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lunes, septiembre 21, 2020

Lilith

Olga tanteó con escaso interés la oferta que la devolvía al carnaval de las falsas promesas y acabó reaccionando con indiferencia. 
-¿Trabajaría para mí?
-No sé.
-¡Anímese, le va a gustar!
Se iba dejando llevar por la viciosa tentación del cambio.
-¿Cuánto paga?
-El mínimo, más casa y comida. No tendrá mucho que hacer, ya verá. Las camas, una trapeadita de vez en cuando, lavar un par de platos. Yo como pocazo, no soy de andar comiendo todo el día. Lo principal es echarle el ojo al taller -dejó pasar un momento y luego subió la voz, enérgico-. ¡Anímese! La espero mañana, esta es mi dirección.
Al despedirse le pellizcó la mejilla; Olga se ruborizó y guardó silencio.
No era una joven, ya frisaba los cuarenta. Entendía que hacia atrás su vida se resumía en una pila de torpes decisiones que la habían llevado a desempeñarse en oficios dudosos. Ahora trabajaba como asesora hogareña, pero ¿qué futuro le cabía esperar? Le gustaban los hombres, como a toda mujer, pero en ella se asomaba algo lúbrico desde su constante irritación. Vivía mirándose al espejo, porque no le desagradaba su cara, aunque si pudiese arreglársela un poco, darle un toque... distinto... ir a la peluquería, teñirse, cambiarse el peinado.
-Me voy, señora, este es mi último día, despídame de don Pedro -le anunció a la dueña de casa, que volvía de la oficina.
Discutieron los detalles y quedó todo acordado. No había mucho más que hacer, Olga hablaba con un convencimiento que aunque incierto, sonaba definitivo. El matrimonio, por su parte, no se perdía una gran colaboradora.
-Venga mañana temprano y mi esposo le dará lo que se le debe.
La noticia sirvió para animar los únicos minutos que cada noche compartía el matrimonio. 
-¿Qué le daría por irse a la Olga?
-El maestro que vino a arreglar la lavadora le ofreció trabajo en su taller. Algo así le entendí.
-¿Y qué va a hacer la pobre en un taller de lavadoras?
-Asunto suyo.
-Tienes razón, pero no olvides colocar un aviso en el supermercado.
-Ya fui, no te preocupes.
Gómez se dejaba estar; lo sentía cada mañana al salir de la ducha. El pantalón se le hacía más angosto, los botones de la camisa amenazaban con dispararse al aire y la papada le relucía tras la afeitada. Desde la cocina vio el auto de su mujer, saliendo del edificio. Estaba atrasado. Apuró el café, se lavó los dientes y miró el reloj. Lo esperaba un montón de asuntos en el decanato, su auténtica vida; se paseaba incómodo por el amplio departamento cuando sonó el timbre.
-¡Olga! La esperaba. Mi señora me contó.
-Sí, don Pedro. Me voy.
El hombre le entregó un sobre.
-Bueno, aquí está lo que se le debe. Cuéntelo.
-No, si le creo... -puso el dinero dentro de una carterita negra y lo miró a los ojos-. Bueno, don Pedro, me voy... que le vaya bien.
Se dieron un abrazo y ella caminó hacia la puerta, pero antes de que la abriera sucedió algo que a cualquier narrador le sería difícil de explicar. Gómez la observó, dudoso. Pareció una interminable observación; sin embargo no duró más que los cuatro pasos que la empleada doméstica dio para llegar a la puerta. La llamó:
-Venga.
-¿Qué quiere, don Pedro? -La mujer interpretó la mirada de su patrón y sonrió, avergonzada.
-Deme otro abracito... no sea mala... va a ser la última vez que nos vamos a ver.
Olga bajó la vista. Gómez avanzó y la tomó de los hombros. Ella sacó una libretita de la cartera y comenzó a hojearla en forma inconsciente; repasando las hojas una y otra vez, hacia adelante, hacia atrás. Gómez no la soltaba. 
-¡Oiga, usted se las trae! 
Se besaron en la boca, tanteándose al inicio, luego con hambre; él la agarró del pelo y ella le lamió la cara y se dejó acariciar las nalgas. Gómez bajó una mano por dentro de la falda y con la respiración entrecortada palpó la mata húmeda de la que brotó un penetrante olor a mujer; ella se le apegó a la barriga y le presionó el miembro con su vientre. Al instante presintió un estertor, semejante al que le iba a venir a ella.
-Don Pedro... pare, don Pedro... 
