Visitas de la última semana a la página

sábado, julio 12, 2025

Relaciones y detalles

Los detalles de la trama y las relaciones entre adultos inteligentes, dos ausencias relativas en mis historias. 
Mis personajes son más bien evasivos, desconfiados, diría infantiles, si quisiera profundizar en el análisis.
No me nace la creación de atmósferas en que una pareja de seres maduros, refinados e inteligentes se cuestione el mundo con la brillante normalidad que se esperaría de ambos. A esta supuesta falencia contribuye, además, la escasez de detalles. Las obras que conquistan cierta fama se nutren de detalles.
Lo pensé esta mañana en la biblioteca, donde me llevé la extraña, casi desagradable sorpresa, de constatar que el libro de Paul Auster que comenzaba a leer, Baumgartner, ya lo había leído hacía no más de dos meses. Me está sucediendo con películas que veo y olvido, películas que realmente vi para pasar el tiempo, películas sin importancia; pero no me había pasado con libros. Es más, tenía la certeza de que estaba dándole un tiempo de reposo a ese ejemplar adquirido en una librería de Frutillar para estirar lo más posible el momento de acometer su lectura, como ocurre cuando aplazamos un placer por el gusto de no matar su goce.
A la primera página sufrí el sobresalto: este libro me suena, este libro lo leí, no puede ser tanta la coincidencia. Recorrí las páginas, me fui al final, releí las últimas veinte hasta reincorporarlo a mis recuerdos. Al igual que Sumisión, Antigua Luz, Mi vida como hombre, es una novela de hombres brillantes pero desencantados que se mueven en círculos selectos. 
La relectura me hizo descubrir el porqué de mi olvido. No es que esté perdiendo la memoria en un sentido patológico, mi falencia es la normal para mi edad, al menos eso creo por ahora. El problema es que ese libro, que está lleno de detalles y de giros originales exhibidos dentro de una arquitectura literaria admirable, casi no tiene argumento. O si lo tiene, es el mismo argumento de la vida monótona que pasa delante de todos nosotros, con la única diferencia que se trata de una vida inteligente, con la que no me siento identificado, una vida de la que no soy parte. Por eso se olvida, por eso cuesta retenerlo. Y por eso es improbable que pase a la historia... para otros tantos como yo. 

viernes, julio 11, 2025

Sumisión

"Sumisión" es un libro demasiado francés y su primera parte es demasiado periodística. Cuando leo libros de autores ingleses o italianos o norteamericanos o alemanes, no los leo como libros ingleses, italianos, norteamericanos, alemanes. Los leo como novelas, simplemente. Con este me surgió esa traba. "Pero este entuerto es muy local, es francés de una Francia encerrada en sí misma, una Francia que aún se cree potencia, sin serlo", creo que eso pensé. Habla incluso de uno de los mejores ejércitos del mundo; ignora olímpicamente a la poderosa Britannia. ¿Con qué ropa?
Lo de periodístico es por la construcción que va haciendo de la realidad, una construcción al estilo de los reportajes de actualidad política.
La mejor parte comienza de la segunda mitad hacia adelante.
"Sumisión", en el fondo, trata del cambio de paradigma, de cómo la gente se rige por costumbres que si se van alterando inteligentemente no provocan reacción ni rebeldía. Es un llamado de atención a no comulgar con ruedas de carreta, aunque no quede clara la intención última del autor, a mi modesto parecer. ¿Es una denuncia contra el vencido cristianismo europeo, el vacuo y trasnochado humanismo europeo, o es bueno que surja algo "nuevo" que realmente es más viejo que el hilo negro?
Pero de otro lado, las bases especulativas que explican el proceso de cambio, con todo el peso intelectual de que hacen gala, adolecen de sentido común, son débiles, poco menos que infantiles.
El personaje es culto, cultísimo, descreído; diría que vive una depresión típica de un hombre ilustrado de la vieja Europa, aquel que puede vivirla a sus anchas, pues goza de envidiables bienes materiales: buen sueldo, excelente jubilación, magnífico automóvil, dinero para hospedarse un mes en un hotel de la campiña francesa, para disfrutar de excelentes comidas, vinos y licores; tiempo para hacer lo que quiera. Cosas que no valora en absoluto, que parecen no importarle. ¿Qué le importa a ese hombre hastiado? 
Vacío existencial. 
En un momento hace ver que la mayoría de los mortales no se hacen las preguntas esenciales, aquellas que les podrían dar sentido a sus vidas; solo se limitan a vivir la vida y punto. Y él, ¿hacia dónde pretende ir?
Parte polémica, controvertida, es su visión de las mujeres. ¿Quiso el autor inventar el personaje de un erudito profesor universitario, académico de prestigio que se acuesta con sus alumnas y las reemplaza año a año, al que se le enciende el apetito sexual con una chica de quince años y que se acuerda de su novia porque le movía el culito redondo, que trata a su madre, a la que apenas menciona en un par de líneas, de histérica y maldita puta, que reduce a las demás mujeres a una tarde de sexo que a él no lo hace gozar, a pesar de sus erecciones y su resistencia, y a ellas sí? ¿O hay algo del autor en ese personaje? Lo ignoro, porque si lo supiera, mi comentario sería otro. Ahora solo puedo decir que el personaje está muy bien logrado y que perfectamente podría hacerse odiar por las lectoras de esta novela francesa, que con toda razón se sentirán utilizadas, desvalorizadas.

