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miércoles, enero 27, 2021

El incierto camino que conduce a la moderación

Sin que hayan menguado ni el ansia ni el bendito atributo de generar ficciones, ha crecido con los años un ímpetu de tinte confesional, característico de las memorias, que busca revelar los hilos internos que van moldeando las personalidades por las que atraviesa una vida, algo más cercano al ensayo que al cuento, y reñido de cierta forma con la vanidad latente en el deseo de impresionar. Digo de cierta forma, porque ese pecado se cuela en cualquier proyecto, en cualquier obra humana.
Ya enteré quince años escribiendo bagatelas, cuentos que devinieron en libros, impresiones, sueños, reflexiones de orden político (obligado por las circunstancias. Imposible desligarse de las amargas realidades), poemitas que hacen bien en permanecer muy escondidos. En los inicios se trataba de alimentar las Parábolas del dr. Vicious, texto que inauguró mi prescindible obra. Al poco tiempo las nuevas contribuciones fueron siendo reemplazadas por historias de alcance más ambiguo y el dr. Vicious fue enviado a su casa. Permanecieron de este las acciones grotescas, vulgares, desmedidas, violentas, expresadas desde luego a través de la palabra escrita, porque de eso se trata todo esto. Siguieron brillando la rabia, la ira y la venganza, hermanas trillizas, pero fueron agregándoseles otras emociones, otras formas de examinar la sexualidad y el deseo carnal, otras ambiciones literarias. 
No es el propósito de esta entrega, como se pudiera creer, hablar de la evolución de este blog, sino de la evolución de mi vida. Intento comprender mis estados, saber si van hacia alguna parte, saber si la edad, el deterioro físico, el retiro laboral influyen realmente en la creación artística. ¿Cuánto de mí queda del dr. Vicious? ¿Cuánto de él se me sigue revelando en los sueños? ¿O en mis estados obsesivos, manipuladores, en mis aproximaciones trágicas a la cotidianidad, mis revueltas mentales, mis ansias de poder, mis extraños deseos de pisotear al más débil al hacerle ver mis argumentos "irrebatibles"? El dr. Vicious es una fuente inagotable de contradicciones, muy parecidas a las que yo mismo me echo en cara. Si puedo escribir sobre esto, por ejemplo, es porque lo hago en un momento de serenidad. Al mismo tiempo, porque experimento día a día aquello sobre lo que escribo.
Cuánto influye la salud, la situación económica, el tiempo disponible, las frustraciones, los problemas familiares, la plácida autocomplacencia, en lo que el escritor traduce en texto. Cuánto es solo creación en estado puro, cuánto de lo que se originó en Siddhartha bajo la higuera sagrada fue producto de su sola experiencia interna. Nunca me ha dejado de sorprender un comentario de Nietzsche sobre lo que puede variar el ánimo de una persona según el estado en que se hallan sus intestinos.
Según pasan los años, mi estilo ha ido variando del sarcasmo y la vulgaridad a una forma de contemplación más indulgente hacia los personajes que desfilan en la escena de la comedia humana. Así como me puedo seguir acusando, lo que de hecho materializo entrega por media, siento también que tiendo a perdonarme más ahora que antes. A perdonar mis vulgaridades, mis apetitos carnales, mis egoísmos, envidias y avaricia. Intento transitar el incierto camino que conduce a la moderación. A la vejez. Mas no será mi persona la que dictamine si esa tendencia le hará mejor a las letras que brotan de mis manos; eso quedará para quienes se aproximen a las pruebas del tránsito. Hay artistas cuyos trabajos más notables han sido los tempranos, se da también el caso inverso. Obras más bien juveniles de Schoenberg como sus Gurre Lieder y Verklärte Nacht son fascinantes; Pierrot Lunaire, compuesta un año más tarde, es intragable y desvergonzadamente revolucionaria. Los primeros dibujos de Van Gogh presagian tormentas; Hokusai entra a la gloria pasados los setenta. El asunto estriba en dar con la clave que abra el corazón del creador, sea a través de la vulgaridad, el humor, la serena reflexión o lo que venga. Pero nada que no vaya en ese sentido vale la pena. Ni siquiera las nobles aspiraciones a una moral redentora.

