Visitas de la última semana a la página

miércoles, agosto 27, 2008

Páginas del diario de un circo pobre

11 de junio

Pasado el mediodía de hoy llegamos a Rancagua. El pueblo nos recibe fríamente. Yo pienso que es porque se avecina una tormenta. Nos juntamos a tomar mate en el carromato del señor Mussimessi. Gondolita nos llama a vestirnos y salir de paseo por el centro y las poblaciones para promover la función nocturna. En la calle los gemelos reparten volantes. La calzada vacía le hace murmurar a Gondolita que no tendremos una buena función. Yo le digo que no sea tan pesimista, pero me contesta con una frase que no entiendo. Bueno, así es él, qué le vamos a hacer.
A las ocho de la noche la carpa está vacía, una hora antes del debut, con dos o tres familias en los tablones. El señor Mussimessi nos reúne y tras tensos minutos surge la decisión, dividida: la función se realiza, por respeto al público presente. No contento con eso, el señor Mussimessi libera del pago del boleto al que desee entrar.
La función se ve empañada por una terrible tormenta. Ésta comienza en forma tímida, no recuerdo en qué momento, pero muy pronto la carpa zumba que da gusto. El agua corre como río sobre la lona y se cuela por las costuras viejas para caer al aserrín en pequeñas cataratas.
Los gemelos han estado más atontorronados que de costumbre y cuando se les olvida la rutina improvisan una lucha falsa. El Silabario Hermafrodita es garantía de espectáculo, porque sólo tiene que mostrarse. Además, su carácter misterioso viene de perillas con el ambiente que reina en el circo en esos momentos. Sybila, la reina gitana, actúa a regañadientes; el Gusanómeno del Círculo intenta el número árabe, pero se retira sin pena ni gloria. Cuando yo voy entrando y él va saliendo me dice al pasar: está difícil la cosa.
He tenido tan mala suerte que justo cuando me voy a tirar al tonel se corta la luz. Los gemelos entran con unas velas. Apenas se ve desde arriba. La carpa mojada me golpea la cabeza, con el viento que hay. Cuando voy por el aire me acuerdo de mis sueños, donde todo es tan tranquilo y las cosas no pasan, sino que uno cree que pasan. Deseo en ese momento que todo no sea más que un sueño, pero la caída dentro del tonel de agua me vuelve a la realidad. Una vez más he triunfado, pero al salir del tonel me pregunto: es verdad, he triunfado, pero ¿sobre qué?
El interior de la carpa parece un recinto ahogado, en el que la gente, mecida por el viento, camina por las frágiles tablas de la galería a empujones. Para aligerar la tensión, Gondolita y el señor Mussimessi se desdoblan. A veces pienso que ellos dos son los únicos que tienen vocación circense en la compañía. El público apenas sonríe.
Durante el intermedio las caras languidecen. Magra taquilla, de las peores de la gira, pero hay que seguir actuando. Douglas Cordelito propone suspender la función, pero nos oponemos y él levanta los hombros, en señal de indiferencia. Tita y Humberta son las más ansiosas, pues esta noche tan especial les ha dado por zanjar una antigua rivalidad. Ambas son audaces y tozudas y siempre quieren imponerse una sobre la otra. Yo creo que eso le hace bien al circo, pero no a ellas.
Las artistas deciden jugarse la función al todo o nada. Tita se asocia por primera y única vez con Humberta para realizar el doble salto mortal: gana la que arranque más aplausos. Hieronimus no ha querido actuar con ellas y se escuda una vez más en su trompeta. Hieronimus es un resentido y yo creo que nunca logrará cambiar. El accidente que lo confinó en una silla de ruedas no lo exime de sentir alegría, pero él se automutila. Reclama por cualquier cosa. Quiere hacerles la vida imposible a todos.
La luz de las velas no llega a las alturas y las ampolletas se encienden y se apagan como faros, como focos de ambulancia en cámara lenta. Aún así, ambas estrellas renuncian a la red, por amor propio. Tita debe saltar y Humberta, pescarla de las manos. Las miradas se tensan. Tita salta y Humberta estira en vano sus extremidades superiores. Gondolita corre a la pista, pero no alcanza a tomarla en sus brazos: ¡la reina del trapecio ha caído al aserrín! La sangre brota desde la comisura de sus labios. Humberta, testigo del accidente desde su trapecio, se siente culpable y prosigue con el número. Se ríe de la muerte a carcajadas, salta de un trapecio a otro, sola en la oscuridad del cielo, con la música de la trompeta de Hieronimus y el sonido de los truenos como mar de fondo. Un rayo destruye la carpa de un plumazo, dando con ella por el suelo. El público se retira, enloquecido, pisoteando a los heridos que gimen sobre el aserrín mojado, mientras las sirenas ululan a lo lejos.

12 de junio

Son las tres de la tarde y emprendemos viaje en los carromatos, bajo un cielo azul profundo y un camino barroso. En el hospital quedan Tita y Humberta, internadas con fracturas múltiples, pero fuera de peligro. Por una razón circunstancial están convaleciendo en piezas separadas. El cobarde de Hieronimus, aislado por sus compañeros, ensaya bajo el triste sol radiante; el señor Mussimessi fustiga a los caballos, Gondolita lo acompaña. El Silabario Hermafrodita se mira al espejo y se pinta los labios, yo escribo. Nuestro próximo destino es San Fernando.