sábado, julio 05, 2025

Ante todo, no desesperar

La vida -que no es más que el inexorable paso del tiempo, el consabido movimiento que ello implica, la suma de hechos que se presentan en el mismo instante, unos breves, otros duraderos- me regala ocasiones día a día para sumirme en la derrota, para alejarme del campo de batalla. A veces los problemas se anuncian escasos, a cuentagotas; otras, como hoy, se multiplican con la malignidad de un tumor de crecimiento descontrolado. 
Lo primero, ante todo, es no desesperar, me lo han enseñado los años; luego, beber una buena copa de whisky. Luego, esperar que pase el tiempo, sin desesperar.
Los chaparrones pasan, no por eso se puede cantar victoria; hay quienes se van con ellos, lo confirman las noticias.

domingo, junio 29, 2025

Bajo cero

Ya en la cama descubro que el sueño no me vence; afuera los termómetros marcan cinco grados bajo cero, adentro está agradable, entre 18 y 20 grados. Recién he apagado la estufa a pellet; es la una y cuarto de la mañana y la experiencia me indica que a la una y media, veinte para las dos, la cabaña estará helada y yo dormiré abrigado, a salvo del frío, con un guatero en los pies. Pero las cosas no se dan como había imaginado. 
A la una y media mi conciencia sigue alerta; le echo la culpa al consumo de alcohol, a las series con que cerré la noche, una de agentes del FBI que investigan crímenes seriales y la otra, de robots que hacen y deshacen con los humanos. No soy de los que sufren de insomnio, pero uno de vez en cuando estaría dentro de la regla.
¿Dormí entretanto? Algo me hace levantarme de la cama a escribir una fábula; si espero hasta mañana habré olvidado los aspectos básicos de la trama, los personajes, las palabras claves. Me siento en la mesita del estar, al frío; enciendo la lámpara y escribo. Son las dos y media.
Vuelvo a acostarme; el viento silba, no estaba en el pronóstico.
Trato de dormir. 
¿No es angustiante que el niño que cuido aparezca por detrás del sofá con una cabeza de olla? 
El viento aúlla, el frío arrecia. Un hombre está mirando hacia la cabaña, le sobresale medio cuerpo entre el pasto, al otro lado de la alambrada. No es el Soldadito, el trabajador que veo día a día. Se le parece, pero no es; este está más arreglado, tiene pinta de oficinista. Y mira. Y estudia. Calcula. Si lo alumbrara con la linterna, si le gritara... pasaría lo que tantas veces, despertaría gritando o echando manotazos. Ya es un avance que no lo haga, que solo sea el sueño el que me despierte.
El viento aúlla, abro el velador y encuentro los tapones, que me pongo en los oídos.
El termo eléctrico me juega una mala pasada, cae el agua de la ducha desde arriba al piso. El problema no está en la ducha, sino en el piso. El piso se mueve, el piso tiembla, el problema está en las profundidades de la tierra, no en el termo en sí mismo.

