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sábado, enero 16, 2021

El monte parió un ratón

La historia es cambiante y se deja llevar por innumerables interpretaciones. Hoy nadie se atrevería a contrarrestar la versión de que para Chile el último paso del cometa Halley por la Tierra, hace 35 años, fue un genial montaje del aparato propagandístico de la dictadura, enhebrado, se dice, por el periodista Manfredo Mallol y el ministro Francisco Javier Cuadra. Ambos eran poderosas y controvertidas figuras oficialistas en ese tiempo, febrero de 1986, meses antes del atentado a Pinochet, magnicidio fallido que de paso arrasó con buena parte del prestigio del Frente Patriótico Manuel Rodríguez y del Partido Comunista, lo que redundó a la postre en el pacífico triunfo de la Concertación. Digresiones aparte, Mallol y Cuadra ya pasaron de moda y cualquiera los puede vapulear a sus anchas.
Valga esta imprudente reflexión para afirmar que por esos años las visiones eran diferentes. El cometa Halley sí era una noticia y tanto el mundo científico como la gente común le prestaban la máxima atención. No era un invento. Era una realidad. El famoso cometa pasaría por la Tierra y a juzgar por su última venida, constituiría un fenómeno celeste a lo grande. Algo parecido al eclipse que el Norte Chico vivió en julio de 2019.
Mi diario, que en ese tiempo era “El Mercurio”, decidió enviarme al observatorio El Tololo como enviado especial para cubrir su paso. Ignoro si previamente hubo algún telefonazo de La Moneda. Paralelamente, los medios de entonces iban calentando la noticia con notas secundarias. Se recordaba, por ejemplo, que el escritor Samuel Langhorne Clemens, más conocido como Mark Twain, tuvo tan mala suerte que nació días después del paso del cometa en 1835 y murió días antes de su regreso a la Tierra en 1910. “Nací con él y me iré con él”, profetizó en su tiempo. Esa última visita había dejado recuerdos extraordinarios de su cola extendida a lo largo del cielo.
Llegamos al Tololo con el reportero gráfico, cuyo nombre no logro recordar, aunque muy probablemente fuese Juan Enrique Lira, caballero de la fotografía, campeón de tiro Skeet y aspirante al título mundial de Míster Hígado, que disputaba palmo a palmo con Dean Martin, por razones que no vienen al caso.
Una pléyade de reputados astrónomos internacionales ofreció una serie de conferencias en el observatorio, me parece que organizadas por la Universidad de Chile, aunque no estoy seguro. Junto con los reporteros fueron invitados influyentes académicos chilenos del momento, entre los cuales recuerdo a Igor Saavedra, vestido con su inolvidable beatle blanco, a la manera del pianista Vladimir Azhkenazi. Me llamó la atención además la presencia del físico y poeta Nicanor Parra, y lo hice ver a Santiago. El recordado “Paragua” Godoy, mi jefe de crónica, me aconsejó que no lo nombrara en mis despachos porque arrastraba cierta fama “de ser de la oposición”. De modo que me farreé una entrevista que pudo ser histórica: “Parra apunta sus dardos antipoéticos al cometa Halley”, habría dicho el título, es un hecho.
A todo esto el cometa no se manifestaba. Las conferencias se desarrollaban en el día; por la noche todo el mundo en el Tololo miraba al cielo. Y nada. O bien  poco. Cada intervención de algún astrónomo era seguida por una ronda de preguntas. Infaliblemente, Parra se cuadraba con una interrogante que daba vergüenza ajena. Los astrónomos se tomaban el tiempo para contestarle. “Pero por Dios, qué le pasa a este hombre. ¿Es de las chacras o se hace?”, pensaba yo cada vez que lo sentía intervenir. Concluí que se estaba riendo de nosotros.  Preguntaba, por ejemplo, si Bill Halley debía su nombre al cometa, o por qué los cometas son tan chicos y se ven tan grandes, o cuál podría decirse que es el día de cumpleaños de un cometa. Puede que no hayan sido exactamente sus inquietudes, pero andaban muy cerca. Mientras, los enviados especiales nos esmerábamos en hacer “preguntas periodísticas”.
Pensar que todo aquello se lo ha llevado el polvo de las estrellas, como dice José Maza.
Llegó el gran día, el de su mayor acercamiento al Sol, lo que el mundo esperaba, la visión de una larga cola surcando el firmamento. Chile entero mirando al cielo desde cualquier parte, preferentemente sitios alejados de la luz artificial. En el Tololo las exposiciones científicas de esa jornada pasaron casi inadvertidas. Lo que todos esperábamos era que llegara la noche. Y cuando llegó, los organizadores instalaron telescopios manuales en una terraza al aire libre para que pudiésemos gozar del fenómeno, mientras los verdaderos astrónomos se dedicaban a estudiarlo en las salas interiores, donde se hallaban las computadoras. Tipo medianoche fue el momento. Recuerdo a una pila de viejitos gringos saltando de alegría tras retirar sus ojos del telescopio asignado, tanto así que dicha impresión me hizo titular la nota de la siguiente manera “El Tololo: Saltos y abrazos al ver el cometa Halley”, crónica apolillada que aún podría ser objeto de examen en la Hemeroteca de la Biblioteca Nacional. Mientras se producía esa salida de madre de los viejitos científicos observé a Parra. Miraba el firmamento, callado. Le pregunté algo así como “qué significa esto para usted” y entonces, en un rapto de inspiración y elocuencia, me acribilló con palabras, versos, metáforas, imprecaciones, enhebró un lúcido y apasionado discurso recitado de corrido, el revés de sus payasadas de los días anteriores. En treinta a cuarenta segundos fui testigo de un fantástico poema sobre la miseria del hombre ante la inexorable rotación de los astros, que como descuidado reportero que soy, no grabé. Pero esa noche tomé en serio a Parra. Aunque más tarde volvería a sus raíces.
Al llegar a Santiago mis colegas me felicitaron. “Saltos y abrazos al ver el cometa Halley”, repetían, riendo a carcajadas, mientras el “Paragua” me observaba con el rabillo del ojo. Recién entonces descubrí que mi título había sido tomado como una ironía, como una burla a la cagarruta, al ratón parido por el monte, incluso al montaje que resultó ser el cometa para la visión de la mayoría de los chilenos. Yo les seguía el juego, como dándomelas de inteligente, porque equivalía a seppuku confesar que escribí de buena fe lo que había presenciado. 

 

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