lunes, enero 18, 2021

Debo conservar la compostura, no puedo dar indicios de nerviosismo

Apenas salí de mi casa volví la mirada sin motivo. Ahora estoy sentado en el café; había mesas. Si llego antes no hay, he detectado por la fuerza del hábito que los clientes acuden más temprano y que pasando el mediodía disminuyen las visitas. Eso hablaría de cierto uso consagrado en este barrio. ¿Vienen a darse un break en medio de la rutina del teletrabajo? ¿Se levantan más temprano? ¿Yo me estoy levantando más tarde? (Debo escribir. Debo escribir. La vida se me tiene que ir escribiendo, escribir me salva la vida, me la arregla mejor dicho, no es hora de frases dramáticas, aparatosas, escribir me arregla esa parte de la vida en que la vida navega por el río y llega a la catarata que la arroja al vacío y a una suma de preocupaciones angustiantes).
El lector empedernido me observa al pasar y vuelve a su libro; la mujer solitaria se halla esta vez al fondo, disfrutando su café y su pastel, le sientan bien las canas. Estoy aprendiendo a conocerlos, sus figuras se me van haciendo familiares. El lector empedernido bordea los cuarenta. De complexión gruesa, mirada candorosa y barba cerrada, da la impresión de ser abordable. Lee, toma notas, se le adivina la humedad en la piel mientras toma notas, tal vez esté escribiendo la gran novela chilena, el corpus de la estética en la era de la posverdad, la introducción crítica al psicoanálisis freudiano, me ha tocado ver casos parecidos en otros cafés... y luego conocer los resultados. Esa novela que nunca llega, ese autor que se enreda en sus propias trabas, ese tono huidizo que se fondea en la página entre los espacios de las letras. Tuve hace cincuenta años un compañero aventajado en la escuela de periodismo. Yo era un imberbe de 17 años, él rozaba los 28 y se imponía en los debates universitarios con sesudos argumentos imposibles de ser rebatidos. Con los años llegó a alcanzar cierta figuración en la TV criolla; luego se lo tragó la tierra. Un amigo mío, también ex compañero de curso, mantuvo un ligero contacto con él y me ofreció una señal. El genio se hallaba recluido en la penumbra de su habitación y escribía una suerte de tratado filosófico que ya se encumbraba en los tres tomos; sus ojos brillaban en la oscuridad de la pieza. Abro los míos. 
Me gustaría acercármele, al lector empedernido. Compartamos mesa, hablemos de nuestros sueños, compartamos textos. Yo escribo mis memorias, ¿y tú en qué estás? Con la mujer sería más difícil. ¿Cómo hacer para que la invitación parezca inofensiva? ¿Con qué excusa un sesentón se acerca a la mesa de una mujer madura? ¿Y para plantearle qué? ¿Para contarle su vida? ¿Para oír la suya? ¿Y si eso resulta, a qué conduce? A que al cabo de un mes ambos estén echados en la alfombra de un cuarto de hotel, al cabo de dos meses tracen planes y a los tres meses uno de los dos intente sacarse de encima al otro. También existe lo que se llama La amistad. Qué lindo sería. Gustarse y mantener la compostura, privilegiar el decoro por sobre los apetitos adolescentes, hablar de la vida, la familia, los tiempos que corren, el agobiante calor del verano. Aunque este verano los termómetros no han marcado récords, por suerte, he allí una vertiente de la conversación, quiero decir hablar de algo formal, aburrido. Y eso sí que sé a qué lleva: a la fuga instantánea. Chao, chao. Hablamos, te llamo. En otra mesa brilla con luces propias la figura del artista, un hombre de piel blanquecina. Parece que le hubieran sacado dos litros de sangre. Albos cabellos aceitados, mocasines, blusa de diseño hindú, pantalones blancos, ropa antigua y elegante, collar dorado, una piedra roja en el anillo, reloj macizo. Un ojo a medio abrir; voz cavernosa. Ese veterano no puede ser otra cosa que un gran director de teatro, tal vez un notable ex director de teatro, el globo terráqueo daría muestra de un severo error, de una grieta insalvable, si no lo fuese. 
El vidrio de la puerta del local me devuelve la imagen del tipo gruñón. Lo aborrezco. Se hace atados por todo; discute con su mujer y sus hijos por naderías. Él se dice a sí mismo échalo a la broma, tómatelo con calma, construye armonías, pero los buenos propósitos le llegan hasta la punta de la lengua, la voz se le agudiza, se burlan en sus narices, se sale de sus casillas y vuelve a los senderos espinosos. ¡Cómo quisiera abandonarlo a su suerte! O que Dios le regalase una brizna de tolerancia, de horizonte, miguitas de ternura que no solo le aflorasen después del primer whisky vespertino.
