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viernes, octubre 24, 2014

De Geyter 566

Llegó finalmente el momento de cambiarnos de casa. Los sueños de mi madre se habían hecho realidad. Las reuniones de invierno en la Escuela 2, de las que los socios de la Covimar salían cargados de ilusiones, con los bolsillos pelados y tiritando de frío, pasaban al archivo de los épicos recuerdos. Las visitas a la obra se sucedían domingo a domingo, mientras los trabajos de la constructora iban cubriendo poco a poco las dos canchas de tierra, que ahora servían de base a la población. Con el cambio de casa se nos cerraba una época y se  nos abría otra. Todo estaba revuelto en el país por esos años; el gobierno de Frei entregaba viviendas a la clase media a través del sistema de cooperativas y mi mamá se subía a la nave del progreso con nosotros y mi padre, aunque el viejo lo hacía a regañadientes, porque jamás entendió que el progreso fuese algo material. El progreso era para él sinónimo de seguridad.
Uno de esos domingos soleados los cuatro juntos partimos a recorrer los terrenos de la población, superficie convertida a esa altura del año en una especie de ruina romana, quiero decir pilares elevados hacia la nada, habitaciones oscuras de ladrillo, pisos plagados de cajetillas vacías, clavos, tachuelas y trozos de tablones que deslucían los radieres. A nosotros con el Vitorio no nos interesaba tanto la casa; más nos atraían las comisiones de volantines que coloreaban el cielo. Ambos vestíamos de terno y corbata, con elegancia provinciana. Uno de los volantines que surcaban el espacio bajo las nubes algodonosas perdió de pronto la firmeza de su vuelo y se fue a las pailas. El viento lo trasladó bamboleante hacia nosotros y el hilo curado que avanzaba como antena a tierra quedó atrapado en mis manos. Sin quererlo me hacía dueño de un precioso tesoro, pero la alegría duró segundos. De entre unos sacos de cemento, unas carretillas y unas escaleras aparecieron dos granujas que nos exigieron el volantín. Reclamaban tener el derecho a esa joya por ser hijos de los cuidadores. Les hicimos ver, primero con palabras y luego a garabato limpio, nuestro derecho superior, pero fue como hablarle al mar embravecido. Cuando se nos vinieron encima solté el hilo y el volantín siguió su curso, arrastrado por la fuerte brisa primaveral. Todos habíamos perdido la batalla y la consecuencia fue una feroz pelea a combos que terminó con magulladuras, sangre en las narices y pantalones rotos por lado y lado. Volvimos donde nuestros padres con sentimiento de culpa y la frente en alto. Nos miraron y dictaminaron tácitamente: peleas de cabros chicos.
Meses después, a comienzos del verano, nos instalamos en la casa nueva. Todo era diferente; el barrio se veía más bonito y los vecinos, de mayor roce social. Ya no vivíamos en el mundo tosco y ramplón de los mineros del cobre sino en el de los profesores que en sus tertulias hablaban de libros como Juan Cristóbal y La buena tierra y de películas como Divorcio a la italiana o Los 400 golpes. Entrábamos al mundo de mi mamá y dejábamos el de mi papá y sus amigotes el Conejo, el Ojos grandes, el Cumplido y los hermanos Pezoa. Mi mamá se había salido con la suya, lo que no le significó cantar victoria. Aunque ya no los veíamos pasar por la ventana, el viejo continuó farreando con sus yuntas de siempre.
Para el día de la inauguración de la casa mi mamá había palabreado al padre Caviedes -nuestro guía en la Juventud Estudiantil Católica, Jec- con el fin de que fuese a bendecirla. A la Jec me había llevado hace poco el Tonyi y de partida me gustó porque se podía fumar, había chicas y se hacían reuniones a corazón abierto, en las que uno hablaba sobre lo que estaba sintiendo. Yo llevé a la Jec al Vitorio y el Vitorio llevó al Miguel. Muchas de las jornadas sabatinas se realizaban en el seminario Cristo Rey y si en algún segundo mi alma alojó la descabellada idea del sacerdocio se lo debe a esas jornadas y a los sermones del padre Caviedes. En aquel seminario había un gran limonar. Una vez me comí tantos limones que se me peló el paladar y se me destemplaron los dientes. El padre Caviedes, quien llegó a ser obispo de Osorno, nos daba sanos consejos, decía las cosas por su nombre y juntos leíamos y analizábamos los evangelios. Lo secundaba en su misión el Nano Muñoz, el Frater, quien a poco andar se enamoró y tiró la toalla. El Frater era mi asesor directo. Una noche lo acompañaba por las calles de Rancagua cuando vimos a un mendigo botado en un rincón; el Frater se agachó y le dio el equivalente a unos 20 mil pesos, toda una fortuna, el dinero que tenía para sus gastos. Cuando charlábamos, en otras ocasiones, afirmaba con alegre sinceridad que él nunca tenía pesadillas porque vivía una vida plena, sana. Yo me comparaba con él y me encontraba horriblemente malo, pues a mis 14 y 15 años no solo tenía pesadillas sino que las que padecía eran repugnantes y me despertaban en medio de la noche con el corazón a mil por hora. El Frater y el padre Caviedes eran presbíteros de distinta madera -el primero más revolucionario, el segundo más conservador- pero ambos se asemejaban porque ejercían su apostolado bajo el influjo aún radiante del padre Hurtado. El auge de las ideas socialistas, que conllevaban otro tipo de solidaridad y de igualdad, acabó con todo aquello. Entrados los años setenta la Jec se desbandó, el Frater colgó los hábitos que estaba a punto de ponerse, se casó y se metió a la Izquierda Cristiana. Solo quedó, arriba, solitario, el faro del padre Caviedes, que despedía su luz para atraer a los ex jecistas en los aniversarios; y abajo, la Sonia, encargada de repartir las invitaciones, contactar a la gente y difundir las novedades de los ex miembros. La Sonia, apodada Sonia la única, al igual que la cantante, nunca tuvo la calidad de jecista titular. Entró por la ventana, como se dice. Era bizca, gorda y carecía de educación, pero se apegó al movimiento como hiedra a la pared. No lo soltó, lo cubrió con sus acciones y nadie que haya pertenecido a la Jec podría ignorarla a la hora de pasar lista. Hasta donde tengo noticias se dedica a vender números del Loto en la esquina de Independencia y Campos, a los pies del Banco de Chile. Cada vez que la veo, ahora que estoy entrado en años, me transmite noticias de mis compañeros, relacionadas cada vez más con el colon, el hígado, la diabetes, la hipertensión y el cementerio.
Los recuerdos me traicionan. Decía que llegó el gran día de la inauguración de la casa. Fue un sábado, avanzaba la tarde y el padre Caviedes no aparecía. Estaban allí todos los que tenían que estar, menos el padre Caviedes. Estaba la Mirita, el Lucho, el Julio y el Miguel; el tío Isidoro y la tía Lila con la Ángela, el Rigo y la Tati; el tío Pablo y la tía Georgina; Hugo Miranda y la señora Ana; la señora Astrid con Jaime Rojas; la tía Gloria con Aliro, la tía Julieta, eterna solterona, y creo que pare de contar. Se esperó al padre Caviedes hasta una hora prudente y cuando alguien llegó con el recado de que había tenido que viajar al campo a administrar la extremaunción a un huasito, mi mamá dio el vamos al comistrajo y a la fiesta, de cuyos avatares no recuerdo absolutamente nada.
Pasó una semana exacta. Eran cerca de las siete de la tarde cuando sonó el timbre. Desde el ventanal mi mamá vio al padre Caviedes y dio un gritito de sorpresa. Mi papá comenzó a echar chispas, sin hallar otra salida que subir y bajar a mi mamá con reproches contenidos. A diferencia del sábado anterior, en que la mesa estaba repleta de los más sabrosos manjares, esta vez no había nada para servirle cuando acabara la ceremonia. Y así, mientras mi papá, que jamás fue católico, lo hacía entrar y le metía conversación para ganar tiempo, ingeniándoselas de manera magistral para enredarse con los diálogos, mi mamá se encerraba de urgencia a preparar unos canapés de huevos duros y de sardinas en lata, lo poco y nada que había en la despensa. Yo contemplaba la escena desde un rincón pasivo, sin aportar lo mío, que habría sido provechoso en vista del conocimiento que tenía del padre Caviedes y de los evangelios, pero una vez más me traicionó la falta de personalidad y opté por el silencio. El Vitorio se paseaba por el living comedor y parecía disfrutar la escena.
De pronto el padre Caviedes carraspeó. Su tiempo valía oro; era el momento de comenzar la bendición. De un solo rugido el viejo le ordenó a mi mamá salir de la cocina. Mi mamá apareció con el delantal puesto, saludando con una gran sonrisa que detrás escondía su ansiedad, me parece que la estoy viendo. El padre se puso una túnica blanca y una franja sobre el cuello, sacó el incienso, dijo unas lindas palabras y fue rociando de agua bendita las paredes. Al cabo de 15 minutos ya estaba vestido nuevamente de negro; mi mamá volvió corriendo a la cocina y salió con una escuálida bandeja de canapés que fueron devorados en segundos, ya que nosotros también teníamos hambre. El padre Caviedes comió lo poco que había que comer y cuando se dio cuenta de que no habría una segunda bandeja tomó sus cosas y se fue. En realidad no tenía mucho más que hacer allí. Lo suyo, que era lo esencial, ya lo había hecho. Nunca se enteró de la escena que se armó nomás volvió a la calle. El viejo dio rienda suelta a su furia y cargó todo el peso de sus propias culpas y angustias contra mi mamá y su improvisación, su falta de precaución, su falta de inteligencia o lo que fuera. Era una cantinela conocida, pero no por eso menos desagradable.

martes, octubre 14, 2014

Su Excelencia

En su época de gloria Su Excelencia fue venerado por imbéciles. Después fue repudiado por voces ansiosas de venganza. Como la voz de los peruanos, de los bolivianos, de los mapuches, de los argentinos de las Malvinas, grandes perdedores que han vivido lloriqueando.
Hoy Gran circo Gran Hoy vivimos a su sombra. Le debemos años de sombra, pocos recuerdan.
Su Excelencia no fue un genio. Lo metieron al baile en andas y cuando entró fue oteando el panorama. Detrás suyo había todo un aparato, sin él no habría sido Su Excelencia y sin Su Excelencia el aparato deslucía.
Un día Su Excelencia iba en su auto y se salvó jabonado.
Su Excelencia no era capaz de matar una barata, en su casa lo mandaba su esposa y sus hijos le salieron medio fallados, pero el juicio de la historia lo condenó por grandes crímenes de lesa humanidad. A la hora de su muerte no lo pudieron ni enterrar, tuvo que ser quemado y el odio persiguió al humo pero el humo se fue al cielo, no quiere decir eso que haya sido santo ni mucho menos.
Su Excelencia fue mal aconsejado y pecó de soberbia.
Su Excelencia encarnó a un país y a una era, mas quien lo reconozca será aplastado como insecto por el matamoscas del pueblo.

