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martes, febrero 27, 2024

Réquiem por Maluco

Llevo varios días pensando en escribir sobre la suerte de Maluco. Me preparaba para comenzar esta tarde, pero por la mañana, en la biblioteca, bajo el poderoso influjo de las "Notas de un ventrílocuo", de Germán Marín, recordé de pronto esa noche que viajaba en una micro destartalada a la que logré subirme en Arica, con el objetivo de volver a Rancagua. Se me imagina que en toda la historia que pasaré a narrar, no sé bien en qué orden, se esconde una oscura asociación, de tal manera que los cabos sueltos deberían unirse al final. Es mi pretensión, pero si no la materializo en estas breves páginas sospecho que algo intangible habré ganado en el intento.
Me había desplazado al norte afectado por un arranque de idealismo; había viajado a vivir la experiencia del trabajo del obrero, para este caso un trabajo consistente en la construcción del alcantarillado en una humilde población de la última ciudad nortina del país. Tenía 17 años; fue una experiencia fascinante. Supe lo que era laborar de sol a sol, con los rayos del desierto hiriendo la espalda, supe lo que era devorar los almuerzos que nos fiaba el posadero del vecindario, y que liquidábamos religiosamente cada vez que recibíamos nuestra modesta paga; supe lo que fue echarse irresponsablemente en la arena un domingo en la playa de La Lisera, lo que me costó una grave insolación y la formación de llagas en los hombros que debí soportar durante esa y las demás semanas, echándome sacos de cemento al hombro. Conocí la generosidad y el cariño que el obrero chileno de esa época les brindaba a estudiantes universitarios como nosotros; grité el gol de Colo Colo en el partido que escuchamos por la radio y que le dio el campeonato en ese mes de enero de 1971. 
Esa vez, y porque era de pocas palabras, me fui ganando fama de inteligente, como si una cosa tuviese que ver con la otra. Un domingo que disfrutábamos de un asado de cabrito en el valle de Lluta, ya pasados de copas, el capataz, que era el padre de uno de mis compañeros, me ofreció la palabra para que opinara sobre el tema del que se hablaba, un asunto muy serio. Un enorme lagarto nos miraba soñoliento desde una piedra cercana, echado al sol. Se hizo un grave silencio; me preparé para dar mi discurso, pero al oír mi voz pronunciando un par de insensateces me di cuenta de que no tenía nada que decir. Nadie pareció percatarse de mi estupidez; la reunión al aire libre prosiguió hasta el atardecer y volvimos al pueblo.
La micro de la que hablo no pertenecía a empresa alguna; dada la escasez de pasajes se ubicó de pronto en un rincón del terminal; el ayudante voceó la capital de Chile como destino y se llenó en minutos. Logré meterme casi a la mala, de modo que me resigné a viajar de pie los dos mil kilómetros que separan Arica de Santiago. Afortunadamente a la altura de Iquique me pude sentar en el pasillo, sobre un cajón de manzanas, y en Antofagasta por fin agarré un asiento. 
Esa noche iríamos en algún kilómetro de ese espacio interminable que media entre Antofagasta y Copiapó cuando la micro se detuvo. Serían las tres de la mañana.
Algo había pasado en el camino. Los pasajeros bajamos, algunos aprovecharon de orinar. Más allá de la berma, a unos cinco metros del asfalto, sobre la costra de tierra infértil, vimos un auto volcado. Fuera del auto había un cuerpo inerte, un cadáver del que emanaba una sangre viscosa que iba enturbiando la tierra. A su lado, su compañero de viaje, su amigo o su hermano, lo lloraba a gritos; el llanto se perdía en el desierto, era la única vibración que le daba sentido a la noche, transformada en una boca de lobo, a falta de luna. El deseo de ser partícipes de la tragedia, el deseo de mirar, de acercarse al muerto, primó en nosotros, los pasajeros. Al darse cuenta de que tenía compañía, el sobreviviente suspendió su clamor, dirigió una mirada furiosa a la masa informe que lo rodeaba y prorrumpió en maldiciones enloquecedoras hacia todos nosotros. A mí se me pusieron los pelos de punta, porque sentí que deseábamos prestar ayuda y como nada podíamos hacer, nuestro papel en esa puesta en escena era el de mirones; eso era lo que nos clavaba a la tierra, no otra cosa. Saciado el malsano apetito subimos a la máquina y la micro prosiguió su viaje. Al volver la vista atrás, el desierto se tragó en segundos la imagen del auto volcado y de los dos hombres, el uno vivo, el otro difunto.