lunes, junio 23, 2025

Dos mujeres

Hace varios años, no menos de diez, fui testigo de un diálogo que esta mañana, leyendo una novela de Poli Délano, se me vino a la cabeza.
"Encontré el lugar ideal a pocos metros de la escalinata del Museo de Arte Contemporáneo..." fue la frase del novelista que despertó mi recuerdo. No puedo, antes de pasar a mis dos mujeres, dejar de deslizar un pincelazo sobre Délano. Cuando trabajaba en "Las Últimas Noticias", y a raíz de un desencuentro con mi jefa de entonces, fui a dar al oscuro pozo del turno de la noche, donde logré sobrevivir durante seis años. No me eché a morir; al contrario, decidí aprovechar las mañanas para estimular mi dormida vocación de escritor en un cibercafé del centro comercial Madrid, en la plaza Pedro de Valdivia. Uno de los libros de mi autoría que más quiero (porque los libros son como los hijos, se les quiere, se les cuida, se enorgullece uno de ellos o se lamenta en silencio de sus defectos) se gestó enteramente en dicho local; incluso uno de sus cuentos se inspiró en él, de tal manera que al final del día, como reza el lugar común, traduje el infausto hado como una oportunidad, un regalo de la vida.
Acabado el rapto diario de inspiración, de no más de una hora y media, solía trasladarme a un café restaurante ubicado a pasos del edificio, en plena esquina, al lado de la Hacienda Gaucha, donde ordenaba un expreso y un trozo de kuchen, casi siempre añejo. Todos lo llaman Café Hemingway, seguramente por el gran póster del escritor norteamericano que adorna uno de sus tabiques; pero que yo sepa, en el frontis no hay un letrero con su nombre, sino un gran número, el 511. En tales ocasiones veía sentado a menudo al escritor chileno, digo a Poli Délano, delante del póster de Hemingway, integrando un grupo masculino en torno a una buena conversación y unos combinados. Al fundirse su imagen con las de los demás habitués y la de Hemingway, esta se desdibujaba. Pero un día estaba solo, y entonces mi capacidad de concentración se volcó hacia él. 
Délano adoptó una forma de sentarse y de mirar acorde con los personajes de sus libros. Hacía chocar el hielo en su vaso de whisky doble, enviado a su mesa por quien parecía ser su amigo, el dueño, de lo que desprendí que el consumo era gratuito. Fue la única vez que estuvimos tan cerca el uno del otro y no voy a decir que se pareció al encuentro de Wittgenstein con Popper, porque la sola sugerencia me vestiría de arrogante y desatinado. Lamenté más de una vez el desaprovechamiento de esa ocasión; pudimos habernos conocido, habríamos hablado de literatura. La misma sensación me generó la partida de este mundo de Germán Marín, con quien sospechaba que había ciertas afinidades internas, o de estilo. Por esos días no sabía nada de Poli Délano, aunque lo ubicaba perfectamente. Lo hacía representante de esa prometedora generación de autores de los tiempos de la UP, como Skármeta, Dorfman, Manns y otros, aunque no había leído una sola línea de lo que había escrito, por lo que desde ese punto de vista mi acercamiento habría sido inadecuado, el de un odioso majadero que a toda costa debe ser evitado. En la mesa, que miraba hacia afuera del local, hacia la plaza, adoptó una postura escéptica, levemente amargada, pero decidida, la de un personaje de novela negra. Creo recordar que vestía una camisa floreada de manga corta y que una pulsera de oro rodeaba una de sus muñecas, así como un grueso anillo de oro uno de sus dedos. Puede que me equivoque; también conservo su imagen vistiendo una casaca de gamuza con flequillos en los brazos, señal de que no estábamos en primavera o verano. Su cuerpo grueso y compacto, de baja estatura, sus ojos claros, su pelo fuerte y su bigote recortado le otorgaban una guapeza innata; lo asocié con el físico y el carácter de mi tío Mario, una persona a la que admiré por su fuerza de palabra, su sentido del humor y su arrojo, todo muy en sintonía con la figura galante del Roto Chileno en contraposición con la del poeta lánguido y melancólico. No leía, no buscaba conversación con nadie; solo eran él y su whisky doble, que desde la caja mandaron rellenarle por segunda vez antes de que al cabo de un rato decidiera marcharse, de modo que el que vi no era de esos clientes que se rinden a los desafíos del día en la mesa de un bar. Hoy, a juzgar por los dos libros que le he leído, me felicito de no habérmele acercado. Perfectamente podríamos haber terminado peleando a combos, o yo esquivando uno de sus arrestos, así de apasionados se tornan sus personajes luego de haber bebido unas copas, me temo que son el reflejo de lo que en vida fue el escritor que admiró a Bukowski y al mencionado Hemingway.