martes, octubre 07, 2014

Una leyenda de los montes Urales

I
El asno que corre con la zanahoria por delante no es el único caso conocido. Viejos escritos en idioma mansi, anteriores al misterio del Paso Diatlov, hablan de un personaje de los montes Urales, del lado ruso, obsesionado con atrapar al tiempo. Vivía en las faldas de la montaña Otorten; allí había levantado su hogar, en la aldea de Vizhai. Por las mañanas, no más bajar de la cama, montaba su caballo en dirección a las estepas para cazar la noche, llevando en su bolso de piel de oso armas tan ingenuas como una cesta para recolectar la murtilla de los pantanos, un cuchillo, un trozo de queso de cabra y una hogaza de pan de centeno. Merendaba a la sombra de los abedules, junto a un arroyo cristalino que tributaba sus aguas al río Beriózovaya. La brisa fresca procedente de los montes Urales y los audaces saltos de los peces para atrapar su comida voladora resbalaban por su mente, solamente alerta a los acechos nocturnos. Mientras su caballo pastaba él dormía la siesta; al caer la tarde, con el cesto lleno de murtilla y admitiendo que otra vez la noche se le había escapado, debido justamente a su proximidad, subía a la cabaña para planificar la captura de la madrugada. Para sentirse vivo, en el camino de vuelta imaginaba los dulces años que vendrían. Tras la cena, cuando todos dormían bajo un mismo techo, se arrimaba al fuego de la chimenea con la botella de vodka y unos papeles llenos de fórmulas extrañas que sacaba del armario. La atraparía con las manos en la masa, sí lo haría esta vez, escribía y dibujaba en los bordes, porque había descubierto el flanco débil de la madrugada. Pero llegaba el momento irremediable en que las estrellas más ancianas y enfermizas empezaban a difuminarse en el fondo de la bóveda celeste y del negro cielo surgía un tinte de esperanza; entonces se iba a la cama y se rendía al sueño. En el letargo lo visitaban infinidad de demonios; se despertaba sobresaltado en mitad de la noche, con una sensación de angustia, y volvía a dormirse. Lo visitaban un anciano con gatos secos, un hombre sin oreja, un tuerto idiota, un hombre sin cabeza y otro con la cabeza estirada, un joven común y corriente que hacía preguntas difíciles, unas aldeanas que repartían lágrimas de pena, lágrimas de amor y lágrimas de esperanza, un hombre que no sabía qué hacer con dos besos que llevaba en la maleta. El fantasma que más se le repetía era el de un bebé feliz que aún no aprendía a caminar, al que acurrucaba entre sus brazos y besaba en las mejillas.
Al despertar, entrada la mañana, no era tiempo de lamentos: la noche lo estaba aguardando qué rato, llamándolo a su encuentro, encubierta entre los bosques.

II

Tiene dos beldades traviesas que lo llaman papá, papaíto, y su mujer hacendosa es de sueño apacible. La aldea lo aprecia y él no lo sabe. Lo han solicitado para alcalde y se ha negado. De todos modos no habría triunfado en la contienda electoral, fue la petición de un partido de minoría.
Lo que se recordará de él cuando se vaya a la tumba será el día en que mató al oso pardo que hoy aprovecha como bolso y como alfombra. Combate encarnizado en medio del bosque, se dirá, en que el oso llevaba las de ganar. La bestia hambrienta olfateó la murtilla y se lanzó rabiosa al cesto, su caballo huyó despavorido; él la dejó comer para aplacar su furia, pero el hambre no pasó, era un hambre de oso que salía de la hibernación, hambre acumulada, de modo que no miró entonces al hombre como enemigo sino como banquete. Cuando volvió a la aldea con la piel sangrienta en sus espaldas y la cabeza del animal sobre la suya parecía un monstruo bicéfalo y los niños huyeron a esconderse debajo de las camas, mas, a pesar de las exigencias que nacen del alcohol en la taberna, esa noche no quiso contar la historia en su detalle, apenas le pudieron sacar que de los dos seres que lucharon por su vida uno solo vería el siguiente amanecer, que del oso se guardó la piel, el filete y la sabrosa carne de las patas y que el resto se lo dejó a los lobos y a las aves de rapiña. La hazaña quedó envuelta en un manto de misterio que dio para toda clase de interpretaciones.

III

Hubo un invierno helado en grado extremo. Desaparecieron los pájaros y de la nieve brotaron cuchillas, el viento se quedó guardado en los montes por temor a contraer pulmonía y el Sol, en vez de regalar su luz, despedía rayos gélidos. Durante esa estación calamitosa la más pequeña de sus beldades enfermó de gravedad. La madre se vistió de oso y bajó a la aldea a ponerla en manos de alguien. El poblado quedaba poco más abajo que su casa, pero los metros se habían vuelto leguas y tras desesperados intentos, intentos de madre, hubo de retornar con la niña a la cabaña para verla morir. El hombre que quería atrapar al tiempo departía con sus demonios y evitaba mirar a los ojos a su hija muerta, tendida en la cama con unas hojas de sauce en el pelo, a falta de flores. Los demonios se habían hecho carne y acompañaban a su amo alrededor del fuego. Se veían más desolados que él; apenas intercambiaban una palabra que otra y ni siquiera tomaban asiento, preferían echarse en el piso como perros, sobre todo el de la cabeza alargada.
Durante los tres días del velorio el hombre que quería atrapar al tiempo tuvo al tiempo entre sus manos, pero no hallo qué hacer con él.

IV

Con los años se fue poniendo viejo, como le sucede a todo el mundo. Perdió pelo y energía, varias veces estuvo a punto de caerse del caballo y evitaba los pantanos traicioneros del atardecer. Sin haber para qué, por las mañanas le anunciaba a su compañera que partía a cazar la noche, pero era mentira; lo que hacía era gastar el día en la hierba recordando a sus beldades, la muerta y la ausente amancebada con un hombrecito de Kazajistán, del otro lado de los montes. Sus ansias de atrapar al tiempo iban careciendo de sentido, ahora vivía concentrado en repasar el camino andado y sobre todo en rescatar las palabras que se internaban a cada rato en el laberinto de su mente. En cuanto a sus demonios, se desgastaban como el género usado hasta romperse en pedazos y si se dejaban caer en sus pesadillas nocturnas lo hacían como mero acto de presencia.
El tiempo nunca se enteró de sus desdichas; seguía hacia adelante con su paso matemático y el peso del mundo al hombro.

martes, septiembre 02, 2014

El circo de la poesía

Abrir las compuertas
Desahogar las obsesiones
O meterlas en una camisa de fuerza
Para echar a volar serenamente el goce creativo
Hablando de ellas
No puedo escribir con la piel de cada día
Debo disfrazarme de santo para delatar a mis demonios
Si no dejaría al descubierto la arena
El circo que es la poesía

jueves, julio 17, 2014

Rabiosos

Inquieto, atrapado en su hábito de matar el tiempo a través de la lectura de noticias irrelevantes, Vargas se topó con un artículo de magazine escrito para enseñarles obvias verdades a tontas y tontos como él; desde luego a personas que dedican parte de su tiempo a la lectura de los nuevos versículos de la Biblia de nuestros días. Trataba de los rabiosos, de las personalidades rabiosas, y era como si lo estuvieran describiendo. En otro momento habría hecho clic y la página hubiese cambiado por otra, una noticia internacional, la oculta vida de un artista famoso, los entuertos de la política tramados para desorientar al lector más avispado. En otro momento hubiese hecho clic, pero ahora no pudo evitar seguir leyendo.
Por la mañana se le habían metido dos ideas a la cabeza. Una. La mente de los animales. Otra. El dinero en los bolsillos de la gente. Pero aquello había ocurrido antes de que se disputara la final del Mundial. Y esa final lo había cambiado todo, porque para bien y para mal se había comprometido demasiado con el juego, se le había ido la vida en el partido hasta el punto de haber insultado a su hijo en un momento de pasión. Tuvo que esperar varias horas para desahogar la ansiedad que le había producido el triunfo de su favorito. De pronto, en medio de los recuerdos que le dejaba el gol, se le presentaban pensamientos angustiosos. ¿Y si el rival hubiese convertido cuando pudo hacerlo? ¿Y si hubiesen ido a los penales, dejando el trofeo a la suerte? ¿Cuánto tiempo tendría que haber transcurrido para que volviera a salir el sol? ¿No era eso lo que sentían y se preparaban para seguir sintiendo millones de argentinos? Él no era de ellos; él era un vecino que estaba con los alemanes, como tantos en su tierra. Un problema ajeno que gratuitamente hacía suyo. Hasta cuándo el pesar, la apuesta al cara y sello, el vivir de ilusiones. Triunfo: sol. Derrota: tempestad. Y aún así se alegraba de recordar la victoria, que vibraba en la sangre de sus venas. No era algo que entonces pudiese controlar. Debía dejar que fluyera, esperar que pasara el hombre de la hoz.
Con qué desparpajo trataba el artículo de magazine a los rabiosos, no había empatía alguna de la autora con estos personajes anómalos, la autora simplemente fusilaba a los rabiosos. Conque los rabiosos eran acosadores, eran narcisistas y había que deshacerse de ellos si no cambiaban. Conque había que deshacerse de Vargas, conque Vargas era poco menos que un insano, un mal elemento, un castigador, un abusivo. Desde luego, a pesar de no llevar firma, a Vargas se le antojó que quien quería deshacerse de él tenía que ser una mujer.
Y claro que lo era (claro que era un rabioso), pero ¿deshacerse de él sin más, sin una gota de consideración por entender sus causas, por perdonarlo? ¿Qué de sus virtudes, que debían ser muchas? lo sospechaba con visos de seguridad.
Los rabiosos debían ser extirpados como tumores, como extirpa la sociedad a los torturadores.
No pudo dejar de sentir, a su pesar, cuánta verdad había en esa nota de pacotilla. Y en cuánto había hecho sufrir ¡toda la vida! a su mujer. Ella, en el fondo, lo había perdonado (¿porque lo quería? ¿Porque le temía?) pero a costa de transar su alegría y sus caprichos infantiles, caprichos de niña chica, caprichos que cada vez que los exponía quedaban sepultados bajo la rabieta de Vargas, una rabieta que caía sobre ella como una tonelada de hielo.
Era de verdad muy malo. Y todos lo sabían en su círculo íntimo. Y así habían aprendido a vivir con él. Su hija mayor, la sucesora de las rabietas que él mismo había heredado de su padre; su hijo, el de ojos taciturnos siempre abiertos para captar los menores detalles y siempre como ausentes de la vida mecánica que lo rodeaba; su hija menor, atribulada por el peso de su amor por los débiles; y su nieta, que se reía de él, queriéndolo, que se lo tomaba con filosofía.
¿Cuándo partió la rabia? Vargas recordó que no siempre fue rabioso, que con sus amigos no lo era, que en su trabajo no lo era, que en su adolescencia y en su niñez no lo fue; en fin, que solo en su casa lo era, y especialmente con su mujer, casi exclusivamente con ella. He allí un buen misterio sobre el cual reflexionar. Pero era un misterio riesgoso; el desvelarlo lo podía llevar a sentimientos de abandono prehistóricos o a querer desbaratar de un movimiento lo que se le antojaba en ese momento como el castillo de naipes sobre el que había construido su vida. Era mejor dejar las cosas como estaban y continuar con sus rabietas mientras no viniera la policía para llevárselo al calabozo.
Apagó la luz y se dirigió a la cama. Cuando apoyó la cabeza en la almohada comenzaron a desfilar los extraños personajes de un cuento que su mente ideaba para escapar de la trampa de la rabia que lo tenía atrapado durante tantos y tantos años. Era su forma de enfrentar la vida: apostando a pesar de todo a la belleza.
En un viejo salón se habían dado cita dos grupos de personas. Un grupo hacía de público y se instaló en improvisadas graderías; a sus miembros se les había repartido de antemano la misma cantidad de dinero y a la salida serían dejados libres, pero antes les había sido dada la misión de contemplar el espectáculo que les ofrecería el otro grupo, que a su vez estaba subdividido en dos: de un rincón aparecieron en la escena dos hombres y dos mujeres; del otro, cuatro monstruos de utilería, humanos disfrazados de animales. Pensaba Vargas que el cuento podría tratar de lo siguiente: por un momento, los cerebros de los dos hombres y las dos mujeres serían intercambiados por los cerebros de los monstruos de utilería, de tal forma que a partir de entonces los humanos se convertirían en animales y los animales, en humanos. Así, el público de las graderías observaría el nuevo espectáculo de la vida en la tierra. De un lado los hombres no tendrían perspectiva alguna, vivirían el momento, sufrirían el hambre y las enfermedades hasta regular su cuota en la cadena, dirían adiós por fin a las guerras y solo pensarían en comer, reproducirse y sobrevivir, mientras sus mentes, limpias, puras, retrocederían paulatinamente al estado primigenio. Del otro lado los animales se dedicarían a toda velocidad a recuperar el tiempo perdido y lo primero que harían sería someter al hombre, más por venganza que por necesidad. Expondrían sus cabezas en las carnicerías, sus pieles a la bajada de las camas, los harían dormir a la intemperie, atados del cuello a un árbol. Para poco más les serviría la débil criatura, puesto que acróbatas no eran, velocistas tampoco, animales de carga, a regañadientes. Ni siquiera podían pisar la arena del circo, despojados de su sadismo. Solo les quedaría de bueno la carne, el sabor de los testículos, la sutileza de los muslos femeninos infantiles, los sesos, el lomo y el filete. Mas sería esa solamente la partida para el nuevo orden, una feliz ilusión, el prólogo de interminables batallas que comenzarían a darse entre las distintas especies para cuidar y asegurar sus amenazados territorios.
Terminada la obra saldrían los espectadores a gastar su dinero y al cabo de un mes volverían uno a uno a declarar qué habían hecho con su libertad. Entonces el cuento remataría con una objetiva moraleja acerca del estado benefactor y la economía de mercado.