13 de junio

El alcalde de San Fernando ha venido a pedirnos esta mañana, con toda discreción, que suprimamos cualquier número con animales, por razones políticas. Tal parece que en víspera de elecciones los animales del circo restan votos. El señor Mussimessi le aclara que por razones presupuestarias el circo ya no cuenta con animales. El león, el oso y la elefanta fueron vendidos al Zoo de Paine porque se hacía imposible mantenerlos, a pesar de que el oso se alimentaba con pescada y frutas podridas, la elefanta con verduras y el león con perros y gatos que los vecinos ofrecían a precio de huevo. El alcalde le solicita 50 entradas para repartir entre los niños huérfanos y el señor Mussimessi se las regala, a sabiendas de que serán usadas para comprar votos.
De almuerzo sirven pescado frito.
Esta noche tendremos menos artistas. Gondolita habla con Hieronimus, de parte del señor Mussimessi, y le pide que se suba al trapecio. Hieronimus le contesta: ¿y la trompeta? Gondolita, casi suplicando, le sugiere con la máxima delicadeza que primero la trompeta, después el trapecio y luego de nuevo la trompeta. Hieronimus hace un gesto con el brazo, lo levanta y lo mueve atrás y adelante. Gondolita interpreta ese gesto como un sí a regañadientes y vuelve a su cuchitril rodante antes de que cambie de opinión.
Por la noche Hieronimus cumple su palabra. Entra en silla de ruedas, le pasan la cuerda y la sube con sus brazos de acero. En la carpa el murmullo de admiración se generaliza. Uno de los gemelos, situado en la cima, le alcanza el trapecio. Hieronimus muestra su bella rutina. Es un número frío, exacto y mezquino, como su carácter torvo y estreñido. Hieronimus no es de los que anda proclamando su arte y no se enorgullece de lo que es capaz de hacer. Hieronimus es un apasionado frío, un artista inculto y grosero. Dicen que solo cambia cuando está bebido. Le han visto salir del carromato del Silabario Hermafrodita con lágrimas en los ojos. Los gemelos me han contado una de cosas que pasan dentro de ese habitáculo... pero me las cuentan con cierta indiferencia, como si fuera normal que pasaran cosas así. Yo los escucho sin creerles demasiado. Cada vez que el señor Mussimessi los oye hablar de eso cambia de tema. Le molesta mucho que la gente se entrometa en la vida privada de las personas. El señor Mussimessi es práctico y organizador. Su norte es el espectáculo que brinda el circo. Eso lo hace velar por nosotros. Es más que un empresario, ha llegado a ser como un padre para todos.
Dicen que los artistas son más sensibles. Yo digo otra cosa. Los artistas no somos ni más ni menos que cualquiera, con la diferencia de que nuestra doble vida es pública, en tanto que los demás hacen sus cosas a escondidas. No lo digo por Hieronimus. Mal que mal, todos intuimos su inofensivo vicio, su debilidad por el Silabario Hermafrodita. Lo digo por todos nosotros, que en el día levantamos la carpa, lavamos ropa, planchamos, prendemos fuego, repartimos volantes, y en la noche nos vestimos con lentejuelas para deslumbrar al respetable.
No es una vida de perros; nosotros la hemos elegido. Preferimos ir por el borde. Yo, en lo personal, no imagino otro modo de vivir.

3 de agosto

Cuando era pequeño y recién me iniciaba en el circo el señor Mussimessi me dijo algo que nunca se me pudo olvidar. Me dijo que el mundo nos había desterrado. Le pregunté qué quería decir eso y se rió, porque entendía que le iba a enseñar algo importante a un niño, como de hecho ocurrió. Me explicó que ser desterrado quería decir que al circo siempre lo echarían a las provincias. No habló de desprecio ni de discriminación, pero en mi alma quedó esa sensación tras escuchar sus palabras. Yo ni siquiera conocía esos conceptos, pues mi vida había sido hasta ese momento bastante llevadera, muy cercana a la felicidad.
No tenía que estudiar, hacía muchos ejercicios, recibía aplausos y nunca me faltó la comida. Una madre tierna me hacía dormir por las noches.
Al poco tiempo descubrí que mi madre andaba en enredos con el señor Mussimessi, pero no le guardé rencor. Después de todo era su vida, a mí no me faltaba nada y el señor Mussimessi se preocupaba de todos nosotros.
Cuando el circo pasa por Linares acudo al cementerio y le deposito claveles rojos. No puedo dejar de recordar entonces el desgraciado accidente con el león. Antes de ser vendido, el animal fue mañoso y traicionero; mi madre no debió entrar esa mañana a la jaula. Los gemelos olvidaron darle la carne. El león no obedeció a su domadora. El señor Mussimessi me alejó de allí, ordenó que la taparan, me llevó al centro y me compró golosinas. Me dijo que desde ese día él iba a ser como mi padre y que no me dejara llevar por la tristeza de haberla perdido. Entonces adiviné lo que me quería decir y le di las gracias.
Tal vez el señor Mussimessi sea mi padre de verdad; nunca me he atrevido a preguntárselo. Pero pequeños detalles me hacen sospechar, como el hecho de privilegiarme con el número central de la función, o con el carromato más bonito.
"Echar a las provincias"... cuánto tardé en darme cuenta de la metáfora. Para el circo, el destierro es un paraíso melancólico. Se vive al margen, con brillos, afeites y lentejuelas. Nos levantamos tarde, aceitamos las ruedas del cañón del hombre bala, protegemos la pólvora de miradas malsanas, somos libres. No se nos considera; mejor dicho se nos evita, se nos acepta una vez al año durante unos pocos días y luego se nos despide sin pañuelos, sin alcalde en el estrado, a través de miradas de niños que nos van indicando con los dedos mientras dejamos la ciudad. Desterrados, errabundos, vagando de pueblo en pueblo el paraíso se hace soportable y la rutina, menos cínica.