Días después de escribir esta crónica, de lo que se desprende que este es un agregado ex post, me encontré con Poli Délano en uno de mis sueños. Era de noche en el centro de Santiago. Bajamos por el parque Balmaceda en dirección a la plaza Italia, rumbo a su departamento. Atravesamos una Alameda circunstancialmente vacía. Le dio por caminar por el centro de la amplia avenida; yo lo acompañaba preocupado, mirando hacia atrás. Por fortuna no vi focos de automóviles ni de microbuses. "Está jugando con la muerte", "está despreciando al destino", "parece demasiado confiado". Ya en la vereda, ante un edificio blanco, de los años cincuenta, se despidió con un "chao, Sergio", dándome la mano mientras miraba hacia otro lado. "Eso soy yo para él, asunto secundario".
Creo que me desmedí en el paréntesis. Ahora me da la impresión de que mis dos mujeres van a pasar a segundo plano; tal vez es mejor que así sea.
Paseábamos con Patricia por el Parque Forestal; era uno de esos domingos santiaguinos en que no se sabe si la luminosidad ha decaído por las nubes o el esmog. El cuerpo nos ordenó sentarnos; elegimos un escaño ante el frontis del Museo de Bellas Artes, cercano a la escultura de Rebeca Matte. En el banquillo adyacente se desarrollaba el diálogo al que he hecho mención. Una hija discutía con su madre. Se hacía evidente que tenía ganas de contradecirla en todo; era culpable de sus males, sus desdichas, infortunios, pobres decisiones. La madre no le iba en zaga. No solo le replicaba, sino también la culpaba de sus propios fracasos, todo en un tono amenazante por parte de ambas. A los pocos minutos se nos hizo claro que estábamos en presencia de la parodia de un drama, una repetición de la obra que con toda seguridad venían encarnando durante tiempos inmemoriales ante una platea vacía. Eran dos perdedoras, de eso no cabía duda; sus atuendos y sus palabras de limitado alcance dejaban traslucir un olor a estrechez económica, a pensión alimenticia, a casa de población, a pequeño y sombrío departamento céntrico, compartido día y noche por ambas, años de años.  
La hija escuchaba, o se hacía la que escuchaba con ansia los argumentos de su madre, solo para volver a contraatacar. La madre recibía con fruición sus venenosas palabras y parecía que la lengua viperina se le hacía agua al reaccionar con flechazos hirientes antes que comprensivos, pero no tan hirientes como para dar por cerrada la pelea -porque eso era, una pelea- sino hirientes en la medida de lo justo, hirientes para ocasionar daños leves, y sin embargo profundos.
No me nació el deseo de comentarlo con mi esposa; lo cierto es que me iba sintiendo intranquilo. Pensaba cuánto tiempo habían perdido esas dos mujeres en la vida; cómo el destino parecía estar ya escrito para ellas. Una dolorosa piedad, nacida ante la constatación de lo irreparable, de aquellas fuerzas desconocidas que destruyen las almas, se apoderó de mi espíritu.
Con el pasar de los minutos la discusión fue amainando. Los argumentos de ambas partes comenzaban a retrotraer a sus orígenes y ambas, al mirarse de reojo, se sentían fastidiadas, frustradas de no haber podido desenredar el nudo, pero sobre todo de no encontrar argumentos nuevos que le devolvieran la vida a esa pasión malsana.
No recuerdo si fuimos nosotros quienes nos levantamos primero del asiento o ellas; el hecho fue que asumimos que era hora de volver a casa.
La madre habrá tenido unos sesenta y cinco años; la hija unos cuarenta.

