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sábado, diciembre 26, 2020

Navidad, Navidad...

Eran las diez de la noche y yo me hallaba frente a la radio, subiéndole el volumen para oír mejor la canción de los Huasos Quincheros. Antes de volver al patio, donde participaba de la cena de Navidad, me llegaron las voces alegres de mis seres queridos, mezcladas con el sonido de tenedores y cuchillos sobre platos y fuentes de ensaladas.
Navidad, Navidad, en la nieve y la arena, Navidad, Navidad, en la tierra y el mar...
Mi mujer, mis hijos y mi nieta aborrecen a los Huasos Quincheros por el aura de fachos que los ha recubierto durante décadas. Los Huasos Quincheros son la prueba de que la música está envuelta, o empañada, de sentimientos y hasta de ideología. Es la razón de que llevara varios 24 de diciembre resignado a olvidarme de la radio Conquistador, con sus melodías navideñas de viejo cuño y sus eternos Soliloquios de Belén, de Giovanni Papini, en la voz grabada del recordado Lawrence Young. En consecuencia, lo que hacía era aprovechar ese instante de soledad, alejado momentáneamente de los míos, para disfrutar una pizca del programa. No estaba pasado de copas, había bebido con moderación hasta ese momento. 
Ocurrió entonces algo extraño, o no tan extraño, si considero los efectos que el alcohol suele causar en las personas. Sentí que mi alma guardaba demasiado amor, amor que por una razón desconocida nunca lograba dar con la vía perfecta de escape. Me brotaron lágrimas al percibir el eco de quienes compartían conmigo la cena. Mi esposa, mis tres hijos, mis dos nietos, las parejas de mis hijos, la pareja de mi nieta. Todos alrededor de una mesa bien provista en un año para el olvido. Una suerte, una bendición. En ese momento les perdoné sus imperfecciones y me perdoné las mías. La oscuridad del recibidor, la letra de la canción, la conciencia de poseer un corazón que late al ritmo de la rotación de los planetas y el tiritar de las estrellas me empujaban a sentir amor. Decidí que iba dar un discurso para contarles cuánto los quería y con ese ánimo volví a la escena.
El año anterior mi nieta se había levantado llorando de la misma mesa por una agria discusión conmigo sobre los alcances del violento 18 de octubre. Luego había vuelto y nos habíamos abrazado, pero el episodio nos dejó a todos un gusto amargo Esta vez solo se oiría hablar de amor.
De modo que retorné a mi puesto en la cabecera, me senté, hice sonar mi copa con el tenedor, los demás callaron y comencé a hablar.
Pensaba que se me iba a quebrar la voz, pero sucedió lo contrario. Usé la razón. Las peores cosas que le han ocurrido al mundo se han debido a que alguien quiso usar la razón, animado por un genuino sentimiento de amor. No estoy diciendo que el corazón de Stalin hubiese estado inflamado de amor, pero ¿quién puede saberlo? El mío, al menos hasta ese instante, lo estaba, pero mientras las palabras salían de mi boca noté que ya no lo estaba tanto. Ya no sentía el mismo amor que sentí al verme a mí mismo solo, de pie en la oscuridad, fisgoneando a quienes amaba. Ahora correspondía ser preciso, usar palabras justas para definir a mis acompañantes. ¿Y para qué definirlos? ¿Qué sacaría de eso? Ahora que lo pienso bien, en estos dos días que han seguido, días silenciosos, ausentes, plenos de desacuerdos y malos entendidos, me ha caído la teja. Nada bueno, nada memorable resultó de mi "discurso de definiciones". Para la próxima no improvisaré, sino que leeré uno que guíe, retenga, modere mis pensamientos, un discurso del tenor del protagonista de Los Muertos. Aunque mejor sería no decir nada. Callarme la boca.
El asunto es que partí definiendo a la pareja de mi nieta, a quien me referí como una persona buena, liviana de sangre, eficiente en su profesión. Mi nieta me interrumpió. ¿Por qué dices eso? Estás hablando generalidades, algo que se podría decir de cada uno de los que componemos esta mesa. 
Era cierto. Debí haber parado allí. Pero se me ocurrió rebatirle, y no sin razón. Le dije que hablaba de cosas que yo conocía, porque las profundidades de su persona prácticamente las ignoraba, como correspondía a la relación protocolar que mantenemos. Mi nieta aceptó mi argumento. Proseguí con el segundo invitado. Describía la personalidad de la pareja de mi hija mayor, lo bien que le había hecho a ella su compañía. Justo sonó mi teléfono. Era Merterele.
¡Merterele! Hola. Hola, como están. Aquí, cenando, y ustedes. Cenando también. Para qué me llamas. Me llamaste tú. Sí, pero eso fue hace horas: te estaba devolviendo una llamada perdida. Ah. Felicidades. Felicidades.
No advertí la señal y seguí hablando. Los definí a todos, uno por uno. Luego brindamos, continuó la cena, nos servimos los postres, se abrió un whisky, repartimos los regalos. El toque de queda disolvió el encuentro y luego del lavado de loza, ollas y sartenes el hogar se sumió en un silencio intranquilo, sospechoso.
Los seres humanos somos transmisores de mensajes. Recibimos, procesamos y entregamos. Cuando el mensaje es uno solo y deslumbrante proviene de Dios. Por lo que sé, llega dos o a lo más tres veces en la vida. Si se lo consigue identificar, el dilema estriba en acoger o desechar. Pero existe un problema cotidiano, y es el que arman los pequeños demonios que habitan en el aire. Estos bicharracos se especializan en alojar mensajes torcidos en el alma de los hombres. Los inoculan a medida que van pasando los minutos; a veces tardan días, a veces semanas, años; al cabo esas semillas ensombrecen la mirada. Algunos de ellos fueron los que recibí, y transmití, esa noche.
Desperté a las nueve. Me levanté. Sentía un leve dolor de cabeza y una vaga inquietud, como si los riachuelos de sangre que corren por mi cuerpo se hubiesen salido de su cauce. Buscaba una culpa en el placer de la velada de la víspera y mi mente se plantaba exhausta ante un día vacío. No habiendo mucho más que hacer, me paseaba por aquí y por allá en las habitaciones, salía al patio, trataba de leer debajo del toldo que le da sombra a la pileta; de descifrar la felicidad que se esconde en la vida de los pájaros. La consigna era sortear el día muerto, tratando de soportarlo, no asumiendo su existencia. Partí al café, con el libro bajo el brazo, "Padres e hijos", de Iván Turguéniev.
Quizás él me ayude a descubrir un secreto que me sigue siendo esquivo, a pesar de mis años.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Padres, hijos, hermanos y demás seres queridos... Es extraño lo que nos queremos, y sin embargo, las barreras de silencios, las distancias de malos entendidos que creamos entre nosotros, que nos impiden darnos ese abrazo de amor que tanto deseamos.
Un abrazo de frío polar y noches de escarcha.
La Lechucita