22 de agosto

Hoy he conocido el amor. Nunca antes había experimentado algo así. Desde la galería ella me clavó los ojos en la función de la vermouth. Salté mejor que nunca y caí medio a medio del tonel, derramando muy poca agua. Al término de la función fue a verme al carromato y me declaró su admiración, sin asomo de vergüenza, con un acento levemente extranjero. En medio de mi algarabía la invité a servirse un completo al carrito de la esquina. Se lo comió con delicadeza y sin apuro. En el platillo, en el suelo y en su boca no quedó rastro alguno del hot dog. Como mi situación era completamente inversa, enrojecí. Entonces declaró que yo podía hacer lo que quisiera y que nunca dejaría de amarme, porque yo era un artista completo, de pies a cabeza. ¿Estaba loca o pertenecía a esa raza en extinción, la de los iluminados? Me incliné por lo último y le correspondí con lo poco que sabía del amor, que era besar, apretar, ansiar y darme. Antes de besarla me volví hacia un lado para limpiarme los dientes con una servilleta de papel. Ella correspondió mi beso con los ojos cerrados, sin asomo alguno de ardor. Su pasión ha sido la más intensa que jamás conocí en ser humano alguno: la vivió tan profundamente que estando junto a mí se transportó y al contemplarla sentí como si ella estuviera en el paraíso.
Me confidenció, sin miedo, como si hablara de una odiosa cruz que debería soportar el resto de su vida, que en su hogar su padre la acechaba día y noche. Imaginé a un demente espiando por la cerradura, metiéndose al baño, a la cocina, intranquilo, falto de algo que completara su esencia. No me atreví a preguntarle nada; creo que en todo aspecto de cosas no lograba entenderla, llegar a las alturas de su alma. Ella era tan fogosamente dulce que me hacía delirar. Nunca fui tan niño como entonces.
Debía actuar para la función nocturna y notaba que desde lejos el señor Mussimessi me hacía señas. Volví a la carpa. Antes de despedirse me escribió en un papel una frase que no entendí, porque estaba en otro idioma. Esa noche actué como los dioses. Desde la galería, ella me miraba con unos ojos húmedos de amor, que no se despegaban de mi cuerpo. Era de condición humilde, pero había pagado de nuevo la entrada para verme.
La esperé ansiosamente en el carromato, decidido a pedirle que me acompañara para siempre en las giras por las provincias de mi patria, pero no llegó. Ahora he entrado en un estado de angustia y desolación del que espero salir pronto, aunque adivino que ese amor dejará una huella imborrable en mi ser. El señor Mussimessi ha venido a consolar mi llanto e infundirme ánimos. Vienen más pueblos, me dice, más emociones, ¡nuevos sentimientos! Le digo que sí, pero ambos sabemos que estamos mintiendo.


23 de agosto

Cuando tomamos el camino secundario, rumbo a Coronel, y todo se hace más tranquilo, le muestro el papelito. El señor Mussimessi lo lee y comenta: es el aria de una ópera, hijo, pero de qué vale traducir; olvídala, tú perteneces al circo.

1 de septiembre

Ha comenzado el mes del circo.

4 de septiembre

Me asombra constatar la necesidad que tiene la gente de contemplar a tipos como yo dentro de una carpa. Hemos nacido para eso y lo sabemos. Llevamos emoción al corazón del provinciano aletargado, que ansía ver pasar lo más intenso y colorido de la vida delante de sus ojos. ¡Cuántos admiradores nos invitan a sus casas después de la función! Pero a medida que el efecto hipnótico va perdiendo fuerza todo tiende a volver a su color inicial. Nuestro lenguaje resulta ser el mismo de ellos, las necesidades son iguales; así, a medida que transcurre la velada, la noche va rebajándonos de rango. Al dejarnos en la puerta nos despiden como a pobres diablos. Hasta para los niños hemos perdido interés.
Mas puede suceder también que durante la conversación se traben relaciones, se cante una canción alrededor de una botella, se sueñe, todos juntos, con mundos más felices. A veces pasa; sucede cuando el alma del artista y la del observador se confunden en una sola. Al ruso de los anillos le pasó. Desertó de la troupe y nos dijo adiós en Ovalle. Al año siguiente pasamos por su pueblo y nos fue a ver, pagando su entrada. Por la noche nos invitó a su casita. Vivía en una apartada población, con una joven tímida y apagada, casi una sirvienta que lo tenía elevado a la categoría de dios. Recogía ella su pelo en una cola de caballo y cocinaba de maravillas los camarones de río sobrantes que el ruso llevaba todos los días al hogar, luego de ofrecerlos en la carretera. Durante la cena quiso impresionarnos con historias de grandezas económicas derivadas de su quehacer, pero a todas luces resultó evidente que se trataba de inventos. Al despedirse nos abrazó, uno a uno, nos apretó largo rato entre sus brazos, como si suplicara en silencio, y luego entró a su casa, donde lo esperaba su mujer. Cuando al doblar la esquina me di vuelta para mirar por última vez su casa, las luces se habían apagado.
De un tiempo a esta parte el circo está siendo reemplazado por la televisión. El vulgo se ha puesto cómodo y exigente. Nosotros les ofrecemos lo mismo de siempre; la masa, en cambio, quiere vivir experiencias fuertes, que la despierten de su estado de embrutecimiento. Los mamarrachos poéticos son reemplazados por fetiches brillantes que dicen palabrotas y lucen unas piernas desnudas que salen de la pantalla y se meten con violencia en los ojos de los voyeristas. Dicen que se trata del signo de los tiempos, que estamos pasados de moda, que el código hoy es otro. Pero temo que esas emociones lleguen pronto a su fin, como dicen que le sucede al cocainómano cuando ha entrado en un estado de espiral ascendente. La televisión caerá por su propio peso y será reemplazada por nuevos códigos, pero no es mi tarea buscarle solución a ese problema. Mi destino es y seguirá siendo el circo.

