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jueves, diciembre 29, 2005

Vi crecer al Sol

Vi crecer al Sol una mañana de abril, creció en minutos y evaporó los mares; la gente se derritió, se deshizo tan rápido que la noticia ni siquiera alcanzó a aparecer en las pantallas. Un solo avión de las Fuerzas Armadas del Planeta alcanzó a despegar, pero en el cielo no halló qué hacer, era como un avión de goma. Peter J. Williams, el piloto, contempló la hecatombe desde lo alto y cayó víctima de la radiación. Ni las cucarachas se salvaron, como alguien había vaticinado en los libros. Napoleón, el caballo blanco de Napoleón, Jesucristo, Hamlet y Los Hermanos Arriagada fueron borrados del mapa en un santiamén. Se acabó por fin la vanidad y también se acabó la esperanza del sentido de la vida.
Yo me salvé porque Dios es grande. Me pude meter a una cueva en el sector del río Mataquito y salí a la superficie 123 días después, totalmente mimetizado, escamoso, malherido y chuñusco. Me quedaba poco más que la imaginación, la naturaleza hizo el resto: una mañana, al despertar, no sé cómo me salió un huevo por la boca, igual que a los magos, y así renació la especie, pero desde entonces todo ha sido diferente.
Doy fe de que esto sucedió realmente.

martes, diciembre 27, 2005

Un niño con pelos de lobo en las orejas


Pronto me di cuenta de que despertaba simpatía. Mi ambición era aplastar las culturas y las civilizaciones pero las diosas del Olimpo me veían como a un niño. Un niño escondido tras los arbustos, haciendo maldades, un niño con pelos de lobo en las orejas pero siempre un niño, no algo más importante que eso. Las noches de estío, en los bosques del sur, alzaba la vista al cielo y aullaba, renegando del poder de las deidades. La respuesta que bajaba hasta las raíces de las plantas, los vientres de las babosas y las patas de las cucarachas era siempre la misma: te protegemos, te abrazamos, te cuidamos de los verdaderos lobos.
Mahler, Mahler, Mahler, tan bien que te entiendo ahora. Loco violento, loco celoso y loco infantil, loco melancolía y loco brutalidad, loco ambiguo, tu música se parece a los electros que me tomaba el doctor Shiffrin, rayas insólitas que subían y bajaban entre las líneas armónicas de unas hojas cuadriculadas de color paquete de vela.
Mis memorias, si se leen bien, son memorias de niño chico.
Soy un dulce pajarillo que sueña con grandezas sólo para que los demás reconozcan su valía. Así no voy a destruir nada, debo analizar este aspecto de mi vida. Me prometo que desde ahora mismo seré enteramente malo, no como he sido hasta ahora, malo pusilánime, malo a medias, malo traidor, malo cobarde.
(Ilustración: Sergio Mardones)

martes, diciembre 20, 2005

La luz que agoniza

El ocaso de la estrella o la luz que agoniza.
Son tan evidentes las señales que advierten el fenómeno que resulta curioso que ningún cuerpo celeste les haga caso. Ya me ocuparé de ese hecho.
La primera y más potente es la intensidad de la luz. La estrella emite una radiación insólita, que enceguece a los que la miran de cerca y provoca comezón social a quienes la ven de lejos. Es sabido que la radiación intensa es dañina. Lo menos que causa es cáncer a la piel, pero la herida más profunda hiere gravemente el corazón de quien recibe esos rayos a cierta distancia. El músculo se rigidiza, se torna cauteloso. La radiación solar forma una solución diluida de ácido sulfúrico y ácido nítrico que aumenta la velocidad de esta reacción. El efecto a corto plazo es que el ácido transmitido por las venas cavas empieza a roer la aurícula derecha.
Cuando sobreviene la segunda señal ya es tarde para que la estrella adopte medidas de precaución y ni siquiera le cabe hacer poco más que algo. El músculo herido se ha defendido naturalmente y apeló a lo que tuvo a la mano para desviar el brillo, ya que le es imposible apagarlo, como desearía. Cómo lo hizo es todavía un misterio para la ciencia, pero la hipótesis menos rebatida, del dr. Juan Zabrisky, sostiene que la sanación parcial se logra mediante la unidad de desarmonías; esto es, la suma de músculos heridos o por herir, en una suerte de cadena de transmisión energética capaz de hacer frente y hasta de absorber la fuente irradiante.
La estrella ha llegado así a su ocaso. La luz agoniza víctima de su propia intensidad.
Cuando brilló, no tomó en cuenta ese factor. Cuando dejó de brillar su espíritu se fue apagando sin pasión, sin heroísmo, como alma ida.
Murió un buen día la que fue una gran estrella, inofensiva ante los músculos protegidos, ahora atentos al nacimiento de otra nueva amenaza.

jueves, diciembre 15, 2005

Megalómano

Megalomanía, la mierda que llenó el seso de los hombres y que me ha hecho ser como soy. ¿Cuándo decidí adherir a esta locura? Antes los hombres se consagraban a Dios; los románticos daban sus vidas por salvar a Grecia del ataque de los turcos, los bolcheviques enarbolaban rojas banderas y canjeaban sus almas por las escamas infinitas de un monstruo marino llamado Leviatán, corrientes barbadas así como ésas daban que pensar e insuflaban el espíritu de un aire raro, como de fiebre nocturna. Yo alcancé a conocer algo de aquello en mi juventud, pero ahora qué soy de verdad bajo mi abrigo negro, qué he sido siempre en el fondo: un megalómano, a eso he sido condenado, a que la sociedad me desgarre cada tarde las entrañas, luego de volver del supermarket con las compras del día. Esta sociedad que me transformó en pigmeo, en cabeza de aguja, en gota invisible de agua, en número, ahora me hace dios, Dios mío dónde estás si es que estás, si es que alguna vez estuviste, eso qué importa pero antes importaba y cuánto, qué inmenso era el temor de Dios, qué indudable su poder y qué pequeños y minúsculos se sintieron los hombres y con cuánta fe entregaron sus vidas en defensa de la causa que fuese, yo no, siempre fui un megalómano, pero hoy más, porque hoy ni siquiera hay Dios, todos somos pequeños dioses que lamemos nuestras heridas en los blogs, que son los reinos de la pacotilla, sin Dios la tierra se plagó de reyecillos inmortales pendientes del lengüetazo anónimo; ya no acuden a la iglesia a prosternarse, ya ni siquiera oran en la soledad de sus moradas, ¡ah, cuánto me hace sufrir esta vida!, a veces siento que no podré continuar, a veces me arrepiento de ser malo, de matar a diestra y siniestra, de regar campos y ciudades con vejigas de hiel, a veces quisiera ser bueno por un minuto, aunque fuese de mentira: pasar la mano por una mejilla tibia, sentir cómo una palabra mía hace brotar una lágrima de amor, ya estoy desvariando nuevamente, se nota que estoy en un mal día, no puedo caer en ese tipo de obscenidades, he jurado no hacerlo, la más oscura oscuridad, la más negra de todas es la voluntaria y el mejor paseo es aquél del oso pardo en el zoológico, ¿lo han observado como se pasea en su jaula? ¿Han ido últimamente al San Cristóbal? Vayan y lo verán caminar de un lado a otro, evitando chocar con el tronco que se le pone por delante, de un lado a otro día y noche hasta llegar al tronco y vuelta, aunque no haya niños ni grandes que lo aplaudan y le arrojen peras, aunque desfile bajo las estrellas mudas, caminar por vocación esquizofrénica, pasar la vida caminando encerrado en una jaula como lo hacen los megalómanos en sus reinos de cristal líquido...

miércoles, diciembre 14, 2005

Nostalgias de Odradek

Los charcos siempre dan la impresión de ser bajos. Además, la intuición les calcula la hondura. Pero hay charcos profundos. Se ha visto morir bueyes y hundirse carretas en charcos inocentes como niños; ahí la intuición del carretero falló. Hay libros de filosofía que se abren y resultan ser charcos; por fuera se veían limpiecitos e inofensivos. Hay mentes-charcos: al intuirlas parecen charcos profundos pero quien se mete en ellas descubre lo insólito: el charco es una tela de gelatina congelada y es casi jocoso comprobar la nada que hay debajo: un patito amarillo diciendo cua-cua.
Todo esto lo pienso mientras espero en el descanso de la escalera a mi Odradek, mi carrete de hilo que baja todos los días a esta hora por el pasamanos. Cuando lo logro agarrar le hago siempre preguntas como éstas y me contesta con esa voz tan particular que le viene de sus pulmones de hoja seca.
-¡Espera, no te vayas! ¿Pasamos o no pasamos el charco, Odradek?
-Eliminado.
A veces, muy pocas, me responde:
-Clasificado.
Como iba diciendo, esto de hacerse preguntas difíciles en circunstancias tan... ¡Iah! ¡Allá va mi Odradek! ¡se me pasó de nuevo!, por usar mal el tiempo libre. Deberé esperar hasta mañana a esta misma hora, pero ¿qué hago mientras? ¿Tendrá buen sabor el té? Pero el té de las cinco es un rito inglés y no estoy para bromas esta tarde.
-¡Odradek, vuelve, Odradek!
-...
-¡Vuelveeee!
(-¡Eliminado!)
Es increíble como su voz se escucha a pesar de todo. Da la impresión de que fuera una voz que viene de otra parte.