Decía que apenas salí de mi hogar volví la mirada; vi a un muchacho entrando en bicicleta. Le abría mi hija: era uno de sus alumnos de canto. Interminables escalas de una hora. Dulces consejos. Ejercicios de yoga. Experimentos de música electrónica, ejercicios de batería, conciertos virtuales. Pienso tanto en mis hijos. ¿Cómo se las arreglarán cuando no esté? Esas son las cosas que me quitan el sueño. Exceso de paternalismo. No quiero sentarme a tu lado, te has puesto demasiado autoritario, decía mi nieta mientras tomábamos el té. Y yo ausente, comiendo más que compartiendo.
En la esquina me frenó el semáforo. Retrocedí un par de metros para aprovechar la sombra de un ciruelo. Al frente de la calle, un joven ciclista. Ciclistas, ciclistas, cada vez más ciclistas. Aguarda impaciente el cambio de luz. Dan la verde y parte; un automóvil que se saltó el rojo lo pasa rozando, le toca la bocina y desaparece. El joven le hace un gesto, indicándole la luz, pide explicaciones al viento y avanza, más sorprendido que asustado. Te salvaste, le digo al cruzarme con él. A  mitad de cuadra me asalta un pensamiento: dale gracias a la vida a cada minuto, no lo olvides, sé agradecido. Estar vivo es lo mejor, es tan bueno que el menor dolor provoca angustia. Es tan bueno que nadie se quiere morir. Aunque duela, aunque se viva inmerso en la pellejería. Renunciar a la vida es sacarse de encima la luz para entrar en la oscuridad. Dolor insoportable. Recomendaciones que me voy dando yo mismo mientras camino al café y me saturo de problemas. Cada día tiene su afán, ese dicho se lo escuchaba a Aylwin y cuando lo sacaba a colación parecía que el país entraba en sabia calma. Hay tanto apuro por adelantar el tiempo. El futuro debió ser ayer. No solo el futuro, sino el lejano futuro, y no solo el ayer, sino el pasado remoto. Ahora les dio con los últimos treinta años. Metro Goldwin Mayer presenta Regreso al futuro IV, el profesor y su ayudante Marty McFly visitan el mundo y atrasan el calendario.
Un capuccino simple con espuma de leche y un rollo de almendras, por favor. Llega el café, pero no el dulce. Me levanto a recordar el resto del pedido. Ya venía en camino. Impaciencia. O previsión. A eso me refiero, a ese tipo de problemas; ejemplo, la intervención de una figura líder del Frente Amplio en el programa de Matías del Río. Qué me tenía que importar. Asistía como invitada pero retomó su viejo rol de periodista y acosó a preguntas venenosas a su contradictor. ¿No es eso un aprovechamiento descarado, una bajeza? Del Río no se atrevió a pararle el carro; entre colegas no se estila. A ella le corría la rabia por la comisura de los labios. Los abusos. Los súper ricos. La distribución del poder. Los mutilados. ¿Se puede gobernar un país analizando esos temas mientras la emoción aflora en el sudor de la piel? Basta de injusticias. Usted no tiene derecho a ser candidato. Sus actos lo han vetado. Usted es responsable de la violación de los derechos humanos. Unos pocos iluminados dictaminando la suerte de todos. 
Ante la mesa, un árbol de hojas verdoso-rojizas, una enredadera de flores violetas, un zorzal portando un gusanillo que ha destinado a sus crías. La vida de los pájaros. El teatro de la naturaleza. Benicito cumplirá cinco años. Al pagar la cuenta encargo una torta de chocolate para este viernes. Anote por favor: Feliz cumpleaños Benicito. ¿Benesito? No. Benicito, de Benicio; con ce, no se olvide, que la dedicatoria quede bien escrita. ¿Así? Así. A Benicio le gusta el queso, el salame y la leche. La doctora se los prohibió mientras le hacen unos exámenes. ¿Y qué harás cuando te den ganas de comer queso y tomar leche, Benicito? Voy a tener que... resistir, Tatines. A la salida me topo a boca de jarro con mi ex editor. ¡Hola, Pato! ¡Hola! Le doy la mano, me salto las medidas de seguridad. Mira detrás mío. Se nos une un tercer periodista. ¡Mario Cavalla! ¡Hola, Sergio, qué pintita la tuya! Fíjate, Pato, zapatos rojos, bermudas, la dolce vita. Se han concertado para almorzar. ¿Son habitués? Nunca los había visto por acá. Acuérdese que yo trabajo en la Finis Terrae. De veras. Patricio le habla a su amigo: cuando salí del diario don Sergio me dijo: "No se preocupe, don Pato. Usted nunca tendrá problemas de pega, porque es un caballero". ¿Y resultó cierta mi profecía?, le pregunto. Claro. Me alegro. ¿Y cómo anda el trabajo, don Sergio? No, si ya me jubilé. ¿Se jubiló? Claro, el 2 de octubre. Eso era lo que te decía, Pato, no me entendiste recién, la dolce vita, le acota Mario. ¿Y cómo ha sido el proceso? Entonces empiezo a contarlo paso a paso, desde que me llamaron, me ofrecieron una digna salida, lo que ha venido después, y mientras voy hablando me obligo a conservar la compostura, no puedo dar indicios de nerviosismo, es como si estuviera dando examen, acuciado por la ansiedad de explicarme bien, por el apuro de decir todo rápido, como si valiera poco o los demás no tuvieran tiempo para mí como lo tienen para los presbíteros, enseñados para hablar con ese ritmo tan sereno y tan pausado.      