El día transcurrió con rutinaria placidez en la universidad. Al atardecer, en su oficina, Ángel Correa revisaba documentos cuando el decano abrió la puerta y le habló.
-¿Mucha pega, Ángel?
-Estoy terminando; este alto de papeles queda para mañana. El famoso tema de las licenciaturas, ya sabes.
-¿Aún no se resuelve?
-Los alumnos pidieron otra sala. Voy a tener que hablar con Juanito.
-Mañana lo hablan. ¿Comamos algo? Te invito.
Dejaron sus autos en el estacionamiento que el plantel reservaba para ellos y se instalaron en el restaurante de siempre, cómodo, sencillo y cercano. Bebieron una botella de vino y devoraron sus platos de una manera poco académica, aunque las servilletas se encargaron de cubrirlos de un escándalo. Al momento del bajativo ordenaron dos whiskys. La noche aún era joven y sobraba tiempo para la sobremesa. Antes de iniciar la charla el decano aflojó discretamente la correa de su pantalón.
-¿Y has visto a tu amiguita?
Ángel dudó en responder. De reojo consultó su reloj. Enseguida se animó.
-¿Tienes tiempo, Pedro?
-Pero hombre, claro que sí. Mi mujer sabe que nunca llego antes de las 11.
-La mía igual -dijo Ángel, y levantó los hombros. Recelaba de su superior, pero lo necesitaba. Sabía de sobra que de vez en cuando había que darle en el gusto. Nada mejor para ello, había descubierto, que usar la táctica de la sinceridad. Abriendo su corazón quedaba en una frágil posición ante él, como la de un niño ingenuo ante sus maestros. Ciertas personas se conmueven cuando durante una brusca oleada de confianza algún subordinado les revela sus sentimientos más íntimos; Pedro Gómez era una de esas personas. Él no lo sabía, pero le gustaba ser cazado por las confesiones ajenas. Cuando aquello ocurría era como si a sus fosas nasales le llegara una vaharada de poder.
-La universidad nos consume -se quejó Pedro.
-Más al secretario de estudios que al decano -se atrevió Ángel.
-¡Ja ja ja!, ya llegarás a decano, Ángel Correa... ya llegarás a decano, y verás que no existen los peces de colores.
Brindaron por la noche y por sus vidas. Reconciliado consigo mismo, y creyéndose poseedor de una no confesada superioridad sobre su jefe, aquella de la que disfruta el hombre bien parecido ante el supuesto gordo bonachón, Ángel habló.
-Vi a Lily la semana pasada. 
-Suéltala completa, hombre, soy todo oídos.
Ordenaron otros dos tragos. Hacían sonar el hielo. Bebieron un sorbo.
-Entré al café con dos colegas, nos sentamos a disfrutar el show y ella salió a bailar. Mientras bailaba me fije en Kaira, una negra... ¡con un culo! Nos pusimos a conversar. Cada dos frases me pedía que le regalara unas zapatillas de marca. "Son para trotal, mi amol. Tú dime... ¿cómo conselvo esta figura sin trotal?", me picaneaba. "Te las voy a traer sin falta cuando venga de nuevo", le prometí.
-¿Y Lily, qué hacía?
-Lily me evitó con la mirada, terminó su baile con un rápido desnudo y luego atravesó una cortina y desapareció. Cuando retornó a la oscura salita para alternar con los cinco o seis parroquianos presentes dejé a Kaira a un lado y quise saludarla, pero me volvió a ignorar. La llamé con la voz más suave que pude, para no causar un escándalo, ya que los clientes y las demás chicas se empezaban a dar cuenta de que entre ambos se estaba produciendo una diferencia de opiniones. Yo disponía de la ventaja del poder sobrehumano que se les da a personas como yo en esos antros, pero ella tenía su carácter. Conociéndola como la conocía, me puse a la defensiva.
-¿Qué pasó?
-"¡Mentiroso!", me gritó de pronto, mirándome a los ojos, y me dio la espalda. Casi me arroja un vaso de bebida en la cara. No se atrevió. Le habría costado la salida del local.
-¿Y tú?
-Me largué a reír. Con mis colegas...
-Fuentes y Valladares. Doble contra sencillo.
-¡Cómo manejas el decanato, Pedro! Ni una hoja se mueve sin que lo sepas.
-Es parte de mi trabajo, Ángel Correa... ¡ya llegarás a decano!
Hubo un ligero silencio. Correa continuó su relato.
-Cuando salimos del café traté de explicarles lo inexplicable, me fui enredando en la argumentación y mientras esperaba sus bromas lapidarias noté que tomaban mi derrota con humor y una pizca de conmiseración y complicidad. Se hizo un par de comentarios sin asunto antes de pasar a otras cosas. No he vuelto a entrar a ese lugar.
