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miércoles, septiembre 27, 2023

Las hojas y el viento

Una hoja de pobre entendimiento se mecía con la brisa matutina. Por la tarde el viento cambió de dirección y apuntó directo a su hogar, el árbol que las iba formando a ella y sus hermanas.
Las aves, veleidosas, volaron a otras ramas; bajaron al prado a cazar gusanos, anidaron en copas más seguras en la profundidad del bosque.
La hoja y sus hermanas soportaban con angustia las inclemencias de la naturaleza, ignorando si lograrían sortear esa dificultad.
Se hallaban, como se dice, a merced del viento.
Así vivieron tres días y tres noches, privadas del conocimiento.
Y los cielos lloraron
Cuánta alegría se apoza entre las plantas del cementerio

lunes, septiembre 11, 2023

Mis recuerdos del 11 de septiembre de 1973

Mi amigo Jaime Cortés Ramírez era un militante de la juventud socialista que andaba viendo graves crisis políticas y confabulaciones por todas partes. Tenía cierta influencia en la dirigencia estudiantil de la Escuela Normal José Abelardo Núñez y yo creo que debido a una suerte de admiración que le despertaba mi persona, o algo en mi persona, decidió apadrinarme ante sus compañeros, aunque nunca me ofreció firmar los registros del partido, como si estuviese esperando el tiempo de mi madurez para hacerlo.  
Como alumnos de la escuela, que formaba profesores primarios, inventábamos exposiciones de pintura, conciertos, diseños de fotonovelas. A veces nos reuníamos por las noches en la casa de otro normalista al que bautizamos el Mayoneso Chico, por su parecido con el senador Carlos Altamirano. Mientras preparábamos las actividades culturales su mamá aparecía con una fuente de tallarines; el Mayoneso Chico sacaba una botella de whisky escondida en algún mueble y la noche se teñía de irresponsable felicidad. Su casa estaba cerca de la escuela, que al mismo tiempo me acogía en uno de sus pabellones dispuestos para los estudiantes de provincia. Corría el año 1973. Era yo entonces lo que se podría denominar un simpatizante, no hasta el grado de ciega obediencia a las órdenes de partido, pero sí bastante comprometido con la causa de la Unidad Popular del gobierno de Allende. Tenía 20 años cumplidos. 
Como cualquier ser humano de la época, vivía intranquilo ante el ambiente generalizado de odio, el desabastecimiento, los frecuentes paros de todo tipo de empresas y organizaciones, las tomas de fundos e industrias, los continuos desfiles multitudinarios, la ausencia de orden que reinaban en el país. Había que ser ingenuo o fanático para pensar que las cosas marchaban sobre ruedas. En el ambiente se adivinaba el movimiento subterráneo de la nueva placa que intentaba montarse sobre la existente, la que se resistía con fuerza a quedar debajo de la historia. Ese choque de placas anunciaba la proximidad de un cataclismo.
Mi amigo Jaime me regaló en junio de ese año una gira al sur viajando en el coche dormitorio del tren de la Empresa de Ferrocarriles del Estado. Dos pasajes gratuitos a nombre del partido en compartimiento cerrado, un lujo inalcanzable para mis bolsillos de estudiante, boletos que el inspector marcó en su momento con un aire de indiferencia. Acompañaba yo al dirigente Mauricio de la Parra con el fin de promocionar un festival nacional de teatro estudiantil que se realizaría en La Serena durante la segunda semana de septiembre. En ese viaje el que promocionaba era De la Parra. De hecho en años posteriores fundó los Temporales de Teatro de Puerto Montt, hoy convertido en un evento de carácter internacional. Mi papel en la gira se redujo a permanecer en silencio en las testeras, haciéndome el interesante. No saqué nada en provecho, no entablé relación con ningún estudiante; poseía en ese tiempo una desfigurada percepción de mí mismo. Rehuía a la gente, me creía importante, me sentía superior, pero en el fondo esos eran síntomas de soledad, baja autoestima, desorientación, lo puedo admitir ahora, cincuenta años después. El caso era que, parodiando la canción de John Lennon, solo tenía fe en mí mismo y en Patricia, mi polola, la que llegaría ser mi mujer.