sábado, junio 21, 2025

El peso del dinero

He despertado con desasosiego tras un sueño del que tardé varios minutos en sacudirme, hasta que fue pasando, se fue mezclando con los demás hechos cotidianos de la mañana, fue perdiendo fuerza, no tanta como para quedar sepultado en la memoria ni para renegar de la tentación de pasarlo en limpio.
Caminaba por una vereda cualquiera cuando tomé conciencia de que a varios de mi equipo, de mi sección, de mi oficina, estoy que escribo de mi calaña, les habían hecho un recorte en sus sueldos. Ya había oído la noticia y no le había dado la importancia que merecía; ahora surgía diáfana, debería decir opaca, ante mi ser transitando una vereda.
Cañas, mi jefe superior, me salió al encuentro con sus brazos abiertos y nos dimos un gran abrazo. Yo ya era un ex empleado, me había jubilado "por la puerta ancha", de modo que nuestro abrazo sonó a sinceridad y a un afecto recíproco.
-¿Ya te dieron la noticia?
-No. Algo he oído. ¿También estoy entre los afectados con la rebaja de sueldo?
-Sí.
-¿Es una rebaja importante?
-Sí, lo lamento.
-Ahora me las tendré que arreglar como sea.
-Lo siento. Pero no desesperes; mándame una solicitud.
Quizás recuerdo tan bien el sueño por el giro prometedor que empleó el representante de la empresa, Cañas. Mándame una solicitud. Textual. Me lo dijo mientras se alejaba, dejándome solo en la calle.
Comprendí que el recorte involucraba una inyección de esperanza: me quitan cien y me devuelven setenta; vaya, no es tan malo después de todo, aunque me seguía pesando la jugada maestra.
En el sueño no lograba discernir que ellos ya habían dejado de ser dueños de mi sueldo, que no dependía de ellos subírmelo, mantenérmelo o bajármelo. El sueño, pues, tenía a otro destinatario como enemigo. Capté, mientras me preparaba el desayuno, que se acercaba el recálculo anual de mi pensión, pero sobre todo, lo mucho que pesa el poder del dinero en mi estado de ánimo.    