-¿Eso fue todo?
-Sí.
-¿Cómo una persona como tú se enredó con una chica como esa?
Correa captó el sentido del lugar común, que ahorraba la pregunta directa, brutal.
-¿Quieres saberlo de verdad?
-Dale, hombre, tenemos tiempo.
"A esta hora, por ejemplo, Lily debe de estar bailando. A las doce de la noche hará lo mismo. La primera vez que nos acostamos le pregunté cómo había llegado al café. Por un aviso, me dijo. ¿Y desde cuándo bailas? Hace no tanto. ¿Y qué hacías cuando chica? ¿Me estái entrevistando? No, es que me gustaría conocer tu historia. ¿Y qué tiene mi historia? No sé, pero me gustaría conocerla. ¿Y por qué? No sé, pero es una broma, no te preocupes. Ah, erí un mentiroso.
"Fue la primera vez que me llamó mentiroso, pero el tono y la intención eran otros. Tenía 12 años, recuerdo que me dijo entonces, cuando viajó a probar suerte a Perales, cerca de Cobquecura. Entró a atender una cantina. El dueño tenía 40 años y su mujer, 60. Lily atendía a los borrachos consuetudinarios en el día y en la noche dormía en una piececita que estaba al fondo del patio. Al parecer, su destino es dormir en piececitas. Al momento de acostarse solía encontrar calzones nuevos que le dejaba el dueño, de regalo. Una tarde que la dueña había salido, él le confesó que le estaba gustando y la empezó a perseguir por toda la casa hasta que llegaron a la cocina, donde Lily agarró un cuchillo y lo amenazó con matarlo si la tocaba y santo remedio. Cuando en la cantina los parroquianos se ponían odiosos tomaba una luma y les daba en la cabeza, y así se iba haciendo respetar. Eso le ha servido hasta hoy, porque si algún cliente intenta propasarse ella dice me quito un zapato y le parto el hocico.
"Me contó que su primer contacto sexual ocurrió en Quirihue, durante el primer cumpleaños bailable de su compañero de curso, Andrés. Los chicos tomaron té, bailaron todo el disco 33 un tercio 'Carrera de éxitos número 2' y después no hallaron qué hacer, hasta que a uno se le ocurrió poner el disco por segunda vez. Se sentían mayores. Estaban solos, o sea, sin grandes. ¿Cómo aprovechaban la tarde, entre disco y disco?, le pregunté. Lily leía la revista Suzy y los demás hacían lo propio con Red Ryder, Superman, Hopalong Cassidy, El llanero solitario. Haciendo un paréntesis en la lectura, me dijo que de pronto Andrés partió a la cocina y volvió con unos canapés de paté y ave con mayonesa y una botella de pisco con una Coca Cola familiar, que los invitados combinaron y se bebieron como si estuvieran apurados por ponerse ebrios. No había pasado media hora cuando Lily le dijo a Andrés que con el pisco le había dado sueño. Andrés la subió a su pieza, sacó los regalos de la cama y le dijo que se acostara y se sacara la ropa 'por mientras'. Enseguida bajó al living, declaró que la fiesta se había terminado y los mandó a cambiar a todos. Andrés subió los escalones con nerviosismo, entró a la pieza y vio que Lily le había hecho caso, pues abrió la cama y la vio durmiendo con sostén y calzones. Se quitó la ropa, se metió a la cama con calcetines, la abrazó y como no encontró mayor resistencia se puso a refregar el pene entre los muslos de Lily. No habían pasado dos minutos cuando Lily sintió que se le mojaban las piernas y lo encontró chistoso. A Lily le habían dicho que la primera vez dolía. Como no le dolió estimó que la suya había sido una primera vez a medias.
"Lily se retiró del colegio en octavo básico porque según sus mayores, la materia 'no le entraba' y además necesitaban sus brazos para el tiempo de las cosechas.
"La primera vez de verdad de Lily ocurrió unos tres meses después de la fiesta de cumpleaños. Se ofreció y fue aceptada para servir las mesas en una pensión de Cobquecura durante el verano. A la pensión iban a almorzar todos los días los trabajadores de una empresa forestal y Lily se prendó del capataz, que era un hombre de unos 50 años. Se ruborizaba cada vez que el hombre la saludaba al entrar a la pensión. Le gustaba mirar sus manos, que eran gruesas y callosas, y sus ojos, que le parecían tiernos. Con los trabajadores le mandaba papelitos. Los papelitos decían usted caballero me gusta. El capataz, que en un principio la miraba como la niña de 14 años que era, de pronto sintió que se empezaba a fijar en ella. Lily entonces no tenía el cuerpo que tiene ahora, que es un cuerpo bajo, curvilíneo, exuberante, pero ya se insinuaba que iría en esa dirección. La nariz chata y los labios carnosos le daban un aire distraído y sensual, pese a su corta edad.
