Visitas de la última semana a la página

lunes, febrero 20, 2023

Mi nombre es Maggie

Mi nombre es Maggie. Provengo de una familia de lombrices alojadas en el sótano de un cementerio de provincia. Que yo sepa, nadie ha contradicho esta aseveración, de modo que habrá de tomarse por cierta. 
Mi padre, oh, mi padre... ¡mi padre!, mi buen padre, mi padre admiraba a Maggie Smith; al momento de inscribirme en el Registro Civil vomitó a la rápida su nombre, mi nombre... y así quedé para toda la vida junto a mi sexo masculino. No se trató de un gesto destinado a torcer el destino o a imponer el oscuro deseo interno del alma frustrada que siempre se alojó en el cuerpo de mi padre, mi padre, aunque alma frustrada no sería el término exacto; más bien dolida, amargada, rabiosa... ¡irritable!, eso es, alma irritable, de esas que estallan como guatapiques al menor roce con el sonido de otras almas.
No fui criado con muñecas ni vestido con falditas de color rosado, nunca fue esa la apetencia de mi padre; pero el nombre me pesaba. Y me sigue pesando.
A veces lo sorprendía mirando viejas películas de Maggie Smith por la televisión en blanco y negro. Y me avergonzaba de mí mismo, me ardía la cara y debía salir a la calle con cualquier pretexto, a comprar pan, a comprar cigarros, una Coca-Cola familiar. 
Al costado del sofá donde él pasaba las tardes instalaba una escupidera de bronce que mi madre vaciaba al momento de recogernos a nuestros dormitorios.
¿Cuándo vas a crecer, Maggie? No estamos hechos de fibra de cemento; el mundo se te vendrá encima sin darte cuenta, me amonestaba con cierta timidez en las noches de invierno, mientras mi madre, al fondo en la cocina, cebaba el mate.
A los treinta años mi pared de trabajo lucía dos títulos universitarios y un doctorado en una universidad americana. La verdad pura es que yo no había aprendido nada. No sabía nada. Engañaba a la gente con los alcances de la teoría fenogenetista o la homogeneidad del genoma humano según el entender de los lingüistas modernos, cosas así. Le exponía estas ideas a mi novia arriba del auto; ella me contradecía con argumentos deslumbrantes, el paisaje desfilaba ante nuestros ojos como un fantasma invisible, parecía que nos íbamos hundiendo en los asientos. Finalizado el torrente, el choque de palabras, ambos descendíamos a nuestro destino con el ánimo por los suelos.
Me enamoré más tarde de una chica de doce años, algo completamente ilegal. Sabiéndolo, perseveré. 
Ella no se enteró jamás de mi pasión. Ni siquiera tuvo el placer de conocerme. Ni siquiera me vio al trasluz y aunque yo tampoco le pude divisar las pantorrillas, amé con toda mi alma su imagen idealizada en mis turbios sueños nocturnos. Mi novia se retorcía en el costado izquierdo de la cama, envuelta en sus propias pesadillas.
¡Si se hubiese conocido el origen de mi nombre! 
En los mesones de los aeropuertos las encargadas me miran dos veces al examinar el pasaporte. No pueden saber que cuando ingresé a primero preparatoria juré no explicar jamás esa rareza de mi padre, y por eso preguntan con los ojos. Mi impasibilidad está respaldada por un documento legal. Lo que me abre el paso es mi inteligencia, una inteligencia basada en la ignorancia y la pesadumbre.