jueves, junio 12, 2025

El último eslabón de la Jec

Los pueblos suelen subvalorar, por no decir compadecer, menospreciar o hasta despreciar a sus hijos anómalos, pero dicta la casualidad que a la hora de iniciar el viaje al más allá los recuerdan, los aprecian, los homenajean. Es como si en ese momento la gente reconociera una deuda invisible, una grandísima culpa ante esos personajes insanos, deschavetados, de los que cuántas veces se mofaron. Me viene a la memoria el caso de Juanito, el ermitaño de Las Chilcas, un pobre hombre que entró en conflicto consigo mismo y en venganza decidió quitarle el saludo al mundo, recluyéndose durante años en una cueva a la orilla de la Ruta 5 Norte. Pues bien, no hizo más que morirse para que el cercano pueblo de Llay Llay, que alguna vez lo tuvo entre sus hijos, se desbordara para despedir sus restos, con la iglesia a tope. Lo afirmo con conocimiento de causa, ya que ese día me tocó reportear ese funeral para el diario al cual le prestaba mis servicios. Valga esta pequeña introducción a propósito del deceso de Matilde Marchant, noticia que me llega a través de mi primo Miguel, quien la recogió de las redes sociales.
Matilde Marchant es un nombre que no me decía nada hasta... que vi la imagen de Sonia la Única, acompañada de un breve mensaje de Facebook en el sitio "Fotos Rancagua Antiguo".
"Nos informan que ayer miércoles 11 de junio, lamentablemente falleció la señora Matilde Marchant, quien siempre vendía números de la lotería a la salida del Banco Chile de Independencia esquina Campos...", dice el mensaje.
Un breve paréntesis. Pocos recuerdan hoy que Sonia y Myriam fue un dúo de hermanas, oriundas de Valparaíso, que triunfaron con sus canciones en Latinoamérica en los años cuarenta, cincuenta y sesenta. Hacia el final de su carrera, disuelto el dúo, Sonia continúo lanzando éxitos en solitario con el nombre artístico de Sonia la Única. En honor a ella, Matilde Marchant fue bautizada por los jecistas rancagüinos como Sonia la Única, cuando los años sesenta entraban a su segunda mitad. Según la tesis de mi hermano, Víctor, el apodo surgió porque le gustaba cantar en las reuniones que tenían lugar en el viejo pero acogedor edificio de la Juventud de Estudiantes Católicos, Jec, en la esquina de las calles Estado y Campos, edificio que disponía de salas de reuniones que confluían en un salón de actos coronado por un escenario y al que al fondo, o detrás de la pared del escenario, se le agregaba un patio que hacía las veces de cancha de baby fútbol y de sitio para fiestas al aire libre. Allí, junto con todos nosotros, Sonia la Única vivió sus días de gloria.
¿Quién era, o más bien -penoso es confesarlo- qué era Sonia la Única para los jóvenes jecistas de entonces, frutos rancagüinos de una semilla esparcida en todo Chile años antes por el Padre Hurtado, merced a la notable mediación del cura Miguel Caviedes? 
Un bicho raro. Pero simpático. Querible. Una muchacha de nuestra edad, tal vez un poco mayor que algunos de nosotros, con un ligero retraso mental y un estrabismo perceptible de lejos, que no se nos parecía en nada. Nosotros estudiábamos en el liceo o en la escuela técnica; ella no iba al colegio. Nosotros proveníamos de familias de la clase media, familias bien establecidas en su mayoría, familias con papá y mamá, familias con casa propia o arrendada; de ella no se sabía mucho. Nosotros éramos normales; ella era anómala. En suma, no era de los nuestros, pero compartía siempre con nosotros, hombres y mujeres, ya que la Jec en cuanto a género era un movimiento mixto. No participaba de las citas privadas a corazón abierto, en las que confesábamos nuestros miedos y esperanzas con el telón de fondo de la lectura de los evangelios y una once con quequitos horneados por las chiquillas en sus casas. No estaba incluida en esas ni en otras reuniones especiales, muy a su pesar, porque no era socia, no era miembro oficial, por llamarlo así, ya que esas categorías no existían, en la Jec era todo tan abierto e informal que a nuestra corta edad, catorce, quince, dieciséis años, hasta nos dejaban fumar. Excluida y todo, la Sonia rondaba, sapeaba, se apegaba cuanto fuera posible a los encuentros organizados por el padre Caviedes y el frater Nano Muñoz, y qué decir de las misas, donde se ubicaba en las primeras filas. No era una de nosotros, pero formaba parte de la Jec. En palabras simples, era algo así como una oyente de la Jec. Y todos la aceptábamos, la respetábamos y la queríamos, asumiendo la línea divisoria, menos ella que nosotros.
