eso: las putas ansían en el fondo de sus corazones la vida de hogar. Si le preguntaran a Lily qué es lo que más anhela, diría tal vez que ver ponerse el sol mientras la micro la lleva a su casa, donde la esperan sus hijos y su esposo.
-¿Qué más te dijo de esa patrona que tuvo?
-Nada más. 
-Pero qué le gusta entonces.
-A Lily le gustan los hombres mayores, no los jóvenes, porque los jóvenes no tienen mucho que decir y la impetuosidad, la fogosidad del varón no le interesan tanto como la experiencia, menos aún el tamaño del miembro, porque los más grandes pueden llegar a doler y los chicos, los chicos... cuando la llevé a ese punto me dijo con un atisbo de molestia que los hay de todos portes y que ella no tendría por qué reírse de un pene pequeño. Pero enseguida recordó que uno de sus últimos clientes tenía 'la pirula chica, como de medio jeme', y no sólo eso, era un flojo porque le gustaba quedarse quieto y taparse la cara mientras ella hacía el trabajo. Tengo otro, me dijo, que se va a la primera pasada, a veces ni alcanza a entrar...
De pronto Ángel se echó a reír.
-¿De qué te ríes?
-Me acordé de un día que estábamos en la cama. Ya habíamos terminado; Lily sacó un cigarrillo curvo, trasnochado, lo encendió y me miró desnudo. "Así mismo te quedó la tula", dijo y echó una calada.
-¿Cómo es Lily en la cama? 
-Como todas las mujeres, sospecho. La única rareza suya, lo único que hace con gusto es lamer la cara. De Lily revolcándose en la alcoba no guardo recuerdos y lo que pude experimentar en carne propia puede que no hable bien, no de ella sino que de mí. Siempre me llamó la atención, eso sí, el hecho de que conmigo estirara literalmente la mano al final y no al principio, como hacen todas. Ese gesto tan suyo siempre me inclinó a aventurar que tal vez yo le gustaba de verdad, pero ahora que me ha tratado de mentiroso sin razón alguna, tal vez por no haber vuelto en mucho tiempo o por lo de Kaira... pero eso no es ser mentiroso, a lo más eso sería ser incumplidor, mal educado, desleal, incluso cínico, pero no mentiroso... mentiroso... ¿o acaso se le habrá ocurrido dar crédito a esas palabras bonitas que se dicen cuando la sangre está hirviendo? No recuerdo haber dicho algo tan comprometedor, aunque el asunto no tiene importancia. Mal que mal, por algo dicen que todas son iguales.
-Decías que tuvo tres hombres en su vida. Por lo que me has contado, el tercero seguro que eres tú.
-No. Me dijo que fue un patrón que tuvo en Las Condes, un gordito romántico, usó esas palabras. Nunca lo ha podido olvidar porque dice que la respetó. Cuando renunció al trabajo los dos se despidieron con un beso y no pasó nada más, a pesar de que me aseguró que en ese momento se le habría entregado. En esos tiempos no había conocido al rabino y todavía usaba su verdadero nombre.
-¿Y cuál es su verdadero nombre? 
-Olga.


viernes, agosto 28, 2020

La Constitución, el último MacGuffin de Alfred Hitchcock

Extraigo este párrafo de Wikipedia, tal como podría hacerlo cualquier lector:
"Un Macguffin (también MacGuffin, McGuffin o Maguffin) es un elemento de suspense que hace que los personajes avancen en la trama, pero que no tiene mayor relevancia en la trama en sí. MacGuffin es una expresión acuñada por Alfred Hitchcock que designa una excusa argumental que motiva a los personajes y al desarrollo de una historia, pero carece de relevancia por sí misma. 
El elemento que distingue al MacGuffin de otros tipos de excusas argumentales es que es intercambiable. Desde el punto de vista de la audiencia, el McGuffin no es lo importante de la historia narrada. 
Hitchcock afirmó en 1939 sobre el MacGuffin: "En historias de rufianes siempre es un collar y en historias de espías siempre son los documentos". Hitchcock explica también esta expresión en el libro-entrevista con François Truffaut "El cine según Hitchcock": "La palabra procede de esta historia: Van dos hombres en un tren y uno de ellos le dice al otro '¿Qué es ese paquete que hay en el maletero que tiene sobre su cabeza?'. El otro contesta: 'Ah, eso es un McGuffin'. El primero insiste: '¿Qué es un McGuffin?', y su compañero de viaje le responde: 'Un MacGuffin es un aparato para cazar leones en Escocia'. 'Pero si en Escocia no hay leones', le espeta el primer hombre. 'Entonces eso de ahí no es un MacGuffin', le responde el otro".
¿No se parecen toda esta sarta de absurdos e insignificantes argumentos que aun así la gente sigue con hipnótico interés a nuestra anhelada nueva Constitución?

viernes, agosto 21, 2020

21 de agosto, 22 de agosto

Tejado sombrío bajo la lluvia del 21 de agosto que cae sobre la tierra de secano; recuerdos de María Williams, la escuela María Williams de San Vicente de Pucalán. 
Algo inconsciente me ha llevado a ese atardecer de 1971. Hoy es 21 de agosto, víspera del día de la locura del amor, día de las decisiones inconscientes.
¡Cuántos niños abusados vagan por el mundo! Genialidades puras, poesías ambulantes que adornan lejanas islas del Atlántico. 
La belleza, la belleza, la belleza...
¡Cuántos pobres de espíritu y de raza persiguiendo algo que jamás les será concedido! Almas oprimidas por el peso del destino y el peso de las comparaciones. 
Si pudiesen ver sus ojos el daño que se hacen, entonces no habría que temer; y si el corazón juvenil fuese un poco menos desbocado, qué triste que sería el mundo, y si los ricos salieran de la tierra y entraran en el reino de los cielos, cesarían los temblores.  

martes, agosto 18, 2020

Los planes

Como si fuese una malla de pesca salida del pantano, mis sensaciones brotan mezcladas, pero priman los tonos oscuros. El mal genio de costumbre, las aprensiones de siempre, hasta las buenas noticias les auguran tragedias a mi mente. Antes no era así, no recuerdo haberme preocupado tanto por una picazón en la espalda, una puntada, un escozor, qué decir de una repentina expropiación de mis fondos, del malestar de la gente. ¡Pero si hasta las elecciones en los Estados Unidos me están quitando el sueño! 
Tiendo a pensar que la carga aumenta con la compañía y que la soledad aliviana, pero ¡hay tantos corazones solitarios, tantas vidas impotentes que fueron a dar al resumidero! 
Estoy perdiendo horas preciosas, días preciosos. Escribir ya me está sonando falso. ¿Debo velar mi yo real cuando lo reemplazo por mi yo poético? Y si no lo hago, ¿qué mamarracho de poesía estaré escribiendo?
No creo que la solución del problema pase por aspirar el aire fresco del invierno y gozar la vista de los castaños durante mi caminata matutina. El amor tampoco me hará cambiar; el amor es algo de momentos, no se sostiene como sensación eterna, sí como disposición, pero eso equivale a una declaración de principios grabada en un rincón de la agenda, no a la paz del alma. Mejor sería contentarme de ver con buenos ojos todo aquello que me rodea, personas y animales, plantas, incluso las noticias de la televisión. Me haría mucho bien, por último, desprenderme de los planes, porque son los planes los que echan a perder la vida. Lo voy descubriendo un poco tarde, y aun así me aferro a ellos.   


martes, agosto 11, 2020

Correrías en torno a un galpón

Mi prueba se había perdido en la carpeta y a mi amigo el Viejito Olivares ya le habían demostrado sus errores, infantiles, que lo hacían reprobar por esta vez. Otra prueba, muy limpia, marcaba un número siete, un siete con filigranas y raya cruzada. El profesor Gai, gran amigo nuestro, partía a otra sala, insistiendo en que mi prueba se hallaba en la carpeta. Rebuscando entre sus hojas de cartulina la encontré; un siete muy buen puesto a una prueba perfecta.
Mi atractiva colega me esperaba en su auto para llevarme a su casa. ¡Pero qué haces! Manejaba acostada en el asiento, con la cabeza hacia los pedales. Parecía ser que maniobraba el volante con la ayuda de un espejo, porque subía perfectamente las estrechas calles y doblaba bien las curvas en las esquinas.
La carta de presentación de su casa en la playa era una angosta terraza de madera, pero adentro se abría un verdadero galpón. Llegaba el momento de acercarnos, y al darle un largo beso noté algo desencajado en su boca, enfermizo. Además, ambos sabíamos que estaba derrotada; eso me confirmó que yo no lo iba a hacer con placer. Aun así, el encuentro se estaba por producir cuando oímos un movimiento de gente venido de arriba, que aguaba nuestras sucias intenciones. Eran otros colegas, que corrían por andamiajes que daban a la escalera que bajaba hacia los balcones laterales. ¿Cómo explicarles nuestra situación? ¿Por qué nos hallábamos ahí en el centro del depósito, escondidos, dispuestos a acometer la estupidez de un acto sin deseo y sin amor? Optamos por callar, aunque lo planeado se esfumaba entre las correrías en torno al galpón de esa gente que ni siquiera parecía tomarnos en cuenta.
La vida es un acertijo de sentimientos, sentir, sentir. Yo siento algo, pero no lo digo. Y tú, dime qué sientes en verdad respecto a mí. Lo que siento respecto a ti yo lo sé, pero no te lo digo. Así nos llevamos.
Desde la placidez de mi terraza temperada escuché una voz oculta. Fui a mirar; la voz venía de la calle, la tapaba una rama de crategu que me sirve de barrera contra el mundo. El hombre se hallaba apoyado en el pilar y solo le veía su mochila gris, raída. Hablaba arrastrando las palabras, borracho, y eso lo descartaba como sospechoso. "Me robaron todo... me robaron todo", repetía. Recordé a mi padre, tantos años que gastó, sin horizontes, destruyendo una a una sus razones para vivir. Pensé que el hombre hablaba solo, luego descubrí que portaba un celular. "¡Quiéreme!", pedía nítidamente, a sollozos, luego de lanzar un mar de frases ininteligibles.
Algo me ausentó de la pieza. Cuando volví a mirar ya no estaba.