18 de septiembre

La función de homenaje a la patria se ha dado a tablero vuelto. Al almuerzo, el señor Mussimessi mandó comprar carne y los gemelos encendieron el carbón. Tita y Humberta llevan ya una semana con nosotros y cantaron a dúo, acompañadas en la guitarra por Hieronimus. El señor Mussimessi bailó dos pies de cueca con Sybila, quien con el efecto de la chicha levantó la falda más allá de lo conveniente. Me pareció que al Gusanómeno del Círculo se le hizo agua la boca; también, pero en menor grado, a uno de los gemelos.
Si existe algún soñador en este circo, es Sybila. Vive para que los demás admiren su cuerpo y declara con simpleza su predilección por los forzudos. La estética de un rostro y el dinero del amado le son indiferentes, lo que la vuelve loca es la fuerza viril. En los asados siempre le echa indirectas a Hieronimus, pero éste le gruñe desde su rincón. El más entusiasmado con su baile es el Silabario Hermafrodita. Quisiera ser como ella y se esfuerza en parecérsele, pero el efecto final es catastrófico. A un ser de su porte no le vienen esos zapatos de medio taco que se hunden en la tierra blanda.
Hace un par de años la perdimos en La Unión. Se enamoró del dueño de un supermercado que la fue a ver al camarín después de la función. El hombre le llevó flores, pero a Sybila lo que le impresionó fueron su tórax y sus brazos. Subieron a un Impala, era muy de noche. Ella apenas podía caminar por el corte de su falda estrecha, que redondeaba sus caderas hasta el delirio. No volvieron.
Uno o dos meses después la vimos aparecer en Rengo. Averiguó nuestro paradero y nos contó que acababa de bajar del tren. Hacía un sol brillante y por más que intentaba ocultar con afeites las decenas de moretones, éstos fueron un imán para nuestros ojos. La historia de amor, muy bonita, que salió de sus labios, fue escuchada con respeto y cierta lástima, y yo diría que por parte de Tita y Humberta, con un poco de esa alegría que emana del desquite. El señor Mussimessi la protegió de nuestras miradas y se la llevó a un carromato. Desde lejos escuchamos el característico vozarrón paternalista, esa mezcla de reproche y amor, entre el cual se colaron sus sollozos. Apenas él salió, nos dispersamos.

2 de octubre

La cena anual nos sorprendió en Curanilahue. Mucho minero pobre, mucho rostro apesadumbrado por la carga que significa extraer el dinero desde las profundidades, arriesgando la vida en cada kilo de carbón. Las mujeres se destacan por un temple silencioso, que recuerda la servidumbre del campo.
A la función de gala invitamos a la orquesta estudiantil. Les repartimos 40 entradas, con la condición de que llevaran sus instrumentos y ofrecieran una pieza. Todos salimos ganando. A la salida un alumno que tocaba el contrabajo me contó que todos los días tenía que esconderlo con llave en el ropero de su casa, pues su padre estaba loco y cada vez que tomaba vino buscaba el instrumento para hacerlo pedazos.
Los gemelos fueron los encargados de hacer el contacto con la quinta de recreo. Cerca de las doce de la noche el señor Mussimessi hizo sonar su copa con el tenedor. A Hieronimus, callarse no le costó nada. Pero a los demás... la Reina Gitana trataba de contener las carcajadas tapándose la boca; el payaso Gondolita no paraba de acosarla y los demás discutían de política. El Gusanómeno del Círculo llevaba la voz cantante. Con alcohol en la cabeza su carácter sibilino se presta de maravillas para elaborar las más disparatadas teorías. Se me figura que un amanecer cualquiera no despertaremos más: habremos muerto por su mano.
El señor Mussimessi pronunció un discurso emotivo, que nos dejó pensando, pero no cosas buenas. En lo personal, me pregunté qué iría a ser de mí. Lo único que sabía a ciencia cierta era saltar a un tonel. Reflexioné entonces si no pudo ser mejor haber ejercido un oficio más... común, requerido. A mi edad ¿podría aprender otro? Hay quienes viven de repartir cartas, de cavar fosas. Los ahorros, ¿para cuántos días alcanzan? ¿Se puede dirigir a otros sin ensayo previo? Sin padre, ¿se puede vivir tranquilo? El señor Mussimessi me obligó a pensar en esas cosas mientras hablaba de los malos tiempos, el peso de la vida y el lúgubre despertar de los achaques físicos. Cuando anunció su próximo retiro creo que a la mesa entera se le hizo un nudo en el estómago.
Anoche se empezó a acabar nuestra vida y nos dimos cuenta. Su discurso fue como ir al doctor por una dolencia extraña y salir de la consulta con las peores noticias.
Me indicó con el dedo y palidecí. Hubo tibios aplausos. ¿Yo, su sucesor? Me cupo la completa certeza de que conmigo a cargo el circo se iría al despeñadero.
Camino al carromato rodeó mi hombro con su brazo firme, me impulsó a la acción y me aconsejó que actuara a la primera y nunca sintiera escrúpulos a la hora de tomar decisiones. Enumeró las virtudes y defectos de cada uno de los miembros de la troupe, me advirtió de dónde vendría el peligro y en quién podía confiar a ciegas. Yo lo escuchaba con pavor, temiendo que sus ideas me salieran por el otro oído o peor aún, no se me pegaran en el cerebro. De hecho, minutos después, acostado en mi cama, mirando la lata sucia del cielo del carromato, no fui capaz de recordar ni uno solo de sus consejos. Resultó evidente que no era yo el destinatario de sus palabras.

