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lunes, enero 18, 2021

Debo conservar la compostura, no puedo dar indicios de nerviosismo

Apenas salí de mi casa volví la mirada sin motivo. Ahora estoy sentado en el café; había mesas. Si llego antes no hay, he detectado por la fuerza del hábito que los clientes acuden más temprano y que pasando el mediodía disminuyen las visitas. Eso hablaría de cierto uso consagrado en este barrio. ¿Vienen a darse un break en medio de la rutina del teletrabajo? ¿Se levantan más temprano? ¿Yo me estoy levantando más tarde? (Debo escribir. Debo escribir. La vida se me tiene que ir escribiendo, escribir me salva la vida, me la arregla mejor dicho, no es hora de frases dramáticas, aparatosas, escribir me arregla esa parte de la vida en que la vida navega por el río y llega a la catarata que la arroja al vacío y a una suma de preocupaciones angustiantes).
El lector empedernido me observa al pasar y vuelve a su libro; la mujer solitaria se halla esta vez al fondo, disfrutando su café y su pastel, le sientan bien las canas. Estoy aprendiendo a conocerlos, sus figuras se me van haciendo familiares. El lector empedernido bordea los cuarenta. De complexión gruesa, mirada candorosa y barba cerrada, da la impresión de ser abordable. Lee, toma notas, se le adivina la humedad en la piel mientras toma notas, tal vez esté escribiendo la gran novela chilena, el corpus de la estética en la era de la posverdad, la introducción crítica al psicoanálisis freudiano, me ha tocado ver casos parecidos en otros cafés... y luego conocer los resultados. Esa novela que nunca llega, ese autor que se enreda en sus propias trabas, ese tono huidizo que se fondea en la página entre los espacios de las letras. Tuve hace cincuenta años un compañero aventajado en la escuela de periodismo. Yo era un imberbe de 17 años, él rozaba los 28 y se imponía en los debates universitarios con sesudos argumentos imposibles de ser rebatidos. Con los años llegó a alcanzar cierta figuración en la TV criolla; luego se lo tragó la tierra. Un amigo mío, también ex compañero de curso, mantuvo un ligero contacto con él y me ofreció una señal. El genio se hallaba recluido en la penumbra de su habitación y escribía una suerte de tratado filosófico que ya se encumbraba en los tres tomos; sus ojos brillaban en la oscuridad de la pieza. Abro los míos. 
Me gustaría acercármele, al lector empedernido. Compartamos mesa, hablemos de nuestros sueños, compartamos textos. Yo escribo mis memorias, ¿y tú en qué estás? Con la mujer sería más difícil. ¿Cómo hacer para que la invitación parezca inofensiva? ¿Con qué excusa un sesentón se acerca a la mesa de una mujer madura? ¿Y para plantearle qué? ¿Para contarle su vida? ¿Para oír la suya? ¿Y si eso resulta, a qué conduce? A que al cabo de un mes ambos estén echados en la alfombra de un cuarto de hotel, al cabo de dos meses tracen planes y a los tres meses uno de los dos intente sacarse de encima al otro. También existe lo que se llama La amistad. Qué lindo sería. Gustarse y mantener la compostura, privilegiar el decoro por sobre los apetitos adolescentes, hablar de la vida, la familia, los tiempos que corren, el agobiante calor del verano. Aunque este verano los termómetros no han marcado récords, por suerte, he allí una vertiente de la conversación, quiero decir hablar de algo formal, aburrido. Y eso sí que sé a qué lleva: a la fuga instantánea. Chao, chao. Hablamos, te llamo. En otra mesa brilla con luces propias la figura del artista, un hombre de piel blanquecina. Parece que le hubieran sacado dos litros de sangre. Albos cabellos aceitados, mocasines, blusa de diseño hindú, pantalones blancos, ropa antigua y elegante, collar dorado, una piedra roja en el anillo, reloj macizo. Un ojo a medio abrir; voz cavernosa. Ese veterano no puede ser otra cosa que un gran director de teatro, tal vez un notable ex director de teatro, el globo terráqueo daría muestra de un severo error, de una grieta insalvable, si no lo fuese. 
El vidrio de la puerta del local me devuelve la imagen del tipo gruñón. Lo aborrezco. Se hace atados por todo; discute con su mujer y sus hijos por naderías. Él se dice a sí mismo échalo a la broma, tómatelo con calma, construye armonías, pero los buenos propósitos le llegan hasta la punta de la lengua, la voz se le agudiza, se burlan en sus narices, se sale de sus casillas y vuelve a los senderos espinosos. ¡Cómo quisiera abandonarlo a su suerte! O que Dios le regalase una brizna de tolerancia, de horizonte, miguitas de ternura que no solo le aflorasen después del primer whisky vespertino.
Decía que apenas salí de mi hogar volví la mirada; vi a un muchacho entrando en bicicleta. Le abría mi hija: era uno de sus alumnos de canto. Interminables escalas de una hora. Dulces consejos. Ejercicios de yoga. Experimentos de música electrónica, ejercicios de batería, conciertos virtuales. Pienso tanto en mis hijos. ¿Cómo se las arreglarán cuando no esté? Esas son las cosas que me quitan el sueño. Exceso de paternalismo. No quiero sentarme a tu lado, te has puesto demasiado autoritario, decía mi nieta mientras tomábamos el té. Y yo ausente, comiendo más que compartiendo.