domingo, julio 19, 2020

Sueño dominical con un hombre incluido en una revista

Debía hacer clases y le dejé la guagua a Sergio, pero Sergio se la entregó a otra persona y ahora yo debía recuperar la guagua. Atardecía y todo se tornó confuso: la guagua no estaba donde debía estar, el sujeto se había trasladado a la calle Alameda con San Ignacio, donde nos esperaba con la guagua en brazos. Tenía que ir a buscar la guagua aunque perdería la clase, pero no había alternativa. El problema era que las micros tomaban recorridos caóticos.
Nunca más volví a saber de la guagua y lo culpé a él. Temeroso de un ataque, Sergio se escondió dentro de una revista. Cuando vi un montoncito dentro del papel aplasté la revista en el suelo. De adentro brotó un chillido casi inhumano. Ay. Ay. Qué haces.
Corrí a buscar algodón y alcohol. Al volver a la oficina sobresalía un dedo de las hojas de la revista. ¡Le fracturé un dedo a Sergio!, pensé.
En su despacho el doctor abrió la revista, echó un vistazo y diagnosticó: ¡No tiene nada! ¡Se está haciendo! Abrí la revista y Sergio había desaparecido. Cuando ya todo volvió relativamente a la calma, me confesó que había huido para evitar males mayores.
A través de la pantalla mis cuñados ríen a  carcajadas con el sueño que les ha contado mi esposa.
-¿Qué interpretación le darían? -les pregunto.
-Sergio se quiere ir y la Paty lo quiere retener -dice Isabel. Mi mujer le replica al instante, casi inconscientemente: "Ojalá se fuera".
-La guagua es algo tuyo que pierdes -le dice Carlos a su hermana, que es mi mujer.
-Significa que eres un alaraco -irrumpe Isabel.
-A propósito, ¿se acuerdan cuando hace años les contaba que había comenzado a soñar con guaguas? Por una u otra razón aparecía un bebé en mis sueños. No eran pesadillas, eran sueños tiernos, que en ese momento interpreté como un renacer de la pureza en mi alma -les digo.
-Claro que me acuerdo, lo dijiste hartas veces -dice Carlos.
-Pues bien, al poco tiempo Matías me comunicó que iba a ser padre y meses después nació Benicito. Eso dice mucho acerca de los sueños. No todos tienen una explicación racional. Existirían las premoniciones, aunque también está el factor de la intuición. Lo digo porque yo me considero una persona fundamentalmente intuitiva, más que analítica.
Carlos dispara:
-La teoría cuántica habla de que el tiempo está encerrado en un envase, donde el pasado, el presente y el futuro se mezclan como si nada.
-Entonces una parte de la mente sería capaz de captar eso a través de los sueños.
-Exactamente.
-¿Y qué tienen de almuerzo?
-Prietas con puré de verduras.
-¿Con un vaso de leche, como la otra vez?
-No, ahora nos preparamos y tenemos vino blanco, vino tinto y cerveza -dice Isabel.
-...Y leche -agrega Carlos.
-¿Será verdad que un vaso de leche tibia antes de acostarse hace dormir mejor?
-A mí me resulta -dice Carlos-. Anoche mismo me tomé uno y dormí como un lirón.
-¿Será un efecto psicológico o químico?
-Yo creo que se asocia con la leche materna.
-Entonces es mental- digo.
-Mental -dice Carlos.
-Emocional, dice Patricia y añade: ahora nos vamos a despedir, porque estamos atrasados con el almuerzo.
-Verdad. Hasta el otro domingo.
-Chao.
-Chao.
-Chaooo.

domingo, julio 05, 2020

Zoom

Exceso de imágenes entrecortadas, de diálogos a medias, de silencios, de voces de pianos eléctricos, de cortes abruptos, de papas fritas, piscolas, cervezas, luces violentas, gatos que se cruzan, citas agendadas, pulgares, manos diciendo adiós, poses, palabras vacías, el tiempo, el frío, la lluvia, el almuerzo, el vino, la marca del vino, la cepa del vino, el precio del vino, la salud, la tos, la alergia, el miedo, la actualidad nacional, la serie de Netflix, no esa no, otra, la compra internet del supermercado, la comisaría virtual, los hijos, las hijas, los sobrinos, la última gracia de la nieta, el futuro, la batería al dos por ciento, bye, hasta pronto, cuídense, nos vemos el próximo sábado.

miércoles, junio 24, 2020

El cartonero

Es de madrugada; un sueño obsesivo, de imágenes que se repiten, me hace ir al baño. Mi esposa duerme bajo un techo seguro, en una habitación temperada, con la gata a sus pies. Antes de volver a la cama veo a un cartonero que pasa recogiendo lo que le hemos dejado en la vereda al camión del reciclaje. Él se le anticipa, es esa la misión que se autoimpuso para salir adelante en la vida. El frío hace llorar los vidrios y los parabrisas de los autos estacionados en la calle; el cartonero camina solitario; hasta las ratas han pasado la noche abrigadas en algún rincón de alcantarilla. Observa a la distancia los materiales desechables, descarta con la vista, recoge lo que sirve y lo ordena en su triciclo, tan silencioso y noble como él. Si cerrara los ojos un momento, pienso; si se viera a sí mismo... pero si no fuese él sería otro igual que él. Y aunque fuese el mejor cartonero de Santiago no sería más que un cartonero.
Cuando me jubile, mi cupo será llenado por alguien que no será más que lo que fui. De un presidente de la república se puede decir lo mismo, también de un científico inventor.
La pequeña diferencia es que a nosotros nos place trabajar y la del cartonero fue una decisión. Otra prueba más de lo mal que está engrasada la máquina de la naturaleza.

lunes, junio 15, 2020

Un cuento, de una y media a dos páginas

El hombre de abrigo se hallaba a solo dos cuadras de la avenida Vicuña Mackenna, pero por una razón que no lograba comprender se le hacía imposible acceder a ella. Lo invadía una sensación de desasosiego, casi podía divisar la avenida, o al menos adivinarla, sentir su tráfico desde la calle en que se encontraba. En un momento le pareció que soñaba y que su sueño, que no alcanzaba a ser una pesadilla, era un sueño kafkiano. Le habría sido fácil, conveniente, haberse quedado con esa interpretación; así se habría resuelto el misterio y ahora tendría tiempo para otras cosas. Pero se daba el caso de que no era así. El hombre de abrigo oscuro se hallaba a dos cuadras de Vicuña Mackenna en la vida real y debía enfrentar el problema, debía salir adelante; le hormigueaban las piernas y por ráfagas le daba la impresión de que la vida había sido creada para tenderle trampas de difícil solución, trampas que apenas vencía anunciaban nuevas trampas, como las olas que acaban en la arena.
Enfiló por un pasaje, para acortar camino. El pasaje se le fue haciendo angosto, cada vez más angosto, y terminó en un pasillo de tierra húmeda que lo llevó a la puerta de una humilde casa de población de la que se desprendían olores azumagados y a ropa lavada. El hombre de abrigo se sintió con el derecho de entrar a la casa y de hecho lo hizo: entró. En la casa no había nadie, no había nada que robar y ninguna persona indefensa. Cruzó el living, pasó por el comedor y la cocina, abrió la puerta y volvió a salir a la calle, a otra calle, otro pasaje que lo condujo a una esquina amplia, poblada de gente, a una calle pavimentada que pudo haber sido Vicuña Mackenna, de no mediar que su nombre era otro.
Se acercó a un poblador y le hizo la pregunta de rigor. Este le indicó la dirección correcta con el índice y al hombre de abrigo le pareció que ya era momento de aspirar a la meta. Pero entonces se dio cuenta de que la calle se le volvía a estrechar, volvía a tomar curvas impensadas que lo desviaban de su plan.
Recordó Valparaíso y lo cercano que vio una tarde el restaurante "El gato tuerto". Aquella vez la realidad lo despertó, le enseñó como se le enseña a un niño que llegar a ese local suponía atravesar un cerro tras otro, tomando calles que lo alejaban de su deseo, hasta que se dio por vencido. Así eran sus recuerdos, se le mezclaban con el nuevo pasaje ante sus ojos, flanqueado por altos postes de electricidad de los que colgaban cables de diversos grosores que se obstinaban en oscurecer el cielo; o tal vez ocurriera que realmente se iba haciendo tarde, con los peligros que ello acarreaba para él.
El hombre de abrigo no portaba nada de valor, salvo su eterna billetera, compañía diaria, especie de amuleto de la buena suerte en el que descansaban buena parte de sus plegarias matutinas. No era momento de ostentaciones; eligió engibarse un poco para dar la impresión de un viejo roñoso y así enfiló hacia Vicuña Mackenna. Desde el fondo de la calle vio a un hombre estrafalario; a medida que se le iba acercando pudo observar inquietantes detalles: sus brazos desnudos y bronceados eran deformes, como si la articulación del codo estuviese doblada en el sentido contrario. ¿Eso lo hacía aún más peligroso? No, pero lo hacía más animal. Era cosa de esperar para saberlo, ya que ahora se hallaba a no más de tres metros de su figura encorvada.
Pasaron uno frente al otro, casi rozándose. La bestia ni lo miró, siguió de largo. El hombre de abrigo quedó más solo que nunca frente a otra callejuela poco menos que una callejuela de campo, con un portón que se vio en la obligación de sortear, subiéndose a él y luego bajando con la cabeza hacia el piso, afirmándose de los pies. Eso lo llevó a golpear la madera, despertando a una araña que se alojaba en las rendijas. La araña se le encaramó a la mano. Era una especie muy extraña, más grande que su mano, con el poto de color gris metálico y las patas aceradas, largas y brillantes, como araña artificial, creada por el ingenio humano. El hombre de abrigo la trataba de expulsar con movimientos desesperados, viéndose a sí mismo sacudir la mano en lo más profundo de la noche, como si se tratara del despertar de una pesadilla, pero no era una pesadilla: el hombre de abrigo se hallaba atrapado en su propia realidad.
Bastó la sacudida para que la araña desapareciera e irrumpiera su mujer en el vehículo que lo trasladó en pocos segundos a la ansiada avenida Vicuña Mackenna, lo supo por el cartel de lata que indicaba el nombre de la calle en una pared amarillenta, esas viejas paredes de las calles de su juventud, cuando la vida duraba eternamente y nada cambiaba, las cosas se mantenían en el tiempo y los problemas se podían chutear para más adelante.

viernes, junio 05, 2020

Padre e hijo

El buen padre maleducó a su hijo
Hoy el hijo mal educado
Reeduca bien a su mal padre

domingo, mayo 31, 2020

El buen ciudadano

El encierro obligado entre cuatro paredes enseña a ejercer la humildad; las pretensiones se desvanecen con el viento y con el tiempo, importa ya a muy pocos lo que hacen los demás y qué queda sino vivir para uno mismo. Grandes autores copan las páginas de los suplementos, al lado de otras páginas con noticias demoledoras. Byron soñó con ser recordado y que su frente fuese coronada de laureles. Los deseos actuales del buen ciudadano, libre de las desgracias de tantos, son el buen aperitivo, el disfrute de una serie de TV, buena música y lectura; planear el almuerzo del día. Eso es ceguera social, insensibilidad, dirán algunos, ¿pero quiénes son esos? ¿A quiénes representan sino también a ellos mismos? El mal de ciertas fuerzas políticas está en condenarlo todo, exigir venganza con la cara rabiosa; no hay humildad ni amor en sus gestos y a esas demandas el buen ciudadano, aquel que lo ha conseguido todo con justas artimañas, no se somete tan fácilmente. Escribir es un gran placer, si se ejerce en un ambiente sereno, serena la mente y sereno el entorno. Se puede escribir en un entorno de perturbación, pero no se puede escribir bajo el influjo de las pasiones, no puede salir de allí una página inspirada. Suele decirse de los poetas: ¡tan diferente que eran sus libros de aquel que los escribía! Y quienes mejor lo podrían definir, que son los miembros de su familia, a menudo yerran medio a medio. "Aunque no lo leíamos, sospechábamos de sus vuelos de artista, pero en persona era pedestre..."