martes, julio 01, 2014

Un solo punto

Un solo punto, una sola idea
Varias ideas dando vueltas alrededor de un punto
Enturbiando el punto
Buitres sobre la vaca muerta
Densos, hastiados de intestinos
Enredados unos con otros, herméticos
El punto convertido en hueso pulcro
Amparado ante cualquier ataque
A la vista e ignorado
Puro amor

jueves, junio 05, 2014

Los Mardones vs Los Pelusitas

Días atrás sonó mi celular; era un número que no recordaba. Escuché un griterío ensordecedor -una masa humana rodeaba al autor del llamado-, luego una voz que me sonó conocida. "¡Primo!". Guardé silencio; no hallaba qué decir. "¡Primo!", repetía. Era el Séper. ¡Séper! ¿Dónde estás? "En el estadio. Vinimos con el Jorge". Pero es muy temprano. Faltan dos horas para el partido. "Nos vinimos temprano. ¿No viene usted, primo?". Estoy en el diario, me gustaría, pero ¿no hace mucho calor allá? "¡Y qué importa, si vamos a ser campeones!". Ojalá. "¿Y cuándo nos va a pasar a ver a Rancagua, primo?". Pronto. No faltará la ocasión.
Nos despedimos. Ese día, en efecto, el O'Higgins fue campeón del fútbol chileno, por primera vez en su historia, y montones de pelusitas celebraron el título desde la galería junto a nuestra selecta embajada de Los Mardones: Jorge "Maravilla Gamboa", chofer y cargador de Sodimac; y su hermano el Séper, chofer de colectivos. Los seis Mardones restantes no fueron por diversas razones. Uno estaba en el diario (yo), otros dos veían el partido por la tele (el Vitorio y el Lucho), otro estaba dirigiendo operaciones en la mina (el Miguel), otro no sé dónde estaba (el Rigo) y otro yacía desde hace cuatro décadas en el cementerio municipal de Rancagua (el Julio).
En las pichangas infantiles de barrio nuestro equipo se llamaba "Los Mardones", naturalmente porque el apellido paterno de todos era Mardones, pero bien pensadas las cosas ese nombre necesitaba agregar otros requisitos para convertirse en mítico, recordado hasta nuestros días, mejor dicho recordado por los siete primos que vamos quedando. Para armar de improviso el plantel, Los Mardones debíamos vivir los unos de los otros a pasos de distancia, de modo de irnos llamando a la rápida para hacer el número suficiente como para salir a la cancha sin parches o galletas, como se les dice ahora. Además era deseable tener un entrenador que nos cayera del cielo, un guía que nos agrupara. Ambos requisitos se cumplían: el quiosco del tío Pablo cumplía las veces de lugar de concentración y domicilio legal del director técnico y la población Rubio con sus alrededores eran nuestro reducto. Casas todas de un piso, pareadas, dos dormitorios, living, comedor, baño y cocina. Algunas tenían poco patio, como la mía. El patio se hacía rodear por muros y panderetas que aprisionaban hasta el límite del estrangulamiento al naranjo y la parra que sobrevivían en ese ligero espacio. Tal vez por ese motivo la vid daba uvas dulces, al romper los granos, y ácidas, al tragarlos; uva frutilla la llamaba mi papá. No recuerdo haber jugado nunca en ese cuadrado claustrofóbico, sombrío. Cuando en los inviernos lo usábamos para fumar a escondidas -años después-, sentía cómo me entraba el frío por el cuello de la camisa, me recorría luego el espinazo y me bajaba por las piernas hasta llegar a los pies, donde se quedaba estacionado el día entero.
A veces era el Jorge el que tocaba la puerta, a veces éramos el Vitorio y yo quienes íbamos a hacer hora a la esquina, al quiosco del tío Pablo. Hacia las tres, cuatro o cinco de la tarde nadie hacía las tareas, de modo que no había obstáculos para jugar. La excepción era el Rigo: habitualmente se encontraba estudiando y costaba convencerlo para que se nos uniera. Se podría decir que era el jugador veleidoso, difícil, solitario, el jugador alejado de las pasiones que unifican a un equipo. No era creído, aunque algunos lo pensaran; tampoco era tan bueno para los combos y para la pelota, como parecía desprenderse de la aureola decidida y viril que proyectaba en la cancha. Mateo tampoco era. Estudiaba para sacarse buenas notas, entrar a la universidad y recibirse en una buena carrera, metas que se le cumplieron parcialmente. Ingresó a la Universidad de Chile a estudiar geología, con un puntaje bastante alto, pero a poco andar reventó y se cambió a una ingeniería de ejecución que lo llevó a Codelco, donde se desempeñó durante años hasta que salió, dicen, por su carácter huraño, hosco, ajeno a las motivaciones de los trabajadores que dirigía. Tiendo a pensar que tampoco era ni huraño ni hosco ni despreciativo ni presuntuoso. La verdad es que todas las personas herméticas son difíciles de definir, puede uno rebotar una y otra vez contra la pared en el intento, aunque esto sí que me atrevo a afirmarlo: la gente tiende a distanciarse de personas como el Rigo porque ve en ellas a sus propios demonios.
Días atrás le pregunté por él a la tía Mirita. Hacía mi visita mensual a la casa de Ibieta, lo único cercanamente parecido que va quedando del paso de mi madre por Rancagua -fuera del nicho que comparte con mi padre en el cementerio-. Luego de la infaltable paila de huevos fritos, que me devolvió el alma al cuerpo, vino el reposo en el living, frente a la chimenea, soñoliento, con una copa en la mano.
-¿Y qué es del Rigo? -le pregunté, para romper el silencio.
-El otro día lo vi pasar... ¡está flaco!, la diabetes se lo está comiendo.
Los pelusitas vivían todos en la población Sewell, en bloques enfrentados. Al medio corría un pasadizo ancho de tierra dura, diseñado diríase que para jugar a las bolitas, al trompo o a la rayuela, ya que carecía de escaños, árboles y jardines. Los pelusitas eran todos hijos de mineros que trabajaban para la Braden, esa trituradora que convertía las ilusiones en billetes, billetes que religiosamente pasaban los fines de semana a las manos y a las faldas almidonadas de las putas de Maruri o Carrera Pinto, para continuar casi al instante su viaje dentro de los bolsillos de un cafiche.
Regía el alma de la población Sewell una ley no escrita de vulgaridad e ignorancia. Los niños tenían las uñas sucias y hablaban a garabatos, bebían la pura leche que les daban en la escuela y su precocidad les acarreaba a su molino información de cosas extrañas que nosotros no sabíamos. Pero no por eso eran malos o buenos. Había en su modo de jugar a la pelota una filosofía muy en onda con el estilo mexicano de ese tiempo, que consistía en perder por hábito y ganar por heroísmo. En medio de la pichanga el Dago solía ponerse a caminar como sonámbulo. Advertidos por el Muchilo, su hermano, o por sus amigos el Cochefa y el Chamelo, parábamos el juego y esperábamos que recobrara la conciencia o cayera al suelo echando espuma por la boca.
Papá Barata, que era el hijo del cochero, jugaba para Los Mardones de lateral, el puesto más anodino que le puedan dar a un niño, porque era el más malo y el más feo de todos, de un color moreno que hacía pensar que de pronto una masa de grasa gelatinosa había cobrado forma humana. Además jugaba de lateral porque era parche; no era un Mardones. Nos caía bien por su humildad; aceptaba los peores insultos sin chistar, se dejaba humillar cuando se lo dribleaban y su papá tenía caballo.
El Vitorio era lo que siempre ha sido: un torito, un hombre de pasiones ciegas que pierde la orientación ante un buen torero, lanzando los cachos a diestra y siniestra. Al equipo le venía muy bien un jugador así, en la defensa y especialmente el mediocampo defensivo, donde con bravura hacía de sietepulmones, a lo Rubén Marcos. Ha vivido echando cornadas metafóricas; no digo que se haya equivocado al enfrentar la vida o que no haya usado la cabeza en el buen sentido de la palabra; al contrario. Lo que intento sugerir es que desde su más tierna infancia poseía ese carácter fuerte propio de los valientes, esos que sufren en silencio y atacan sin medir las consecuencias. Nunca estudió para una prueba, se inició con la empleada de la casa, tentó a la muerte volando aviones Mentor a ras de piso y luego fue a la universidad para aprender a dibujar y construir casas, cientos de casas y departamentos que le han dado un pasar más que respetable. Con los años desarrolló además la faceta de gran conversador, lo que quiere decir de persona capaz de sorprenderse, abierta a las novedades que va ofreciendo el acontecer. No puede afirmarse de alguien así que no le haya sido útil la sangre taurina que llevaba en las venas.
De modo que en las dos canchas aledañas al quiosco nos pasábamos jugando tardes enteras con una pelota del cuatro, del tres, del dos o hasta de plástico, pues las de trapo, características de las pichangas que jugaban nuestros padres, habían sucumbido ante el avance de la civilización. Los Mardones versus Los Pelusitas, unidos por el fútbol, separados por dos poblaciones. Una cancha detrás del quiosco, la otra delante, del lado oriente de la calle Bueras, ambas al costado de la línea del tren a Sewell y ambas delimitadas al sur por las casas de la población Rubio, en una de las cuales se ubicaba la chichería de Juanico. Allí encontraba por las noches a mi papá -cuando mi mamá me mandaba a buscarlo- sentado bajo un parrón, tomando una caña de pipeño con sus compañeros de farra, el Conejo, el Ojos Grandes, los hermanos Pezoa, el compadre Lastra, el Cumplido. Los amigos, para mi mamá los amigotes, me saludaban con cariño, el mismo que veía en los ojos vidriosos de mi papá, a quien no lograba convencer acerca de las ventajas de volver conmigo a la casa. Juanico, el cantinero de la oreja mocha, secuestrador de padres, condenado de antemano a la silla eléctrica por mi mente infantil. Frente a su antro del vicio, inocente de lo que adentro se cocía, el Jorge hacía de las suyas en la cancha, distribuyendo el juego con un brillo similar al del articulador colombiano del Mundial del 62, de allí que le quedara para siempre el merecido apodo de Maravilla Gamboa. Su estilo era el de un profesional, un gozador de la pelota. Las huellas que le había dejado la enfermedad no le impedían actuar con desenvoltura, sólo había sido su problema un par de meses en una habitación a oscuras con un parche en la cara y luego, al ver la luz nuevamente, la constatación de que se podía vivir con un ojo inútil, no se era ni más ni menos feliz por eso.
Cuando el equipo se veía propasado por un contraataque del rival surgía la figura del Julio, prototipo de esos zagueros centrales que sin arte alguno echan la pelota a la galería al arreciar el peligro; Julio el del juego alegre y efectivo de pases a la olla, que contrastaba con el del Rigo, más proclive a ensayar durante todo el partido la imposible perfección. Nunca le observé al Julio asomo alguno de avaricia, le sobraba inteligencia y todo lo que tenía lo daba a manos llenas, pues siempre le llovía algo nuevo, de modo que la suya era la vida fácil, alejada del esfuerzo, la responsabilidad y la constancia que tanto me inculcaba yo a mí mismo. Hola, tío, vengo a comer, decía al entrar a mi casa, directamente al refrigerador. Mi papá estallaba de furia con frases ininteligibles pero lo dejaba comer, porque era el segundo hijo de su hermano muerto, a quien el Julio le siguió luego los pasos. Fue el primero de nosotros en partir, no había cumplido 20 años. Vivía en Ibieta, la casa de la abueli, el tata Lucho y la Mirita, a dos cuadras de la nuestra, fuera ya del radio de la población. Compartía dormitorio con sus hermanos el Lucho y el Miguel, de modo que el Lucho, el Julio y el Miguel no pertenecían a la población Rubio pero sí al equipo de Los Mardones. Muchas veces los partidos se trasladaban al patio trasero de Ibieta, bajo el frondoso parrón que limitaba a un costado con el gallinero, pero entonces los rivales no eran los pelusitas, sino vecinos de la cuadra.
El Lucho era el arquero oficial porque su fanatismo era el arco y porque era larguirucho, llegaba a las pelotas bajas a costa de las rasmilladuras en las rodillas que le dejaban las voladas. Sin lugar a dudas era el más sentimental del equipo; sufría las derrotas y sobre todo las burlas que irracionalmente sacaban de la boca los rivales al calor del juego. Muchas veces el tío Pablo debía acompañarlo en su dolor al volver a casa, y uno nunca estaba seguro si acabado el llanto persistía su pena o se quedaba escondida. A pesar de ser el arquero oficial su pasión no era el fútbol sino el básquetbol, las chicas y la bicicleta, en ese orden. Como era de los mayores nosotros fuimos testigos de sus primeras conquistas con cierta envidia, no tanta, porque aún no nos llegaba la edad. La bicicleta Legnano, las patillas a lo Belmondo y el pelo ensortijado le otorgaban puntos con las liceanas, pero más crédito le daban sus jugadas bajo el cesto y aún más, su carácter. Porque siendo un sentimental podía también ser frío y decidido. A nosotros con el Vitorio nos encantaba ir a pasar la noche del sábado a Ibieta. Había otro ambiente y los badulaques éramos cinco, no dos. Jugábamos a los naipes y cerca de las tres de la mañana el Lucho con el Julio preparaban pan frito en la sartén. Uno de esos domingos me despertó el teléfono. Era para el Lucho. Contestó. Se adivinaba que del otro lado de la línea había una chica ilusionada tras los besuqueos y caricias en la fiesta, la noche anterior. Por regalar sus besos tal vez el Lucho le había hecho bellas promesas y ahora ella le pasaba la cuenta. El Lucho respondía con monosílabos, como si estuviera perdiendo el tiempo. La chiquilla parecía insistir, podía uno imaginar exactamente las palabras que estaba usando para confirmar el pololeo, los sentimientos que experimentaba, la humillación de sentirse despreciada. El Lucho abreviaba la conversación y cuando el asunto llegó a los ruegos le expresó con claridad de acero que lo de la noche anterior había terminado con la fiesta, frase que me hizo sentir vergüenza ajena. Luego cortó el teléfono y volvió a la cama, a seguir durmiendo. "Conquistar a una chica es poco menos que imposible y él la manda a freír monos como si nada", pensé, y a decir verdad nadie me ha podido convencer hasta hoy de que las mujeres no sean un puzzle del que no se dispone de todas las piezas, una derrota anticipada a la que si por milagro se le encuentra el talón de Aquiles hay que cuidar como hueso santo.
Otro picado de la araña era el Séper, un amante de los placeres y los lujos, quien, al igual que su hermano mayor, el Jorge, solo podía jugar cuando su madrasta le daba permiso. En la cancha no aportaba demasiado, aunque su perspicacia para advertir, criticar y reparar las fallas de los nuestros era notable. Se daba uno cuenta de inmediato de que si hubiese sido por él habría preferido estar a esa misma hora en el rotativo del cine Rex, vestido a lo dandy, con botas puntudas compradas en la zapatería "La Imperial", pañuelo de seda sobre el cuello, ofreciéndole un caramelo a la lolita que lo acompañaba. Ese panorama se le presentaba solo en sueños, de allí que aceptara de buen grado la realidad de la pichanga, que estaba sobre las alternativas de lavar un alto de loza, leer mínimo dos capítulos de la Biblia o quedarse castigado en la pieza a oscuras por el puro antojo de su madrastra.
En Rancagua pocos recuerdan un suceso que en su época fue memorable. Una larga década después de estas pichangas el Séper, que se llamaba Sergio pero le decíamos Séper, el Séper intentó con tres amigos la increíble aventura de llegar a Estados Unidos en auto. No pecaría de exagerado si dijera que tal desafío sirvió para darle un fresco titular al diario "El Rancagüino".