"Una tarde el capataz la subió a su camioneta y la invitó a su casa. Lily se asustó un poco pero le aceptó al instante. Dice que el vehículo se alejó de la playa por unos totorales y enfiló por un camino de tierra en dirección a Ninhue. Al cabo de unos 12 kilómetros se apartaron del camino hasta llegar a una casona silenciosa, donde estacionaron. Nadie saldría a abrir porque no había nadie, le adelantó el capataz. Entraron y él le enseñó la casa y sus habitaciones, una por una. Era una casa grande, me dijo Lily. Primero tomaron un vaso grande de Cinzano en el sofá y después él le propuso pasar al dormitorio 'para descansar un poco'. Lily no estaba cansada y se imaginaba lo que podía suceder. Pensó un momento mirando al cielo, como ella hace, y le aceptó su invitación. En el borde de la cama se dejó acariciar y entonces vino la primera vez de verdad. Sobre ese tema es pudorosa y no cuenta mucho, ya que no le gusta abordar esos detalles de su vida. Sólo agrega que por un tiempo se siguieron viendo hasta que el capataz, preso de una sensación de culpa, la dejó 'para no hacerle daño'. Lily no lo vio nunca más, pues antes de que llegara el otoño volvió a Quirihue y luego se vino a probar suerte a Santiago.
"En esos tiempos me contaba que andaba a caballo en pelo y cuando se bajaba sentía que los muslos le ardían. Dominaba bien al animal, no como su hermano que ahora vive en Australia. El hermano corrió un día hasta una acequia y como el caballo no quiso saltar se cayó, no al agua sino al barro de la orilla. La hermana gemela de Lily, que se llama Sacha y es una polvorita, me cuenta, se lo pasó retándolo, pero los demás lo tomaron para la risa.
"El hermano de Australia siempre le escribe y le pide que se vaya con ella, pero Lily dice que no sabe hablar inglés y que allá no sabría qué hacer y que prefiere esta vida. Sobre sus padres habla poco, menos que lo suficiente. Su papá era un francés que se entusiasmó con su mamá y la llevó a varias partes, pero siempre iban los dos solos. Cuando no estaba el francés la mamá andaba en lo suyo, con hombres. Cuando llegaba el francés, como una vez al año, a Lily le regalaba dulces. ¡Dulces! recuerda ahora, ¡dulces! y se ríe, no de resentimiento sino casi de chiste. Por eso cuenta que prefirió dejar la casa para irse a trabajar puertas adentro.
"Hubo una segunda vez y una tercera vez y una cuarta vez. Hay razones fundadas para sospechar incluso que hace un buen tiempo pasó la milésima vez. Pero sobre esto no hay confirmación.
Lily tuvo una pareja y un hijo pero nunca se ha casado, no por falta de pretendientes. Simplemente no ha encontrado al hombre de su vida. Lily cree firmemente que hay un hombre en la vida de cada mujer. Y ese hombre no era el gordito del aserradero, dice.
"El gordito del aserradero era un hombre que se prendó de ella cuando Lily rondaba los 15 años. Lo llamaba Don Gastón y era dueño de un aserradero. La abordó un día en Cobquecura -porque Lily siempre volvía a Cobquecura, le gustaba el viento frío de la playa- y la invitó a comerse unas empanadas fritas. Lily le dijo que sí, porque ella no suele ver mala intención en los hombres. Si le preguntan algo, contesta; si la invitan a comerse unas empanadas fritas, lo piensa un poco y responde. Como a la tercera empanada Don Gastón le confesó usted me gusta mucho y Lily se rió. Esa risa de Lily siempre ha perdido a sus admiradores, porque no entienden de qué risa se trata, si de una risa de estupidez, de burla, de malicia o de ingenuidad. Don Gastón la tomó del brazo y la quiso besar, pero ella le dijo ya, po, no se propase y todo quedó ahí, en las tres empanadas.