martes, diciembre 13, 2005

El caso de Lizardo Carrasco

Asimismo fue que al salir de la caverna vislumbré mi vida de otra forma, salpicado como estaba de sangre racional. Hasta el momento todo había sido muerte, todo conducía a la muerte, sobre todo los grandes placeres, ya fuese porque su intensidad es lo más cercano al desfallecimiento físico como porque lo que sigue de éstos en el plano temporal no puede ser tan bueno como lo que se acabó de vivir sino menos bueno; esto es, malo, entendida la maldad como negación de la vida espiritual. Tal perspectiva me tenía con los nervios cínicos. Recordé a San Agustín y me di cuenta, como dije a la salida de la gruta iniciática, de que no hay mal que por bien no venga, o de que no hay bien que por mal no venga, como corrige Don Hermógenes Pérez de Arce.
¿Y si todo condujera a la vida -al revés de lo que había pensando hasta entonces-, no era ésta una teoría posible, lícita, deseable, fácil de probar? ¿Qué eran mis movimientos? Vida. ¿Qué era mi muerte? Vida eterna. En último caso, vida de gusanos. ¿Qué era todo lo que conocían mis sentidos y mis fantasías? Vida.
La encrucijada era tortuosa, no cabía otra solución que ir a una casa de disfraces a probarme la sotana.
Afortunadamente Lizardo Carrasco me sacó de la problemática entrada la noche, en el caserío de San Vicente de Pucalán, donde el destino había dispuesto que pernoctara ese lluvioso día del 21 de agosto de 1971. El campesino asesinó a hachazos a su mujer de vuelta de la cantina, enloquecido por el alcohol. Yo tuve la penosa misión de esconderlo un par de días antes de que lo atrapara la policía. Su acción me reveló que la vida no era sinónimo de bondad ni santidad; la vida no era un problema moral. Y si no lo era Acá necesariamente no lo podía ser en el Más Allá.
Qué cosas pensaba en esos tiempos.

miércoles, noviembre 30, 2005

La comadreja voraz

Me dijeron que en las fondas se podía ver a la mariposa encantada y partí de mi casa en la mañana, como a las 11, rumbo al estadio municipal. Me colgué de un coche victoria y anduve a la mala como seis cuadras hasta que un viejo que iba fumando por la vereda gritó ¡huasca atrás! y el conductor largó un huascazo que me partió la cara. Llegué a la fonda sangrando. Como el día anterior había llovido a cántaros en Rancagua el barro casi no dejaba andar, menos al niño que yo era entonces.
Había borrachos durmiendo la mona; salía olor a anticuchos. No se veía movimiento en La mariposa encantada, las cortinas colgaban muertas sobre el tubo de fierro de la puerta, miré y adentro no había nada. Empecé a preguntar y me dijeron que parece que abría a las tres de la tarde, de modo que consideré estudiar otras opciones. Estaba el tiro al blanco con plumillas, el tiro a los patitos, la lotería y la argolla mágica, también el juego de la comadreja. Consistía éste en adivinar cuándo aparecería la comadreja y las mujeres hacían apuestas, arrojando sus fichas al aserrín que cubría el barro. Cuando aparecía un animalito en la pista se producía un gran barullo y las mujeres, fuera de sí por la emoción, no se daban cuenta de que los hombres les miraban las piernas con espejos ubicados en el empeine de los zapatos. El niño a cargo del juego retiraba las fichas perdedoras, ya que el primer animalito siempre era una lagartija amaestrada. Cuando todas las fichas habían sido jugadas el niño soltaba a la comadreja, que devoraba en segundos a la lagartija, a un par de ratones, a una rana y hasta a un conejo. El griterío era infernal, ahí sí que se corría mano.
Con los años vi algo parecido: se esperaba con ansias la llegada del general Charles de Gaulle, una especie de Gran Califa con gorrito militar. El pueblo reunido en el estadio el 2 de octubre, en su candor, creía que sería el primero en bajar del helicóptero. Nadie había previsto la existencia de la comitiva, aquélla que mucho antes del helicóptero le iba preparando el camino y que luego de guardarle las espaldas se quedaría recogiendo los cables. De Gaulle no era más que un destello, no podía ser otra cosa, de allí su endiosamiento y la reverencia mítica que se le prodigaba. Era una suerte increíble verlo alzar la mano derecha, la experiencia era motivo de conversación en los almuerzos familiares, los niños apenas podían tragar la sopa cuando escuchaban el relato de sus mayores.
Eso fue hace mucho tiempo. Ahora los grandes califas van a las ferias y la gente se alegra de verlos, pero al rato se olvida de ellos, apenas generan comentarios, incluso maliciosos.

martes, noviembre 22, 2005

El usurpador

Recién a los 30 años el sendero se me bifurcó. Un cartel marcaba hacia el norte la palabra Arte. Otro cartel marcaba hacia el sur la palabra Filosofía. Qué ridiculez más grande, broma de niño chico en un cerruco de la cordillera de la Costa. Arte versus Filosofía en un contexto de senderos que se bifurcan. Imaginación y estética versus predominio de la razón platónica. La Ilíada versus La República, qué insensatez. ¿Por qué no mejor Arte versus Conquista o Filosofía versus Ciencia?
Admito que ese día me di de cabezazos en torno a la bifurcación, incluso dormí por allí cerca, en una especie de guarida de oso, sin haber osos en aquella geografía. Pero fue como si los hubiera porque era una guarida amplia y hasta cómoda, se parecía a la Cueva de los Pincheira. No bien entré me llamaron la atención unos restos de comida abandonados pocas horas antes. Eran unas lentejas dentro de una choca de Nescafé. Estaban bien ricas. También había una botella de vino a medio consumir, marca Tres tiritones. No, es broma. La marca era Santa Carolina tres estrellas. El mosto estaba algo picado, pero la garganta no reclamó. Tras el festín me aprestaba a reflexionar sobre el futuro cuando de pronto me di cuenta de algo tan lógico: ¿no era esta cueva la morada del hombre? ¿No era yo entonces El usurpador?
Cuando entró, confiadamente, a continuar con su banquete, no reparó en la sombra que se iba levantando tras él hasta que lo cubrió por completo. No vio nada el desvalido, fue mejor así.

martes, noviembre 15, 2005

Una noche, en la taberna

Una noche, en la taberna, caí de bruces y me rompí la ceja derecha. La sangre brotaba como grifo de población y de pronto temí por mi vida, pero me reía. Me arrastré como culebra por el piso cubierto de pollos. La gente también se reía, sobre todo las maracas. Algunos borrachos escupían a mi paso y yo decía ya verán, ya verán. Fue así como llegué a la puerta, la abrí y salí, siempre arrastrándome.
He vivido la vida entera arrastrándome. De abajo es más fácil lanzar el guadañazo; la gente piensa que uno está indefenso y perdido. Las mujeres caminan sin reparar en que se les ve la zorra y cuando eso pasa el pico va creciendo lentamente. Se siente una corriente extraña de suavidad mientras crece. Las poetas cuchuflinas hablan del amanecer del miembro, del mástil vigoroso, del espolón. Yo digo simplemente el pico, porque para mí es y será siempre el pico.
Decía que esa noche en la taberna logré salir a la intemperie e incluso logré atravesar la transitada calle; detrás mío iba quedando la huella sanguinolenta, me transformaba de pronto en un héroe porque escuchaba a mis espaldas los ánimos que me daban los parroquianos y las maracas compasivas. Habría perdido ya dos, tres litros de sangre cuando me arrojé a la fuente de la plazuela y bebí, bebí agua hasta que la guata me quedó llena de agua. Luego me puse un parche curita en la ceja y la sangre dejó de emanar. Entonces pronuncié una de mis más hermosas parábolas, cuyo contenido he olvidado. Lo que me queda de esa noche es el piso resbaloso de tanto pollo y sobre todo ese pico creciendo, esa sensación suave y extraña.
Una puta se acercó al verme herido y me dijo guapo, llévame al hotel, a mí no me importa la sangre.
-¿Te gusta la sangre?
-Me gusta.
-Chúpame sangre.
Fuimos al hotel y ella quiso desnudarse pero yo la retuve en mis piernas con la chiva de que tenía el pico parado. La besé, le corrí mano hasta que se mojó.
-Chúpame sangre.
-No.
-Chúpame sangre.
-Bueno.
-Pollito pastando.
-Bueno.
Entonces se lo metí hasta el contre y me fui cortado. No duré ni un minuto y medio.