No es que esa experiencia me haya abierto al mundo de la muerte, tan presente hoy en mi edad dorada; pero sí puedo afirmar que aportó su grano de arena, que sumó en la preparación de la mente y del cuerpo a la verdad más inevitable, poderosa e ininiteligible de todas. Como era de prever, al llegar a Rancagua a disfrutar de los días de veraneo que me quedaban antes de volver a la universidad, echado al sol sobre la toalla en el césped de la piscina de la Braden, rodeado de chicas en bikini, ya había olvidado la experiencia; a lo más se pudo haber colado en el relato de mis tantas aventuras ariqueñas. Hoy se me presentó bruscamente, leyendo un libro de Germán Marín que desplazó mi intención de escribir sobre la suerte de Maluco, el toro que mantenía corto el pasto del lugar en que vivo.
Marín, quien hace pocos años llegó a ocupar el aposento que el tártaro le tenía reservado, escribió que una madrugada fue testigo de un accidente de un vehículo de Tur Bus que bajaba por Agua Santa, en Viña del Mar. En la calzada había tres cadáveres cubiertos de diarios; esa visión le generó un insomnio que le duró varias semanas. Yo he tenido un insomnio parecido en estos días, pero por otras razones; desde luego, no a causa de la partida de Maluco, ya que ante esa situación vivo una suerte de melancolía filosófica, de exhibicionismo del dolor; no llega a tanto mi sensibilidad poética; ni se le acerca a la de Keats ni menos a la de una joven de la que leí que desfalleció al momento de ingresar a la iglesia de la Santa Cruz de Varsovia, donde se guarda el corazón de Chopin.
Como decía, Maluco me sacaba de apuros y me cortaba el pasto gratis. Lo acompañaban dos caballos corraleros, buenos para morder el pasto hasta la raíz, para hacer hoyos con las pezuñas y para revolcarse en la tierra que iban formando. La bosta de Maluco era aplanada, la de los caballos, redonda. Las dos sirven de abono, pero la de los caballos es más visible, molesta a la vista. Ninguno de los tres pacen hoy en la parcela; los caballos se fueron al terreno del frente y a Maluco también se lo llevaron. Días atrás dos hombres descendieron de una camioneta cuatro por cuatro y me pidieron permiso para entrar a la parcela a estudiarlo. "Bonito el animal", "debe pesar unos 600 kilos", "se ve mejor de lo que pensaba", se decían el uno al otro, mientras le tomaban fotos. Maluco los observaba con esa mirada inocente y cansina de los bueyes y volvía a fijar la cabeza en el pasto, mientras con la cola espantaba a las moscas. 
Yo ya le había perdido el miedo. Todas las mañanas desprendía el seguro que lo encadenaba al fierro de cincuenta kilos que le fijaba el radio de diez metros que le permitía la cuerda a la que se hallaba atado; luego lo conducía al bebedero, en una esquina de la parcela. Maluco me seguía mansamente, hundía el hocico en el agua y bebía con los labios cerrados, bebía unos diez a quince litros de una vez, entonces se relamía la nariz con la lengua, dos a tres veces, y se quedaba quieto frente al bebedero, señal de retorno. Volvíamos, lo encadenaba al fierro, lo cambiaba de posición y lo dejaba comiendo. Así fue nuestra relación durante un par de meses, hasta la llegada de los visitantes.
-¿Se llevan a Maluco?
-El jueves que viene lo venimos a buscar. Nos gustó.
-¿Cuánto pesa?
-Unos 600 kilos.
-¿Cómo calculan el peso?
-Al ojo. Al carnearlo se corta una paleta y el peso de la paleta se multiplica por cuatro y da el peso exacto. Este andará por los 600 a 650 kilos, mejor de lo que pensábamos. Un animal de 600 kilos da 300 kilos de carne, lo demás se bota.
-¿El cuero lo aprovechan?
-No, se bota. Hay gente que hace alfombras, pero es mucho trabajo.
-Le llegó la hora a Maluco...
-Pero no va a sufrir. Con un balazo en la frente muere al tiro.
Los hombres subieron a la camioneta, negociaron el precio por teléfono y en dos minutos quedó sellada la suerte de Maluco. Esa misma tarde lo cambiaron a una de las parcelas de sus dueños, frente a la mía. Ayer llegué tarde, miré al frente y no estaba. Supongo que en el momento en que pretendía escribir estas líneas sobrevino el trámite.
Extrañamente, en el mes de febrero, clímax de la época de verano, como decir agosto en Europa, con la playa de Frutillar colmada de turistas, me he llenado de pensamientos y sensaciones trágicas. Vino a verme mi hijo y mi nieto y justo se me echó a perder el auto. Quedamos inmovilizados en la cabaña, a tres kilómetros del pueblo, lo que nos obligó a hacer dedo como hábito diario. Hacer dedo depara grandes sorpresas; con mi mujer nos hemos hecho de dos excelentes nuevos amigos que nos rescataron en el camino bajo un caluroso sol impropio de las tierras patagónicas, un matrimonio conformado por un argentino y una rusa, él veinte años menor que nosotros, ella, treinta. Tienen dos niñas preciosas y la familia entera es muy amigable. Pero el auto malo es