"El hombre nunca le ofreció matrimonio porque lo que quería era 'mandárselo a guardar', oyó Lily cuando sus amigos lo envalentonaban, viendo que perdía la batalla. Pero esa actitud grosera de macho herido en su amor propio cambiaba cuando veía a Lily: Don Gastón entonces era tierno y solícito, cariñoso, hasta tímido, me contó. Un día se la encontró en la calle y la invitó a conocer el aserradero. Anduvieron en auto un buen rato, en su Chevrolet 51, hasta que llegaron. Se bajaron y él le dijo este es. Ella lo vio y comentó que era bien grande. El gordito se ruborizó e intentó hacerse el modesto, incluso habló de una sierra gastada, de una hipoteca en el banco. Pero es bien grande, le insistía ella. Él se alegró, la tomó del hombro y la atrajo hacia sí, sin que Lily opusiera resistencia. Fue una tarde romántica, la última tarde que pasaron juntos en la vida.
"Pocos días después ella se vino a probar suerte a Santiago. Ya tenía 16 años. La recibió una hermana, no la polvorita sino otra, Luisa, que ahora está separada y trabaja en "El sanguchón" de Franklin, al lado de una pizzería. Luisa le advirtió que su situación no era de las mejores. Lily le dijo que no se preocupara porque ella había venido a buscar trabajo. Y así lo hizo, buscó trabajo como empleada doméstica hasta que encontró uno puertas adentro. De esa forma, dejó de ser una carga para su hermana y nadie pudo recriminarle en ese hogar que viviera de allegada.
"Cuando le preguntaba en el café qué se siente ser un objeto de deseo se extrañaba, porque decía que esa idea no le cabía en la cabeza. Si le hacía ver que sí lo era soltaba una de sus carcajadas y cruzaba las piernas. Cuando Lily cruza las piernas le reluce un blanco calzón, un colaless provocador, una tirita de encaje. ¿Por qué brilla tanto?, le pregunté una tarde, para darle un toque divertido a la situación. Por la luz, me contestó y mostró la luz negra propia de los topless y los cabarets.
"A veces, cuando se lo pedían con un billete, mostraba lo que había bajo el calzón. Entonces dejaba a la vista un minúsculo matorral podado a medias. La mano del hombre bajaba y acariciaba, autorizada por el billete; ella cerraba los ojos y le besaba el lóbulo de la oreja, y bajaba su mano también.
"En sus tiempos de empleada doméstica en Santiago, entre los 30 y los 40 años, se enteró por boca de una prima de que Don Gastón había muerto. Un día de viento y lluvia en el sur resbaló en el aserradero y cayó sobre una sierra en movimiento. Su muerte fue instantánea, pues cayó de cabeza.
"Fue por esos tiempos cuando conoció a los tres hombres de su vida. El primero fue un joven de buenas intenciones con el cual tuvo a su único hijo, hoy de nueve años. Se vieron en la Plaza de Armas un día domingo; él la invitó a comer un completo en una fuente de soda al paso ubicada en el portal Fernández Concha y después entraron al cine. Adentro de la sala él le tomó la mano y como ella no dijo nada, la besó. Cuando la besó, Lily tampoco dijo nada. Dos semanas más tarde se acostaron y para ella no fue como si estallara una galaxia, pero tampoco fue como para rehusar la propuesta de dejar el empleo e irse a vivir con él. Así, de pronto, Lily se convirtió en señora y dueña de casa. Y un año más tarde, en mamá.
"A esas alturas, tal vez un par de años después, poco quedaba del joven de buenas intenciones. Se había convertido entonces en un hombre de mal vivir al que le gustaba llevar amigos a la casa, y llevarlos con malas intenciones. El hombre dejaba a sus compinches solos con Lily y volvía a la taberna. A Lily eso no le gustaba porque le traía recuerdos de sus tiempos en Perales. Los amigos empezaban a ponerse pesados y con el alcohol a uno o dos o tres les daba por mirarla demasiado y a veces con querer tocarla, sobre todo ahí, donde la minifalda se curvaba demasiado. Cansada de soportar humillaciones gratuitas y aún con el honor intacto en lo que se refiere a sus amigos, un día lo castigó y se fue. Cuando le pregunté cómo lo castigó me dijo 'le corté el pico' pero luego de una risotada se aprovechó del desconcierto y rectificó sus dichos. 'No se lo corté pero me aproveché de que estaba curado y lo tiré por la escalera y me fui', me confesó. Pero la decisión le costó cara. El cuñado abogado se encargó de todo. Ellos eran 'de otro nivel' y Lily salió perdiendo. Ahora no puede ver ni de lejos a su hijo.