En la esquina me frenó el semáforo. Retrocedí un par de metros para aprovechar la sombra de un ciruelo. Al frente de la calle, un joven ciclista. Ciclistas, ciclistas, cada vez más ciclistas. Aguarda impaciente el cambio de luz. Dan la verde y parte; un automóvil que se saltó el rojo lo pasa rozando, le toca la bocina y desaparece. El joven le hace un gesto, indicándole la luz, pide explicaciones al viento y avanza, más sorprendido que asustado. Te salvaste, le digo al cruzarme con él. A  mitad de cuadra me asalta un pensamiento: dale gracias a la vida a cada minuto, no lo olvides, sé agradecido. Estar vivo es lo mejor, es tan bueno que el menor dolor provoca angustia. Es tan bueno que nadie se quiere morir. Aunque duela, aunque se viva inmerso en la pellejería. Renunciar a la vida es sacarse de encima la luz para entrar en la oscuridad. Dolor insoportable. Recomendaciones que me voy dando yo mismo mientras camino al café y me saturo de problemas. Cada día tiene su afán, ese dicho se lo escuchaba a Aylwin y cuando lo sacaba a colación parecía que el país entraba en sabia calma. Hay tanto apuro por adelantar el tiempo. El futuro debió ser ayer. No solo el futuro, sino el lejano futuro, y no solo el ayer, sino el pasado remoto. Ahora les dio con los últimos treinta años. Metro Goldwin Mayer presenta Regreso al futuro IV, el profesor y su ayudante Marty McFly visitan el mundo y atrasan el calendario.
Un capuccino simple con espuma de leche y un rollo de almendras, por favor. Llega el café, pero no el dulce. Me levanto a recordar el resto del pedido. Ya venía en camino. Impaciencia. O previsión. A eso me refiero, a ese tipo de problemas; ejemplo, la intervención de una figura líder del Frente Amplio en el programa de Matías del Río. Qué me tenía que importar. Asistía como invitada pero retomó su viejo rol de periodista y acosó a preguntas venenosas a su contradictor. ¿No es eso un aprovechamiento descarado, una bajeza? Del Río no se atrevió a pararle el carro; entre colegas no se estila. A ella le corría la rabia por la comisura de los labios. Los abusos. Los súper ricos. La distribución del poder. Los mutilados. ¿Se puede gobernar un país analizando esos temas mientras la emoción aflora en el sudor de la piel? Basta de injusticias. Usted no tiene derecho a ser candidato. Sus actos lo han vetado. Usted es responsable de la violación de los derechos humanos. Unos pocos iluminados dictaminando la suerte de todos. 
Ante la mesa, un árbol de hojas verdoso-rojizas, una enredadera de flores violetas, un zorzal portando un gusanillo que ha destinado a sus crías. La vida de los pájaros. El teatro de la naturaleza. Benicito cumplirá cinco años. Al pagar la cuenta encargo una torta de chocolate para este viernes. Anote por favor: Feliz cumpleaños Benicito. ¿Benesito? No. Benicito, de Benicio; con ce, no se olvide, que la dedicatoria quede bien escrita. ¿Así? Así. A Benicio le gusta el queso, el salame y la leche. La doctora se los prohibió mientras le hacen unos exámenes. ¿Y qué harás cuando te den ganas de comer queso y tomar leche, Benicito? Voy a tener que... resistir, Tatines. A la salida me topo a boca de jarro con mi ex editor. ¡Hola, Pato! ¡Hola! Le doy la mano, me salto las medidas de seguridad. Mira detrás mío. Se nos une un tercer periodista. ¡Mario Cavalla! ¡Hola, Sergio, qué pintita la tuya! Fíjate, Pato, zapatos rojos, bermudas, la dolce vita. Se han concertado para almorzar. ¿Son habitués? Nunca los había visto por acá. Acuérdese que yo trabajo en la Finis Terrae. De veras. Patricio le habla a su amigo: cuando salí del diario don Sergio me dijo: "No se preocupe, don Pato. Usted nunca tendrá problemas de pega, porque es un caballero". ¿Y resultó cierta mi profecía?, le pregunto. Claro. Me alegro. ¿Y cómo anda el trabajo, don Sergio? No, si ya me jubilé. ¿Se jubiló? Claro, el 2 de octubre. Eso era lo que te decía, Pato, no me entendiste recién, la dolce vita, le acota Mario. ¿Y cómo ha sido el proceso? Entonces empiezo a contarlo paso a paso, desde que me llamaron, me ofrecieron una digna salida, lo que ha venido después, y mientras voy hablando me obligo a conservar la compostura, no puedo dar indicios de nerviosismo, es como si estuviera dando examen, acuciado por la ansiedad de explicarme bien, por el apuro de decir todo rápido, como si valiera poco o los demás no tuvieran tiempo para mí como lo tienen para los presbíteros, enseñados para hablar con ese ritmo tan sereno y tan pausado.      

1 comentario:

Anónimo dijo...

Enhebra el mar las olas en la orilla como si rezara un rosario infinito. Nosotros, los humanos, cosemos deseos y frustraciones, como un bordado tatuado en nuestra piel que por más que nos frotemos con la esponja sigue adherido a nosotros y, aún así, no perdemos la esperanza de ver el mundo con los ojos limpios de un niño que va a celebrar su quinto cumpleaños.
Un beso
La Lechucita