jueves, mayo 28, 2020

El recaudador de impuestos

Le habían dado el dato de un carnaval indígena donde las mujeres andan en busca de hombres. El recaudador de impuestos arribó por la tarde, en un bus destartalado, con el pretexto de una inspección zonal. Alquiló una habitación en el mejor hotel del pueblo, alojamiento que le quitó apenas un décimo de su viático; cenó algo liviano y salió a dar una vuelta. Una mujer entrada en carnes le echó el ojo cuando pasaba debajo de un farol. Sin mediar preámbulos lo condujo al interior de una ramada mientras le iba introduciendo su mano en el bolsillo, no precisamente con propósitos de hurto, sintió el recaudador. En la semioscuridad se percató de que adentro estaba solo y que la mujer ni siquiera había entrado. Por las separaciones de las varillas de las paredes alcanzaba a ver a otra mujer, más baja, que se acicalaba para él. Pensó que era la espía que le habían advertido que andaba detrás suyo, de modo que cuando ella entró a buscarlo a la ramada ya no sentía deseo sexual y trató de esconderse. La mujer escrudiñaba sin éxito; el recaudador se había logrado tapar con una esterilla. Ella daba vueltas alrededor suyo, no lo podía ver, y se fue, en el mismo momento en que entró la indígena entrada en carnes. Bailaron en el piso de tierra, el recaudador se le apegó al cuerpo y la sometió; pero entonces se metió la espía y ambas se besaron en la boca, delante suyo.
Por la noche, de vuelta a su pieza del hotel con el abrigo en el brazo, puso el sombrero en el colgador y se dispuso a recibir el llamado para ingresar a la puerta de la muerte. La habitación pesaba por su decorado y su luz ambiental, de la que emanaban sensaciones intranquilas y serenas. Primaban los colores café de la madera barnizada y rojo de la alfombra; reinaba un cierto olor a desodorante ambiental, a fragancia de vainilla.
La espera comenzó a tornársele molesta. No llegaba nadie. Salió a mirar hacia el largo pasillo y no divisó ninguna figura humana.
De pronto la indígena le dio tres golpes en la espalda, apurándolo, pero al darse vuelta ya se había ido.
"Por qué no vienen de una vez", se impacientó, como si ya quisiese estar muerto. La puerta de la muerte estaba al fondo de la habitación, frente a la entrada. Era un hueco negro abierto a lo desconocido. Pero no se atrevía a lanzarse por sí solo.

lunes, mayo 11, 2020

Avidez de sangre

Ascendió al trono empapado de sangre y su primera orden fue bañar de sangre las mazmorras; las voces de súplica circundaron su oído indiferente y pasaron de largo; el bostezo le sirvió de pantalla para idear los próximos ataques.
Pueblos enteros cayeron bajo el yugo, sometidos: la furia iba creciendo, se alimentaba de ella misma, de la sangre.
Gustaba de ver las rodillas en la tierra, los hombros inclinados; de oír al enemigo echando maldiciones en voz baja, su llanto desgraciado, el lamento de las vírgenes entregadas en bandeja a su carne flácida ahíta de placeres; de oler la sangre vertida en copas de plata.
Eso fue hace años, pero el pueblo es débil, busca con tesón al verdugo que le dé sosiego y cuando lo halla sacrifica la sangre de su hermano.
La fuerza doblega y cuando hay sangre de por medio, cuando la vida es la que está en juego, la fuerza impone el mandamiento de la sangre y arrasa con lo que se le ponga por delante, un animal desprotegido, una tribu ingenua, un país entero, un pariente sospechoso.
Ríos de sangre no apagan la sed del bebedor, el vicio, la sangre la almacenan en toneles pero no se calma la ansiedad.
Enceguecido de pasión, ya que nada le era suficiente, utilizó su propio brazo para desmembrar a su oponente y hacer correr la sangre; apenas la vio brotar sus ojos se acercaron al viscoso brillo y su lengua vigorosa se hundió en la fuente del placer.
El sometido cedió ante la voluntad mayor como el cordero que sacrifica su sangre por supremos ideales, historia hermosa tan contada en los altares y fogatas.    

lunes, mayo 04, 2020

La mujer y el circo

El circo en caravana pasaba por la callejuela de adoquines; al tomar la curva una mujer se asomó a mirar por la ventana del segundo piso. El enano vio su silueta detrás de las cortinas y pensó: desearía estar allí.
La mujer oyó un ruido que venía de la calle. Se asomó a la ventana y vio que pasaba un circo. Desearía estar allí, pensó con un cigarrillo entre los dedos. El espejo de su pieza reflejaba a un hombre mayor tendido en la cama.
Acabada la función, el circo se adueñó de la periferia solitaria, recogido en sus carromatos; el enano untó el pan en el plato de sopa y bebió dos copas de vino antes de acostarse en un lecho blando con vista a las estrellas.
La mujer dormitaba ante la chimenea encendida en la habitación aledaña, con un libro abierto en el regazo.

viernes, mayo 01, 2020

Los diez ladrones muertos

En la profundidad de una noche plena de turbulencias, confusiones y tormentos visitaron mi casa diez ladrones, y los diez estaban muertos o cuidaban bien de parecerlo; mi intuición lo confirmó al adivinarles la cara debajo de la tela de gasa que los cubría de pies a cabeza. Los diez eran de etnias diferentes, todos altos, de recias estampas. Se alinearon y me fueron hablando uno a uno.
Di algo, me apretó el primero, porque vengo a robar tus pretensiones
Callé, no dije nada, y el ladrón se llevó mis pretensiones
Vengo a robar tus deseos al anochecer, dijo el segundo, el más alto de los diez
Callé, me fui debilitando y perdí para siempre mis deseos trasnochados
El tercero de la fila ordenó que le entregara mis últimas certezas
Callé, aliviado, ¡esperaba este robo desde niño y no llegaba nunca!
Avergüénzate, vengo a robar tus momentos de placer, dijo el cuarto, con aires de profeta
Callé, avergonzado, qué poco ya me iba quedando
El quinto ladrón se llevó mi pluma creativa
¡Una pluma falsa!, era el menos ducho de los diez
Vengo a robar tus pesadillas, me amenazó el siguiente
Callé y pensé cuánto las iba a echar de menos
El séptimo empezó a recoger mis bienes materiales
No, eso no, eso sí que no
Vengo a robar tu salud, dijo el octavo
Me sobresalté; la noche reveló males alargándose por debajo de la piel como raíces
Con sus manos grandes y ojos bondadosos, el penúltimo de la fila me robó la identidad
Grité, angustiado
Habló el décimo ladrón y dijo: me llevo los latidos de tu corazón
No me quedaba nada que ofrecerle a cambio, y el ladrón me robó los latidos del corazón

No suena bien mi honestidad entre los que mucho me conocen; no doy la impresión de ser honesto sino más bien mezquino, defectuoso, mis aires de grandeza no les llegan, me sitúan en las revolturas de la tierra, como extraviado en la polvareda.
Tanto me conocen que les nace el derecho a criticarme, a hablar de mí entre bastidores, a despertar mi paranoia. Y tras cartón a engrandecer mis virtudes mínimas.
Algunos quisieran que fuese como no soy para quererme más; otros recuerdan mi pasado para explicar sus temores propios, otros me ven partido en dos.
Y pensar que así es la vida, que eso soy para los que más me aman. Yo quisiera volar muy alto, pero en mi escrutinio nocturno solitario hay diez ladrones muertos recordándome que ellos tienen la razón.