miércoles, noviembre 09, 2005

Vida en una grabadora

Vivía yo dentro de una grabadora; era un animalito plano y microscópico incorporado a la cinta, la que a veces giraba a velocidades impresionantes para detenerse bruscamente, sin aviso, al sonido de un clic. En los momentos álgidos cualquiera hubiese experimentado vahídos, náuseas. Yo me había habituado a ese trajín, incluso echaba de menos el rodaje cuando la grabadora se guardaba dentro del bolsón.
Un día la cinta salió de la grabadora y fue reemplazada por otra. Me pareció primeramente que se trataba de un malentendido; luego supuse que mi dueño enfrentaba una pequeña emergencia. Mi cinta era irreemplazable y yo era parte de ella. Con los días fui cambiando de opinión y comencé a admitir que me estaba gastando, que ya no era el mismo, que tantas vueltas alrededor del eje de la cinta habían hecho su trabajo.
Un rayo de esperanza me iluminaba en los momentos del derrumbe: tal vez era una cinta realmente irreemplazable y su contenido no podía ser modificado, de manera que si estaba dentro del bolsón se debía a que era tan valiosa que nadie podía utilizarla. Pero allí volvían las dudas. Si realmente era tan valiosa, ¿por qué entonces no se citaba a una comisión para certificar su contenido? Yo no escuchaba de citaciones, memorandums ni nada por el estilo; es más, sobre la cinta habían caído otros documentos ¡y hasta nuevas cintas! ¿Es que todas constituían material valioso? O, lo que me temo, ¿no serían la prueba del desorden mental que gobierna el cerebro de su dueño, nuestro dueño?
El drama es que solo yo me doy cuenta de todo esto. Las demás cintas, lejos de angustiarse, parecen descansar, diríase que les resultó cómodo alejarse del barullo.
Así están las cosas.

jueves, noviembre 03, 2005

A tres zancadas de la víctima, pero hay algo

Verdeaban los prados serenos al caer la tarde. Los espinos se recortaban entre arreboles mientras sus ramas filosas vibraban levemente al contacto de las avecillas que acudían a ese refugio para vivir el natural momento del descanso. El paisaje entero se tornaba plácido. Hasta el testigo más arrebatado o pendenciero, impaciente, tosco, vulgar, envidioso, soberbio, vanidoso, no habría experimentado ante esa puesta en escena otra sensación que la certeza de un mundo sin crimen ni maldad, un mundo en el cual todas las cosas que habrían de suceder, sucederían perfectamente de acuerdo con un orden superior.
Un movimiento en contra sólo habría reforzado tal idea. La decisión maldita aparecería a los ojos de la comunidad como la excepción forzada de la regla ideada por algún loco enfermo de soledad.
Yo estaba allí, lavándome los pies en el arroyo, concentrado en mis manos dentro del agua cristalina, placiente ante el reposo del músculo y del nervio, cuando vi pasar a una niña campesina. Volvía de la escuela a su casita de adobe. Vestía su jumper de colegial y una camisita blanca remendada. Tendría diez, once años, usaba trenzas y caminaba con paso suave, sin detenerse, sin mirar hacia atrás, como si no existiera nada, como si nada le llamara la atención. Meses después me enteré por casualidad de su nombre: Vitalia Vilches, natural de Quebrada Honda.
Era tan fácil exceptuar la regla, estaba a menos de tres zancadas de la víctima, a la niña aún le quedaban dos jorobas de cerro para divisar la casa; pero, ¿habría con ello de cambiar el mundo? Y si lo llegase a cambiar por un instante, si llegase a volar una pluma, ¿era mi propósito el hacer que fuera así?
No es que la paz me cautivara y me hiciera cambiar de opinión; de hecho mi búsqueda del pecado era y sigue siendo incansable. El pecado está en mi naturaleza y no puedo ir contra ella, vivir sin pecar sería no vivir y yo a pesar de todo quiero vivir. No es el agrado lo que me hace vivir, no es la búsqueda de la felicidad ni del placer, es sólo que vivir es un estado obligatorio, ausente de razonamiento.
Creo que aquella tarde simplemente no estaba de ánimo para cambiar el mundo. Creo que comenzaba a hacerme viejo. De modo que la dejé pasar.

viernes, octubre 28, 2005

Lengüitas de erizo

En el Mercado Central había un local que vendía pescado fresco, pero muy caro. Había lenguado a seis mil pesos el kilo y albacora a 4800 pesos el kilo, la docena de lenguas de erizo costaba tres mil pesos. Al lado una señora vendía jengibre a 500 pesos. Yo tenía ganas de comerme unas lengüitas de erizo con limón e ideé la forma de hacerlo. Consistió en pasar frente al local, pedir un plato de lenguas de erizo con limón y echármelas a la boca. El día estaba claro, pero frío. Cuando ordené la cuenta la vendedora me dijo tres mil pesos. Yo miré disimuladamente a la señora que vendía jengibre y le cerré el ojo. Ella no entendió. Se lo volví a cerrar. Pareció entender algo porque se asustó, traspasó una cortina vieja y desapareció. Detrás del mesón de la pescadería la otra vendedora seguía con la mano estirada, molesta. En ese sector del Mercado quedaba poca gente ya que el grueso del público disfrutaba metros más allá de los platos que ofrecía Donde Augusto. El oscuro pasillo de las pescaderías estaba libre y conducía a la calle.
Saqué tres billetes de mil pesos y se los di. Caminé al otro local, traspasé la cortina y partí a cachas a la vendedora de jengibre. Los gritos se escucharon hasta en la estación Mapocho y salí limpiándome los dientes.

viernes, octubre 21, 2005

La sombra en la baldosa

Me lavaba los dientes cuando de reojo vi pasar una sombra en la baldosa. Giré la cabeza y la sombra había desaparecido. Era algo contra lo que no se podía luchar, pero no alcanzó a horrorizarme. Estuve durante una semana mirando los rincones cada vez que entraba al baño. Finalmente olvidé el asunto.

miércoles, octubre 19, 2005

Grandes rabietas

Mi primera rabieta fue a los dos años y medio. Cuando descubrí el engaño me acosté en el piso de tabla del living en posición fetal y largué el pataleo y el llanto. La casa se estremeció y la tía, que ya cerraba la puerta dejándome solo, tuvo que devolverse. Me decía mentiras y el pataleo cesaba; cuando se iba se nuevo, el pataleo volvía. Mi segunda rabieta fue a los tres años y un mes. Largué un llanto más calculado, menos efectivo. Cuando reparé en que todo seguía girando en la casa me guardé el llanto y lo deposité en alguna zona del cuerpo, como se guarda la energía en una pila atómica. Esa rabieta ocurrió frente a la ventana que daba al naranjo que oscurecía mi dormitorio. En un ángulo superior de la habitación siempre había una araña de patas largas gobernando el teatro de operaciones.
Yo no sería nada sin mis rabietas. Los peores crímenes los cometí luego de grandes rabietas, no en medio. El ajusticiamiento del Raúl, un sabandija que vestía sotana y se hacía pasar por hermanito de La Salle, fue después de una gran rabieta, ocurrida doce años antes. Le rajé la sotana de arriba abajo y lo dejé en pelotas, con los cocos colgando y asomándose de los calzoncillos con los elásticos vencidos. A su esbirro, el maestro Fernández, lo obligué a chuparle la raja antes de ensartarle un plumero en el poto. ¡Esa sí que fue rabieta!
Hubo una rabieta romántica: nevé copiosamente una tarde de otoño frente a los acantilados de Escocia, fenómeno que encabritó a dos corceles salvajes que quisieron arrojarse a las olas desde la orilla. Tuve en ese tiempo la capacidad prodigiosa de domesticar y confundir a la naturaleza, la había heredado del poeta chino Gan Bao, quien a su vez la aprendió de los magos Xudang y Zhaobing. Pero era un talento extrasensorial que precisaba ejercicio constante y en ese momento mi obsesión eran las prédicas a través de parábolas. Cuando quise retomar el poder ya había pasado la vieja.