fuente de tensiones y cálculos económicos que se van disparando a medida que lo ve un mecánico y otro y otro. Es un problema no resuelto; odio los problemas no resueltos, la vida es una suma de problemas no resueltos y a estas alturas me siento vulnerable, poco preparado para enfrentarlos. Cómo he deseado volver a ser hijo este mes de febrero, de esos hijos irresponsables de diez a doce años cuya única misión es sacarse buenas notas, hijos llenos de ilusiones y ganas de disfrutar del verano, cómo he deseado lanzarme a nadar a las aguas del lago y mirar las nubes, flotando de espaldas. Pero así no se me están dando las cartas de la baraja. Surgen problemas de salud, hay un familiar muy cercano que se ha visto en apuros; las noticias no eran halagüeñas, pero hoy van mejorando. Hace tiempo que no le rezaba a Dios y a la Virgen por estas cosas. Dios parece que no escuchara y la Virgen tampoco, no deseo pasar por escéptico ni ateo, pero al repasar los logros divinos tiendo a pensar que no es Dios el autor de los milagros, a pensar que no existen los milagros, pero sí existe un alma resignada al oír su propia voz, al sentir su fragilidad, al entregarse al destino. Vaya uno a saber...
Cuando se llevaron a Maluco tuve un presentimiento: ¡Se sacrificó por mi nieta! y me sentí algo aliviado. Puede ser cierto aquello de que las almas nobles de los animales dejan su lugar en la tierra por la vida de un ser humano muy querido. Si ha ocurrido así, Maluco goza de la luz eterna en el cielo.
Debería darle un poco más de espacio al párrafo sobre la divinidad, me quedó dando vueltas, debería detenerme aunque fuese un par de minutos, por respeto a la idea. No creo en Dios, más bien no sé si creo en Dios, ansío creer; rezo con fe y luego me sumerjo en el mundo en el que vivo. Me doy cuenta de las variantes, de lo que rodea la aureola de mis rezos, y sigo transitando. No logro desprenderme de esa imagen  del Dios que ve, entiende, juzga y ordena desde lo alto, no me cabe en la cabeza la existencia de ese todo anterior a todo y posterior a todo, ese todo nacido en la tiniebla y que volverá a la tiniebla y continuará gobernando cualquier fenómeno que se asemeje a vida, movimiento, espacio.
Es un hecho de la causa que mi ánimo se hunde cada cierto tiempo en la depresión y la angustia. Basta una minima circunstancia para que se desencadene la sensación, y siempre me hago a la idea de esperar días, semanas, para que desaparezca. ¿Es la parte infinitesimal de la creación divina? Allá por los años ochenta viví uno de esos episodios, que duró semanas, tal vez un mes, dos meses. Una tarde me hallaba en la oficina y fui al baño, sumergido en un sentimiento de derrota. En el urinario me sonó un clic mental. ¿No habrá llegado el momento de dejar de autoflagelarme?, creo que pensé. Salí optimista. Había expulsado al fantasma de mi cuerpo.
Cuánto desearía ser Maluco, el toro manso que se alimenta y levanta la vista, come y duerme, camina en círculo sin chistar, absorbe la lluvia y el sol, espanta las moscas o las sufre. Y muere sin advertir el cañón que lo apunta, porque sus ojos no ven bien de frente, están hechos para hacerse a un lado.
Tal vez este desorden narrativo podría resumirse en el sueño que tuve anoche. Subí a un bus lleno (¿la micro de Arica?) desconfiando de los pasajeros. Para pagar el pasaje debí sacar la billetera y se alcanzaron a ver unos billetes grandes, me dio miedo. En otros sueños hay personas que se me acercan y me amenazan como los perros que atacan por detrás, y yo les doy de patadas que me hacen despertar. Aquí no hubo nada de eso; los pasajeros redujeros sus amenazas a gestos ambiguos. Sin embargo, había que cambiarse de sitio, y así fue como me deslicé a un espacio más cómodo, un poco más caro, pero adaptado a mis necesidades. Elegí un sofá con una mesita de arrimo, donde me instalé a mis anchas. Todo en ese nuevo espacio del bus destilaba uso, descuido, decadencia. La comida no era cara; me incliné por el menú de la casa. En una salita reservada, del porte de un baño, mi compañero se ladeó, cambió de ángulo, y le vi la cara (entonces me enteré de que este viaje lo hacía con un compañero, no andaba solo por la vida). Su rostro gastado lucía amargado, ojeroso, amoratado en las mejillas; rostro desilusionado, casi pegado a un cenicero cubierto de colillas de cigarro. Me habló con la mirada, una mirada desoladora. Adiviné que se trataba de mi otro yo, no me gustó nada saberlo y la inquietud me hizo abrir los ojos. Serían las tres de la mañana.

jueves, febrero 01, 2024

Dilema

Profundizar en el detalle o intentar una irreflexiva pincelada general. 
He allí la cuestión que se presenta con la edad.