sábado, enero 16, 2021

El monte parió un ratón

La historia es cambiante y se deja llevar por innumerables interpretaciones. Hoy nadie se atrevería a contrarrestar la versión de que para Chile el último paso del cometa Halley por la Tierra, hace 35 años, fue un genial montaje del aparato propagandístico de la dictadura, enhebrado, se dice, por el periodista Manfredo Mallol y el ministro Francisco Javier Cuadra. Ambos eran poderosas y controvertidas figuras oficialistas en ese tiempo, febrero de 1986, meses antes del atentado a Pinochet, magnicidio fallido que de paso arrasó con buena parte del prestigio del Frente Patriótico Manuel Rodríguez y del Partido Comunista, lo que redundó a la postre en el pacífico triunfo de la Concertación. Digresiones aparte, Mallol y Cuadra ya pasaron de moda y cualquiera los puede vapulear a sus anchas.
Valga esta imprudente reflexión para afirmar que por esos años las visiones eran diferentes. El cometa Halley sí era una noticia y tanto el mundo científico como la gente común le prestaban la máxima atención. No era un invento. Era una realidad. El famoso cometa pasaría por la Tierra y a juzgar por su última venida, constituiría un fenómeno celeste a lo grande. Algo parecido al eclipse que el Norte Chico vivió en julio de 2019.
Mi diario, que en ese tiempo era “El Mercurio”, decidió enviarme al observatorio El Tololo como enviado especial para cubrir su paso. Ignoro si previamente hubo algún telefonazo de La Moneda. Paralelamente, los medios de entonces iban calentando la noticia con notas secundarias. Se recordaba, por ejemplo, que el escritor Samuel Langhorne Clemens, más conocido como Mark Twain, tuvo tan mala suerte que nació días después del paso del cometa en 1835 y murió días antes de su regreso a la Tierra en 1910. “Nací con él y me iré con él”, profetizó en su tiempo. Esa última visita había dejado recuerdos extraordinarios de su cola extendida a lo largo del cielo.
Llegamos al Tololo con el reportero gráfico, cuyo nombre no logro recordar, aunque muy probablemente fuese Juan Enrique Lira, caballero de la fotografía, campeón de tiro Skeet y aspirante al título mundial de Míster Hígado, que disputaba palmo a palmo con Dean Martin, por razones que no vienen al caso.
Una pléyade de reputados astrónomos internacionales ofreció una serie de conferencias en el observatorio, me parece que organizadas por la Universidad de Chile, aunque no estoy seguro. Junto con los reporteros fueron invitados influyentes académicos chilenos del momento, entre los cuales recuerdo a Igor Saavedra, vestido con su inolvidable beatle blanco, a la manera del pianista Vladimir Azhkenazi. Me llamó la atención además la presencia del físico y poeta Nicanor Parra, y lo hice ver a Santiago. El recordado “Paragua” Godoy, mi jefe de crónica, me aconsejó que no lo nombrara en mis despachos porque arrastraba cierta fama “de ser de la oposición”. De modo que me farreé una entrevista que pudo ser histórica: “Parra apunta sus dardos antipoéticos al cometa Halley”, habría dicho el título, es un hecho.