sábado, abril 25, 2020

Visita matinal del relojero Azócar

Osvaldo Azócar Catalán es relojero de oficio y como tal llega puntualmente a mi hogar, hora inglesa, trayendo mi viejo Delbana, el reloj luminoso con calendario que adquirí a los 12 años, juntando cinco mesadas.
Esto ya lo he contado más de una vez. Con el dinero en un sobre fuimos con mi papá a la relojería Schultz de calle San Martín, donde él era cliente de años. Mi papá le contó la historia de mi mesada, con esa forma tan enredada que tenía para contar las cosas, dejando las frases a medias, mezclando datos con sentimientos. El grandote del señor Schultz lo escuchó con los puños sobre el vidrio del mesón mientras su padre, el padre de Schultz, un viejecillo regordete, observaba cuidadosamente un engranaje con la lupa incrustada en un ojo, sentado al fondo del local. En el discurso de mi padre se adivinaba una especie de orgullo por la decisión que había tomado su hijo, aunque la verdad sea dicha, nunca sentí que él anduviera por el mundo alabando mis cualidades, esa era más bien mi madre; mi papá era de orgullo silencioso, más profundo. De modo que me paré frente al señor Schultz, al otro lado del mesón, desde donde divisé altiro mi Delbana. Ya lo tenía elegido de antes, por el precio y el diseño, esta visita no era improvisada; pero entonces me surgieron las dudas al divisar bajo la cubierta de vidrio tantos relojes bonitos y diferentes; esa visión me obnubiló. Tras unos segundos eternos de indecisión lo indiqué con el dedo, algo mareado.
"Llegó", anuncia mi mujer desde la terraza del segundo piso, donde disfruta el desayuno. "Vas a tener que abrirle tú, yo estoy en piyama". Salgo de la ducha, me peino a la rápida y hasta alcanzo a echarme algo de colonia.
"Está mirando la dirección... no se baja del auto... está esperando que den las nueve y media", me alerta mi mujer con algo de ironía, pues sabe de su visita. Recibo sus mensajes como la señal de que dispongo de un minuto extra para vestirme. "Pásame el suéter liviano, el clarito, sácalo del tercer cajón". Me lo pongo. "Arréglame el cuello".
Es una mañana de sábado y de casualidad me he levantado con buen humor. "Ahora va a tocar el timbre", agrega desde arriba mientras yo bajo la escalera. Y en efecto, suena. ¿El señor Mardones? Hola, ya voy. Entro a buscar las llaves, pero me doy cuenta de lo vano de mi afán y vuelvo a salir.
Tiene que arreglar el timbre. No, si suena. Pero tiene un papelito en vez de la tapa de metal. Se lo puse por mientras, para que no se vea el timbre colgando. Buen barrio este. Sí, van quedando pocas casas, la cuadra se llenó de edificios.
No lo puedo hacer entrar, por lo del coronavirus. Él frente a la reja, yo tratando de acercarme hasta que recuerdo lo del metro y medio. Además justo olvidé ponerme la mascarilla y a don Osvaldo, relojero de pantalón gris y camisa a cuadros, le da por toser de vez en cuando. En su mano izquierda, el Delbana envuelto en un papel. El día nublado y fresco, agradable. Los árboles plagados de loros.
¿Y usted en qué trabaja? Soy periodista. ¡Periodista!... yo conocí al Tano Bertolone. Ah, sí, lo conozco de nombre, trabajó en "La Nación" en los tiempos de Pinochet. El mismo. Me acuerdo que lo secuestraron, le digo. Sí, pero yo conozco mucho más a su hermano, el abogado Mateo Bertolone que vivía por aquí cerca, en Sucre, ¿cuál es Sucre? La calle de la esquina. Ah, ya veo, tenía la media pinta y era cliente del Mon Bijou, mesa reservada con su nombre, whisky gratis, mujeres, volvía manejando medio curado a la casa, dos tres de la mañana. Ah qué interesante, le digo. Un día el dueño del Mon Bijou llamó al Mateo y le dijo: Mateo, ahora te toca a ti hacerme un favor, claro, dime no más, mira, mi hijo se acaba de recibir de abogado y quiero que lo orientes, que le des una mano y te lo lleves a trabajar a tu oficina, cómo iba a decirle que no y le dije claro, dile que venga mañana mismo a la oficina, me sigue contando el relojero, y el cabro empezó a trabajar y con el tiempo se metió de fiscal, a veces lo despertaban para que fuera a reconocer cadáveres en un enfrentamiento, un día llegaron de la CNI y lo subieron a un auto y el cabro pensaba ¿y si no fueran de la CNI?, total que eran y en el lugar había balazos de un puro lado. Ah, y qué pasó, le digo. Al tiempo noté que el Mateo dejaba de ir a la oficina, lo veía pasar por la calle y no entraba, pero Mateo qué te pasa, ¿ya no vái a la oficina?, es que me da miedo, miedo de qué, miedo de que entren de repente los del otro lado y entonces no me van a preguntar el nombre, van a disparar a lo que se mueva, ni tonto vuelvo a la oficina, tienes razón, después el cabro escaló y creo que alcanzó a llegar a general, pero siempre decía que quería retirarse, porque también vivía intranquilo, total que un día la señora del fiscal lo llamó por teléfono y el fiscal no le contestó, la señora fue al departamento y corría el agua, se había muerto en la tina de un infarto, tenía como cincuenta años, murió joven el cabro.
Seguimos frente a frente, la visita se alarga. Más tarde, cuando entré a la casa con el reloj a cuerda en la muñeca, mi mujer me diría "de qué te hablaba tanto el caballero", "de sus cosas, parece que tenía ganas de desahogarse con la cuarentena", "se te enfrió el té", "no, está tibio, todavía sirve".
¿Y cómo va el negocio?, le pregunto. Imagínese, ahora llevo veinte días parado, dos guaracazos seguidos, uno detrás del otro, esto ya venía mal, los carabineros cerraban el perímetro a las 11 de la mañana cuando había manifestación en la tarde, y cuando llegó por fin el mes de la salvación, que sería diciembre, el alcalde dejó entrar a los ambulantes y los ambulantes llenaron la calle y no dejaban ni caminar a la gente ¿y sabe cuánto nos cobran por el arriendo? No. Seiscientos, ¿con qué vamos a pagar?, yo arriendo dos locales, claro que a un poco menos, en uno mi hijo vende comida al paso y el otro es la relojería. ¿Y cómo le irá a la otra relojería, la del señor Erdmann?, le pregunto para abrir la conversación. Debe estar igual que yo. Antes de la cuarentena yo lo fui a ver tres veces y siempre estaba cerrado, cuando lo pude ubicar me atendió su señora y mientras yo esperaba, ella le cuchicheaba al otro cliente que su marido debió retirarse muchos años cuántas veces se lo había dicho apenas puede caminar le duelen las piernas pero él dale con venir. Yo entré a trabajar con Erdmann el 72. Son muchos años, le digo. Claro que sí, estuve todos esos años con él hasta que me instalé al frente en el pasaje y entonces me dejó de hablar, estuvo amurrado un buen tiempo hasta que se dio la posibilidad de que los locatarios compráramos nuestros locales, era una oportunidad de oro. Y qué pasó. Yo conocía a la secretaria del ministro del Trabajo y le pedí una audiencia con el ministro para que el ministro nos echara una manito el día del remate, la secretaria me respondió al otro día que me tenía lista la audiencia y que el ministro nos recibía el martes, pero Erdmann anduvo averiguando y me llamó, supe Azócar que el ministro le dio una audiencia, sí le dije, me conseguí una audiencia para el martes, aguántese un poco me dijo, yo tengo otra audiencia con el presidente Aylwin el miércoles, suspenda la audiencia del martes para que no se mezclen las dos audiencias, bueno le dije, aunque no entendí qué problema había que se mezclaran las audiencias, pero llamé a la secretaria y le conté, no se preocupe don Osvaldo, se la anulo, y me la anuló. Y qué pasó. Chucha, el miércoles Erdmann fue a La Moneda y no lo recibió el Presidente, lo recibió un asesor, después llegamos todos al remate y los locales salieron a 25 millones cada uno, ¡chucha, una millonada!, nadie podía pagar esa cantidad, así que nos decepcionamos. ¿No los compraron? No, nadie tenía esa plata. Y qué pasó. Chucha, al mes siguiente volvieron a salir a remate, pero nadie fue, ¡y se remataron a 12 millones!, por eso usted ve que seguimos arrendando, nosotros siempre pensamos que la única que se quedaría con el local sería la señora Viviana, la mamá de Saint-Jean. ¿Saint-Jean, el marido de la Myriam Hernández? El mismo, lo conozco de cabro chico, el día del remate lo veo en la calle y le digo hola Jorgito ¿vái al remate?, ¿al remate, qué remate?, ¡pero si van a rematar el local de tu mamá!, mejor, tanto que le he dicho que se retire y se vaya para la casa, el local no le da ni un cinco, ¡viera usted cómo lloraba después la señora Viviana cuando supo que otro interesado le había rematado su local!, al tiempo supe que se había muerto, chucha, no duró ni dos meses en la casa, el local era su vida.
Al fin le pido el reloj, me lo entrega y arreglamos el asunto de la plata.
Este reloj me lo compré a los 12 años juntando cinco mesadas, le confieso casi emocionado al despedirme. Es buen reloj, tiene cuerda para rato, fíjese que le volví a poner el secundario... ¿por dónde me recomienda volver a la casa? ¿Dónde vive?, le pregunto. En Independencia. Puede subir derechito hasta Providencia o doblar a la izquierda en la esquina de la bencinera y bajar por Lautaro Ferrer. Chucha, es que ando sin permiso, gracias...    

jueves, abril 23, 2020

Los enterrados

El asunto de los enterrados en el fondo de la casa ocurrió dos décadas más tarde; debo confesar que mi energía estaba en plena decadencia, no lo digo porque me costara desenterrar los cuerpos; al contrario, fue esa una labor bastante fácil: la tierra se abrió como si fuese arena, pasando a llevar una estructura de ladrillo muy bien armada por los lados. Lamenté que una cosa llevara a la otra, pero ese día la prioridad era el uso de la pala.
Cuando de la tierra asomó un pie desnudo, un pie amarillento de uñas sucias, le hice cariño y corrí a dar el aviso. Los demás me siguieron y entre todos sacamos los dos cuerpos. El del fondo estaba hecho un ovillo, el más cercano se hallaba recostado en su camastro y al volver en sí buscó un diario para protegerse la cara de la luz. No era que quisiese retornar a su mundo de oscuridad, era que la luz le pesaba. Ninguno de los dos hizo comentarios de ningún tipo.
Culminada la proeza, ausente ya el peligro y mientras repasaba la escena, no lograba dar con la llave del misterio; se me hacía cuesta arriba razonar cómo lo habían hecho para sobrevivir. Entonces observé que ese entorno subterráneo incluía una pequeña habitación en la que se había formado una burbuja de aire, aunque no era tanto el espacio como para que el oxígeno sobrara. Incluso a mí me costaba respirar cuando imaginaba esas largas jornadas bajo tierra.
Si no me involucrara tanto en los problemas de mis seres queridos, me repetía, tal vez sería no más feliz, pero sí menos atormentado.

domingo, abril 19, 2020

El monte venenoso

Subíamos el monte escarpado agarrados de lo que fuera, salientes de rocas, ramas desleales, raíces exhibicionistas; oíamos los gritos de los abandonados y la sensación no nos hacía nada de bien, enardecía el alma y obligaba a redoblar unas fuerzas que ya estaban al borde del agotamiento. De la cima del monte escurría un líquido viscoso del color del petróleo; la cascada nos mojaba el pelo y era inevitable sorber ese veneno.
La experiencia que acabo de relatar la presentí en mi juventud; años después de vivirla recordé la importancia que tuvo esa vez la aparición de una luz pálida que guió mis pasos y me mostró el amplio valle que se abría ante mis ojos, ya sorteado el desafío. La fuente venenosa había quedado atrás, ahora sufrían su derrame quienes comenzaban el ascenso, y no tantos saldrían airosos como yo. Ninguno de ellos, sin embargo, llegaría siquiera a imaginar el deleite que la sublime irradiación me proporcionó durante diez meses exactos, los más intensos de mi vida...

viernes, abril 17, 2020

Un hotel de 121 pisos

Un hotel de 121 pisos. Desde abajo en la acera es una punta de flecha que se va cerrando al infinito cubierta de cuadrados, sus habitaciones. Las nubes le ocultan el extremo superior; han hecho desaparecer la azotea con sus luces de nostálgico cancán.
Tres pasajeros y yo ingresamos al ascensor; el tablero me confunde, no lo domino. Aprieto el 1 y luego el 9, pero el aparato sigue de largo. Aprovecho que un huésped desciende en el 20 y salimos juntos, él detrás de mí, pero yo bajo las escaleras y él se queda en medio del pasillo alfombrado de violeta; titubea.
Al día siguiente me levanto sin bañarme ni afeitarme; al dejar la habitación decido bajar al piso 18, donde se halla la piscina temperada y el sauna. Pero no doy con el lugar. Los mozos del restaurante no tienen la menor idea de nada, vestidos de traje calipso y solapa ancha brillante: mis preguntas los intranquilizan, se adivina de lejos que su misión es desfilar alrededor de las mesas vacías. ¡Pero qué tipo de gente atiende en este lugar! Se consultan entre ellos y responden idioteces, encima usando vocablos groseros, ¡qué falta de respeto!
En fin, doy con la piscina y al entrar noto que olvidé la toalla blanca... pensar que ya estaba a doce pasos y hasta sentía el calorcito del vapor. Me devuelvo a la pieza a buscarla y tras cartón la piscina de nuevo se me esconde. Ayer me bañé sin problemas. ¿Cómo es que siempre me pasan estas cosas, a mí precisamente? ¿Es que deberé bajar a hacer la consulta a la recepción, corriendo el riesgo de ser interceptado, llevado de un lado a otro, desviado de su afán por interpósitas personas?
Bueno, heme aquí en la recepción, haciendo la consulta. ¿No adivinan la respuesta de la dama de traje marengo? ¡Puras explicaciones absurdas! ¡Puras excusas de hotel de segunda!
Qué le voy a hacer, daré una vuelta por el hall. Frente a la joyería me ha parecido haber visto un centro de informaciones, claro que sí, lo atienden señoritas de delantal verde, muy educadas, agradables de trato.
¿Las aguas? -me preguntan- adelante, caballero, aquí están las aguas benditas.
Pero dónde me han hecho entrar. A una sala de primeros auxilios con dos camillas vacías. Pase. No señorita, busco la piscina temperada. ¿La piscina temperada? Esta es la sala de las aguas benditas. No quiero aguas benditas. Percibo al salir que debajo de la camilla manchada de sangre agoniza un anciano desnudo, acostado sobre la baldosa. Su carne venosa y transparente debe andar por los noventa; luce un feo corte sanguinolento al costado de la ceja derecha. ¿Así trata a los muertos este hotel de 121 pisos? ¿O aún no muere el viejo? En fin, no estoy aquí para andarme fijando en pequeñeces...