Cuatro coléricos rancagüinos
parten a conquistar América

El Séper, el Aránguiz, el Cristópoulos y el Traverso. Gran despedida, de noche, en la Plaza de los héroes, frente a la Intendencia, la Catedral y el Liceo de Niñas; el Chevrolet acondicionado a la pinta, los buenos deseos de siempre, los suspiros de las chicas, la envidia de los cobardes, la indiferencia de los protegidos por el aurea mediocritas de la provincia y el escepticismo de los hombres sin fe. Cuando alguna tarde nos encontramos en alguna fiesta familiar, o en un velorio, el Séper suele repetirnos la historia hasta el cansancio, risueño y bien dispuesto, acicateado por nuestra voraz curiosidad, me refiero a la curiosidad del ser humano, que siempre halla algo nuevo en las cosas ya vistas. Recuerdo especialmente un fresco atardecer de verano, bajo el parrón de la casa de De Geyter. Mi padre, que ya jugaba los descuentos, como se dice, aunque su mente se empeñaba en negarlo, surgió de pronto del dormitorio, todavía no tan flaco, no tan verdoso, bastante animado y alegre. Le acababa de hacer efecto la dosis de morfina que le aliviaba los dolores y ese pequeño paréntesis de felicidad en su día de perros lo aprovechó para disfrutar como un niño la anécdota del viaje a Estados Unidos relatada por su sobrino. "Nos fuimos felices -comenzó el Séper, quien a cada tanto interrumpía el relato para despejar una duda, ahondar en un detalle, rectificar una fecha-. Arriba del auto íbamos escuchando radio, fumando y comiendo y nos turnábamos para manejar. Cuando se nos acababan las cosas parábamos en una ciudad a comprar y aprovechábamos de entrar a los baños de los restaurantes, donde nos lavábamos y nos afeitábamos. A la altura de Copiapó empezaron las primeras discusiones. El Aránguiz se peleó con el Cristópoulos y lo quiso bajar del auto, pero el Cristópoulos no le aguantó y alguien logró imponer la cordura, pero el Aránguiz quedó amurrado y no se le vino a pasar hasta que llegamos a Arica, donde nos quedamos varios días dando vueltas por la plaza, medio separados, cada uno por su santo, sin decidirnos a pasar a Perú, hasta que al llegar a Lima nos peleamos entre todos y el grupo se deshizo. Yo me quedé un tiempo más y después me pasé a Paraguay, el Aránguiz volvió con el Traverso en el auto y el Cristópoulos tuvo que trabajar en lo que fuera para pagarse el pasaje de vuelta. Después me contaron que el auto entró piola a Rancagua, poco menos que con el motor apagado, de noche. Los cabros se bajaron con la cola entre las piernas y cada uno entró a su casa sin hacer un ruido, lo mismo que el Cristópoulos cuando descendió del bus". Todos reímos, un poco menos mi papá, pero la verdad es que ya a nadie le importaba demasiado esa aventura. De una parte, Rancagua es una ciudad de memoria frágil, que olvida a sus hijos como si fuesen bastardos y el Séper, el Traverso, el Aránguiz y el Cristópoulos no tenían las jinetas necesarias como para ser la excepción. De otra parte, era tiempo de recogerse. La orden tácita de finalizar la hora de visitas había sido dada por el mismo enfermo, que recobraba sus dolores.
En cuanto al Miguel, el más pequeño de todos, podía considerarse su producción en la cancha como una yapa. En el fondo, todo en él siempre ha sido una sorpresa, un regalo inesperado. De niño le decíamos Gl, pero con el tiempo sus virtudes de acciones silenciosas le ganaron el apodo de Mandrake, sobre todo por las maravillas que podía hacer con el dinero, tan escaso en los sesenta, los setenta, los ochenta y mejor no sigo. Se desprendió de sus capas de niñez del mismo modo que ganó en recelo y neura. Se forró de pequeñas obsesiones y hasta hoy jamás deja de asegurarse hasta tres veces de que la puerta y las llaves del gas han quedado bien cerradas. No es el mismo de ayer; está irreconocible. Cuando chico exhibía una sinceridad que nos avergonzaba. Dónde van, chiquillos. Al estadio, tío Pablo. ¿Tienen plata para la entrada? No, tío, porque cuando el de la puerta pide la entrada, los grandes se la pasan y nosotros nos colamos por abajo. Clásica es su anécdota de la clase de catecismo a la que llegamos el Vitorio, el Miguel y yo en una bicicleta. La profesora, una joven muy hermosa de la cual el Vitorio y yo estábamos enamorados, nos salió a despedir al terminar la clase. Cuando vio la bicicleta estacionada nos preguntó cómo nos iríamos. "El Hugo maneja, el Vitorio se va sentado en el marco y yo me voy corriendo atrás", le contestó el Miguel. A esa inocencia unía otra característica, la de un estómago aterrorizado por el movimiento. Si se subía a una liebre vomitaba a la segunda cuadra, qué decir de la tentación del carrusel. En una feria Fisa se dio el lujo de vomitar desde la cima de la rueda de Chicago a casi todos sus ocupantes. La Mirita, conociéndolo bien como la madre suya que era, le pasaba una bolsa de plástico para que se la pusiera en la boca cada vez que se subiera a una liebre. Un día se la sacó al momento de bajarse y vomitó en la escalera. Con esos antecedentes uno juraría que no le gustaba andar en auto. Pero no era así; le encantaba, como a todos nosotros, sobre todo si el chofer era el tío Pablo y la invitación era a buscar una canchita para jugar una pichanga en las afueras de Rancagua o en Codegua. Si se trataba de un terreno al tuntún la pichanga la jugábamos entre nosotros y duraba poco. Pero si nos llevaba a Codegua, donde sus tíos y sus primos, el partido era más serio, Los Mardones contra Los Huasitos del Campo. El tío Pablo al volante y nosotros dispuestos como sardinas en los asientos de un viejo Ford que quedaba en pana unas dos veces de ida y tres de vuelta. El tío Pablo enfilaba por el camino Longitudinal y después se metía por un camino de tierra, la mejor parte, porque al enfrentar los altibajos de la vía daban cosquillas en la guata. De ida nos íbamos contando chistes; casi todos corrían por cuenta del Julio, que hacía sana ostentación de su memoria privilegiada. Nosotros decíamos un número y él contaba el chiste archivado mentalmente para esa cifra. De vuelta nos veníamos cantando hasta quedarnos dormidos. Despertábamos en la esquina del quiosco y cada uno a su casa.
La gracia del tío Pablo era que entraba a la cancha con nosotros; era uno más de Los Mardones. Era chofer, entrenador y jugador y nunca retaba, como mi papá, que era un criticón y no dejaba jugar tranquilo. El tío Pablo era malo para los negocios, cambiaba autos nuevos por viejos, pero su risa fácil contagiaba y a cada uno le dedicaba al menos una frase durante el partido y después del partido. Frente a la gravedad y los tormentos de mi padre, que vivía atrapado por sus recuerdos, la levedad del tío Pablo se le antojaba un bálsamo a mi personalidad estresada.
Y ya que hablo de mí... quedo yo, el Hugo, el Chiruguín, promesa incumplida de la punta derecha, con ese estilo de juego escondido que da el zarpazo inesperado, ese estilo ideal para contar historias, historias de primos que ni se acercan a las de Saul Bellow, tal vez porque acá en Chile, acá en Rancagua las cosas son diferentes de las que suceden en las calles de Washington, Chicago, Nueva York. O porque Saul Bellow es de otra raza, derechamente de otro calibre. Aquellos primos del Premio Nobel, gordos de cabezas gigantes, ridículamente geniales, con varios ceros en la cuenta corriente, enhebrando nuevas teorías filosóficas para reencantar al mundo, aquellos primos pareciera que tenían tanto qué decir, ideas densas, figuras enrevesadas, aproximaciones impensadas a la vida diaria. Y los primos míos, ¿qué? ¿Con qué se quedan? ¿Con qué me quedo? Con los fluctuantes millones del Vitorio, los millones provincianos de Gl, las escuálidas arcas de Maravilla Gamboa y el Séper, que de galán de América derivó en allegado en la casa de su hermano; el extraño tránsito del Rigo por calles que le son suyas sin pertenecerle, el Lucho y sus condecoraciones militares, el Julio embalsamado. Todo un mito, una orgullosa impronta grabada a fuego en el escudo de armas de Los Mardones.

miércoles, mayo 21, 2014

La perfección del inconsciente

Arribó a la playa como un estropajo humano, poco menos. No provenía de tierra adentro sino de las olas del mar, provenía del naufragio.
En la cabina, dos hombres intentaban zafarse de sus enormes dificultades. Atrapados en la fe de los desesperados se movían lentamente, como jaibas, y daban miedo.
La eternidad que encerraba ese minuto quedó reflejada en la perfección del inconsciente. No había nada que agregarle al destino; cualquier asomo de explicación, un tímido intento de ahondar en detalles hubiese sido adorno.

miércoles, abril 30, 2014

Sol de invierno

Me es difícil escribir sobre los defectos de mi padre, porque lo quise y aún lo amo, en su ausencia. Si lo hago no es para humillarlo, sino para lavar mi alma, para sepultar cualquier resentimiento pegajoso y así, salvarlo a los ojos del mundo y por qué no, de Dios. Él sabía esto, sabía lo que yo pensaba íntimamente de él, le comentó un día a mi madre que siempre lo supo, lo que lo engrandece, pues quiere decir que era consciente de sus faltas y que ellas lo superaban. Ahora que está muerto y reviso estas notas, escritas cuando estaba vivo, pienso que tal vez sus acciones fueron ordenadas para templar mis emociones, para que yo sintiera desde niño y con toda su fuerza el peso del destino.
Dicho esto, doy el paso a los hechos de ayer, como si sucedieran hoy.