El tiempo fue pasando; la Jec se desintegró dentro de la misma oleada que desintegró al país. El sentimiento cristiano trocó por el sentimiento revolucionario, lo que conllevó naturalmente la consecuencia de que no surgieran camadas nuevas, consecuencia derivada de la realidad palpable de un proceso desgastado. Los jecistas veteranos, a esa altura exjecistas, se vieron enfrentados de pronto al dilema de los estudios superiores o del trabajo, y cualquiera de esos desafíos cuesta un montón, suponen dolores de cabeza, ingratitudes, cargas desconocidas hasta entonces, sin mencionar los resultados que conlleva el matrimonio, con hijos que toman leche, se enferman y llegan a la casa con una desmedida lista de útiles escolares en el mes de marzo. 
Así, como es natural, los ideales de juventud se fueron olvidando, esfumando en el mar de los recuerdos. De modo que la Jec pasó a ser en Rancagua un sentimiento de nostalgia, la fragancia lejana de un día que fue mejor, el día de una adolescencia alimentada por el deseo de hacer el bien y ayudar, compartir con el prójimo. Cada año, luego cada dos, tres, cinco años, se levantó un campamento de fin de semana coronado con una misa oficiada en la ladera de un cerro doñihuano por el padre Caviedes, en la que los exjecistas volvíamos a ser jóvenes y en la que Sonia la Única era cuasi organizadora, mensajera de la buena nueva con semanas de anticipación y participante fija.  
Para nosotros pasó a ser un lindo recuerdo que se fue desdibujando con los años, la Jec. ¡Qué tiempos, hermano! Para la Sonia se convirtió en una sagrada obsesión, en el ancla de una vida de sufrimientos y miserias, en el puente de los olvidadizos e incomunicados.
-¡Hugo, Hugo!, me gritaba desde su puesto de venta de boletos de lotería, en calle Independencia, al divisarme de lejos. Por esos días, en mis visitas a Rancagua, mi ciudad natal, yo solía pasear con mi tía Mireya; nos gustaba recorrer las calles céntricas, terminar el paseo en un café y luego volver a almorzar a la casa de calle Ibieta, sinónimo de días de infancia. La Sonia sentada en un piso y nosotros de pie; ella gorda, desaseada, con un bigotillo bajo la nariz y la visible ausencia de varias piezas dentales, deploro describirla de esta forma pero mi estilo me obliga a hacerlo; nosotros limpios, decentemente vestidos y con nuestras caries tapadas, conversábamos algunos minutos, acercamiento al que yo ponía fin cuando le depositaba un billete en sus manos; esto no lo digo por ostentar de generoso, sino porque con el tiempo su llamado a grito pelado me sembró la duda de si era para darme las noticias que siempre me daba, relacionadas solamente con la suerte que vivía uno u otro jecista, o para recibir una propina por dármelas, así de desconfiado me he ido poniendo con los años.
Los encuentros se espaciaron cada vez más y las noticias fueron cambiando. Los nacimientos de hijos se transformaron en nacimientos de nietos; los matrimonios en separaciones, los triunfos laborales en jubilaciones, la fuerza en enfermedades; la vida, en muerte. Últimamente debo confesar que al divisarla a la distancia atravesaba la calle, creyendo advertir con el rabillo del ojo cómo su cara parecía voltearse hacia mi evasiva figura. La verdad es que ya me importaban bien poco sus historias. 
El movimiento se había disuelto a su pesar; Sonia la Única agarraba los hilos que quedaban y trataba de unirlos, sin éxito. Estaba escrito que las parcas que vigilan a los humanos desde lo alto algún día le tenían que cortar el suyo. No estaba en el plan de los dioses, sin embargo, que de paso se llevara a la tumba lo poco y nada que quedaba de la Jec. Eso fue lo que se sumó al obituario el pasado 11 de junio.