miércoles, febrero 26, 2020

sábado, febrero 15, 2020

Dios

Cuatro amigos se reunieron en un alejado pueblo sureño al borde de un lago, libres de prejuicios, para escarbar en los lugares comunes que dan acceso a la luz del misterio divino, dejando para las noches siguientes lo que surgiera de la tertulia. Deshechas las maletas, distribuidas las habitaciones y tras compartir unos tallarines con salsa de tomates y una botella de vino tinto, se sentaron a sus anchas frente al fuego de la chimenea, arrellanados en sus sillones, y entraron en materia, con la alegría íntima de saberse dueños de un largo fin de semana para ellos solos.
Comenzó el anfitrión y propuso que lo mejor sería partir por el supuesto de que Dios no existe. Así todo se haría más fácil y podríamos cambiar de tema, aún estamos a tiempo, advirtió. Entonces quién creó las cosas, quién nos creó a nosotros, le rebatió su compañero del sillón opuesto en diagonal. De ser así, en el origen todo se creó solo, nadie creó las cosas, dijo el tercero, de frondoso bigote. Todo ha sido una casualidad, si no un sueño, dijo el cuarto, de lentes poto de botella. Si todo es un sueño es que estamos durmiendo, tanteó el de frondoso bigote. Echemos una cabezadita, propuso el de lentes poto de botella.
Se entregaron a un ligero sueño en sus sillones y no tardaron en despertar. Abrieron otra botella, partieron un trozo de queso y mientras lo disfrutaban, mientras paladeaban el vino, uno de los cuatro amigos, el Anfitrión, se apropió de la palabra para derribar dos grandes mitos. El primero, dijo secamente, es que Dios está en el cielo. Si no ustedes, yo por lo menos he vivido con esa creencia buena parte de mi vida, y cada vez que le elevo una plegaria, nótese que usé la voz elevo, me arrodillo mirando hacia arriba, convencido de que Dios me está escuchando allá en el cielo. Tienes razón, comentó el del sillón en diagonal. El de bigotes agregó que el ser humano tiene el defecto de pensar que la felicidad está más allá, en otra parte, lo que en el caso de Dios se extiende al cielo o mejor dicho, al reino de los cielos. Poto de botella complementó que si el cielo se entendía como "el espacio", el mito se derrumbaba por sí solo, pues no habría un motivo lógico para suponer que Dios se hallaba al final de un viaje a través del espacio, como si el espacio tuviera principio y fin, como si se tratara de un punto cercano a la Luna, a Marte, a Ganímedes o a cualquier exoplaneta; es más, a lejanas galaxias situadas en los extramuros del universo. Bastaría entonces con llegar hasta ese remoto sitio y preguntarse: "pues bien, estoy aquí, pero ¿dónde está Dios, que no lo veo?" Retomó la palabra el Anfitrión para recordar que las más tempranas enseñanzas del catecismo dan cuenta de que Dios está aquí, allá y en cualquier lugar, de lo que él desprendía que no se hallaba realmente en ninguna parte porque estaba en todas. O en la sustancia de todas las cosas, observó el Sillón en diagonal. Si fuese así, dijo Bigote, habría que entenderlo como una energía, una especie de llama eterna al estilo de lo que predicó Zoroastro, una llama que inflama de vida las cosas de este mundo, ya que aún no nos hemos referido al otro mundo, al Más Allá. Poto de botella sostuvo que esa forma de ver a Dios lo acercaba a los postulados de la física y la química, asimilándolo a los gases incandescentes que consumen su energía desde el principio hasta el fin, una y otra vez, dando origen a una estrella y a otra y a otra que brillan en el firmamento durante miles de millones de años, hasta que se extinguen. Mas, que se sepa, agregó, las estrellas no disponen de inteligencia ni raciocinio.
El Anfitrión levantó la mesa, cogió un delantal, se lo anudó en la espalda y lavó los platos. Con el amén del Anfitrión, Bigote acudió a la vitrina, sacó una botella de cognac y vertió parte de su contenido en cuatro copas de cristal. Se propuso un brindis por el Todopoderoso, el que derrama la dicha y los tormentos sobre la especie humana. Los cuatro amigos se pusieron de pie y sorbieron el néctar de los dioses; luego se volvieron a sentar.
El Sillón en diagonal tomó la palabra y preguntó de qué se trataba el segundo mito. Como si le hubiera leído el pensamiento al Anfitrión, fue Poto de botella quien desplegó la idea. Dijo que desde su más tierna infancia, apoyado en los textos sagrados, se le enseñó que Dios era poseedor de las máximas facultades del pensamiento, las que se expresaban de la misma forma que la conducta humana; es decir, Dios piensa, premia, castiga, organiza, observa, pero en forma perfecta. Así se explican las mandas, el temor de Dios, los milagros, la oración cargada de peticiones, apuntó el Anfitrión. Bigote preguntó entonces por qué los textos sagrados hablan de la creación del hombre "a imagen y semejanza" de Dios. El Sillón en diagonal conjeturó que un hombre "a imagen y semejanza de Dios" es un ente que porta el germen de la vida y de la muerte, la organización, la desorganización, el crecimiento, el desarrollo y la putrefacción que da origen a nueva vida. Hay en el hombre la misma clase de energía que enciende la luz de las estrellas y el mismo tiempo que consume esa energía, estimó Bigote. De lo que me atrevo a colegir, dijo el Anfitrión, que tú entiendes a Dios, si es que Dios existe, como un dios del tiempo. Todo el mundo nos ha hablado hasta ahora de un dios eterno, omnisciente, omnipresente, omnipotente, pero lo que afirmas es que tendría fecha de extinción. Bigote guardó incómodo silencio, que rompió el Sillón en diagonal. Si el tiempo no fuese más que otra de las grandes ilusiones, dijo, necesariamente incluiría al Más Allá, pues sin principio ni final abarcaría el antes y el después, que no existirían, ya que formarían parte del todo, de la ilusión completa. En eso coincido con ciertos textos sagrados que prometen la resurrección. Del mismo modo, la muerte no sería otra cosa que un viaje en el tiempo. Dicha idea fue cuestionada por Poto de botella, quien exigió una aclaración. El Anfitrión interpretó el pensamiento del Sillón en diagonal acerca de la muerte como un desplazamiento de la energía desde la materia hacia el espacio y nadie quiso contradecir dicha hipótesis.
Surgieron los primeros bostezos; el reloj de pared dio las dos de la mañana. Los cuatro amigos consideraron el aviso como un llamado al descanso; se levantaron de sus sillones y se marcharon a las habitaciones que les había preparado el Anfitrión, optando por darle una segunda vuelta al tema en la siguiente velada.
Afuera, el viento mecía los árboles y la niebla ocultaba la visión del lago.
Segunda noche