lunes, octubre 17, 2005

El mundo se lo debe todo a la mentira


Por desoladas tierras altiplánicas a la hora de la muerte de la tarde, cuando el calor se volvía frío y el frío hielo, así trotaba siempre, como caballo remolón, estuviese en Chungará o en Calama o en Visviri o en Tambo Quemado. El norte es engañoso. Uno se confía y el norte le da la espalda, lo deja a uno moqueando, tiritando, juntando mano con mano, indefenso ante la noche. La noche del norte no ofrece nada. Compañía, nada. Sólo millones de estrellas, pero yo nunca viví de estrellas, yo necesitaba vencer, yo necesitaba ver al mundo prosternado ante el fulgor de mis ojos, necesitaba ganarle a esa cuidada indiferencia a contraluz que provoca el hecho de saberse ignorado, de saberse menospreciado por los ojos grises y acuosos de los imbéciles que me rodean.
A nadie nunca le importó lo que yo dijera, fuesen palabras absurdas o sabias. Yo una vez dije que el mundo le debe todo su progreso a la mentira pues se sustenta en ella, dije que la verdad es sinónimo de muerte, descanso eterno, hasta que se descubre que la verdad es mentira y el mundo entonces da un paso adelante; de allí que no hay que tenerle miedo a la mentira y sí hay que desconfiar de la verdad, pero dije eso y a nadie le importó. Dije también que si las aves tiran caca a la tierra al volar eso era bueno para las aves, puesto que a nadie se le ocurriría que esperaran el momento de pasar al ñoba, como hacemos tantas veces nosotros. Dije eso y ni siquiera se rieron.
Ahora voy a repasar un capítulo desconocido de mis Memorias, aquél en que fui golpeado. Era una noche de invierno y yo esperaba micro en la Alameda, cerca de la Estación Central, para ir a Macul. Tiempos duros. Dos hombrones venían a lo lejos y le dijeron una vulgaridad a una damisela que pasó por su lado. Entonces me vieron y los vi. La mujer les respondió con otra vulgaridad y siguió su camino. Yo era muy joven para darme cuenta de que estaba en peligro. No se puede confiar en dos hombres que andan juntos cuando han sido puestos en estado de vergüenza pública. No me preparé para el golpe en el hocico que me dio uno de ellos al pasar frente a mí, con el bolso de pan que llevaba en la mano.
Han pasado muchos años de esto y no se me quita la sed de venganza. Si los tuviera ante mí los mataría sin piedad. Pero antes les haría un recordatorio por el puro placer de escuchar sus excusas; me encanta oír a los culpables cuando se declaran inocentes por la TV. Es lindo.
Si todas las verdades que conocemos son mentiras y lo que deseamos es el descanso eterno, hallar por fin la verdad, entonces la muerte no nos basta. La muerte no sería más que otra de tantas verdades que vienen desde lejos...
(Ilustración: Sergio Mardones)

viernes, octubre 14, 2005

Mi padre siempre quiso ser linyera

Los obreros arrastraban un vagón de ferrocarril hacia la maestranza; algo le había pasado a la locomotora que no podía hacer el trabajo y el capataz estaba presionado por una orden llegada desde arriba muy temprano: había que tener la estación de Rancagua despejada y radiante al mediodía, hora de arribo del Presidente de la República. En esos tiempos el Presidente era Jorge Alessandri Rodríguez y en dicha ocasión inauguraba el primer tramo electrificado de la vía sur. El traslado era lento porque el vagón pesaba 34 toneladas. No era posible hacerlo andar a más de tres kilómetros por hora, menos de lo que camina un hombre. Sergio Gaete, el capataz, sudaba de terror. Faltaban 20 minutos para las 12 y el vagón no conseguía aún tomar el desvío hacia la maestranza.
-¡Pero a qué pedazo de imbécil se le quedó durmiendo el vagón en la línea 1! -gritaba.
El jefe de estación era Vicente Vergara y yo vendía sustancias en un canasto de mimbre. Veía que Vergara se paseaba nervioso y se comunicaba con las estaciones. "¿Pasó Linderos ya?... ¿sí o no?... ¿sí?... ¿ahora sí?... ¡vaya, qué cerca está!", luego salía de la oficina y comentaba, para darse aires, ya pasó Linderos. La gente, que abarrotaba el recinto, suspiraba en alta voz y el director de orquesta volvía a formar al Orfeón de Carabineros, prestado para la ocasión.
Lo que no sabía Vergara era que el vagón ni pensaba hacerse humo; cuando lo supo se volvió loco y empezó a darle diariazos en la cabeza al capataz.
-¡Toma, toma! -le decía.
De pronto se acercó a mí, angustiado, y me clamó al oído: "¿Podría hacer algo, dr.?" Yo sentí un cosquilleo y un escalofrío por la potente agudeza de su voz y me quedó sonando un pitito. Le respondí en mi idioma de esos días: el silencio. Le dejé encargado el canasto de sustancias a la señora Eulalia Ramírez, que vendía chilenitos, y partí caminando hacia el vagón, pisando durmiente por medio. Me fui pensando que los durmientes no están hechos para las pisadas humanas, el pensamiento me brotó de la intranquilidad grande que nació en mi espíritu al momento de pisar los durmientes. Si es durmiente por durmiente el paso se achica y es insufrible; si es durmiente por medio, se alarga. Si es durmiente con ripio, se rompe el ritmo. La sensación general es algo espantoso y no creo que haya otro motivo que ése para las serias patologías mentales que uno detecta en los linyeras.
Cuando llegué al vagón sólo exclamé háganse a un lado chuchas de su madre. Los obreros se arremolinaron en torno a la figura del capataz y yo empujé solo el vagón, lo hice avanzar a una velocidad prodigiosa hasta desaparecer junto a él bajo el techo sombrío de la maestranza.
Mi padre siempre quiso ser linyera, pero vivió y murió prácticamente entre cuatro paredes.

martes, octubre 04, 2005

El sepulturero

Los asuntos no son tan aleatorios como quisiéramos que fuesen. Aquel día yo deseaba ir a ese lugar y él no podía hacer otra cosa que estar ahí. De modo que no fue casual que me topara con Mario Ramírez. Hablo de una experiencia ocurrida hace bastantes años, unos 15 tal vez. Yo entré a tropezones, había bebido demasiada cerveza y el cabrito al horno no bastó para hacer el equilibrio. Me molestaban los zapatos puntudos como nunca; además la garúa se tornaba insoportable. Mario Ramírez trabajaba en un foso. Le pregunté cómo se llamaba.
-Me llamo Mario Ramírez -me dijo, alzando la vista.
-Qué haces.
-Un encargo de la familia Peralta.
Me habían contado durante mi gira austral que la familia Peralta era una de las más ricas de Punta Arenas. Eso no concordaba con el trabajo que hacía Mario Ramírez. Una cosa de poca monta, no había que estar bueno y sano para advertirlo de inmediato.
-Pero es un simple hoyo en la tierra. ¿Quieres una cerveza?
Mario Ramírez miró su reloj, se asomó a la superficie, oteó bien el horizonte, como si lo vigilaran, y subió. Caminamos entre el desfiladero de pinos y nos fuimos al bar del frente, donde me contó su vida.
Me dijo que de niño había trabajado en el cementerio y que el oficio de sepulturero tenía sus bemoles y no lo desempeñaba cualquiera. "De entrada hay que tener cuero de chancho, dr. Vicious, porque a veces hay que echarle tierra a un niñito y las mamás no quieren dejarlo solo, y a veces se agarran hasta con las uñas al cajoncito blanco. Entonces yo tengo que tener paciencia y esperarlas un rato. Después me las arreglo para recibir una o dos luquitas mientras le doy a la pala". Otra cosa que me dijo fue que le gustaban las canciones de Ramón Aguilera y que había sufrido suficiente cuando se enteró de su muerte, tanto que lamentó no haber estado en comisión de servicio en el cementerio de El Monte para organizarle una sepultura de honor.
-Cómo es eso de la sepultura de honor.
-El mango de la pala se forra con género negro.
Como a la cuarta cerveza le reiteré que me había llamado la atención el hoyo que hacía. Entonces se acercó a mí y me contó un secreto, eso dijo, un secreto.
-Supiera usted dr. Vicious lo que estoy haciendo... estoy haciendo un laberinto, pero eso no lo puede saber nadie. Me pidieron que hiciera un laberinto subterráneo para casos de emergencia. El túnel empieza en la cripta de la familia Peralta y tiene que dar al patio de la mansión del señor Peralta. ¿Supo usted la tragedia del señor Peralta?
Le dije que algo había escuchado sobre el reciente suicidio de su bella hija. Asintió, echándose el vaso a la boca.
-Yo no sé por qué estoy haciendo esto, yo no debería contarle a usted, dr. Vicious.
Mario Ramírez se echó a llorar como un niño herido y tímido sobre la mesa, incluso casi derriba los vasos y las botellas; lloraba suavemente, sin consuelo, aterrado por la culpa de la complicidad. Intuia cuál era realmente su trabajo y su alma se agusanaba mientras el alcohol de la cerveza le aclaraba las ideas. El pecado resplandecía en la superficie de una mesa cubierta de botellas y vasos babosos de espuma. Yo me levanté despacito y le susurré al cantinero antes de volver a la calle:
-Él invitó.