A todo esto el cometa no se manifestaba. Las conferencias se desarrollaban en el día; por la noche todo el mundo en el Tololo miraba al cielo. Y nada. O bien  poco. Cada intervención de algún astrónomo era seguida por una ronda de preguntas. Infaliblemente, Parra se cuadraba con una interrogante que daba vergüenza ajena. Los astrónomos se tomaban el tiempo para contestarle. “Pero por Dios, qué le pasa a este hombre. ¿Es de las chacras o se hace?”, pensaba yo cada vez que lo sentía intervenir. Concluí que se estaba riendo de nosotros.  Preguntaba, por ejemplo, si Bill Halley debía su nombre al cometa, o por qué los cometas son tan chicos y se ven tan grandes, o cuál podría decirse que es el día de cumpleaños de un cometa. Puede que no hayan sido exactamente sus inquietudes, pero andaban muy cerca. Mientras, los enviados especiales nos esmerábamos en hacer “preguntas periodísticas”.
Pensar que todo aquello se lo ha llevado el polvo de las estrellas, como dice José Maza.
Llegó el gran día, el de su mayor acercamiento al Sol, lo que el mundo esperaba, la visión de una larga cola surcando el firmamento. Chile entero mirando al cielo desde cualquier parte, preferentemente sitios alejados de la luz artificial. En el Tololo las exposiciones científicas de esa jornada pasaron casi inadvertidas. Lo que todos esperábamos era que llegara la noche. Y cuando llegó, los organizadores instalaron telescopios manuales en una terraza al aire libre para que pudiésemos gozar del fenómeno, mientras los verdaderos astrónomos se dedicaban a estudiarlo en las salas interiores, donde se hallaban las computadoras. Tipo medianoche fue el momento. Recuerdo a una pila de viejitos gringos saltando de alegría tras retirar sus ojos del telescopio asignado, tanto así que dicha impresión me hizo titular la nota de la siguiente manera “El Tololo: Saltos y abrazos al ver el cometa Halley”, crónica apolillada que aún podría ser objeto de examen en la Hemeroteca de la Biblioteca Nacional. Mientras se producía esa salida de madre de los viejitos científicos observé a Parra. Miraba el firmamento, callado. Le pregunté algo así como “qué significa esto para usted” y entonces, en un rapto de inspiración y elocuencia, me acribilló con palabras, versos, metáforas, imprecaciones, enhebró un lúcido y apasionado discurso recitado de corrido, el revés de sus payasadas de los días anteriores. En treinta a cuarenta segundos fui testigo de un fantástico poema sobre la miseria del hombre ante la inexorable rotación de los astros, que como descuidado reportero que soy, no grabé. Pero esa noche tomé en serio a Parra. Aunque más tarde volvería a sus raíces.
Al llegar a Santiago mis colegas me felicitaron. “Saltos y abrazos al ver el cometa Halley”, repetían, riendo a carcajadas, mientras el “Paragua” me observaba con el rabillo del ojo. Recién entonces descubrí que mi título había sido tomado como una ironía, como una burla a la cagarruta, al ratón parido por el monte, incluso al montaje que resultó ser el cometa para la visión de la mayoría de los chilenos. Yo les seguía el juego, como dándomelas de inteligente, porque equivalía a seppuku confesar que escribí de buena fe lo que había presenciado. 