Mi padre, que vive anclado a su infancia, sale de casa temprano un domingo en la mañana, sin decir dónde va. A mí se me llena la cabeza de inquietud cuando lo siento salir. ¿Estará yendo otra vez a la cantina? Pero ¿tan temprano? Es lo que temo. A partir de ese momento nace para mí un angustioso y turbio día de espera. Recuerdo, avanzada la mañana, que durante la semana les escuché hablar a mis compañeros de curso sobre una sinopsis que anunciaba la atractiva matiné dominical del cine San Martín. En la sinopsis se proyectaban episodios de la  historia de Chile, entre los cuales aparecía el dibujo animado de un pájaro muy similar a Condorito. Es un momento de esperanza, el de ese recuerdo salvador. Le pido dinero a mi madre y después de almorzar me voy al cine. El cine es una buena solución: le dará tiempo más que razonable a mi padre para que vuelva a la casa mientras disfruto la película.
La sala esta semivacía. Desde el suelo surge un penetrante olor a cera. La película resulta ser un documental. Una pesadilla. Un collage ininteligible en contenido, sonido e imágenes; un rompecabezas incompleto, lleno de cortes. Un baile de hilos negros sobre los lechosos fotogramas. Condorito aparece medio minuto; es una imagen recortada de la revista contra un fondo ridículo, utilería de aficionados.
La película llega a su fin. Salgo apesadumbrado; piso las calles, que son calles provincianas de domingo. Calles tranquilas, fantasmales, calles de hielo. La vida sólo me llega a través del eco apagado de una multitud en el estadio y del ruido de mis propios tacos al chocar contra la acera. Muerte, para mí, es todo lo que me rodea. Entro a la casa, miro rápido, como el rayo, y no pregunto, porque no hace falta. Me voy al dormitorio y me tiendo en la cama. El sol de invierno se cuela entre las negras hojas del naranjo y cae en minúsculos rayos sobre la colcha amarilla de mi cama. Los rayitos de luz son como el tic-tac del reloj de pared: avanzan lentos e implacables por la habitación hasta que desaparecen, presagiando la llegada de la noche.
¿Fue pintado mi corazón de niño por la acuarela de la vida o fueron mis propios pinceles, antes que nada, los que les dieron el color a las cosas? Esa larga espera sin esperanza, sabiendo que lo que restaba de esa tarde de domingo ya no importaba mucho... ¿Fue el origen del estado de ánimo que desde entonces parece acecharme en cada esquina?
En esos tiempos las emociones no se diagnosticaban ni menos se trataban. El sufrimiento, la ira, la humillación formaban parte de la vida y si hubiese existido el remedio a través de una píldora se habría considerado remedio de mariquitas. De modo que tenía que aguantarme. El dolor no debía expresarse, y además a pocos les interesaba. Pues, ¿qué sacaba con decir "mamá, mi papá no ha vuelto y eso me hace sufrir"? ¿Qué sacaba con recibir una palabra de esperanza, o de ternura, si la píldora milagrosa no la teníamos ni mi madre ni yo?
Pensaba que al Vitorio no le afectaban esas escapadas de nuestro padre, no le hacían mella, no le abrían fisuras en el alma, pero décadas más tarde, en una conversación de hombres, de hermanos adultos, me confesó que sí, aunque de otra manera. En cuanto a mí, sospecho que pudieron ser la raíz del pozo negro en el que caigo cada cierto tiempo, por a, por be o por ce, y del cual no logro salir sino al cabo de días o semanas. En síntesis, diría que mirada desde este punto de vista, la verdadera vida para mí no es el goce de estar vivo sino un fenómeno imposible de manejar, una bandada de cuervos posados en una rama que interfieren la vista del horizonte, por lo demás oscuro. Está lo bueno y está lo malo, pero lo malo es demasiado apabullante para ser afrontado; debe esperarse con los dientes apretados que transcurra; algo así como una metáfora de la cobardía, lo opuesto a la acción de los pioneros, los generales, los grandes santos.
Tenía 27 años; ya estaba casado, habían nacido dos de mis tres hijos, contaba con una profesión y un trabajo. Una noche de domingo, después de las noticias, el Canal 13 comenzó a proyectar una película que se iniciaba con un accidente y un herido trasladado en camilla a una clínica. No me entusiasmó el argumento y apagué el televisor. Me fui a la cama; mi mujer y mis hijos dormían. Había terminado la semana y al día siguiente comenzaba otra. Al meterme a la cama, aquejado de insomnio, de pronto me vino una sensación de miedo y me asusté. Mis pies rozaron los de mi esposa. Bastó eso para que el miedo se transformara en pánico. El corazón se me apretó, una brusca sudoración empapó mi cuerpo y el estómago se me hizo un nudo. No sabía lo que me estaba pasando y con esa sensación me dormí. El lunes, al despertar, sentí que había pasado un minuto. La horrible sensación seguía allí, dentro de mi cuerpo y de mi cabeza, lacerante. Duró tres días completos, durante los cuales no probé un solo bocado. Al cuarto día me brotaron espontáneamente ideas suicidas, pensamientos de autodefensa. Ideaba tomar el auto, conducir al Cajón del Maipo y arrojarme al río. En cuanto a la realidad, mi esposa llegaba de su trabajo y yo la miraba y pensaba si alguna vez volvería a reírme a carcajadas, a disfrutar de la vida. No hallaba qué decirle, porque no sabía qué tenía. Pasó una semana, de intenso sufrimiento. Seguía trabajando, haciendo como si nada, rumiando la angustia en silencio. Entonces recurrí a una psicóloga, luego a un psiquiatra y así estuve dos años intentando conocerme a mí mismo. Por esos días, al menos en Chile, la psiquiatría no había hecho referencia alguna a los ataques de pánico, de modo que cuando le preguntaba al doctor Sepúlveda qué padecía, me decía neurosis, otras veces distimia. Con el tiempo aprendí a controlar mis caídas, a soportar -ahogado en la obsesión y la desesperanza- los días que dura cada una de ellas.
Por esos mismos tiempos, hablando un día con mi padre, me contó algo que me llamó la atención. Recordaba un verano en que se hallaba de pie bajo el parrón de la casa de De Geyter cuando mi hija mayor, en ese entonces de dos o tres años, le habló en su tono infantil, invitándolo a jugar con él. Mi padre comentó que al sentir su voz inocente y escuchar su petición se le nubló el alma, se le apretó el corazón y sintió deseos de huir hacia ninguna parte: había sufrido un ataque de pánico y lo ignoraba.
Todo esto me hace conjeturar que la verdadera vida es la que vivimos interiormente y que el peor problema no reside en aquello que lo desencadena sino en las vueltas que le da el pensamiento. La obsesión de volver una y otra vez a él, de día y de noche, es horrible y se asemeja a la gravedad que emana del centro de la tierra. El hombre atado a su mente, el hombre preso por dentro. El hombre que ansía huir y se droga, bebe, se evade para volver a entrar al remolino que lo llevará aún más abajo. Veo a la gente en la calle, a la gente que escribe en sus teléfonos inteligentes en el Metro, a los que cruzan los semáforos, a los que entran a los hospitales, a los que salen de los estadios, a los que comen en las fuentes de soda, mirando al vacío, y me pregunto cuántos de ellos estarán sufriendo, cuántos vivirán condenados a presidio perpetuo interno, sin esa opción de libertad bajo fianza que la fortuna me asignó, cuántos disfrazan sus mentes esclavizadas a sí mismas con gestos malhumorados, rabiosos, violentos, cuántos hombres se separan de sus mujeres por aquella cadena invisible que les ahoga el espíritu, cuántas hijas dejan sus hogares, cuántos niños se pierden en las clases, cuántos gobernantes deciden declarar la guerra, cuántos jueces fallan por inercia.
Una tarde, me parece que también de invierno, nos hallábamos los cuatro en la casa nueva, la que tanto le había costado adquirir a mi mamá, tantos años de reuniones vespertinas en las frías salas de la Escuela 2, tantos profesores primarios juntando cuota tras cuota hasta reunir el soñado pie con el que se pudo acceder al préstamo y dar inicio a la construcción; allí veíamos pasar la tarde en la casa de la Covimar, Cooperativa de Vivienda del Magisterio de Rancagua, en la calle Eduardo de Geyter, número 566, cuando sin decir agua va mi madre empezó a quejarse y luego a sollozar. Le faltaba el aire, nunca había visto algo así. La situación se tornó grave. Pensé en un ataque al corazón y me desesperé, porque no sabía qué hacer.
Mi padre se paseaba por la casa; en vez de alarma mostraba una indiferencia que se parecía a la ira, pero ira de qué. Mi madre se moría y él parecía contrariado ante la idea, molesto ante el hecho de verla en tan mal pie. Parecía decir con su actitud Fani tú no tienes derecho a la fragilidad, levántate ahora mismo, déjate de andar haciendo show y continúa tu rutina. ¡Llame al doctor Cañas!, le grité entonces, arrojándole a la cara su inactividad. Mi madre se había echado en el sofá, suspirando, con los ojos entreabiertos. Apenas respiraba. Me senté junto a ella y la abracé. Con el rabillo del ojo vi a mi papá: estaba discando por fin el teléfono. Le contestó el doctor Cañas; mi papá le pedía que viniera. Miré a mi mamá; ella me miró a los ojos y me dio un consejo que se me quedó grabado a fuego. "Hijo, sé siempre bueno", me rogó. Le besé la frente y lloré, angustiado.
Cinco minutos después un auto estacionó frente a la casa. Bajó el doctor Cañas; vestía un delantal blanco sobre el terno oscuro y portaba un maletín negro. Mi papá le abrió la puerta y le mostró a mi madre. El doctor sacó el estetoscopio y la examinó brevemente. No le halló nada grave: era solo un estado de angustia. Le puso una inyección y se fue. Mi padre no exteriorizó emoción alguna; a mí me volvió el alma al cuerpo y la casa recuperó su aspecto de siempre.
De él heredé, calcada, esa frialdad de hielo para enfrentar situaciones como aquella. Consiste en ver en los problemas de los demás un peso nuevo sobre mis espaldas, un estorbo mayúsculo. Esa actitud constituye uno de mis grandes defectos.           