jueves, septiembre 29, 2005

Mi amigo Harry

Harry el paralítico despertó cinco minutos más tarde de lo acostumbrado y se asustó mucho de eso. Cinco minutos es demasiado tiempo cuando las cosas deben andar bien. Como pudo bajó de la cama y se arrastró a la cocina, las huinchas del somier quedaron sonando y Harry estaba aterrorizado de sólo pensar en despertarlo. Encendió el hervidor eléctrico y se encaramó en el pisito para sacar la taza y el platillo pero con los nervios se vino abajo con piso, taza y platillo. Qué fue eso Harry, le preguntó una voz ronca desde el dormitorio. Lo eché todo a perder Brayan le contestó Harry con su voz de cañería hueca, a punto de ponerse a llorar. Te dije que no hicieras ruido, infeliz, la voz iba creciendo porque se iba acercando con cuerpo y todo, Harry lo vio del suelo y su instinto le ordenó taparse con las manos justo cuando el palo de la escoba le llegaba a la cabeza. Recoge y limpia, recoge y limpia infeliz, le daba otro palo menos violento, algo así como el palo del estribo, menos violento porque el hombre volvió sus pasos y se metió al baño. Harry debía tener la ropa limpia en la cama, los calcetines cada uno dentro de un zapato y el pan tostado con el huevo hervido a punto y la bolsa de té fuera de la taza. El sincronismo solía jugarle malas pasadas y era usual que Harry se llevara entonces la segunda frisca del día, lo que esta vez aconteció debido al humo que salió de la tostadora cuando el pan se empezó a requemar. Cuándo vái a aprender, huevón tonto. Brayan comía con la boca abierta y le mandó una cachetada en la sien, que Harry aguantó en silencio. Se echó un par de pedos mientras hojeaba una revista, Harry quiso contener la risa ante "la chistosa salida" de su amo pero no pudo. ¿De qué te reí chancho cochino, no veí que me dieron ganas de cagar? Pasa no más Brayan, ya saco altiro el tarro con los papeles, pasa a sentarte no más, está listo el baño.
Harry limpiaba la mesa cuando oyó vaciarse el agua del estanque. Sabía lo que venía.
-Ven a chuparme el pico, cojo culiado.
Harry se afirmó de los bastones y corrió al baño. Más rápido, mira que estoy atrasado, más rápido Harry más rápido; estando los bastones en el suelo se afirmaba en las caderas del hombre que a su vez le empujaba la cabeza hacia la pelvis...
-Límpiame la callampa con papel confort, me tení hasta la coronilla, cojo de mierda.
Brayan Órdenes se echó loción Williams en la barba recién afeitada y salió dando un portazo. No se dio cuenta de que la cocina se estaba incendiando ya que Harry la dejó encendida con el paño de platos sobre la tostadora. ¡Ah chucha se está incendiando la casa! gritaba Harry y se lanzó sobre el paño hasta que las llamas cesaron. Se echó crema Lechuga en las quemaduras y encendió la radio para escuchar a Pablo Aguilera mientras hacía el aseo. Cuando salió a la feria lo vio la señora Francia y le preguntó qué le había pasado. Nada señora Francia, me quemé un poco de tonto que soy. Vaya a ver al doctor Harry. Si no es nada. Cuídese de ese hombre, Harry. No diga eso señora Francia. Ese hombre es malo, Harry. No señora Francia, me cuida. Lo he visto con mujeres de mala vida Harry. No señora Francia, serán amigas. Lo he visto vendiendo paquetitos a los autos que se estacionan allá en la esquina. Imaginaciones suyas señora Francia. Yo qué me meto, yo le decía no más, no vaya a contarle a él.
A mi amigo Harry le pasan cosas así todos los días.
Una noche que llegué de improviso a visitar a Brayan, Harry estaba danzándole cubierto de tules, le bailaba La danza macabra y Brayan se reía de lo lindo porque Harry se había disfrazado de la muerte. Desde el sofá Brayan mandaba patadas al tuntún que hacían volar las muletas del bailarín, pero Harry seguía artisteando desde el suelo como una culebra maldita de Chretien de Troyes. Tenía las cejas pintadas como malo y un rojo bajo los ojos. Otra noche, era el mes de febrero, Brayan me invitó a cenar. Había varios amigos en la mesa y jugábamos Carioca.
-¿Dónde está Harry? -le pregunté.
Brayan palideció. Al despedirse me confesó que sólo yo sabía de su existencia y por eso en aquellas ocasiones lo metía al closet con prohibición estricta no sólo de hablar, sino de moverse.
Brayan era a pesar de todo no un mal tipo. Le gustaba el cuarteto de cuerdas de Borodin pero nunca se duchaba, de modo que el olor a sobaco en su minúsculo departamento de Miraflores era insoportable. Cuando se emborrachaba hacía escenas. Harry pensó un montón de veces lanzarse del séptimo piso pero su amor por Brayan era verdadero y ante eso no había nada que hacer.

miércoles, septiembre 21, 2005

Nunca tan débil y tan peligroso

Me hacían a un lado y era como si me amarraran con hilo de araña. Pretendiendo ignorarme o peor aún, resaltando el desprecio con pequeños gestos, pequeñas palabras, pequeñas sonrisas displicentes, me transformaban en un ser poderoso envuelto en algodón. Nunca tan débil y tan peligroso.
Partía todo con una opresión en el pecho, que pugnaba por bajar al estómago. Había una cierta sensación de falta de aire combinada con una cierta sensación de cansancio y ciertas ganas de llorar. El apetito se iba y yo quería salir de la tela pero en el fondo buscaba el descanso, el sueño.
No diré que entonces subía cerros para mirar el mundo desde lo alto y juzgar con rabia a los humanos. Si los subía era para que se fuera esa opresión física, para cansarme, sentirme vivo. Pero eso era casi nunca. Lo usual terminaba siendo el rotativo triple X con paja incluida, de manera tal que el moco cayera al parquet gastado. Me gustaba mover la mano con ostentación para causar escándalo entre los demás espectadores, tres o cuatro discretos voyeristas al pedo y algún marucho esperanzado.
Una noche me interné por la calle Phillips buscando angustiosamente un laberinto donde perderme para siempre, pero la calle Phillips no era como las callecitas de Siena y no habían pasado ni dos minutos, qué digo, ni medio minuto cuando salí a la Plaza de Armas. Había esa noche un pintor que aún exhibía sus lienzos frente a la Catedral, poco más al sur, casi al lado de unos humoristas de baja ley. Uno de los humoristas contaba el chiste del empleado de Ferrocarriles del Estado que de vacaciones iba todas las mañanas a la estación a esperar el convoy ordinario de mediodía. Se sentaba junto a Vergara, el jefe de estación, ambos se fumaban un Ópera de papel endulzado y entonces el humorista silencioso notaba que el grupo tendía a disolverse y le decía a su compañero ¡apúrate con el chiste conchetumadre que tengo que tomar el expreso a Chillán!. Eran noches de angustia. Pensaba qué sentiría el artista seco de imaginación y de todo cuando envolvía los lienzos en serie, los echaba a un carrito y partía a su casa. Pensaba si el artista verdadero no sería yo, entendido el arte como sufrimiento absurdo por lo que no tiene sentido ni destino y no como decía Lenin, cuando hablaba de tantas cosas.