8 de noviembre

Días atrás Hieronimus obligó al Silabario Hermafrodita a dejar la compañía para quedarse con él en Salamanca. Cuando retomamos el camino el pobre travesti salió corriendo a despedirnos, con lágrimas en los ojos, casi se cae. Su figura de hombre con vestido de mujer se me tornó patética. Si alguna vez lo contemplé con un asomo de inquietud, especialmente cuando nuestras miradas se cruzaban en ausencia de Hieronimus, a la luz del día en ese pueblo sin árboles volvió a ser un mamarracho antinatural digno de lástima.
Hoy recibí una carta suya. Me escribe palabras que no quisiera conocer, repletas de faltas de ortografía. Habla pestes del "cafiche de la trompeta", así lo llama; denuncia la vulgaridad de los "mineros curados que por dos chauchas me montan y me manosean el pico". Hay en su carta una explosión subterránea de lascivia, de oda a la carne. Su misiva huele a exhibicionismo poético, brutal, filoso, como en toda ella o en todo él. ¿De dónde ese interés por tejer complicidades? Me implora que vaya a rescatarla de "este pueblo de mierda en el desierto" y jura que cuando yo sea el dueño del circo se fugará del dominio de su amo y trabajará gratis para mí.
Le comento la carta al señor Mussimessi, pero me guardo lo esencial.
-Aléjate de ese maricón -dice, sin mirarme, concentrado en el nudo de una soga.

30 de noviembre

Si he de nacer de nuevo debo ser de otra manera y abolir el pasado. El señor Mussimessi debía abandonar mañana el circo, pero no lo hará: se durmió para siempre bajo la carpa. Esperé que todos estuvieran adentro y le prendí fuego. Nadie pudo escapar. Declaré ante los bomberos y la policía y quedé libre.
Mientras esperaba los cuerpos a la salida de la morgue apareció mi amante, la humilde iluminada. Acababa de bajarse del bus; dijo que tenía mil cosas que hacer. Ante ella olvidé mi pena, pero se apropió de mí una sensación de dulzura y tristeza insoportables. Imaginé que en cinco minutos más se iría y yo volvería a quedar solo.
Apenas pudimos abrazarnos. Alcancé a sentir su aliento antes de besarla en los labios; luego bebí sus lágrimas y ella las mías. Me llamó a ser fuerte en la hora difícil y a no abandonar jamás a mis seres queridos. Le dije: "Los míos están allí". Ella me corrigió: "No, los verdaderamente tuyos son los que no mencionas para nada en este diario. Lo que has matado ha sido tu pasado, la figura del padre que siempre te ha hecho sombra, tus fantasías desquiciadas, tu concepción derrotista del mundo. El tuyo no es un crimen contra la sociedad. Has matado algo de ti mismo y desde hoy se abren para ti los líricos campos de batalla. Nunca lo dudes: te amo y me siento orgullosa de amarte, mas quiso el cielo que naciera a destiempo".
Lo que decía era verdad. El testimonio de su acierto es este diario, que no pasa de ser un manuscrito ficticio. Ella volvió a tomar el bus y media hora después me fueron entregados los cuerpos. Quedé efectivamente solo, rodeado de fantasmas carbonizados. Me sentí libre por primera vez en mi vida, pero mil veces hubiese preferido estar encadenado a ella.

2 de diciembre

El funeral adquirió ribetes coloridos. Las carrozas ingresaron al cementerio Metropolitano flanqueadas por vistosos artistas; el gremio circense acudió en masa y con él, la prensa, la radio y la televisión. No hubo dolor, en cambio sobró espectáculo, representación del dolor. A mí me dominaba la curiosidad, pero sobre todo la efervescencia del recuerdo. Uno a uno entraban los cuerpos al nicho húmedo, pero mi alma estaba en otro lado; no conseguía olvidarla.

2 de febrero

Mi realidad nace más allá de las fronteras. Lo que me brinda mi tierra es demasiado pobre.

(Fin)