lunes, abril 07, 2014

Connor Brooks, el astronauta licuado

La angustia ante la página en blanco, mal que parece no afectarme. Cuando me llega el momento de escribir cierro los ojos o me inclino en la mesa y luego de unos segundos decido el tema, que generalmente tiene que ver con lo que pasa en mi alma, con lo que he visto en la calle, con algo que me ha sucedido últimamente, con la lectura de un libro que despertó mis propias musas o con el simple ejercicio literario, el desafío de partir de la nada. En el camino se va armando el argumento y ya sé que nada saco con huir hacia territorios inexplorados, pues todo vuelve al redil. A eso le llamaría estilo, pero también limitación, miseria literaria. Miseria de la que en todo caso no reniego, pues soy de los que se abanderizan con la idea de que lo moral está en la honestidad y no en el experimento por el experimento.
Es muy raro que si he optado por escribir un relato corto me salga uno largo, es decir, un cuento. Pero me pasó hace poco, con "El palacio azul". Originalmente pensaba en 12 líneas y terminó en 120. Y perfectamente podría llegar a las 1.200. Tal vez lo someta a revisión.
Retomo la escritura de este ensayo tras haberla suspendido durante media hora para hacer mis tareas del turno de noche en el diario. Releo ahora el primer párrafo y pienso que más de un lector, alterado por la presunta soberbia y el narcisismo que se desprenden de sus conceptos, lo repudiaría y abandonaría sin más la lectura. ¿A qué hablar tanto de sus cosas? ¿Qué me interesa de dónde procede su inspiración, si lo que yo quiero leer son historias o fantasías que me distraigan, me den placer, me hagan pensar o me interpreten? Allá el lector con sus fundadas críticas, yo debo continuar, pero le anticipo, por si aún me está leyendo, que este ensayo desembocará efectivamente en una fantasía, en un rapto de locura.
He tardado diez o quince años en descubrir que mis palabras le deben más a la poesía que a la crónica, la prosa o el drama. Alguien me lo tuvo que decir. De allí que no me cueste enfrentar la pantalla en blanco: yo escribo acerca de mi vida, y mi vida es como todas las vidas, novedosa. Todo cambia para que todo siga igual. Si cada uno escribiera sobre su vida las estanterías del mundo no darían abasto, pero todos nos conoceríamos mejor. El de allá tiene la cabeza hueca, la de acá pretende ser más de lo que es, a esa otra la timidez se la come, el de la esquina esconde pensamientos retorcidos, a ese de ahí le preocupa más la sociedad que el individuo. Luego estaría el problema de determinar qué es arte, suponiendo que esa fuese la meta de todos los habitantes del mundo, crear arte, lo que no es así, porque a la gran mayoría le importa un rábano hacer arte, porque del arte no se vive y porque hacer arte es vivir insatisfecho. Y aunque me pese luego esta osadía, debo apostar a que la inmensa mayoría de los habitantes del mundo se sienten satisfechos, descontando un par de problemas que si se ajustaran los dejarían conformes.
Anoche, ante la página en blanco, escribí:
"-Estás cansada.
-¿Por qué lo dices?
-Se te nota en los ojos" -y paré, borré lo escrito: no iba hacia ninguna parte. Mis compañeros del turno, Marco Valeria, Fredes, Enrique Ábrigo, Willy Gómez, el Pastorcito, Luis Eduardo Cisternas, se paseaban silenciosos por el piso de la crónica, examinaban las páginas, las sometían al escrutinio del corrector de pruebas, nadie sabía en qué pensaban, pero el resultado visible era una atmósfera tranquila de sábado por la noche. El bullicio del barrio Bellavista no entraba a la sala periodística. Pero tampoco ese era un tema para abordar, el de una noche de turno, de modo que tiré la toalla y dejé la página en blanco para otra ocasión.
Esta mañana, en el baño, sentí un largo pelo suelto sobre el brazo izquierdo. Al rascarme las tetillas volvía la sensación del pelo en el brazo. Sin lentes no podía cerciorarme de qué se trataba, pero me dio la impresión de que no había ningún pelo suelto en mi brazo y de que estaba experimentando un extraño efecto, el de que algo dentro de mi cuerpo hacía que tuviera la percepción de que un largo pelo se me había depositado sobre el brazo. Imaginé entonces un breve relato de locura y apenas salí de la ducha abrí el computador e imprimí la idea, para que no se me olvidara. Dejé escrito "rapto de locura. el astronauta en marte. filamentos, va siendo rodeado. noche de turno, ideando una historia para seguir vivo, los demás compañeros se mueven viendo sus páginas..." y apagué el computador, acicateado por mi mujer, que me aguardaba en el patio para iniciar el paseo en bicicleta, el paseo dominical que durante toda la semana está ansiando la Cleo, nuestra falsa perrita labradora. En Providencia, a pocas cuadras de la Plaza Italia, mi mujer se entretenía viendo la Gran Maratón de Santiago, pero yo solo quería volver a terminar el cuento; sentía que de nuevo había un motivo para estar vivo. Hubieron de pasar varias horas para retomar el ensayo -o para comenzar el cuento- y recién lo puedo hacer a esta hora, las dos de la mañana.
El astronauta Connor Brooks, aislado en Marte por problemas circunstanciales, no considera que la angustia sea una fuerza que lo supere, y eso mismo tuvo en cuenta la comisión que lo eligió para cumplir esta tediosa misión. No es eso entonces lo que lo preocupa, sino la razón de que su traje se esté poblando de filamentos que a primera vista no resisten explicación alguna. Connor Brooks lleva en Marte varios años y le han prometido un relevo "dentro de pronto", pero ya comienza a hacerse a la idea de que lo han engañado. Antes de viajar sus amigos le advirtieron que detrás de la oferta había gato encerrado, pero Connor Brooks no les creyó y atribuyó dichas aprensiones a la eterna envidia humana, aplicada en su caso al hecho de recibir un regio departamento amoblado en el piso 344 con vista a las llanuras y a los bosques -aislado de toda contaminación, de esos que ni siquiera obligan a sus ocupantes a bajar a la urbe, pues allí el complejo cuenta con todo- a cambio de un viaje de tres años a Marte. Sus amigos se quedaban en los suburbios, él subía a lo más alto del centro. Pero los tres años ya se han convertido en ocho, con la esperanza cada vez más lejana de un relevo.
De la Tierra no llegan buenas noticias. La guerra ha cortado de raíz ciertos presupuestos, pero siempre le aseguran a Connor Brooks que el de la compañía espacial permanece inalterado, que ese no es el problema, que el problema es otro, un problema puntual, pedestre, de fácil solución. Connor Brooks los ha escuchado a la distancia, sin decir nada. No es de aquellos coléricos que reclaman ante el menor inconveniente, por algo lo seleccionaron para un viaje como ese. Por las noches, luego del habitual paseo a pie por las arenosas anfractuosidades de Marte, Connor Brooks ingresa a su medianamente estrecho cubículo y abre la botella de whisky, saca dos cubos de hielo del refrigerador portátil y se regala una altura de dos dedos para el vaso. El líquido le recuerda sus mejores tiempos en la Tierra, las mujeres que dejó, el sacrificio hecho por ellas, y se lo bebe de un trago. Entonces, con la mente caliente, pone música, Bach de preferencia, y lee un buen libro. El aparato digital contiene una biblioteca entera, que a pesar de todos los avances en materia de lectura veloz ni siquiera en cuarenta años podría ser absorbida por mortal alguno. De modo que en el peor de los casos, la vida de Connor Brooks, lo que le resta de vida, se adivina de lo más placentera.