"De los otros dos hombres de su vida casi no habla, porque aunque no lo creas, Pedro, a Lily no le gusta hablar de su vida privada. En realidad, me ha costado un mundo sacarle datos. Sé que uno fue un rabino al que conoció en la calle. Él la abordó con sigilo y la invitó a una oficina oscura 'llena de leseras'. Capaz que haya sido una sinagoga, porque me describió un salón con candelabros en la mesa y en la repisa. 'Cuando me tenía en pelotas me lamió el chorito y me bautizó'. ¿Te bautizó?, le pregunté. Sí, me bautizó, me puso el nombre que uso ahora. ¿Cuál? Lily po, tonto. ¿Y qué te decía? ¡Lilith, Lilith!, arrodillado, con la lengua babosa. Yo le decía que no, que me gustaba más Lily y me quedé con Lily. Me dijo que la volvió a invitar tres veces más al salón oscuro y que a ella le gustaba el rabino porque lo encontraba divertido, porque le hacía cosquillas con la barbita y porque adentro estaba fresco, era época de calores. Pero un día entró una señora, los vio en pelotas y pegó un alarido. Salieron arrancando con las luces apagadas, así que la señora no se dio cuenta de que era el rabino, eso me contó".
El mozo apareció con dos nuevos whiskys. Ambos miraron la hora.
-¿Queda tiempo? -preguntó el secretario de estudios.
-Claro que sí. Esta historia resultó ser más de lo que esperaba. Continúa, por favor -dijo el decano.
"Como te iba diciendo, cuesta un mundo sacarle datos. Tuve que echarme la mano al bolsillo varias veces para que las historias fueran saliendo, una por aquí, otra por allá, a goteras, sin sentimiento, como si la que hablara fuese una mujer de hielo. Y en este punto me detengo un poco. Lily no es una mujer de hielo en el sentido que se le da a ese término. No es una mujer sin corazón, no es una mujer cínica, malvada ni calculadora. Más bien es una mujer sin sentimientos románticos, una mujer de pocas palabras o en otras palabras, una mujer de una sola palabra; una mujer honrada, una mujer leal. Una mujer que no tuvo pascuas ni muñecas.
"La administradora del café topless, por ejemplo, la culpó en una ocasión de armar una rebelión entre las niñas del local y ella le dijo que si no la conocía bien, cómo podía pensar eso. 'Conózcame primero y luego opine'. Con el tiempo quedó clara su inocencia y ahora es la mujer de confianza de la administradora. A veces ella la invita los sábados a su casa en Pudahuel y las dos pasan juntas el fin de semana. Ha ido ganando su espacio y su prestigio en el local.
"El café está ubicado en el subterráneo de un pasaje céntrico. Los clientes concurren porque pueden acariciar a las chicas por mil pesos. Mientras las chicas bailan ellos se sientan a tomar café en asientos cuyo respaldo es la pared. De entrada no se ve mucho pero a los pocos segundos las muchachas se hacen visibles, todas vestidas de negro, todas con minifalda, salvo la bailarina de turno, que termina desnuda y toqueteada hasta el cansancio. Hay mujeres muy jóvenes y delgadas, otras más rellenitas pero también jóvenes. Lily las aventaja por lo menos una década en edad.
Lily dice que hoy tiene 38 años, pero nadie le cree, aunque tal vez sea cierto y las bolsas en los ojos se deban a que no tuvo infancia.
"Cuando la conocí, simpatizamos. Un día la invité a salir y Lily me respondió que sí, que por 30 saldría conmigo. Yo le le dije que por 20. Lily lo pensó y dijo que bueno.
"Días más tarde nos juntamos en una esquina céntrica. Mi calidad de académico me hizo avergonzarme de caminar junto a ella porque en cualquier momento surgía algún conocido, de modo que caminamos juntos, pero como si fuésemos unos extraños. Los hombres la miraban con malicia, vulgaridad; las mujeres lo hacían con un ligero o un fuerte desprecio. Vestía un sweater ajustado y un jeans, nada tan llamativo pero por alguna razón, provocador, caliente, sensual. Se le notaba a lo lejos su condición, de ahí que yo estuviera permanentemente mirando para otro lado, sonriéndole a una conciencia escurridiza. Tomamos un taxi que pasó casi frente a La Moneda y desembocamos en un motel de mala muerte, de colcha rosada con hoyos de cigarro. Allí, sin hablar mucho, sin protestas ni quejidos ni grandes abrazos Lily me entregó su cuerpo y yo lo tomé y le dije palabras lindas y por un momento fui feliz, satisfice un viejo antojo, conocí esa felicidad que es tan esquiva, tan escasa, tan miserable, cuando se consigue a ese precio. Nos vestimos, ella estiró la mano, salimos y tomamos caminos separados. Luego nos volvimos a ver dos o tres veces y siempre entre el momento de la felicidad y el de la partida, Lily me daba a conocer fragmentos desconocidos de su vida.