De modo que esa gira al sur transcurrió entre salas de clases de colegios abarrotadas de alumnos que ansiaban escucharnos, dormitorios de internados, paseos por playas solitarias de arenas grises, cargadas de oscuros nubarrones,
La noche del 6 de junio comíamos en una taberna de Valdivia, frente a la pantalla del televisor que transmitía la final de la Copa Libertadores. Acabada la cena, un plato de ajiaco para cada uno, humeante, reponedor, sentimos ganas de fumar. Mauricio, que contaría unos diez años más que yo, se caracterizaba por ser una persona ejecutiva y optimista. Su cojera de nacimiento no le restaba fuerza alguna a su carácter simpático y extravertido. Se acercó a tres obreros que consumían en la mesa contigua y les pidió un cigarrillo. Sin negarse, uno de los hombres sacó de mala gana su cajetilla y nos ofreció uno a cada uno. La escasez de cigarrillos hacía que un paquete de Monza valiera su peso en oro, de modo que cuando en pleno alargue del partido que finalmente perdió Colo Colo Mauricio se levantó cojeando para pedir dos puchos más, estos nos fueron convidados poco menos que bajo amenaza de muerte si teníamos el descaro de pedir por tercera vez.
El 9 de septiembre nos juntamos con Jaime y partimos a la estación Mapocho a tomar el tren a La Serena, donde ambos formaríamos parte del jurado del mencionado festival de teatro. En el andén me iba comentando con su acostumbrado tremendismo el discurso pronunciado ese mismo día en el estadio Chile por Carlos Altamirano. "La cosa está seria, compadre", me aseguró al momento de subirnos al tren, pero yo no le hice mucho caso, emocionado como estaba de viajar a La Serena y abandonar Santiago por unos días. Viajamos toda la noche en el convoy de trocha angosta y por la mañana amanecimos en esa ciudad colonial tan ordenada, adornada su avenida de estatuas y donde se respira la brisa marina bajo cielos nublados por la mañana y soleados por la tarde. Una ciudad primaveral, semidesértica, donde se dan muy bien las papayas, donde casi nunca llueve. Allí estábamos, Jaime y yo, rumbo al festival de teatro estudiantil.
Nos alojaron en una escuela técnica, un magnífico e imponente edificio de diseño colonial, como todas las construcciones importantes de la ciudad privilegiada por el presidente González Videla, oriundo de la región. En el lugar nos juntamos con los grupos participantes, venidos de distintos puntos del país. El ambiente de fiesta era contagioso, se notaba que los estudiantes secundarios no hallaban la hora de pisar las tablas. Esa misma noche se abrió el festival; previamente los miembros del jurado nos reunimos para fijar las pautas de evaluación y escuchar las instrucciones que nos daba la actriz Norma Lomboy, quien se notaba que era la única que sabía de teatro. El festival debutó la noche del lunes con una obra vibrante, de la que no recuerdo absolutamente nada. Nos retiramos a la pieza con Jaime hablando cabezas de pescado sobre las actuaciones, el argumento, la escenografía, el sentido y la profundidad de la pieza teatral. Nos llamó la atención la presencia de un joven profesor santiaguino que se integró en ese momento al jurado, de apellido Gianelli, quien había viajado acompañado de su pareja. A diferencia de nosotros, parecían tener una buena situación. De hecho eran los únicos que estaban alojando en un hotel. Al parecer se trataba de un dirigente del magisterio y formaba parte del Partido Comunista. En el breve trato que mantuvimos con él doy fe de que era una persona carismática, propensa al diálogo, de refinados modales, conversación chispeante, una persona más cercana a lo que se entiende por un pequeñoburgués que a un militante comunista de cuota mensual y carnet. Vestía de terno claro y corbata y lucía un bigotillo que le venía muy bien a su barbilla cuadrada y a su apellido italiano.
El martes por la mañana Jaime me despertó con su típica alharaca; según él los tanques estaban frente a La Moneda y Allende había sido derrocado. Las dudas iniciales trocaron en incredulidad. Los primeros reportes de las radios intervenidas por los militares confirmaron los rumores. Media hora más tarde estaba claro que los dados habían sido echados y el destino de Chile comenzaba a teñirse de sangre.