Aquella noche de la que estamos hablando, Connor Brooks seleccionó la obra de 350 páginas "Informe fallido sobre el paso de una sombra y otros relatos descabellados", del escritor chileno Sergio Mardones, quien viviera entre los siglos 20 y 21. Cuando llegó al relato titulado "Connor Brooks, el astronauta licuado" el corazón se le fue a la boca, asombrado de que un autor visualizara con tantos siglos de anticipación y tan matemática exactitud el asunto de los filamentos que comenzaban a cubrir su traje de astronauta, así como los motivos que lo habían llevado a viajar a Marte, las advertencias de sus amigos, incluso el sacrificio que llevó a cabo por las mujeres de su vida. Connor Brooks, quien como ya hemos dicho es capaz de leer un libro como aquel en cinco minutos, al igual que cualquier humano de su tiempo, ralentizó la lectura, consciente de que la página siguiente sería la definitiva. "... El astronauta licuado..." se repetía una y otra vez, sin acertar a dar con el significado del título. Por la ventana divisó la presencia de su vecina de todas las noches, la araña marciana, animal insignificante que bajaba del monte rojizo para sentir un poco de ese calor que desprendía la sangre humana. Con el pulso acelerado esperó unos segundos y luego se atrevió a avanzar la página: el cuento había terminado. Para él, el cuento había terminado. Le siguió otro relato acerca de un café, intrascendente, sin interés alguno para su vida, su presente y su futuro. Por más que volteara su aparato digital para todos lados la trama seguía siendo la misma. Inmerso en un mar de dudas que nublaban su destino, Connor Brooks se entregó a un afiebrado ejercicio de interpretación, última posibilidad de entender lo que la última página le había negado. ¿Por qué se había mencionado al pasar a su compañera de cada noche, ese "animal insignificante" que bajaba del monte rojizo? Aquel detalle que había pasado por alto durante ocho años lo había descolocado. ¿Qué deseaba insinuar el autor con su presencia, acaso un velado peligro? ¿Y a qué obedecía ese atisbo de frialdad dado a su carácter, cuando al escritor le constaba que Connor Brooks no era así? ¿Por qué el cuento de su permanencia en Marte, narrado con trazos tan ambiguos, generales, ocupaba el mismo o acaso menos espacio que el relato en su conjunto? ¿No se quiso profundizar en su historia a propósito o esa laguna se debía a un caso más de negligencia literaria? Preguntas como esas, que se hacía no por vanidad, sino por una necesidad urgente nacida de la insólita oportunidad que le había brindado ese libro, la de conocer su verdad, de una vez por todas. Sin dominar las respuestas, imposibilitado de descifrar la paradoja de un código ajeno a su persona, pero que le pertenecía únicamente a él, maldijo entonces al escritor, que en vez de golpear con un final brillante prefirió volcarse en digresiones y recuerdos personales, dejando su cuento en suspenso y a él, abandonado a su suerte.
Acostado, con los ojos abiertos, la vida de Connor Brooks se mezcló con mis propias sensaciones: eché de menos el calor humano, el contacto de una piel con otra en medio de la oscuridad y me sentí vivo solo a medias. A esa misma hora cuántos matrimonios dormirían abrazados, cuántas guaguas soñarían dulces sueños en el pecho de su madre, pero también cuántos seres habrían comenzado ya a dormir el sueño de la muerte, cual si fueran una gata, nuestra Diana, coagulada su sangre hace dos días, rígido su cuerpo a medio metro bajo tierra. Antes de cerrar los ojos se me vino a la memoria el verdadero Connor Brooks, desconocido titular de la tarjeta de crédito que hallé olvidada, palpitando, dentro del cajero automático del barrio Lastarria. Mi pobre dominio del idioma inglés me impidió llamar a la sede de su banco en Canadá; cuando una colega dio el aviso por mí le contestaron que ya había sido bloqueada.

sábado, abril 05, 2014

La trucha

Nos acercábamos a la playa de Inglaterra; el día estaba nublado, agradable, las nubes teñían las arenas de un ocre suave y las confundían con el pastizal amarillento que le abría el paso al desconocido horizonte. Al acabarse el sendero esperaba ver el mar confundido con la bruma luminosa, pero ante mis ojos apareció un arroyo cristalino y serpenteante que recorría el plano ubicado bajo las alturas en que me hallaba. A primera vista era menos de lo que esperaba. Un arroyo frío y verde, silencioso; sin embargo bastaba aguzar la vista para descubrir las truchas. Una de ellas, la primera que vi, se desplazaba contra la corriente y había quedado semi astascada entre unas piedras que salían a la superficie. Trucha preciosa, parecida a un lenguado, gris como el acero. Se hallaba a unos 20 metros de distancia, pero había que bajar para pescarla, y no existía la facilidad para el descenso.
Seguí el trayecto del arroyo; luego de una vuelta en u se me presentó del otro lado. Ahora había que cruzarlo para llegar al hotel, donde ya ingresaba mi familia. Pero estaba el asunto de las truchas. Las veía, mejor dicho se me ofrecían ellas mismas, apenas camufladas en el agua, enormes. Con una dosis no exenta de cobardía quise meter la mano por el borde de una de las paredes que encajonaban el arroyo para pescar una y -para mi sorpresa- ella misma saltó a mis brazos. Era una trucha de excepción, cuya cola remataba en unos flecos. Alcé el trofeo, orgulloso, para exhibirlo a mi familia, pero lamentablemente ellos ya habían ingresado al hotel.

lunes, marzo 24, 2014

La señora que barre

Ese caballero que pasa ante el gran salón de arriendo y venta de disfraces, ese caballero de pausado andar que me ve barriendo las hojas del otoño, barriendo para que el frontis de la tienda luzca presentable e invite a entrar, ese caballero que se viene preguntando si habrá otra vida que no sea esta, para qué vivimos, por qué cada hombre hace cosas diferentes a las que hacen otros hombres, preguntas inútiles, propias de filósofos, de astrónomos, de teólogos, no de personas como él, preguntas del tipo de si hay anhelos más sublimes que otros, de si al final de cuentas la concupiscencia es solo un deseo más, tan valioso como el de darse a Dios para honrarlo sobre todas las cosas, preguntas invisibles sobre mi propia esencia de persona que barre la vereda, como por ejemplo por qué decidí comprar este local para vivir de él o tal vez por qué decidí trabajar aquí, darle mi vida de empleada, a cambio de un sueldo insignificante, al rubro del arriendo y venta de disfraces, a sabiendas de que adentro de la tienda penan las ánimas y de que sus únicos moradores son Dráculas roñosos, tarántulas empolvadas, coronas regias de cartón piedra, capas de espadachines fabricadas con seda artificial, trajes de payasos tristes, máscaras de gorila, máscaras de Chaplin; ese caballero se viene haciendo esas preguntas y hasta se ha compadecido de mí al hacérselas porque no conoce mi vida, no sabe lo que pienso y no sabe cómo pienso. Desfila por su mente un carrusel de imágenes y se engaña al incluirme en ellas, cree que con dos datos es capaz de reconstruir el mundo y que si lo reconstruye día a día responderá al fin las preguntas que le martirizan los sesos.
Le contestaré algo que lo dejará de una pieza.
De partida, me gusta mi trabajo. Enseguida, soy clarividente; lo que él presume yo lo veo de verdad, aunque mi poder es limitado, se opaca a los tres metros y se esfuma a los diez metros. Cuando pasó y me vio barriendo las hojas del otoño vi sus contradicciones con toda nitidez, supe lo que había hecho esta mañana, lo que se proponía hacer en ese instante y los planes que tenía para el resto del día; vi también sus preocupaciones, como la que incluía a mi persona, pero a los siete metros todo me pareció difuso en él y a los diez metros solo fui capaz de ver su espalda saludable y sus piernas fuertes, pero blancas, faltas de sol.
¿Querrá saber más el caballero?
Si yo barría era para distanciarme de la tienda de disfraces. Una vez que entro, mi mente sí que se puebla de historias, pero no de historias imaginarias, sino de historias reales. Cada disfraz me cuenta cien historias, cada máscara me relata las grandezas y miseras de sus arrendatarios. Un día vino una pareja y se llevó la máscara de Chaplin y la máscara de gorila. Al día siguiente estaban de nuevo en el local: las habían usado para hacer el amor, él vestido de gorila, ella de Chaplin. Un anciano arrendó la de gorila para una noche de Halloween; un fracasado llevó la de Chaplin a un concurso de talentos, pero no se vio en pantalla porque no pasó la prueba de selección. Con la tarántula y el espadachín he sabido de anécdotas sabrosas, juntas y por separado. Los ojos de la araña le infunden terror al mirarse el disfrazado ante el espejo, eso lo he visto muchas veces, y aun así aquel traje es uno de los más requeridos. Uno de los tantos espadachines que recuerdo hizo dedo y viajó dentro de un camión cargado de caballos vivos. Los caballos sacaban la cabeza por la baranda, iban al matadero y les sudaba el pelaje; el espadachín imaginó que si se ponía allí mismo el disfraz y montaba uno de ellos, a riesgo de parecer ridículo ante los demás conductores que lo mirarían extrañados en la carretera, le brindaría al caballo un motivo glorioso que lo haría morir eufórico, le regalaría una muerte de héroe, pero todo quedó en sus pensamientos, porque le dio vergüenza proceder. El payaso no se usa tanto para fiestas infantiles como para ceremoniales satánicos, está de moda. Al payaso le presentan un gato a los pies de una tumba y el payaso lo degüella y la secta bebe de su sangre antes de arrojar al gato detrás de una lápida. Luego huyen, saltan la pandereta y se disgregan entre los cerros del puerto. El traje vuelve a Santiago y por más que haya sido lavado con detergente no puede ocultar el propósito perverso al que ha sido sometido.
Estaría toda la vida contando historias como esas, pero no quiero molestar: la concentración es un tesoro precioso en estos días; no se debe abusar de ese poder, y el que lo hace no abandona sino que es abandonado.  