jueves, agosto 14, 2008

Plasma

Hace unos días me enteré de que lo habían despedido. Pregunté la razón y se improvisaron tres teorías. La primera decía relación con el fútbol y en síntesis proclamaba que si un oficinista juega en el campeonato que organiza la compañía tiene el puesto asegurado, sobre todo si es un crack. El vendedor nunca fue crack, pero se inscribió en el equipo de su jefe apenas ingresó a la empresa, rodeándolo de alabanzas en los camarines y en la cancha, y así se mantuvo en su puesto durante dos décadas. Pero los años le pasaron la cuenta. Últimamente veía los partidos desde la banca, casi no compartía en los camarines y se había tornado prácticamente invisible para los demás jugadores, casi todos jóvenes; o sea, le quedaba solamente su talento laboral, que siempre transitó por la medianía. La segunda teoría especulaba con la ambición del ser humano. De acuerdo con ésta, el hombre asciende hasta llegar a un puesto que no logra dominar. Allí comienza a vegetar. Disimula entonces su incompetencia con mil argucias y se torna necesario mediante triquiñuelas. Si esta teoría fuese realmente cierta, el mundo entero se encontraría gobernado desde todos sus rincones, aun los más microscópicos y miserables, por una masa de ineptos. Según este modelo, el vendedor ascendió en la oficina hasta que tomó una cartera de clientes "que se le fue en collera": la consecuencia era previsible. La tercera teoría, de moda, sostenía que las personas debían acomodarse a los tiempos y quienes no eran capaces de hacerlo tenían que ser reemplazados. El vendedor continuó ofreciendo su mercancía a la antigua usanza y sus clientes mermaron. En definitiva, la semana pasada lo llamó el jefe. Él se sentó en su amplia oficina, nervioso, temiendo lo peor, que fue lo que efectivamente ocurrió.
El jefe es una persona que proviene de la clase acomodada; sensata, pero fría. No llegó como otros al cargo, producto de grandes genuflexiones, ambición e ideas ingeniosas. Llegó porque ese puesto lo estaba esperando durante años, desde el día en que nació. Por eso mismo es sensato y frío. Frío para aplastar, sensato para hacerlo con decoro. Tiene la manía de llevarse el pulgar al costado de la boca y mordérselo. Cuando su pensamiento lo captura, entonces se lo succiona con fruición, sin darse cuenta. Ante esa persona se encontraba el vendedor, intentando caerle en gracia, ya fuera a través del cálido apretón de manos que le dio al entrar, o de la sonrisa absurda con que lo miraba mientras éste hacía observaciones de buena crianza y le preguntaba acerca de la familia, o bien adoptando una postura relajada que se ejemplificó en un sorpresivo e inapropiado cruce de piernas, o finalmente en una actitud de obediente silencio. En realidad, el empleado no hallaba qué hacer, y se le notaba. Pero el jefe no se daba cuenta de eso, sencillamente porque no pensaba en eso. Lo que le preocupaba era pasar rápidamente ese amargo momento al que de vez en cuando se enfrentan los jefes de verdad: el momento en que despiden a un funcionario que ya no le es útil a la empresa. Tal vez había otras cosas que le preocupaban mayormente, pero no vendría al caso analizarlas. Por lo demás, debo admitir que las ignoro por completo.
El vendedor, sentado ante el jefe con las piernas cruzadas y uno de sus brazos rodeando el respaldo de la silla, comenzó a oír una serie de elogios que junto con ruborizarlo le confirmaron que efectivamente la noticia que iba a recibir habría de ser de las peores. Y así fue. Apenas oyó que le sacaban a relucir sus pobres resultados del último semestre e incluso del último año se enderezó y miró seriamente a los ojos a su superior, al amo, al que en ese momento le pareció más enorme que nunca. El jefe lo trataba de tú y lo llenaba de calidez mientras le exhibía la carpeta con las metas incumplidas. El vendedor se lo imaginaba como al padre afectuoso que esta vez ha decidido no perdonar, sino dar un castigo ejemplarizador, "por su propio bien", de tal manera que sus sentimientos hacia él eran encontrados: lo amaba y lo admiraba hasta el delirio pero tenía el pálpito de que en pocos minutos su alma sería invadida por una pena inconsolable originada en su propia miseria, miseria que le habría dejado al descubierto su amado jefe, de allí que por asociación mental éste pasaría a convertirse no ya en el padre afectuoso que siempre imaginó sino en la persona fría y calculadora que siempre fue. Así sentía.
Nunca he entendido ese mecanismo humano de la defensa ante la muerte inevitable. Hay un principio instintivo que desconozco y que generalmente desprende al hombre del atuendo que ha conservado hasta el final: el manto de su dignidad. En esas ocasiones más bien valdría inclinar la cerviz y retirarse al valle del Hades, cruzando la laguna Estigia como lo debería hacer un verdadero hombre. Pero el instinto lo prohíbe. Hay que dar la lucha hasta la súplica; se debe uno arrodillar a los pies de la parca, si es necesario. Sólo después de eso se está en condiciones de dar paso al resentimiento.
Y así lo hacía el vendedor, que conocía el desenlace. Admitía una a una sus fallas, siempre sonriendo con esa sonrisa estúpida del acusado ante el presidente del jurado, esa misma sonrisa que exhiben en las películas los sentenciados por la mafia. Prometía resarcirse de las derrotas parciales con grandes progresos a partir del próximo mes, tengo varios contratos a punto de la firma, don Esteban, usted mismo puede llamar a la cadena de cines, si desea; no es necesario, hombre, le creo, pero no se trata de eso, este es un asunto de fondo en que ni siquiera la decisión la he tomado yo, ¿entiende? Esto viene de más arriba, ¡si supiera usted! Si dependiera de mí cambiar el rumbo de la empresa, ¿sabe lo que haría? No, don Esteban, dígame; ¡pues los mantendría a todos, sin excepción! ¡Subiría los sueldos! Haría de ésta una compañía de gente agradecida, haría que sus empleados volvieran a ponerse la camiseta, ¡eso haría! y no se sorprenda, le apuesto tres a uno que la facturación subiría al menos un 7 por ciento; qué bien, don Esteban, eso mismo pienso yo... usted... usted sabe... usted debería llevar las riendas de la compañía, yo siempre lo he dicho; pero hombre, a qué viene eso, las cosas en su lugar, nos estamos extendiendo en demasía, hay personas esperándome, tome, firme usted, tenga la certeza de que se le ha dado el mejor trato, su finiquito no puede ser mejor, encargué personalmente el mejor trato, no por nada usted nos ha entregado más de 20 años de su vida...