En el patio, los jóvenes jugaban a las naciones o al pillarse; gastaban sus energías ante la mirada despreocupada de sus profesores, ignorantes unos y otros del drama que se tejía fuera de las paredes del colegio. Cuando le contamos la noticia a uno de los maestros se echó a reír. No estaba en sus planes algo así. De nuestros labios había oído un chiste divertido, no una broma macabra.
A las dos de la tarde el establecimiento parecía un cementerio de zombies. Los profesores recogieron a los muchachos en diferentes salas y comenzaron a planificar el regreso a sus ciudades en la medida de lo posible, nunca ese mismo día, ya que se estaba ad portas del comienzo del toque de queda.
Fui testigo entonces de dos hechos diametralmente opuestos, que solo se explican por la locura del momento. El primero ocurrió alrededor de las nueve de la noche. Por alguna razón Gianelli nos acompañaba en ese momento, no así su pareja, seguramente bien protegida en su pieza del hotel. Estábamos reunidos con Jaime y algún otro miembro del jurado en nuestra pieza del tercer piso, que daba a la calle, cuando al mirar por la ventana vimos llegar un camión cargado de soldados al mando de un oficial de alto rango. El coronel o general dio una breve orden y varios uniformados con sus fusiles al hombro coparon los árboles ubicados en la vereda a lo largo de toda la cuadra, camuflados entre las ramas. El grueso del pelotón entró detrás de él al colegio. Venían a saber de qué se trataba esa montonera de cabros afuerinos que ocupaba el liceo. Con toda tranquilidad, Gianelli impartió órdenes precisas. Esconder todo tipo de libros. Rasurarse la barba a la rápida. No perder la calma. Hacernos pasar por profesores. Nadie creería que éramos miembros del jurado de un concurso de teatro. La comitiva recorrió todas las piezas, pero tal vez, cansada de comprobar en cada sala la ingenuidad de los alumnos artistas y de sus cándidos profesores, por una especie de milagro se saltaron nuestra habitación. Al cabo de unos 45 minutos se retiraron, sin llevarse preso a nadie.
Vino entonces el cuchicheo y con él, la catarsis. Los maestros y maestras dejaron durmiendo a sus alumnos y bajaron a la sala de profesores. Alguien sacó unas botellas, otro hizo surgir música bailable de no se sabe dónde y de pronto se armaron las parejas. A media luz, ahuyentando el miedo y la angustia, en el marco del golpe de estado y la muerte de Allende nacían romances de una noche, frases de alegría, tallas, el baile del trencito, promesas de amor. Recuerdo que miraba la absurda escena desde mi rincón. La palabra inconsecuencia me danzaba en el cerebro así como danzaban los cuerpos presentes en la sala; Jaime se daba el lujo de gastar bromas entre los abrazos y los besos. Más que los chistes en los velorios, esto se parecía al ambiente que adornaba los cuentos de Boccaccio. Celebrar el triunfo de eros ante la amenaza de la muerte.
Pasado el momento de jolgorio nos recogimos a nuestras habitaciones. Cautivado por uno de esos datos que se transmiten boca a boca, Jaime sintonizó en la onda corta de su aparato a transistores la radio Moscú. Nuestras mentes afiebradas comenzaron a llenarse de ilusiones con las noticias que anunciaban el desplazamiento a Santiago de grandes regimientos leales a Salvador Allende, desde el norte grande, desde Concepción. Poco tardaríamos en comprender que no había que hacerles mucho caso a los rumores.
Comienza ahora la última parte de mis recuerdos del 11: la de mis estupideces.
La primera fue no haber llamado a la casa de mis padres. La noche del 12 vi que Jaime pudo conseguirse el teléfono del colegio y hablar con su mamá. En esos tiempos, como se sabe, una llamada telefónica de larga distancia era cosa seria. Había que tener plata para hacerla; cada minuto valía una fortuna. Pero Jaime pudo hacerla y con eso tranquilizó a su mamá. A mí no se me pasó por la cabeza que mis padres estuvieran preocupados de mi suerte. Ignoraba que ese mismo día habían viajado a Santiago para saber de mí, con todo el riesgo que implicaba un traslado entre dos ciudades, y con un toque de queda antes de que cayera el sol. Mi mente consideraba, simplemente: estoy bien, no veo el peligro por ninguna parte, la ciudad de La Serena está tranquila, la gente iza la bandera en sus casas, el comercio ha vuelto a poner a la venta mercaderías que hace dos días se hallaban agotadas.