Al día siguiente disfrutaron de las delicias del balneario. Se levantaron cada uno a la hora que más les acomodó y dejaron sus camas hechas, conforme al acuerdo inicial; a eso del mediodía se reunieron en el café y luego almorzaron un menú ligero en el restaurante Tío Pedro. El tiempo les regaló un día precioso, de modo que pasaron la tarde entera en la playa de arenas negras, alternando el baño con la lectura. A la hora de la cena el Anfitrión los sorprendió con unas truchas que informó haber comprado en un puesto ubicado en la península del lago. Las acompañó con humeantes papas cocidas y ensaladas. Poto de botella se cuadró con dos vinos chardonnay Casillero del diablo, el Sillón en diagonal apareció con un litro de helado de limón de pica y Bigote ofreció para el momento del bajativo una botella de bourbon Bulleit, ofrecimiento que no originó protestas de ningún tipo.
Acabada la cena, Poto de botella se ofreció para lavar los platos, mientras el Sillón en diagonal encendía la chimenea; negros nubarrones habían ensombrecido el cielo al atardecer y ya se presentían aires de lluvia. Ese era el ambiente cuando se reinició la charla.
El Anfitrión planteó que al asunto de Dios no se le debía dar demasiadas vueltas, porque o bien se caía en bochornosas reiteraciones o se entraba en la simple y llana especulación, que a nada podía conducir. Sin embargo, conjeturó que para él había una verdad fuera de cualquier duda, y era la de que Dios no era humano en apariencia ni en inteligencia, vale decir, ni en cuerpo ni en alma, y lo decía arriesgándose a la excomunión, pues, admitió, aún se consideraba católico, apostólico y romano. "Yo lo vislumbro como esa luz enceguecedora de la que habla el Dante en su Divina Comedia; es lo más parecido a la divinidad que me ha regalado el arte", afirmó Bigote, palabras con las que concordó el Sillón en diagonal, no así Poto de botella, quien desplegó ante la chimenea el último alcance sobre el tema. Postuló, medio en broma y medio en serio, que Dios, aun con toda su perfección y todo su poder, no era capaz de hacer las cosas que hacía el hombre y a lo más, si se aceptaba su existencia, las hacía a través del hombre, empleando al finalizar su perorata un término que hizo empalidecer al Sillón en diagonal y reír a carcajadas al Anfitrión y a Bigote. "Dios -argumentó Poto de botella, absorto en su divagación- creó el Universo, es cierto. Nada fácil. Hizo que el polvo se convirtiera en materia sólida y que el fuego de las estrellas tomara forma. Estableció la variante planetaria, consistente en convertir los despojos de las estrellas en esferas rotatorias que tarde o temprano iban a dar origen a la vida, lo que a la postre sucedió. La gracia de Dios entonces fue aprovechar un resto que cualquier otro habría arrojado a la basura, me refiero a los planetas, sacándole provecho gracias a su buen ojo. La otra gracia de Dios fue haber creado el tiempo y el espacio, todo un logro. Creo que hasta aquí llega Dios, salvo que se me hubiera olvidado algo, pero lo dudo. El asunto es que Dios se echó a descansar hace tiempo, porque todo lo que tenía que hacer ya lo hizo".
Los tres lo miraban estupefactos.
"Veamos ahora al hombre -prosiguió-. Creó la televisión. ¿Son capaces de imaginarse ustedes cómo un señor pasado de peso que está en los estudios del Canal 13 puede verse dentro de una pantalla plana de TV no sólo en la casa suya sino que en las casas de todo el mundo? Y nótese que aquí va incluido otro invento: el satélite. O sea, mandar un cohete sin equivocarse un solo metro a la estratósfera y luego hacer que el aparato que lleva empiece a dar vueltas alrededor de la Tierra, conectando señales que se le envían desde abajo. A mí no se me habría ocurrido nunca. El hombre creó las redes, los sistemas, ¡la computación, que es una cosa de otro planeta! El hombre hace que un chorro de agua que cae a una turbina proporcione energía eléctrica a un país completo. Hace que una máquina de cuatro ruedas se mueva con sólo dar vuelta una llave y apretar un pedal. ¿Qué tal, sería capaz Dios de hacer eso? Sumo y sigo: ¿acaso Dios es capaz de fabricar un submarino nuclear? ¿O un humilde lápiz Faber número dos? No, mis amigos, Dios se aprovecha del hombre y se va a la cochiguagua, sería el momento de admitirlo".
Tras las mencionadas risas del Anfitrión y de Bigote, el Sillón en diagonal se permitió discrepar de sus palabras. Aceptó que Dios no poseía las dotes de un prestidigitador o un mago que puede sacar un micrófono de su sombrero. "Pero Dios -postuló- puede hacer todo eso y mucho más por extensión, a través de una misteriosa facultad delegatoria, en el entendido de que es imposible que el hombre cree algo si antes alguien no lo ha creado a él".
El Anfitrión atizó el fuego, los cuatro amigos brindaron "a la salud de Dios" y dieron por cerrado el debate. Afuera ya había comenzado a caer una fina lluvia; de tanto en tanto las gotas rebotaban en los cristales, empujadas por el viento.
La noche era joven; fue servida la primera ronda de whiskey, paladeada con fruición. Luego de un dulce silencio que se prolongó durante varios segundos, Bigote sintió la necesidad de sacarse un recuerdo de la mente, acicateado por el alcohol que se mezclaba con su sangre.
"Esto que deseo contarles se aparta del tema que nos ha convocado, pero así se dan las cosas esta noche, de manera que si alguien se opone, que hable ahora o calle para siempre..."
Reinó el silencio en la sala. Bigote prosiguió: "Se trata del esbozo de la historia de una mujer que conozco hace años y que siempre me ha impresionado por las razones que ya habrán de saber. Muchas veces he pensado plasmar su vida en un cuento, pero como el Creador no me regaló los talentos de un artista me veo motivado a deshacerme de ella esta noche tan proclive a los recuerdos, a las confesiones y a la grandeza del espíritu". Los tres amigos le dieron el pase, gustosos, y se dispusieron a escuchar.
Y así habló Bigote:
No bien se marchitaron las flores, no bien la primavera dio paso a un verano abrasador que secó cuanto estuvo a su alcance, no bien volvieron los primeros rayos inclinados de la estación dorada, Gisela reapareció en las calles del centro de Santiago. Según me contaron sus amigas, las pocas que le quedaban, había pasado unos días en una modesta residencial de Viña del Mar, que pudo pagar con el esfuerzo de meses de ahorro. Se había dado ese gusto con la expresa finalidad de disfrutar del Festival, pasión juvenil que aún conservaba a pesar de sus años, de los que no daré más pistas por caballerosidad.
Como decía, ese día de otoño la divisé caminando por McIver. Al parecer salía de la Iglesia de la Merced y se movía candorosa, tanteando la vereda con las puntas de los pies; sus zapatos blancos de suela de goma semejaban plumas que la transportaban sobre el pavimento, ese garbo desprendía para el que no la conociera. Me disculparán por el siguiente alcance que haré de ella, pero el rostro de Gisela siempre lo relacioné con el de una calavera, por la marcada forma de sus pómulos y su amplia frente redondeada. Imagino que acabo de regalar una encontrada impresión de su figura, de modo que daré un paso atrás para volver a describirla: Gisela es dueña de una piel blanca como la leche, bajo la cual corren venas azulosas que le otorgan un aire virginal. Su rostro de muñeca, cuyo centro de interés son sus ojos azules, preciosos, diríase que surgidos de torrentes de agua de las tierras australes, protegidos por hermosos párpados que le dan a su mirada un aire ensoñador; su rostro de muñeca, decía, descansa en su eterna sonrisa formada por labios para ser besados y dientes de Berenice. Su pelo liso y brillante completa una cara de estrella cinematográfica, todo lo cual, sumado a su porte de modelo de pasarela, hace que los hombres se vuelvan a mirarla. Y aun así, siempre le encontré cara de calavera.
Los amigos rieron; el Anfitrión sirvió la segunda ronda y Bigote continuó con su relato.  
Costaría pensar qué la llevó a arrendar una pieza de residencial para pasar unos días de vacaciones; aun más, a vivir de modo tan modesto en Santiago, pues de hecho sé que comparte un pequeño departamento en la villa Olímpica con su madre, si no agregara el detalle que les revelaré a continuación.
Bigote no tuvo necesidad de esperar la pregunta de sus amigos. Solo se limitó a guardar un breve silencio y disparó:
Gisela padece desde su temprana juventud de glaucoma, en fase irreversible; sus ojos son diamantes vacíos, piedras falsas incapaces de revelar las profundidades del alma, puesto que mueren en la superficie. Gisela mira eternamente hacia un punto indeterminado del espacio, y lo hace temiendo que los demás la descubran, detecten su punto débil, por usar un eufemismo, y se alejen de ella para siempre. Yo sé todo esto porque en su momento me lo contó mi esposa, gran amiga suya en la universidad. Cuando la invitaba a nuestro hogar yo no podía dejar de admirarla, como lo hacía mi propia mujer, con esa especie de envidioso entusiasmo tan propio del sexo femenino cada vez que alguien de su mismo género destaca por su belleza. En alguna ocasión las sorprendí a las dos caminando por el paseo Huérfanos, seguidas de una corte de admiradores. Gisela sonreía, se dejaba querer, a sabiendas de que se trataba de piropos imposibles de desembocar en algo carnal, lascivo, porque esa es la palabra. Paseaban ambas para sentir el deseo de los hombres, para sentirse mujeres deseadas. Yo las descubrí y las dejé seguir; no había motivo para armar una escena de celos. Y sin embargo me fijé en su vestido transparente, en esa ligera deficiencia en su trasero, tan propia de las chilenas, y seguí mi camino...
La lluvia arreciaba; se iba haciendo tarde. Poto de botella se animó a interrumpir a Bigote para preguntarle a dónde quería llegar con su historia. El Sillón en diagonal agregó a modo de duda si Dios tenía algo que ver con aquella mujer. Bigote reiteró que su historia se trataba solamente de un antojo del alma, metáfora que fue del gusto de los demás, quienes lo animaron a proseguir su relato, no sin antes rellenar sus vasos.
Gisela siempre fue una romántica empedernida -dijo-, tanto así que hasta bien entrada edad admitía en voz baja ante sus amigas que seguía siendo virgen, y lo hacía de modo natural, sin cuestionamiento alguno. Ignoro si ya ha conocido varón, pero me da la impresión de que no, pues, por lo que sé, ella ve al hombre como una ilusión, como la encarnación de una idea feliz, lejana, inalcanzable a los sentidos. En su juventud se enamoró perdidamente de un tipo mayor cuyo único mérito fue dar vueltas en torno a ella en un parque, declarándole su pasión con palabras bonitas. Ese arrobamiento basado en un absurdo carrusel humano le duró meses; no hablaba de otra cosa con sus compañeras de universidad, a la primera ocasión. En otra oportunidad aceptó una invitación a bailar, pero el día antes de la cita tomó la precaución de contar los pasos que iban desde la esquina en que había quedado de encontrarse con su galán hasta la entrada de la disco. Todo, por supuesto, para que él no percibiera su debilidad. De ese modo, a nadie le sorprendía que sus proyectos de pololeo duraran poco, que sus pretendientes huyeran en silencio, que no la volvieran a llamar, pues Gisela les ocultaba a ellos y a ella misma lo que tal vez fuese su mayor valor, que era la falsía de su belleza. Qué hubiese sido de su vida si hubiese partido reconociendo ante los demás su defecto, por llamarlo así, su enfermedad, su glaucoma, qué sé yo, su hándicap. ¿Acaso no habría despertado en más de uno, como suele suceder, el instinto paternal? ¿No llevaría hoy una vida feliz y serena en la intimidad de su hogar, esperando la llegada de su marido cada tarde, en vez de andar paseando a tientas por las calles del centro de Santiago, a la espera de una casualidad que reoriente su destino? No, mis amigos, no puedo dejar de decirlo: Gisela prefirió vivir de ilusiones, esperanzas infundadas, palabras almibaradas y vacías, sueños nocturnos que solo se dan cuando la visión de lo externo pierde toda importancia, eligió el canto de sus ídolos escuchado desde una lejana galería, el amor que ofrecen los versos musicales lanzados al viento, antes que la desenmascarada misericordia que yace en lo profundo y esencial de su vida. Eligió hundirse en las fauces de la ciudad para que la espantosa inconsciencia de la masa se la trague un día cualquiera. Y esto no me habla de otra cosa que de la tenaz resistencia de Dios a congraciarse con la especie humana.
Tercera noche