lunes, septiembre 12, 2005

Ecos marciales


De niño quise ser militar; me sorprendía a mí mismo marchando detrás de las bandas con una guaripola. Una tarde se encabritó un caballo y el soldado cayó al pavimento y se azotó la cabeza en el borde de la acera. La ambulancia llegó a los pocos minutos, había un movimiento de curiosos, una marea de susurros, al caballo costó amansarlo, el oficial a cargo estuvo a punto de darle el tiro de gracia, los niños como yo estaban asustados, el desfile se suspendió durante 40 segundos en un hecho que fue calificado de histórico, los desfiles no suelen suspenderse por tan poco, el show debe continuar. Una tarde la Sinfónica de Chile bajo la conducción del maestro David del Pino Klinge debía interpretar la Habanera de Saint-Saens y justo uno de los violinistas de las filas de atrás se había suicidado en su casa minutos antes de tomar la micro para ir al concierto y el músico vocero dijo que en homenaje al violinista no iban a tocar la Habanera. En el intermedio hubo un gran revuelo, una marea de susurros que se dividieron entre los que aprobaban la decisión de los músicos de la orquesta y entre quienes decían el show debe seguir. La ambulancia llegó, pero tarde, pues el soldado había muerto, se llamaba cabo Germán Loyola y curiosamente era de la dotación de infantería, yo creo que por eso le pasó. El oficial a cargo condujo el caballo maldito a un garaje, pidió permiso para entrar, le dieron permiso y cuando estaban adentro lo sacrificó. Después llamó de un teléfono público al regimiento y mandó pedir un camión con techo de lona, para que no se notara. Después tomó un taxi y le ordenó al chofer que hiciera un rodeo de tal manera que el auto fuera a dar delante del desfile. Cuando la tropa pasaba por su lado salió de la multitud e hizo como que recogía un botón y tomó el mando de su batallón a paso parada entre grandes aplausos.
(Ilustración: Sergio Mardones)

miércoles, septiembre 07, 2005

Enjaulado


El verano de 1946, fue a fines de febrero, en Curarrehue, me hice una jaula de bambúes y así anduve, dentro de la jaula. Eran ocho cañas amarradas entre ellas con alambre de cuatro milímetros. El techo era de alambre de tres milímetros. Para poder caminar sin chocar con la jaula debía ponerme un cucurucho de cuero como esos que usan los monjes de los Himalayas. La punta del cucurucho se hundía en la trama de alambre y así se producía mi engarzamiento con la jaula. Al caminar, la jaula se movía atrás y adelante; más que la jaula me movía yo pero parecía como si la jaula se moviera más que yo. Si caminaba en forma absolutamente perpendicular al piso la jaula se desplazaba sin escándalo.
Fueron buenos días, ésos. Me sirvieron para ir aprendiendo. Para comer sacaba las manos por sendas ventanillas fabricadas sin ciencia alguna. Obtenía algo y me lo llevaba a la boca. Entonces comer no era importante, beber menos. Meras obligaciones.
El 5 de marzo de ese año entré al internado pero la jaula no cupo en la puerta y como me negué a entrar a la sala me llevaron a la inspectoría. Estuve allí toda la tarde y cada vez que el reloj marcaba la hora el señor Pino se reía de mí y me decía "cucú, cucú".
(Ilustración: Sergio Mardones)

martes, septiembre 06, 2005

Angustias

Llantos, llantos, lluvia de lágrimas, lloré, lloré, ¡lloré!, la flecha del sendero abierto me indica no el horizonte, ¡la sima me enseña! ¡Al abismo me empuja el camino! Pero, ¿saltar a ciegas, dañar, ser herido? Humillarme otra vez, desprotegido, en cueros, ya lo estoy sintiendo, maldita perra inmunda, te haré llorar de rabia, ramera barata. He vivido levantando piedras de las que salieran almas que cegaran la vista, he vivido buscando a mi madre. Oh, mamá mía, mi valor, mi llanto, eclipsar el sol, mamá mía, eclipsar la luna, ¡mi Diana, mi diosa lunar, mi poesía, mamá mía! ¿Estás allí? ¿Puedo besarte? ¿Puedo respirar tranquilo al fin en tu regazo? ¿Me quieres, mamá? Sí me quieres, lo sé, ¿o no me quieres? Mira mamá como salto y como cuelgo del parrón, mira la libreta de notas, no basta no basta no basta nunca basta, ya verás cómo haré del agua vino, ya lo verás aunque se me vaya la vida y muerda el polvo, qué digo, me arrastren, acabado y viejo, a la fosa común donde por fin... ah... ¡por fin! mis huesos se unirán a los tuyos, sin preguntas, sin angustias...

martes, agosto 30, 2005

El espejo de la diosa lunar


Una noche de luna llena pasó frente a mi ventana una joven de piernas lechosas manchadas de barro a la altura de las pantorrillas. Llevaba consigo un espejo de cristal biselado y marco de oro, lo llevaba de costado y en la claridad de la noche sus senos de pezones rosados se balanceaban suavemente. Ocultábale el rostro un velo que la confundía con la Virgen o con ciertos excesos de Venecia, no estaba claro aquello. Abrí la ventana y estiré la cabeza lo más que pude; era todo tan paradisiaco en aquellos años, mi casa se erguía en medio del bosque, había un lago del que me llegaba el rumor de sus aguas cristalinas y un hogar de fuego crepitante y brasas perfectas. Shostakovich no se conocía aún en Occidente, de modo que la melancolía de los atardeceres lluviosos era acompañada con los 24 preludios de Chopin y las sonatas de Schubert en discos de vinilo. Cada día una mujer diferente colmaba mis apetitos y yo en ese tiempo las prefería burdas, vulgares, faltas de seso. Me gustaba que no se dieran cuenta, las engañaba con subterfugios baratos a pesar de tener todo el poder sobre ellas. Me eran enviadas cada mañana por Salomón Velasco, el poderoso del pueblo. El pueblo se llamaba Villa Rica y no era lo que es ahora, un montón de hoteles, hostales, residenciales, campings, restaurantes, casas de cambio, supermercados, oficinas de turismo aventura. Villa Rica era una pura calle con una bomba de bencina. Yo tenía la costumbre de mandarlas a buscar leña a lo más húmedo del bosque para que volvieran sucias y así las pudiera meter a la bañera. Ellas intentaban convencerme de que se podían bañar solas y a mí eso me gustaba porque mi razonamiento las dejaba mudas. Esto les decía: "Si entras caminando se manchará el piso". Entonces las levantaba en brazos y las sentaba en mi pene mientras ellas se desvestían. Yo les aseguraba que había cerrado los ojos y no veía nada, pero los tenía abiertos y ellas no se daban cuenta porque estaban de espaldas. Cuando terminaban de sacarse la ropa las metía al agua y las dejaba solas. A veces inventaba que tenían mal olor y las mandaba al baño a lavarse y yo miraba por un hoyito porque sabía que el chorro del vidé les gustaba bastante.
Era una joven de belleza serena, su cuerpo no emitía casi ruido al desplazarse entre los arbustos y bambúes acorralados por las lengas. Se parecía a Diana, la diosa lunar, y era demasiado ilógico que portara un espejo de tan hermosa factura. Fijé mi vista en el cristal y me maravillé de lo que vi: no mi figura sino el retrato de mis crímenes. Yo nunca temblé al cometerlos pero ahora temblaba ante la terrible lista. ¿Era eso ser malo? ¿Era temblar ante los crímenes cometidos? Pero cometerlos no era ser malo, ¿o era sádica, provechosa, la maldad?
No es que me estuviera arrepintiendo, sólo temblaba. La diosa lunar se había perdido entre los matorrales pero me quedaba aún la imagen del espejo. Era todo tan raro, ¿cómo pude ver ese retrato si ella estuvo siempre en movimiento? Tal vez fue el espejismo de una noche de verano en Villa Rica. Porque alucinación de curado no fue; esa noche no había tomado pisco.
(Ilustración: Sergio Mardones)

viernes, agosto 26, 2005

Días tristes

En días como éstos me empinaba a mirar la lluvia desde la ventana del comedor. Mi cabeza no llegaba entera al marco, pero sí alcanzaba para mis ojos, que dirigían la vista hacia los cientos de globos que formaban las gotas al caer al charco. Las gotas eran proyectiles teledirigidos que despedazaban los globos flotantes para formar otros nuevos. Los globos eran ciudades encapsuladas al estilo de Krypton o algo así. Pero esa guerra, esos mundos, que debían ser emocionantes, culminaban en un abrupto amargor que actuaba como tapón para el vaciadero de emociones más explícitas.
Mi madre solía aparecer bajo la nubazón protegida a medias por un paraguas damnificado por el tiempo; era todo tan triste y falto de sentido. Abriría la puerta, pasaría varias veces los zapatos por el trapo, me abrazaría y me besaría y de nuevo el silencio y la oscuridad en pleno día. No habría ni siquiera una radio que escuchar, yo volvería a mi guerra y ella prepararía la once.
Hoy tengo proyectos y he logrado vencer al vacío: en unas horas más iré a mirar por la ventana a la mujer que se desviste con lascivia. Le tocaré el vidrio y ella hará que no ha escuchado pero profundizará en detalles. Su sonrisa trocará en un mentiroso gesto de dolor; ahí quizás esté perdido, pero sabré salir del paso.