 

miércoles, enero 13, 2021

¡Pare, chofer!

Esta mañana me condujo un chofer ahuasado, de hablar campechano, manos gruesas y uñas sucias, camisa sebosa y un aura despreocupada rodeando su personalidad. Hay personas así, a las que la vida parece resbalarles. Yo en el fondo las envidio porque soy de las otras: cada noticia me tiñe el alma de un presentimiento lúgubre.
Veía mi destino a dos semáforos, sentado demasiado encima del chofer en un asiento incómodo y estrecho, para colmo sin salida al pasillo; el chofer dialogaba distraído con el copiloto. La cúpula se acercaba, imponente, era el momento de bajar. Al llegar a la bocacalle las cosas se complicaron. La avenida Bellavista, en reparaciones, ahora corría hacia los dos lados. La calzada era de tierra y el piso quedaba mucho más abajo de la solera, aún no se iniciaban los trabajos de pavimentación. Debí bajarme en ese punto, pero convine en que era imposible. El chofer dobló a la izquierda, pero antes le dio el paso a un microbús que corría en sentido contrario. En la esquina, alejándome ya de mi objetivo, quise descender, pero no usé una voz convincente para pedirle que se detuviera en la Escuela de Derecho; además el chofer conversaba de lo lindo con el copiloto, de forma que la máquina comenzó a atravesar esquinas y poblaciones. Por qué no me habré bajado cuando vi la cúpula, pensé, al tiempo que yo mismo descuartizaba ese argumento: sabido era que el asiento me impedía intentar maniobras vigorosas.
¡Pare!, le grité a viva voz, exasperado.
Eran las nueve de la mañana con ocho minutos. Hora de levantarse.