A la mañana siguiente los cuatro amigos amanecieron algo decaídos, tal vez a causa de la lluvia, cuya presencia serena entristecía los verdes campos del sur; o quizás por el natural efecto en el ánimo que provoca una ligera sobredosis de bourbon. Se dirigieron al café y allí se pasaron buena parte de la mañana contemplando el lago, en relativo silencio. El día transcurrió sin novedades, fue como esos días provincianos en que afuera no pasa nada, días aparentemente vacíos, perdidos, de los que sin embargo surge a veces un insospechado examen de la conciencia, uno de esos días introspectivos en que algunas personas adoptan grandes decisiones.
No obstante, con el correr de las horas los amigos se fueron animando y ya al atardecer disfrutaban del aperitivo en la terraza, bajo un cielo despejado que les fue dando cabida a las estrellas. Por la noche cenaron un salmón escabechado, dando pruebas, con sus gestos, sus bromas y los temas de conversación, de que había retornado la alegría. El Anfitrión ofreció de postre un trozo de dulce de membrillo casero con crema, que acompañó con un vino dulce que sacó del refrigerador. Llegada la hora de sentarse ante la chimenea, el Sillón en diagonal se dirigió a su pieza y regresó con una botella de brandy, presente que fue recibido con calurosas muestras de aceptación: la velada nocturna nuevamente estaba asegurada.
El fuego ardía, empañando las ventanas de la sala. Afuera caía una helada propia del clima sureño. Fue entonces cuando Poto de botella se dirigió a los demás, para comentar, sin ánimo de crítica -advirtió- que si bien la historia de Gisela lo había ido conmocionando con el correr del día, más por lo que sugería que por lo narrado, deseaba introducir un nuevo tema en la conversación, un tema que rayaba en la incredulidad, en lo absurdo, en los límites de la tecnología tanto como en las discutibles verdades que cualquiera de las personas que andan por las calles se sienten con el derecho de dar a conocer, aprovechándose del humilde dispositivo que no sueltan de sus manos.
Los amigos, que conocían el humor extravagante de Poto de botella, se sintieron aun así intrigados ante una introducción de tal naturaleza, que les ofrecía la perspectiva de un relato científico y a la vez discutible. Bien se enfrentaban a la posibilidad de oír un fiasco como al conocimiento de una materia que no dominaban, con la carga de novedad que eso implica, de modo que se echaron el primer trago de brandy a la boca, brindaron por las sorpresas que otorga la existencia y se dispusieron a escuchar, gozosos, ante los leños que crepitaban en la chimenea.
"Habrán leído esa noticia de que en una universidad europea, cuyo nombre en este momento escapa de mi mente, se está experimentando una droga que les devuelve la vida a los muertos, salvo a quienes han sido incinerados", comenzó Poto de botella. El Sillón en diagonal mencionó que algo había escuchado en su momento, pero que no le prestó atención tras considerar que se trataba de una noticia falsa. Bigote admitió su ignorancia y el Anfitrión se limitó a abrir los ojos y levantar las cejas. Poto de botella añadió que cuando la leyó sintió lo mismo que el Sillón en diagonal, con la diferencia de que se sumergió en la internet para recabar mayor información. "Si lo desean, me encuentro en condiciones de ofrecer un resumen de lo averiguado", dijo. Viniendo la propuesta de quien venía, los amigos intercambiaron gestos irónicos entre ellos y lo instaron a proseguir.
"La droga se está administrando en un pequeño pueblo de Bulgaria, país más abierto a la libre experimentación científica por el hecho de poseer un código de salubridad pública menos riguroso que los gigantes europeos -habló-. Como era de esperar, y a la vista de los resultados, que tienen a los resucitados frente a las puertas de sus casas, algunos de ellos cómodamente sentados en sillas de playa mirando el paso de la gente, han surgido fuertes recriminaciones en el seno de las familias que previamente decidieron incinerar a sus deudos, aunque, como veremos más adelante, subyace en dicho sentimiento una sensación de alivio".
¿A dónde quería llegar Poto de botella? Al principio sus amigos no entendieron nada. Estupefactos, se limitaban a seguir el hilo del relato, el que de pronto experimentó un extraño giro.
"Ustedes creerán que toda la gente desearía volver a la vida a sus seres queridos, pero el experimento llevado a cabo en este pueblo búlgaro nos está demostrando que no es así. Según los reportes que he recogido, comienzan a darse casos de familias que han pedido "postergar" el retorno de sus muertos, bajo la vía del arrepentimiento a última hora en la oficina de pagos y hasta de la negación de la firma en el contrato. No reconocen ni por nada que el motivo de la retractación se debe al alto costo que significa para ellos el proceso de la resurreción, a sabiendas de que el estado no dispone de fondos para asumir el gasto, sino que argumentan que sus "queridos viejitos", por mucho amor que les tengan, terminarán contribuyendo al problema del sobrepoblamiento mundial. Primero está la vida del planeta Tierra; en segundo lugar las de nuestros parientes, argumentan, henchidos sus corazones de orgullo. Como el procedimiento científico implica darle un tiempo de dos meses al cadáver para ser resucitado, aquí no voy a detenerme en el detalle porque no lo domino, en los funerales que han tenido lugar en el intertanto el número de incinerados en vez de disminuir ha crecido, según lo demuestran las estadísticas".
-¿Cómo se explica lo que nos acabas de contar?, lo interrumpió el Sillón de diagonal.
-Porque olvidé decir que quienes resucitan lo hacen en las mismas condiciones en que murieron -dijo Poto de botella, y continuó:
"Es decir, con la misma edad que tenían al morir, y básicamente con las mismas enfermedades, aunque los investigadores han llegado al logro de evitar cualquier tipo de dolor en sus cuerpos. El problema que surge de esta invención, calificada por los entendidos como una "técnica en pañales en proceso de perfeccionamiento", es que naturalmente los renacidos vuelven a morir al poco tiempo, de lo cual se desprende que si los deudos incurrieron en ese gasto lo hicieron para despedirse de verdad, para gozar de la repentina presencia de sus muertos, para darles el amor que tal vez no les dieron en vida o qué sé yo, para no sentirse culpables de haber dejado pasar la oportunidad de su resurrección, para saldar alguna cuenta pendiente, para conocer el destino de algún secreto documento o mil razones más".
-¿Y luego, qué sucede? -preguntó Bigote.
-Luego que mueren por segunda vez los vuelven a enterrar, dejando abierta la posibilidad de resucitarlos dos meses después. Pero, agotados los fondos en la mayor parte de los casos, lo que sigue es la incineración. Así evitan toda tentación posterior.
Un ambiente de pesadumbre inundó la sala. Hubo una segunda ronda de brandy, bebida prácticamente al seco. El Anfitrión echó dos leños a la chimenea antes de que Poto de botella siguiera hablando.
"Tengan la edad que tengan al momento de fallecer, a los "muertos vivos" se los reconoce por el tono amarillento de la piel, un olor dulzón que se desprende de sus cuerpos y un impenetrable gesto semejante a la resignación, diríase una resignación propia de los que han retornado del Más Allá. La gente los saluda al pasar; ellos no responden, porque no han vuelto para hablar. Es más, es imposible arrancarles palabra alguna, de allí que se les termine viendo sentados frente a las puertas de sus casas. De seguro molestan a los de adentro, sus deudos, mientras estos pasan la aspiradora, limpian las ventanas, preparan el almuerzo, vigilan las tareas de los niños o hasta hacen el amor. Los renacidos no se comunican, casi no duermen y mantienen una mirada bondadosa dirigida a un punto indeterminado del horizonte. Tal vez guardan celosamente el secreto de la eternidad, mas si piensan es algo que no se ha logrado demostrar hasta el momento".
Cuando se levantaron de sus sillones, cada uno de ellos, incluyendo al relator, inevitablemente se retiraron a sus dormitorios con una sensación de desasosiego. Y es que hasta el mismo Poto de botella se había impresionado con lo que narraba, a medida que la historia iba siendo asumida por su propia conciencia. Asomaban especialmente en sus almas, en la oscuridad de sus dormitorios, en la soledad de la noche austral, las últimas palabras de Poto de botella, que hablaban de las reacciones de los vecinos ante el fenómeno de los resucitados; al principio, de enorme curiosidad, una curiosidad malsana que se materializaba en el hecho de rodearlos, hacerles preguntas, rozar sus ropas y sus miembros, querer extraer algo trascendente de esos seres; con el correr de los días de una conformidad que iba dando paso a la simpatía superficial, para terminar con muestras de total indiferencia: pasaban diariamente frente a ellos y ni siquiera los miraban, como si no existiesen. Sus propios familiares, cansados ya de abrazarlos y mimarlos, y sin saber qué más hacer, cuando llegaba la hora asumían sus segundas muertes no tanto como algo irremediable sino como un alivio culpable; y cotizaban los valores de la incineración en diversos camposantos. Al Sillón en diagonal le martirizaba sobre todo la relación de los habitantes de ese pueblo con una verdad cuya naturaleza se tornaba más profunda y misteriosa a medida que les llegaba a sus mismas barbas; mientras miraba el negro cielo más allá de su ventana recordaba aquellos cuentos sobre entierros en el campo que le contaban cuando niño, en los que el tesoro casi a la vista evadía las manos del obseso perseguidor, y en su insomnio concluía que la esencia de las cosas es imposible de captar, como sucede con el tiempo presente: se tiene a la vista y se escapa entre los dedos. El Anfitrión no podía dejar de pensar en la que habría de ser su propia muerte, cada vez más cercana, si reparaba en la estadística; cada vez más familiar, amigable, temida, socia y compañera. Bigote le daba vueltas al papel que jugaba el Creador en todo esto y a la necedad humana, que percibe lo divino como un sencillo hecho no probado, contentándose con suponer que acaso existe; mientras Poto de botella recién advertía las grietas que la vanidad había dejado en su alma, no solamente por su exposición de esa noche, sino por la conducta, por la irónica máscara que durante toda su vida les había enseñado a los demás.
Impregnaba el ambiente, como un vapor húmedo que se hubiese colado por las rendijas, la unánime sensación de que el recuerdo de una vida, más que la presencia de esa vida, es lo que la hace renacer y lo que inflama el espíritu del que la vuelve a traer al mundo.
Cuarta noche