Todos quienes lo vieron salir cuentan que se atolondró, que a unos miraba y saludaba mientras tropezaba con otros, que retiró sus enseres personales sin cálculo ni tino, en medio de la sala abarrotada de colegas que lo observaban de reojo, con lástima, queriendo que se fuera pronto y sin escándalo. A los pocos que le hicieron señas amistosas desde lejos les decía, riendo, el rostro completamente encendido, los ojos verdes vidriosos, las manos algo temblorosas, qué me dice tatita, se quedaron sin líbero, cuiden el arco para el próximo partido tatita...
Nadie se acercó a reconfortarlo. Según las teorías, su muerte laboral estaba escrita desde hacía unos dos años, era cosa de tiempo la llegada de ese momento; incluso, había tardado demasiado.
Y, pensándolo hoy, fue justamente hace dos años, durante la fiesta de la empresa, cuando me anticipó su desenlace con una extravagante señal.
La fiesta anual es la misma de siempre. Uno describe una y las describe todas. La empresa gasta una pequeña fortuna en una cena a la que sigue un show con los artistas de moda y luego un baile en el que algunos sacan a relucir sus dotes dancísticas mientras otros se lanzan como beduinos al oasis donde funciona el bar abierto. La reunión comienza con el clásico aperitivo en el que la regla no escrita, la más inamovible de todas, impone que el presidente de la compañía ingrese al patio y se pasee junto a su esposa entre los empleados, saludándolos de mano uno por uno. Éstos lo esperan organizados en grupos espontáneos. Los de la sección A con los de la sección A. Los vendedores con los vendedores. Los subjefes con los subjefes. Los de la sección B con los de la sección B. La idea del presidente es que su gente se mezcle, trabe nuevas relaciones, comparta como una gran familia, la idea es que la compañía sea esa noche un solo corazón, pero todo el mundo sabe que aquello es una mentira, incluso los organizadores. Todos lo saben, menos el presidente. De manera que allí esperan de pie, muy unidos y separados, muy compuestos, apenas probando sus tragos, el paso del presidente. Y cuando esto sucede, aquellos que son tratados por su nombre de pila reciben cálidas felicitaciones apenas el presidente y su mujer se trasladan al grupo siguiente. Se considera una vez más que el reconocimiento les renueva su seguro anual de vida, incluso se escuchan frases de esa laya junto con los palmoteos, pero hubo tantos casos que contradijeron esta creencia, que resulta insólito que aún así los beneficiados sigan apostando sus fichas a esta muestra de afecto.
Cuando el aperitivo está en lo mejor y al menos la mitad de la concurrencia va en la segunda o tercera copa se abren las puertas de la carpa gigante, preparada durante días para el magno evento, y se da por entendido que los empleados deben pasar a instalar sus posaderas frente a las maravillosas mesas engalanadas con flores y copas de cristal. Todo este ambiente hace creer cosas raras a los asistentes, los mete en cuentos de hadas. Aparecen cenicientos convertidos en príncipes que buscan con ahínco a las cenicientas de la noche. Pero esto sucede después, me adelanté un par de pasos. Primero se engulle la entrada, el plato de fondo y el postre, se bebe vino blanco y tinto, se aplaude a los artistas del show y se ríe a carcajadas con las vulgaridades del humorista de turno, no sin antes observar a hurtadillas la impresión que causa el chiste en la mesa del presidente. Si él y su esposa ríen, las carcajadas derivan en griterío y hasta llanto. Si ríe él, pero ella no, surgen condenados chilenismos en los que de alguna forma se pone en entredicho la relación conyugal de ambos. En ese instante los hombres de la fiesta toman partido por la risa del presidente y redoblan sus expresiones de euforia, mientras las damas tienden a condenar al humorista. Así se actúa y así debe ser. Pero si ella calla y él también, el comentario es del tenor de "se le pasó la mano" o algo así. Yo mismo habré dicho algo parecido unas cuantas veces.
Esa noche el humorista se retiró entre vítores, pero nadie le pidió que regresara al escenario, pues a esas alturas los danzarines morían por estrenar sus nuevos pasos de baile. Los primeros sones de la orquesta de turno, que interpretaban lo que se da en llamar "los hits bailables de la temporada", llenaron la pista que un minuto antes se encontraba vacía, expectante. Completaban el cuadro los sedientos beduinos, los sosegados funcionarios que preferían conversar en la mesa el whisky que los mozos ofrecían a discreción, las feas que se buscaban para disimular el bochorno de seguir sentadas, y creo que nadie más. El presidente y su mujer habían escogido precisamente ese momento para retirarse: entendían que lo que restaba era el desahogo, la libertad de su gente para hacer lo que les ordenara el instinto durante un par de horas.