La mayor estupidez la cometí al regreso. Volvimos a Santiago el 13 de septiembre en el mismo tren que nos llevó. Apenas nos bajamos en la estación y pisamos las calles descubrí un ambiente muy diferente al que habíamos dejado. Con Jaime nos despedimos con un abrazo; él partió a su casa y yo a la Escuela Normal. Pensaba retirar algunas de mis pertenencias, luego visitar a Patricia y finalmente viajar a la casa de mis padres, en Rancagua. A bordo de la liebre que me llevaba a la escuela vi a dos hombres boca abajo en una vereda. Dos soldados les pisaban las espaldas y les presionaban el cuello con sus bayonetas. Los transeúntes evadían la escena, pasaban de largo, hacían un rodeo, atravesaban la calle. Llegué a la escuela y la encontré cerrada. Me sucedía siempre, pero en las noches, cuando regresaba de pololear con Patricia en su casa, en el extremo oriente de Santiago. Subía la enorme reja, caminaba unos cincuenta metros por los patios arbolados y entraba al dormitorio, donde mis compañeros dormían o bromeaban con la luz apagada. Entonces hice lo mismo: escalé la reja, entré a la escuela y me dirigí a mi pabellón. Lo que vi fue brutal: todos los lockers abiertos, con las ropas, cuadernos, lápices, libros, bolsones, máquinas de afeitar, banderines, zapatos esparcidos por el suelo. Miles de artículos que no dejaban ver la madera del piso. Sillas rotas, vidrios quebrados. A gatas busqué lo que era mío y algo encontré. Algunos libros y lápices de colores para dibujar. Con eso en mi poder me fui. Escalé la reja y salí a la calle. 
No había caminado cincuenta metros cuando varios compañeros de internado surgieron de una esquina y fueron a recibirme y a recriminar mi temeraria, imprudente y, vuelvo a decirlo, estúpida osadía. Acaban de ser liberados del estadio Chile, donde estaban detenidos desde el miso día 11 junto a otros miles de chilenos, entre ellos Víctor Jara. El Ejército se había tomado la escuela y en ese momento permanecía en el interior una guardia armada de uniformados que la custodiaba. El solo hecho de ingresar equivalía al suicidio. Eso no lo vieron mis ojos. Yo perfectamente pude haber muerto ese día y nadie habría dicho nada. Ni siquiera hubiese sido un mártir.
Cuando llegué a casa de Patricia me informó que mis papás estaban desesperados. Habían llegado a verla para saber noticias mías y ella no tenía qué decirles, de modo que me quedé solo un momento y viajé a mi ciudad.
Al tocar el timbre mi mamá me vio y salió llorando. Me besaba y me abrazaba. Después, algo más tranquila, pero aún llorando, me comentó:
-Con los días empecé a olvidar el sonido de tu voz, empecé a olvidar tu cara. Era lo que más me dolía...      
Vinieron los días posteriores. Mi nombre no apareció entre los aceptados para volver a clases. En otras palabras, estaba en la lista negra. ¿Quién me había delatado y bajo qué cargos? No tenía la menor importancia; no había nada que hacer.
Sepultado para siempre el idealismo de mis pretensiones espirituales comenzó entonces la segunda larga etapa de mi vida.
Años después, recibido ya de periodista y ejerciendo la profesión, me topé a boca de jarro en la calle San Martín con mi ex compañero Gumercindo Soto, uno de los izquierdistas más recalcitrantes y efusivos en las asambleas, a quien apodábamos Barnabás, por el parecido con el personaje de "Sombras tenebrosas", la serie más popular de la época. Vestía uniforme de carabinero. Mi ingenuidad me hizo pensar que, tal como yo, había cambiado de rumbo o de vocación después del 11. Lo saludé; me reconoció de inmediato, ¡qué alegría verte, Mardones!, nos dimos un abrazo y recordamos los viejos tiempos de la escuela normal.
¿Desde cuándo eres carabinero?
"Desde siempre, Mardones. Yo estaba infiltrado, fue la misión que me encomendaron y la cumplí a carta cabal durante toda la carrera. ¿Y qué has sabido de Jaime Cortés, del guatón Nakuzi, de la Marcela Monsalve? Dales saludos de mi parte, si te los encuentras por ahí".