Aquella jornada, la última de su viaje al sur, la pasaron en las termas. Temprano en la mañana Bigote los condujo en su vehículo, y mientras se desplazaban por la carretera entre prados verdes, cerrados bosques y fuertes chubascos que de cuando en cuando hacían sudar la gota gorda al limpiaparabrisas, cantaban a coro temas de Barry White que para ellos simbolizaban la alegría de estar vivos. Luego del primer baño almorzaron una carne de cerdo a la mostaza con cebolla en escabeche, papas cocidas, ensalada de tomates, abundante mayonesa casera y una canasta de pan amasado, que acompañaron con tres botellas de vino. Durmieron una breve siesta, disfrutaron de un segundo baño, caminaron un buen rato por los senderos del lugar, soportando felices las gruesas gotas que les caían de los árboles, y al atardecer retornaron a la cabaña. Habían decidido que por la noche se servirían una cena frugal, y así lo hicieron. No hubo aperitivo; de la comida pasaron directamente a la sala, donde el fuego de la chimenea los estaba esperando, a iniciativa del Anfitrión.
Fue precisamente este quien inició la tertulia, y lo hizo para hacerle honor a una tía fallecida tiempo atrás a una avanzada edad. "La recordé esta mañana, mientras cantábamos las canciones de Barry White. Ese disco que puse en la radio del auto se lo regaló ella a mi mujer un verano en que los tres compartimos unas vacaciones; era de su completo gusto y gozaba no solo escuchándolo, sino también bailándolo. Nuestra querida tía Eliana portaba aquella vez en su maleta una botella de espumante, un tarro de paté, galletas saladas y un juego de cartas. Vestía siempre solo prendas elegantes y no había quién le ganara al carioca. Durante el juego, a veces mi mujer o yo intentábamos explicar o rebatir una jugada. Entonces la tía Eliana dictaminaba, muy seria: "mañana se lo cuenta al juez". Por ella propongo el primer brindis de la noche". Los cuatro amigos se pusieron de pie, chocaron sus copas y bebieron del vino que quedaba en la botella.
-Gente como tu tía no debiera morirse nunca, comentó Bigote.
-Gente como nosotros tampoco, dijo Poto de botella.
"Paradójicamente, sus últimos días le jugaron una mala pasada -continuó el Anfitrión-, pues murió en plena crisis de la peste que nos acaba de dejar. Ella misma había organizado su funeral, una ceremonia que debía ser majestuosa, con flores, coros, un conjunto musical y una soprano que le cantaría Gracias a la vida en una iglesia repleta. Terminó siendo sepultada por doce personas, número máximo que autorizó el obispo que ofició la misa fúnebre". El Anfitrión hizo amago de llevarse otro trago a la boca, mas prefirió continuar:
"Con mi mujer alcanzamos a despedirnos de ella, por fortuna. Viajamos desde Santiago a La Serena, donde vivió sus últimos años. Esa tarde nos llamó a todos a su dormitorio, a sus hijas, nietos y nietas, a su yerno y a nosotros. El grupo apretujado guardó respetuoso silencio y esperó su mensaje, un mensaje que resultó ser hermético, tal vez debido a la morfina que circulaba por sus venas. "Veía luces, si bien no he visto más. Venía un choclón, me sentía cansada; un pelotón, y ustedes saben cómo quiero a los niños. El niño venía corriendo de lejos con la pelota. Después se perdió. Era bien bonito... Yo veía cosas brillantes, eran muchos mosquitos chicos, muchos mosquitos chicos... Y ahora... ahora... vístanme de blanco, que tengo que presentarme al rey", fue lo que dijo antes de cerrar los ojos".
Los cuatro amigos guardaron silencio. El Anfitrión remató:
"No murió esa vez, sino días más tarde, pero me quedó ese recuerdo, que esta noche les transmito".
-Acabas de dar la noche por cerrada -murmuró Bigote.
Tres de ellos hicieron amago de dirigirse a sus piezas, cansados y melancólicos como habían quedado con la historia oída, cuando el Sillón en diagonal alzó la voz y les pidió que volvieran.
"¿Me dejan usar la palabra?", preguntó. La petición pareció renovar los ánimos de los cuatro, como si en el inconsciente hubiesen estado esperando algo así. Y es que íntimamente no les parecía esa la forma de culminar tan espléndidas jornadas; hacía falta un cierre... ¿majestuoso? No, no era esa la palabra. Lo que veladamente ansiaban era un final de desarrollo sereno y descendente, que los llevara satisfechos a sus camas, felices de haber vuelto a compartir una amistad que ya enteraba cuatro décadas. Poto de botella echó dos leños a la chimenea, el Anfitrión descorchó una botella salida nadie supo de dónde y Bigote apareció con un trozo de queso de fundo, un salame y una tortilla con chicharrones comprada a la vuelta del viaje a las termas. El Sillón en diagonal se paseaba ante al fuego en actitud meditabunda; el cielo había vuelto a cerrarse y de sopetón lanzó un largo aguacero al tejado, fenómeno que -al revés de lo que pudiera creerse- le regaló una inesperada energía a la atmósfera de la sala.
Brindaron por ellos mismos y sus familias; el queso y el embutido fueron desapareciendo de a poco del platillo plantado en la mesa de centro, mientras el vino en la botella suplicaba inútilmente continuar siendo testigo de la que sería la última noche de los cuatro amigos en la cabaña sureña.
"No quiero tomarme la palabra para hablar a nombre del grupo, porque no me corresponde. Bien sabemos que aquí cada uno es libre de decir lo que se le venga en gana y tal vez eso, sumado a la completa igualdad que reina entre nosotros, en la que los bienes materiales e intelectuales pierden todo su valor, es lo que nos ha mantenido cohesionados tantos años. Durante tres noches he oído sus reflexiones y testimonios con sumo interés, intercalando de vez en cuando algunas de mis propias vivencias; sin embargo esta vez deseo compartir un sentimiento que me da vueltas hace varios meses", comenzó el Sillón en diagonal. Los tres lo escuchaban con atención, a sabiendas de que se aproximaba un discurso interesante.
"Les diré la verdad ahora mismo, descubriré lo esencial de mi relato: desde hace unos meses, tal vez un par de años, tres o cuatro años, quizás, me vengo sintiendo alejado, apartado de lo que daré en llamar mis hermanos; otros dirían mi pueblo y otros el grupo social. Me di cuenta no de que la vida es corta; eso lo he sabido siempre, al menos desde los cuarenta en adelante, sino de que la producción vital es tan breve y tan estúpida, por decirlo así, y al volver la vista atrás, esto me hace experimentar algo de pavor. ¿Por qué luchaba tanto? ¿A qué quiso aspirar mi chispa vital, de la que ahora tengo plena conciencia que comienza a apagarse? Me desviví cuidando el puestecito que le daba de comer a mi familia y entretanto me vanagloriaba de saltar las pequeñas vallas que me iba poniendo el anodino acontecer, hasta el punto de sentirme satisfecho del sitio que ocupaba en el sistema ideado por otros, no por mí. Pero, ¿era necesario hacer las cosas que hice? ¿Qué porcentaje de ellas no fueron más que bravuconerías, burradas, vanidad de vanidades? ¿Y qué ha resultado de todo eso? ¿El tiempo de disfrutar lo acumulado, el tiempo del merecido descanso, de la espera quieta? ¿Qué fue de la pasión, del fervor? ¿Sirvieron de algo, ayudaron a edificar la nave? ¿Pero qué nave? ¿Una que bien poco vale ya, porque está siendo hecha astillas por las nuevas generaciones? ¿Esa nave ayudé a edificar durante los mejores veinte, treinta años de mi vida? Ah, embarcación injusta, indecorosa, orgullo y vergüenza de mi generación...".
El Anfitrión observó a los otros dos amigos oyendo al Sillón en diagonal: estaban tan incómodos como él, moviéndose en sus sillones, cambiando de pierna a cada  momento, como si el planteamiento hubiese sido una flecha que les llegara al corazón.
"En fin, sea como sea, me cabe en este momento la sensación de ser un hombre sin tiempo. Y es que el tiempo, como factor que define los pasos que he dado en la vida; el tiempo, ese pintor cuya paleta cubre, embellece, desfigura, afea e inmortaliza el instante, en mi caso los pocos años productivos que les he dado a los demás; digo que el tiempo, ese tiempo está dejando de tener significado para mí, no porque haya decidido retirarme a los plácidos salones de la vejez, sino porque mi alma tiende últimamente a destinar sus sentidos a otro tipo de vida, a otra especie de vida. No sé si a ustedes les ha sucedido algo parecido últimamente. Lo que es a mí, esta percepción se ha transformado en un moscardón que sobrevuela mi cabeza día a día, tarde a tarde, noche a noche. De pronto sentí que ya no era uno más del equipo, uno más de los que ayudaban a edificar la nave. La voluntad participativa de lucha se fue trastrocando de modo invisible y a mi pesar en una impresión turbia, algo así como lo que debe sentir un náufrago que ha ido a dar a la orilla de una playa abandonada".
Al notar que se le quebraba la voz, los amigos hicieron amago de levantarse a consolarlo, pero el Sillón en diagonal los detuvo con un gesto: necesitaba desahogarse, sacarse la tristeza que se alojaba en su alma.
"Ahora que técnicamente he llegado a ser lo que se conoce como un viejo, tal vez recién ahora, reparo en que el argumento de mi vida no ha sido otro que el de haberle dado la espalda a Dios, al mismo Dios cuya razón de ser ocupó nuestra primera tertulia y al cual nos referimos con tanta liviandad aquella noche. No sé cómo ni por qué he accedido a un destello de lucidez durante estos cuatro días, y no sé qué papel han jugado ustedes en esto; pero sea como fuere, agradezco de corazón que hayamos materializado este encuentro. Nunca es tarde para enmendar el rumbo; aunque no estoy afirmando que de ahora en adelante me vaya a convertir en un fariseo que se anda dando golpes en el pecho y gritando a viva voz sus pecados y su arrepentimiento; lo que quiero decir es que la muerte nos viene arrastrando a su morada como la caña que recoge al pez, y lo hace para ofrecernos la lección final, aquella que se aprende en la última hora, en el último minuto, en el último suspiro. Y esa, comienzo a presentir, es la grandiosa contemplación de lo inefable".    
-¡Sacaste trago, autoflagelante! -exclamó Bigote.
-¿Autoflagelante? ¡Pero si este es el más autocomplaciente de los cuatro! -dijo Poto de botella.
El Anfitrión rellenó las copas y los amigos brindaron de pie, mientras el fuego de la chimenea proyectaba sus sombras sobre la ventana empañada. Había cesado de llover y un frío glacial rodeaba la cabaña y su entorno. Con otras palabras, Bigote expresó que a él le venía sucediendo algo parecido; el Anfitrión les hizo ver que cada generación se refugia en su tiempo y que eso es lo que tiene al mundo patas arriba. "Los cabros con los cabros, los viejos con los viejos", complementó Poto de botella mientras se desabrochaba los zapatos. Añadió el Anfitrión que esa paradoja, a su juicio, no tenía solución; vale decir, la situación se mantendría hasta el fin de los tiempos sin que el mundo pusiera los pies en la tierra, "nótese la nueva contradicción, la de que el mundo no pueda poner los pies en la tierra", advirtió. "Ustedes tienen razón, amigos míos -volvió a hablar el Sillón en diagonal-; tal vez me excedí en mis fantasías espirituales, pero hablar me sirvió hasta el punto de sentir que me he sacado un peso de encima y que esta noche volveré a dormir como un lirón, como lo hacía en los años de mi infancia, cuando ni siquiera recordaba mis sueños".
-¡Pero qué te pasa! -interrumpió Bigote, dando un salto. A su lado, Poto de botella lucía completamente desnudo.
-Este huevón se volvió loco -murmuró el Anfitrión.
-Lo que es yo, no estoy para seguir chachareando -les respondió el pilucho-. Ahora mismo voy a cruzar la calle y me voy a meter al lago.
Y dicho esto abrió la puerta, salió corriendo y se lanzó al agua. La Luna había reaparecido entre dos colosales nubes negras y desprendía la fría luz de una hoja de afeitar. Poto de botella saltaba de alegría, con el agua hasta la cintura, chapoteando como niño chico. Extasiados por la ocurrencia, pronto Bigote y el Sillón en diagonal se le unieron en su disparate, mientras el Anfitrión meneaba repetidamente la cabeza de hombro a hombro, al tiempo que se desprendía de sus últimas prendas. Un automóvil que transitaba por el camino se detuvo brevemente a contemplar la escena, dio dos bocinazos y siguió su marcha.
Al poco rato estaban de nuevo en la cabaña, vestidos, pero aún semicongelados, sintiendo un dolor en los huesos que sabían que no se les pasaría ni con sus ropas secas ni con el ardor de la chimenea ni con un café humeante, sino solo con el correr de los minutos. El Sillón en diagonal echó otro leño a la boca de fuego, el Anfitrión apareció con una botella de cognac y los cuatro se sentaron a disfrutar lo que les quedaba de su última noche. Afuera, la Luna se empecinaba en brillar, pero las nubes le ganaron finalmente la batalla y desapareció del cielo. Así estuvieron un buen rato, sin decir una palabra, envueltos en un mutismo que solo rompía el crepitar de los maderos. Bigote bebió de su licor, miró a Poto de botella y soltó de improviso: "Dice San Agustín que una vez al año es lícito hacer locuras".
El Anfitrión susurró, mirando al fuego: "El silencio de Dios nos acoge en su grandeza".