Cierro este paréntesis para volver con nuestro buen vendedor. Esa noche, ya comenzado el momento del baile, ambos coincidimos en el baño. No se sabe por qué, pero en el baño los hombres se dicen cosas estúpidas, más aun si el consumo de alcohol enturbia sus cerebros. En el urinario, uno al lado del otro, hablamos sobre los mejores chistes y la calidad de los platos. Concordamos en que éstos habían mejorado con respecto al año anterior y en lo personal, en que cada uno ya se había bebido dos whiskies. Mientras nos lavábamos las manos me invitó al tercero, pero decliné. Sin embargo vi en sus ojos una necesidad tan grande de compartir ese último trago que terminé aceptando, contra mi voluntad. Fue entonces cuando me entregó la extravagante señal de que hablé.
-Tatita -me dijo-, quiero pedirle un favor. Cuando se le presente la oportunidad de hablar de mí le pido que diga que soy buen vendedor. Diga que soy un gran vendedor, usted sabe, diga que me conoce hace tiempo y que soy un gran vendedor, tatita. Usted se codea con los jefes, entonces si le preguntan, diga que soy un gran vendedor.
Estaba ebrio, decía la verdad, descubría su temor más oculto. Le prometí cumplir con el encargo, aunque internamente me preguntaba cómo diablos se le había ocurrido que yo podía tener algún grado de influencia en la compañía. Por lo demás, era una promesa fácil: jamás me había codeado con sus jefes, nunca tendría la menor oportunidad de hablar ante ellos.
Esa noche me fui a mi hogar con la sensación de haber compartido un whisky con un condenado en la antesala del patíbulo.
Recuerdo que al día siguiente día los sobrevivientes de la fiesta comentaron con desparpajo, vergüenza y curiosidad los escándalos de la noche anterior alrededor de una mesa, en el café más próximo. Me incorporé al grupo con retraso y hube de rogar que me repitieran las anécdotas en que un empleado le regaló su corbata de seda al director mientras otro, completamente borracho, le ofrecía conducir su auto para llevarlo sin peligro a casa. En fin, se habló de las habilidades de Guíñez en la pista de baile, que contrastaban con su habitual carácter taciturno, apagado, ausente; también se habló de un auto estacionado que se movía por dentro, de un condón hallado en el baño de mujeres, de una pareja masculina sorprendida por los guardias detrás de la cancha de tenis, chismes que abrían un nuevo cárdex en el abultado historial de la empresa. Cuando se me preguntó si podía agregar una ficha al cárdex, a falta de algo realmente sabroso relaté la conversación que se inició en el baño y que culminó con el tercer whisky. Mi torpe comentario rompió de inmediato la atmósfera de distensión que reinaba hasta entonces entre los contertulios, incluyéndome. Algo en el aire se hizo relativamente amargo, desagradable. Afloró, como para despejar esa sensación, el lado sarcástico, cruel, de nosotros. El líder natural de la mesa era Ortega. Le encantaba usar la palabra para provocar; poseía un estilo endiablado que podía dejar en ridículo al mismísimo cardenal, o haciéndolo más difícil aún, a su propia madre. Recordó entonces Ortega que la conducta del sujeto, así lo nombraba, no le llamaba demasiado tanto la atención, pues si se trataba del mismo que había visto en Falabella pocos días después de recibir el bono de Navidad, resultaba lógico que actuara así. Sus palabras, muy calculadas, concentraron la atención del grupo y exigieron un relato de la historia con todos sus detalles. Ortega dijo simplemente, brutalmente, sabiendo que los pocos elementos de que disponía no daban para un relato extenso, que se había topado con "el sujeto" justo cuando un empleado de la tienda procedía a entregarle "un televisor de plasma de cinco mil pulgadas que apenas cabía en el living de su casa". La risotada fue general y Ortega se encargó de aumentarla. Relató que "los ojos del sujeto estaban entornados, plenos de romanticismo ante la adquisición que lo había desprendido hasta de la última chaucha del bono, pero cuya pantalla gigante le prometía tardes felices a la iñora y a sus hijos", así le había comentado en la tienda, pero Ortega completaba el cuadro inventando una escena en que "los cabros chicos con los mocos colgando veían la tele sentados en un baldosín cerámico cubierto de papas fritas mientras el sujeto y su mujer disfrutaban la película de Batman desde el sofá arrinconado contra la pared, lo más atrás que se podía en la sala de estar, pues de otra manera la visión se les tornaba ligeramente dificultosa (le dio un tono engolado a estas dos palabras). Y el serafín -culminaba- porque de chico le habrán dicho Serafín, por sus rulitos rubios, sus cachetes colorados y sus ojitos verdes; el serafín estaría por fin en las puertas del cielo mientras por la calle pasaba un huevón haciendo sonar balones de gas con un fierro y en las otras casas las viejas menopáusicas agarraban a chuchadas a sus propios querubines". Qué desubicado comprar algo así, dijo alguien en la mesa, no se supo si con sinceridad o con un dejo de envidia. Pero un colega agregó que esa compra no era nada si se comparaba con el destino que le había dado al mismo bono el Cara de gallina, qué destino, preguntamos, adivinen, una moto, no, un auto usado, no, se compró un nicho familiar en el Parque del Recuerdo, dijo, desatando un vendaval de carcajadas.
Pagamos la cuenta y volvimos a la oficina. Allí estaban en sus puestos todos los de la noche anterior, trabajando como si nada. Guíñez entre un fardo de documentos, el dueño del auto que se movía por dentro escribiendo a máquina, la chica anónima del condón del baño haciendo quién sabe qué, el Cara de gallina completando unos datos, el empleado sin corbata de seda llamando por teléfono y el vendedor, el buen vendedor, revisando su lista de clientes con la misma cara alegre de cansancio y vaga tristeza que le vi en la tienda, ante su juguete soñado. Pasamos por su lado sigilosamente, como saliendo de un velorio, y corrimos a ubicarnos en nuestros respectivos lugares de trabajo antes de que alguien nos llamara la atención.