"Me contó que en el local hubo una chica peruana infectada con el VIH. Se lo había contagiado su pareja en Lima y así había viajado a Chile a ejercer el oficio, sin saber de su enfermedad. Cuando supo entró en depresión. Las compañeras empezaron a hacerle el vacío. Cada vez que ella iba al baño dejaban pasar media hora antes de entrar y luego, la que se atrevía, rociaba la taza con cloro y spray desinfectante. La situación se hizo insostenible y la peruana se fue. Un cliente que se atendía con ella continuamente, llevándosela a su departamento de soltero del centro, entró al café una noche con aire de desesperación e hizo la consulta. Las chicas bajaron la vista y no respondieron. El hombre se fue, sollozando, y nunca más se le ha vuelto a ver por allí. Cosas así son las que me cuenta Lily.
"Otra de las chicas padecía una infección grave y no quería ir a controlarse porque decía que ella se sanaba sola. Pero yo tengo los papeles limpios, me aseguró, al notar que me ponía intranquilo. Ese día me dijo que yo le gustaba porque me encontraba divertido. Ese mismo día le pregunté qué era lo que más le gustaba hacer en la cama y Lily se quedó pensando un buen rato y no supo responder, más bien respondió con una frase incorrecta, porque dijo que 'no le gustaba nada en excepción' en vez de decir 'nada en especial'.
"Lily vive en el mismo local donde trabaja. Podría decirse que vive en una ratonera. De la mañana a la noche en una ratonera. Despierta al mediodía, se levanta, se viste y comienza a atender. Le dan las dos de la mañana bailando o manoseando por cinco mil pesos o dejándose manosear no por todos sino solamente por los que ella elige, aclara, hasta que llega la hora de cerrar y la administradora manda a la calle a los sinvergüenzas, a los cafiches, a las almas solitarias, a los ociosos, a los embaucadores, pero entonces Lily debe barrer y pasar el paño por la baldosa y recién entonces puede acostarse a esperar el siguiente día. Detrás de una discreta puerta del café están los camarines y por ese camino, al fondo de un pasillo angosto se halla su residencia, que es, por lo que describe, una colchoneta y un locker metidos como por milagro en un rectángulo imposible. No es mala vida, dice y se extraña de nuevo ante la pregunta. No es mala ni es buena, es la vida no más. Lo único malo, si pudiera cambiarse, es la colchoneta, que en invierno amanece húmeda.
"En la pieza de al lado vivía su gran amiga. La frase que usa para acordarse de ella es: 'Yo tenía una amiga, pero me la mataron'. Fue una noche en la población Juan Antonio Ríos. La muchacha llegó a una fiesta y su rival de amores, que era una chica de la población, la acuchilló y la mató. La mujer se desangró en la calle y 'el funeral fue bien bonito, hubo un lleno completo', recuerda. Eso sucedió hace tres años, o sea, un año después de que Lily se enrolara en esta profesión. Antes, inmediatamente antes, me contó que había trabajado en un taller de reparación de lavadoras, pero el patrón era un sátiro que vivía llevando cabras jóvenes a su casa. 'Las metía a la pieza y me hacía mirar por la ventana para que le viera la tremenda cosa', me dijo. Mientras tanto compraba el diario para fijarse en la sección Ocupaciones ofrecen. Su hermano la seguía llamando a vivir con los canguros pero ¿qué voy a hacer donde viven los canguros si no sé hablar inglés?, me decía. Esa vez le pregunté si su hermano vivía en el zoológico. ¡Ay, qué erí divertido!, me dijo.
"Lily probó suerte en un topless de la Plaza de Armas 'lleno de guatonas'. Iba a visitar a una ex compañera pero el dueño la abrazó y le ofreció trabajo, aunque le hacía muchas preguntas. Eso no le gustó. Le preguntó sin ninguna elegancia si hacía sexo. Eso tampoco le gustó. Le preguntó 'cuánto le pagaban los huevones en el otro local' y ella le contestó que sus dueños no eran huevones. Al final le ofreció trabajo 'y yo le respondí con sus mismas palabras: le dije que no trabajaba para huevones'. El dueño se enojó y la echó y ella se fue".
Pedro Gómez estaba pensativo. Dijo algo por decir:
-¿Qué sacas de todo esto, Ángel?