miércoles, agosto 24, 2005

El pastor

Para ir de un villorrio a otro a veces me tocaba sortear la Cordillera de la Costa, nada del otro mundo, pero de todas maneras un trayecto fatigoso. Atardecía cuando me llamó la atención un movimiento entre las sombras. Era un pastor que fornicaba con una oveja. Lo dejé hacer y luego, cuando el animal enfiló al corral guiado por un perro, me acerqué a él.
-Eh, tú, dame agua.
El pastor se sorprendió y me miró con miedo. Mi abrigo negro y mis zapatos puntudos debieron provocarle ese efecto. Luego me confesaría que fueron mis ojos de fuego.
-Señor, venga por aquí, por favor.
Me ofreció agua del manantial y un pedazo de charqui, que devoré en segundos.
-Usted no parece un hombre malo -le dije, una vez satisfecho.
Me miraba de reojo.
-No entiendo, señor -me decía.
-No es necesario que entienda. Hablo más bien para mí mismo.
El pastor me ofreció alojamiento en su casucha hecha de troncos de ciruelo, cartones y fonolita. Dormir bajo las estrellas resultaba lejos la mejor opción, pero el hombre no lo veía así, porque me asignó su rincón habitual, cambiándose él al sector de la cocina. De noche lo escuchaba vociferar y alzar los brazos, como si llamara a su perro. A veces le sentía mascullar un nombre, algo así como Figenia. La mayor parte del tiempo resoplaba de tal modo que el aire salía hacia arriba expelido por su labio inferior en forma de cucharita, y el resoplido le hacía vibrar las aletas de la nariz. Yo no podía dormir por eso de las pulgas, pero a él le venían bien.
Me fui unas dos horas antes de que aclarara. Antes de perderme en un vaivén del cerro giré la vista y gracias a que la luna acababa de vencer a un manojo de nubes, vi lo siguiente: un puñado de arbustos secos, una casucha pequeña que asemejaba una joroba negra en la ladera, y un corral hecho de barro y pedruscos. El perro me ladraba sin cesar.

(Ilustración: Sergio Mardones)

lunes, agosto 22, 2005

Imágenes

Una brisa helada que se cuela por la sombría vereda roza las mejillas y provoca estremecimientos. Un grito tardío: ¡Cuidado! La multitud camina entrechocando hombros, a veces pidiendo disculpas, otras pasando de largo. María Ernestina Gómez cruza la calle con su hijita. Microbuses compiten por cortar boletos y llegar antes a destino. Semáforo cambia de luz, de amarilla a roja. La lluvia se anuncia de nuevo. Hernán Carrasco, vendedor de maní, baja la vista mientras tuesta su producto en la esquina. Sergio López Arias, desocupado, compra una entrada para la próxima función de Los cuatro fantásticos. Dos escolares conversan de pie, afirmadas en las manillas de los respaldos de los asientos de la micro veloz. El chofer Braulio Ocaña aprieta el freno, imagina lo peor. Dos cuerpos revientan en la calzada. Uno más acá. Otro más allá. Jennifer, la más baja de las dos, solloza tímidamente: la han dejado. Viviana Orrego compra un paquete de 300 pesos, calentito. Carrasco se lo entrega y mira sobre el hombro de la mujer. Grita ¡cuidado! Tres palomas levantan vuelo con el estampido. Kenita, la más alta, se suelta y vuela hasta golpear a Montenegro, obrero de brazo fuerte. López Arias se da vuelta al oír un ruido, antes de meterse al cine. Ulula una sirena. Jennifer reemplaza su pesar por uno nuevo. La multitud se arremolina. "¡Pobrecita!". El cabo Ovalle detiene el tránsito y el cabo Verdugo va por dos plásticos azules que cubran los cuerpos. Imágenes reemplazan los viejos argumentos. Gritos de locura y de terror maldicen a Ocaña. Unos hablan con otros. Comentan en voz baja, excitados. Y miran antes de que lleguen los plásticos. Yo uno de ellos, observador invisible, desfilo entre la carne, sobre el cemento, a través de las vidrieras.

martes, agosto 02, 2005

Un maestro, de falso pene inmenso

Pero un día hubo una que me siguió. Ojos verdes, tetas prodigiosas, lengua ardiente no por el deseo sino por las ganas de hablar. La metí a mi cama varias veces y al final se las canté claritas.
-Por qué me sigues.
-Me gusta aprender de usted.
-Desadaptada social, eso es lo que eres. Una imbécil. Síguete a ti misma, desciendes varios escalones si vas desplazándote al alero de mi sombra.
Me respondió entonces algo que me dejó pensando. Me preguntó cómo ella podría aprender de la vida si no seguía a alguien. Me recordó que todas las cosas que había aprendido, como sentarse a cagar en la taza del baño, o leer, fueron gracias a alguien que se las enseñó. Me dijo finalmente que si no se ponía a la cola de un maestro nunca podría desarrollar su propia creatividad. Ja ja ja ja ja le respondí, sin saber qué más agregar. He allí el drama de la vida, concluí luego de unos minutos.
La sometí entonces a una de mis bajas pasiones y noté que le agradaba imaginar que yo tenía el pene inmenso. Yo sabía cómo hacerlo para que se lo creyera y así procedía, otorgándole grande placer, repetido, como a ciertas mujeres les gusta. El largo y el grosor del miembro masculino tienen que ver con la maternidad y la prolongación de la especie. Ella lo sabía, pero en forma inconsciente. Vivía buscando vergas como troncos de árbol, pues creía desde su estadio primitivo que esos espolones son signo de fuerza y virilidad y aseguran una buena cría. Creería que yo pensaría lo mismo de los atributos femeninos, pues abultaba sus senos con sostenes fabricados para eso.
-¡Mira! -le ordenaba yo, obligándola a llevar la vista a la pantalla mientras continuaba arremetiendo- ¡Mira, he allí tu ambiciosa maternidad y tu prolongación de la especie: putas alternando con cafiches forzudos en un programa de farándula!

martes, julio 19, 2005

Por qué resolví ser malo

Yo tenía dos años y medio cuando resolví ser malo. Fue un día equis, no podría decir hoy si de invierno o de verano pero más me parece que de verano, por aquello de los postigos. Jugaba en el piso de tierra del living de mi casa y la ventana estaba cerrada con postigos cuando de pronto se coló un rayo de sol por una rendija y me dio de lleno en los ojos. Fue cosa de dos minutos, luego quedó de nuevo la pieza a oscuras y yo continué con mi juego. Pero el golpe de sol a la retina cobró una víctima: por culpa de mi ceguera temporal pasé a llevar un jarrón de cristal y lo quebré en dos.
He dicho tres veces dos. Ahora entiendo que nada es casual. El asunto fue que eché el jarro a la basura, una forma de ocultar mi delito. ¿Por qué lo hice? Recuerdo perfectamente que en ese momento se me presentó por primera vez en mi vida un dilema ético de proporciones monstruosas, inabarcables. Asocié la quebrazón con un futuro castigo de manos de mi padre. Mi padre llegó a ser un acaudalado comerciante que hizo su fortuna en la compraventa de fierro viejo, pero en esos tiempos era tal vez algo menos que un don nadie, con su clásico overol azul manchado de grasa. Mi madre dependía completamente de las decisiones que tomara él, de modo que para esta situación no me serviría como escudo. Tenía entonces una sola posibilidad, ya que no cabía el arrepentimiento: ocultar el delito. Comprendí enseguida que para que la maniobra resultara exitosa debía proceder friamente. ¿Es posible que aquello que describo pueda ser concebido en los oscuros recovecos de la mente de un niño de dos años y medio? Yo digo que sí.
Tomé los dos trozos del jarro, los envolví cuidadosamente dentro de un diario, fui al patio y arrojé el envoltorio a la basura.
Mi padre llegó esa tarde contento. Después de comer encendió un cigarrillo Cabañas especial y fumó, complacido. Mi madre le rellenaba el vaso de vino continuamente y los dos se iban entusiasmando. Yo temblaba de miedo. Me acordaba del rayo de sol; maldecía la luz que me había dejado ciego y que me había convertido en un malo. Mi padre de pronto reparó en la ausencia e hizo la pregunta de rigor. Yo rompí en llanto y le grité en su cara que lo odiaba, me habían descubierto, que lo odiaba como nunca un ser humano había odiado.
No lo dije con esas palabras pero así lo sentí y hoy pienso que tenía razón. Creo que la verdadera naturaleza del mal radica en el odio hacia el padre. Y eso está bien, pues de la frustración nace la pasión y de la pasión nace la acción.