lunes, enero 11, 2021

Cabeza de sioux

Antes de salir, o de entrar, reparé en el banquillo situado al lado de la puerta. Aguzando la vista se podía apreciar la cabeza de un hombre debajo del asiento.
-Fíjate bien, ¿ves esa cabeza?
Advertí mi error. Antes de traspasar el umbral que nos pondría a salvo brotó ¿o siempre estuvo? otra cabeza al lado de la anterior, más cerca nuestro, una cabeza de indio sioux que dio muestras de vida al mover los ojos de un punto a otro. De la cabeza emergió un brazo que bajó a buscar un arma de fuego o un cuchillo, y no lográbamos avanzar.
-¡Ayyy!, grité, espantado.
Caminando hacia el café pensaba en esa rareza adquirida hace un buen tiempo de pasar en limpio los sueños. Nada se me aclara, nada cambio al escribirlos, nada práctico concluyo, solo he de tomarla por ahora como un ejercicio de estilo. Tal vez con el tiempo alguien sepa leer mejor que yo estas líneas.
Más beneficioso resultaría dar con la solución de un problema obvio que se le ha pasado de largo a la humanidad durante milenios. Y es que sin más ni más se da por sentada la existencia de clases sociales. Clase alta, clase media, clase baja. Señores, siervos, esclavos. Emperador, patricios, el pueblo. Ricos, oficinistas, pobres. Entre las tres divisiones se cuela la grieta de la desigualdad y al final de esa grieta, otra más profunda, la grieta de la injusticia. Al fondo quedaría el reino de don Sata. 
En la India el sistema de castas traba el movimiento social; en EE.UU. el sueño americano lo alienta; en Suecia el estado de bienestar lo adormece. ¿Desaparecen las clases? Persisten. ¿A qué se debe esto? 
Hay personas más afortunadas que otras. La solución es científica: igualarlas en sus capacidades, eliminar sus defectos y conservar sus virtudes. Rendimiento similar ante las vallas de la vida, actitud similar para enfrentar los obstáculos, disposición similar para salir adelante. No más ganadores, no más losers. Un solo ser virtuoso. Así, no importaría gran cosa lo que hubiesen heredado. La educación privada con piscina y cancha de tenis resultaría irrisoria. Se daría fin a la igualdad por decreto, y la bienvenida a la igualdad del ADN, aun con las monstruosas consecuencias que el nuevo trato pudiera implicar.

domingo, enero 03, 2021

Episodios de una noche de verano

Del fondo del dormitorio, camino a la puerta, un hombre obeso sale vociferando. Me obliga a reprenderlo por el elevado tono de su voz. ¡Qué se ha creído!
Cada salida del metro me permite asomarme a un nuevo barrio de París. Ahora es una plaza con una iglesia de un piso y muros verdes. París no es como Nueva York, donde contemplo a la pasada enormes teatros, edificios monumentales, sitios inolvidables que no tendré la oportunidad de visitar. Hacia un lado de la calle, cuadrados gigantescos unidos por arcos de hormigón y acero inoxidable, plagados de ventanas dentro de las cuales jamás se apaga la luz; hacia el otro lado, obras definitivas de una arquitectura clásica inolvidable o de una audacia impensada. Este París algo nublado, pueblerino, no era el que imaginaba. Me han hablado de un teatro que está ofreciendo un buen espectáculo. Es a la derecha de esa esquinucha, se ve allí al costado, anda, visítalo y no te arrepentirás. En efecto, ya en el pasillo de acceso, que es una murallita baja que separa el recinto de una casa habitación con arbustos y plantas, se percibe el ambiente de la vibración humana. Al entrar, la sala está casi llena de gente ansiosa, una sala pequeña, moderna, de butacas blancas, cómodas. Veo dos espacios vacíos en la segunda fila y sorteo a los demás espectadores para ocupar el lugar junto a mi esposa. Cuando estoy sentado descubro que ella eligió otro asiento, más atrás. Vuelvo la vista y no la alcanzo a divisar. Mis ganas de orinar son intensas. Me levanto y voy al baño. Se halla en la subida del pasillo, una puerta de madera café con un signo que identifica a los varones. Le comento al que está a mi lado: el forro del prepucio se me tiñó de rojo, del color de la betarraga, se parece al capullo de una flor, pero la orina me está saliendo cristalina, por fortuna.
Entonces me voy a despedir de mis amigos, una pareja que me ha tratado tan bien. Ella, sobre todo; pero él también. Se me acerca demasiado, imagino el peligro. Me toma de los hombros y me va a empujar al precipicio, que es bastante profundo, como cualquier precipicio al borde de una montaña que se precie de tal. Sin embargo esta vez no tengo miedo. Doy por sentado que mi caída sería mortal, pero también que no sentiría dolor, porque dentro de todo algo me dice que esta que vivo no es la realidad...