-Si analizo la vida de Lily desde el punto de vista de los bienes materiales, se parece mucho a la que llevan los santos. Nada tiene y todo lo da. Si los santos fumaran y no les diera por andar toqueteando a cambio de unos pocos pesos hasta podría pasar por una hermanita de la caridad. No reza, es cierto, pero en su mente no hay cálculo ni maldad, lo que de por sí la sube bastantes escalones en la pirámide moral de los seres humanos. Nunca ha hecho el amor con otra mujer, aunque su última patrona se le insinuó un día que estaba haciendo la cama. Me contó que sintió escalofríos cuando la mujer se le acercó por detrás, la abrazó por la cintura y le refregó las tetas en la espalda, pero las cosas no fueron más allá porque Lily le dio un codazo en las costillas. Yo creo que si no fuese una bailarina de café, una maraca... aunque no parece enteramente justo referirse a ella en esos términos. Ya es casi un lugar común suponer que las verdaderas putas se hallan dentro de las mansiones, de las oficinas públicas, entre las mujeres que disponen de cuotas importantes de poder. Porque las que pertenecen al oficio, al menos las que yo conozco, fornican de manera simple y directa, no son amigas de perversiones ni rebuscamientos, gozan con maniobras básicas. Tal vez la conducta masculina induzca a la conducta femenina, tal vez esas putas sean de otra manera con otros hombres. Buena parte de las mujeres decentes sueñan con ser putas en la alcoba y vestirse como putas y decir cochinadas como putas. Pero las putas no hacen nada de eso: las putas ansían en el fondo de sus corazones la vida de hogar. Si le preguntaran a Lily qué es lo que más anhela, diría tal vez que ver ponerse el sol mientras la micro la lleva a su casa, donde la esperan sus hijos y su esposo.
-¿Qué más te dijo de esa patrona que tuvo?
-Nada más. 
-Pero qué le gusta entonces.
-A Lily le gustan los hombres mayores, no los jóvenes, porque los jóvenes no tienen mucho que decir y la impetuosidad, la fogosidad del varón no le interesan tanto como la experiencia, menos aún el tamaño del miembro, porque los más grandes pueden llegar a doler y los chicos, los chicos... cuando la llevé a ese punto me dijo con un atisbo de molestia que los hay de todos portes y que ella no tendría por qué reírse de un pene pequeño. Pero enseguida recordó que uno de sus últimos clientes tenía 'la pirula chica, como de medio jeme', y no sólo eso, era un flojo porque le gustaba quedarse quieto y taparse la cara mientras ella hacía el trabajo. Tengo otro, me dijo, que se va a la primera pasada, a veces ni alcanza a entrar...
De pronto Ángel se echó a reír.
-¿De qué te ríes?
-Me acordé de un día que estábamos en la cama. Ya habíamos terminado; Lily sacó un cigarrillo curvo, trasnochado, lo encendió y me miró desnudo. "Así mismo te quedó la tula", dijo y echó una calada.
-¿Cómo es Lily en la cama? 
-Como todas las mujeres, sospecho. La única rareza suya, lo único que hace con gusto es lamer la cara. De Lily revolcándose en la alcoba no guardo recuerdos y lo que pude experimentar en carne propia puede que no hable bien, no de ella sino que de mí. Siempre me llamó la atención, eso sí, el hecho de que conmigo estirara literalmente la mano al final y no al principio, como hacen todas. Ese gesto tan suyo siempre me inclinó a aventurar que tal vez yo le gustaba de verdad, pero ahora que me ha tratado de mentiroso sin razón alguna, tal vez por no haber vuelto en mucho tiempo o por lo de Kaira... pero eso no es ser mentiroso, a lo más eso sería ser incumplidor, mal educado, desleal, incluso cínico, pero no mentiroso... mentiroso... ¿o acaso se le habrá ocurrido dar crédito a esas palabras bonitas que se dicen cuando la sangre está hirviendo? No recuerdo haber dicho algo tan comprometedor, aunque el asunto no tiene importancia. Mal que mal, por algo dicen que todas son iguales.
-Decías que tuvo tres hombres en su vida. Por lo que me has contado, el tercero seguro que eres tú.
-No. Me dijo que fue un patrón que tuvo en Las Condes, un gordito romántico, usó esas palabras. Nunca lo ha podido olvidar porque dice que la respetó. Cuando renunció al trabajo los dos se despidieron con un beso y no pasó nada más, a pesar de que me aseguró que en ese momento se le habría entregado. En esos tiempos no había conocido al rabino y todavía usaba su verdadero nombre.
-¿Y cuál es su verdadero nombre? 
-Olga.