sábado, julio 02, 2005

"Dr. Vicious ahora liquida a jubilado"

Hubo un tiempo, recuerdo, tal vez sesenta, setenta años atrás, en que hacía por deslumbrar. Grandes crímenes para deslumbrar, para poner de cabeza a los sabuesos de la BH. Para leer en los quioscos titulares del estilo de dr. Vicious ahora liquida a jubilado o dr. Vicious se ensaña con colegialas o dr. Vicious mata a horquetazos a familia entera en San Vicente de Tagua Tagua, título difícil de haber leído éste último en la portada de un diario dado lo extenso de la oración, pero la idea era ésa.
Hubo ese tiempo. Pero ese tiempo ya pasó.
Pasó cuando me di cuenta de que me acercaba a la vejez. A los viejos la sangre ya no nos alimenta el ego. A la sangre los viejos le tomamos el gusto, simplemente. La sangre se convierte en obsesión, placer desviado, tema a desarrollar, planificación, esperanza, vivencia, sabor, color, arquitectura, concepto, descontrol, tónico, pasión, densidad, orgasmo, disculpa, leit motiv, todo ello separado o junto si se quiere, pero no lucimiento. No vanidad.
Mis actuales homicidios son discretos; a veces deslizo arañas de rincón por el cuello de mujeres de estola que cenan en un restaurante de lujo, otras veces empujo suavemente a niños que esperan el metro más allá de la línea amarilla, pero lo que me fascina realmente es emborrachar a corredores de bolsa y luego hacerlos beber cloro al 78 por ciento. En medio de los dolores más atroces me miran a la cara como si vieran al diablo y expiran entre ataques de tos y escupitajos... de sangre.
Todavía más discretos son mis asesinatos de imagen. Deslizo rumores a la prensa y por la noche veo en las noticias a los perros farsantes entrando a Capuchinos con una sonrisa en los labios. Pobres de ellos. Si supieran...

jueves, junio 30, 2005

Volviendo a las andadas

A mí me gustaba el concierto 4 de Rachmaninov; a ella la balada 2 de Chopin, esa que empieza lenta, que sigue con un entremedio de voluptuosidad y locura y que termina lenta. A mí me gustaba Rulfo, Kafka, Poe y un pequeño lote más; a ella Schiller, Byron, Hölderlin y otros miles de autores para mí desconocidos como un tal Calasso y otro tal Lem. Creía ver en esas pequeñas diferencias, en esos ligeros desniveles (para mí gigantescas diferencias, gigantescos desniveles) un solo mundo extraño y ajeno que nos pertenecía, un refugio desesperado en la tierra del romanticismo de verdad, no el romanticismo de las teleseries ni el de Ramón Aguilera o tal vez Barrios, Prieto, Gatica, Miguel, Serra Lima, que conforman el romanticismo del pueblo. Fui su héroe, fui su efebo, fui su adoración, fui su objeto de culto, día a día me elevaba al Olimpo y yo a ella tanto la amaba que me hacía llorar de sólo saber que existía, que era mía. Me decía que el primero que muriese esperaría en el paraíso al otro, y si aquel otro no estaba allí en el momento de la unión eterna no habría gloria alguna, como le canta Turiddu a Lola.
Pero el tiempo se encargó de demostrar que todo era una farsa, que el amor es imposible, que no dura más que un tiempo, apenas un par de años, y que la libertad lo aniquila, los celos lo aniquilan, la imposibilidad de unir lo que está dividido lo aniquila.
Fue entonces, creo, cuando volví a las andadas. Me parece recordar que ésa fue la misma semana en que entré al Mall Plaza Vespucio y liquidé a medio centenar con la metralleta UZI que les robé a unos narcos de La Victoria. Lo hice por el puro gusto de ver chocar sesos en las vidrieras, pero de eso no quiero hablar hoy día. No me siento muy bien de ánimo. Como que me quiere dar influenza.

domingo, junio 26, 2005

Las putas son leales. Si no hubiese que matarlas...

Tuve oportunidades, no puedo negarlo; bastantes, quizá demasiadas. Primó sin embargo la temperatura de mi sangre, ese resentimiento primitivo contra todo aquello que oliera a poder. Y no es que fuese un fanático de la derrota; al contrario, yo he sido también poderoso y debí estar siempre en el bando de ellos. Pude ser El guía, un faro austral, el mesías que se viene echando de menos desde 1810 o desde los tiempos de Almagro. He preferido aguardar mi momento pasando las noches en estaciones de ferrocarril de ramales de provincia, amasando pan en villas periféricas, cortejando prostitutas. Las prostitutas son las mujeres más leales, decentes y baratas del mundo. Como no conocen la fidelidad no se les puede exigir fidelidad. Dan lo que prometen y cuestan menos que las otras. Si no hubiese que darles muerte, a manera de entrenamiento, digo, serían perfectamente imbéciles. Pero esas miradas con que se quedan, tan abiertas, melancólicas, como si pensaran en la ambición perdida, en el martillazo del juez de garantía, en las puertas del infierno; esas miradas, repito, lo hacen a uno pensar en misiones heroicas; esas miradas, insisto, aumentan la pasión que con tanto ahínco he ido ahorrando para el día final.
No deseo ponerme tremebundo. Otro día les contaré mi historia. Ahora debo ausentarme. Ha vuelto el momento de la acción.

viernes, junio 24, 2005

Mi primer crimen

Mi primer crimen lo cometí una mañana de agosto. Ya a las once hacía un calor espantoso y la gente, vestida de invierno, sudaba en las micros, en el Metro, en los restaurantes al paso. Vi a una chica que se paseaba por la Plaza de Armas. Tenía unos 19 años y caminaba con aire inocente y pantalones de cotelé negro alrededor de un fotógrafo de cajón.
-¿Qué haces? ¿Eres modelo barata? -le pregunté.
-No señor -me respondió con timidez- Yo... atiendo caballeros.
-Pues, atiéndeme.
Me miró, asustada, y me pidió que la acompañara.
-¿Que nunca has visto a un hombre de zapatos puntudos?
Me hacía callar.
-Shhh... -me rogaba.
-¡Ah, meretriz, no sabes con quién te metes!
Estaba aterrada. En el camino me informó su tarifa. Saqué dos billetes arrugados y los traspasé de mano.
-No... aquí no. Arriba...
Subimos a un ascensor y marcó el piso 7. Yo le presionaba las nalgas con mi humanidad. Ella chocaba una de sus mejillas contra el espejo.
-¡Caballero! -me suplicaba- así no lo atiendo.
-Tú eres la única mujer que habrá muerto dos veces -le vaticiné.
No entendió. Ya en la habitación procedió con su acostumbrado show, que me arrancó carcajadas.
-¡Ja ja ja ja ja ja ja!
-¿De qué se ríe?
-¡Ja ja ja ja ja ja ja!
Estaba semi desnuda sobre una cama vulgar de colcha vulgar y lámpara vulgar de calle San Antonio desde donde, abriendo las ventanas, se divisaba un enorme muro gris. Vestía un colaless blanco y olía a jabón.
-Date vuelta.
Se dio vuelta. Sus nalgas eran monumentales, redondas y apretadas. Su piel morena tenía la textura de una pelota de básquetbol.
-Échese encima -me sugirió.
Entonces le hundí el estilete por debajo del omóplato, atravesándole pulmón y corazón, de tal forma que la punta parecía un iceberg en su pecho. Su cuerpo me regaló unos estertores antes de morir encima de la colcha vulgar, que se iba tiñendo de rojo.
-Eres la única mujer que ha muerto dos veces en esta pieza -le susurré al retirar la cuchilla.
Nunca les susurro a los muertos. Pero esa vez lo hice. Es fácil matar pobres. A los pobres no les alcanza para abogado. Este crimen fue cometido hace cuatro años. Ni siquiera salió en los diarios.