miércoles, marzo 19, 2014

El sillón del director

Un castillo medieval. Un vampiro a la antigua sediento de sangre. Una mujer rendida, de ojos entornados, en postura decadente. Una escalera de piedra. Un foco intenso a contraluz. Un megáfono. El sillón del director. Un mordisco a la distancia. Un mordisco a la distancia. Un mordisco a la distancia. Un mordisco a la distancia. Un casino a media luz. Un auto a la salida. Un chofer ansioso. Un timbre, una campana. Un camerino un actor demacrado. Un camerino una actriz viciosa. Un cine rotativo. Una cartelera con afiches. Una de vampiros. Un boletero. Una platea trasnochada. Un acomodador. Una linterna. Un vampiro viéndose a sí mismo. Una actriz. Un chofer. Un farol. Un auto vibrando en la penumbra. Un hotel de dos estrellas. Un actor. Una escalera de madera. Una habitación doble. Una lámpara de velador. Un televisor. Un baño. Un vaso de leche. Una actriz. Una escalera de madera. Una habitación doble. Un saludo. Un tocador. Un cigarrillo. Un bostezo. Una mueca de disgusto. Una cama de dos plazas. Un ronquido. Un chirrido persistente. Una pantalla de nieve.

lunes, marzo 17, 2014

Transmitían amor

Estaban tomados de las manos, y aún no amanecía. Enlazaban sus dedos fuertemente; en la oscuridad de la noche los dedos eran como eslabones de una cadena, pero no eran eslabones fríos, porque transmitían amor, un amor correspondido, mezcla de alivio y pesadumbre que no necesitaba más que de la unión de las cuatro manos para manifestarse. No se decían nada, les bastaba a sus cuerpos recostarse de lado y a sus manos, unirse de frente. Cuando despertó se imaginó que ella había muerto.
Jamás la pudo ver a los ojos, no supo amarla, no supo desprenderse de sus propios defectos y hoy, muchos años después de la historia que lo dejó marcado, sólo poseía la esperanza de soñar con ella.

domingo, marzo 09, 2014

El oficio

-Buenas tardes.
-Buenas tardes, señora.
-Mire, lo estoy llamando porque... usted no sabe... usted no me conoce, pero yo soy vidente.
-Dígame qué se le ofrece.
-¿Se da cuenta cuántos temblores en los últimos días?
-Sí, ha temblado harto.
-Yo soy vidente, veo ángeles... pero no vaya a pensar que estoy loca. La última vez que vi un ángel fue antes del gran terremoto. El ángel me anunció el terremoto, pero usted no me va a creer.
-¿Piensa usted que se avecina un terremoto?
-Eso es, como usted dice. No estoy loca, no lo vaya a pensar. Aló. Aló. ¿Me está escuchando?
-Sí señora, la escucho.
-Yo veo ángeles, pero no estoy loca. Ayer se me subió una gallina a los brazos, igual que la otra vez. Usted sabe que las aves son capaces de anticipar los grandes terremotos.
-¿Cuándo va a ser el terremoto?
-La próxima semana. Va a ser fuerte. Y lo llamo para que se tomen medidas y se proteja a la gente. A los viejitos, a los niños que viven en los edificios. Una gallina que se sube a los brazos no puede estar mintiendo, caballero.
-Muchas gracias por llamar, señora. Déjeme sus datos, porque más tarde la trataremos de ubicar para publicar la noticia.
-Cómo no.

jueves, febrero 27, 2014

Tres actores

Esa tarde de sábado la forma de caminar del conocido actor cómico de la televisión era patética. Lo hacía apoyándose en los muros; no habían dado las tres de la tarde y regresaba a su departamento a duras penas, completamente borracho. Vivía en un barrio acomodado, lo que redoblaba el dramatismo de la escena. No daban ganas de reír al verlo. Inspiraba lástima. ¿Qué más se podría haber dicho de él en ese momento? A juzgar por lo que transmitía su humanidad, se notaba que quería disimular su estado de intemperancia, a toda costa buscaba evitar el escándalo, mantener la dignidad. Más que eso, nada que agregar; era imposible que las razones de su ebriedad disfrazaran la trampa que escondía una mera especulación. Solamente a través de averiguaciones ulteriores con fuentes medianamente informadas o tomando la temeraria decisión de acudir a la fuente misma podría llegarse, tal vez, al origen de esas manos que tanteaban los muros casi a ciegas.
La famosa pareja de actores de teatro irrumpió en su esquina de siempre, en pleno centro de Santiago. La diferencia de edad entre ella y él influenciaba a los transeúntes, quienes los imaginaban rodeados de un halo de ternura. Ella era mayor, unos veinte años; frisaba los noventa. Él, a sus setenta, lucía juvenil. Y sin embargo era evidente, aunque invisible, que no era ella quien desempeñaba el papel paciente y secundario en la relación. Ambos atravesaron la calle del brazo y se acomodaron en una de las mesas del café instaladas en la acera. ¿Qué más se podía decir de los dos? ¿Que ella poseía un imán imposible de resistir para el metal que él pudiera llevar en la sangre? ¿Que ella se aferraba a él como Norma Desmond al cínico encanto de Joe Gillis? No, nadie podría atreverse a afirmar nada parecido. Solo un curioso que desde la mesa de al lado siguiera discretamente el diálogo que comenzaban a sostener podría aventurarse a desprender suposiciones como esas.
Hay momentos en que la comedia humana toma su propio camino. Pensaba titular estas líneas "collage", agregando más historias; la de una mujer que muere de placer al leer las imágenes eróticas que le escribe su hombre; la del complicado razonamiento interno, al modo de Henry James, de dos personas que no se deciden a contarse la verdad; la de la pesadumbre de un amante cuando al escuchar la canción Morgen recuerda que no todo está perdido, porque mientras pueda sentir tristeza seguirá amando a su amada; la del ejercicio de idear un estilo aún no inventado. De todo aquello pensaba escribir inicialmente, pero la literatura me ha terminado haciendo hablar solo de tres grandes actores a los que vi durante un instante con mis propios ojos.

miércoles, febrero 26, 2014

La noticia

-Saliste en el diario.
El hombre abrió los ojos: los tenía inyectados de sangre; ojos de sueño y de borrachera. Volvió a dormirse.
-Oye, saliste en el diario.
-Qué pasa...
-"El gordito que aplastó a la bailarina". Eres tú.
El hombre volvió a abrir los ojos. Le costó entender que estaba en su departamento; vio la hora en el despertador: las dos de la tarde. Otro día más sin trabajar.
-¿Qué dices?
-Saliste en el diario. "El gordito que aplastó a la bailarina". Eres tú.
Trató de asimilar la frase. De la noche anterior no recordaba nada después de que entró al local.
-Qué pasa.
-Saliste en el diario. Mira la foto. Eres tú. ¿No te da vergüenza?
El hombre se incorporó, su chica le acomodó un almohadón en el respaldo de la cama y le puso el diario ante los ojos. La cabeza se le hinchó como globo: miles de agujas hacían presión para que estallara, y no estallaba. Se sentía como en otra dimensión, la cabeza le hervía mientras se enteraba de un capítulo desconocido de su vida. Se trataba de la historia de un gordito pasado de copas que se entusiasmó viendo una pelea en leche entre dos bailarinas de topless, que se subió al escenario sin que los guardias lo pudieran contener y que se abalanzó sobre una de ellas, con los ojos vidriosos, aplastándola bajo la leche que llenaba la piscina de plástico.
Su chica leía junto a él. Desde la cama se veía el lavaplatos, repleto de ollas sucias.
-¿Cómo son las peleas en leche?
-No sé...
-Malo. No me quisiste llevar.
-No friegues.
-¿Me llevas esta noche? Me gustaría ver una.
-Déjate de fregar. Dame un anacín.

martes, febrero 25, 2014

La escritura

Ante sí se hallaba el vasto mundo que el destino le había regalado. En su interior, un pequeño cúmulo de conocimientos que alimentaban su vanidad de niña precoz. Los sentimientos, muy bien guardados, contenidos como tentáculos de pulpo que jamás se asoman a la superficie.
Dijo alguien sobre el pulpo, el octópodo brillante: "Su timidez es una reacción racional basada sobre todo en la prudencia. Si el buceador es capaz de demostrarle que es inofensivo, perderá la timidez enseguida, más rápido que cualquier otra especie salvaje".
Temprano y ayudada por los libros, descubrió sin embargo que en la tierra no existía nadie realmente inofensivo, de modo que optó por hacer de su tímida prudencia el emblema, el escudo que adorna la puerta de su casa.
Mantuvo una relación de cordón umbilical con su madre, pero al morir ésta se guardó las lágrimas.
A los 31 años escribió su primer libro. Allí resumió el pequeño cúmulo de conocimientos adquiridos a través de la lectura y de paso abrió para el mundo una celdilla de tormento.
El rictus de sus labios revela represión, orgullo y amargura; lo contrario que los ojos de Tolstoi, que siendo fieros son profundamente humanos.

lunes, febrero 24, 2014

Suspense

A la orden del Orejón, el grupo ingresó al ducto del alcantarillado y avanzó a través del túnel; la oscuridad era casi absoluta, pero el Orejón ya les había advertido a sus hombres que no encendieran las linternas, él tampoco hizo amago de prender la suya. Adentro se oía solamente el chapoteo de las botas sobre la inmundicia, la fuga de las ratas y alguna maldición pronunciada en voz muy baja, debido al pacto de silencio hecho previamente por el grupo. Nadie podía ver esos cuerpos encorvados, ni siquiera ellos mismos, salvo cuando desde la lejanía se dejaba ver la presencia de una rejilla en la superficie. Cada vez que aquello sucedía, cada 125 metros, se iban dibujando las siluetas al contraluz, dos de ellas cargando un bulto enorme, y ese solo hecho bastaba para que los hombres sintieran un brusco asomo de alegría, ya que ese ambiente no era capaz de generar en ellos lo que podría llamarse una alegría propiamente tal.
En el café, el vocero presidencial, el alcalde, el jefe de la policía y el director del periódico hacían uso de su pausa habitual del mediodía para repasar la jornada diaria. No lo confesaban abiertamente, pero adoraban ser reconocidos desde las mesas aledañas. El local entero se dejaba impregnar por el aroma seductor del grano molido y la fragancia de las tortas y pasteles que pasaban directamente del horno a la vitrina. Un trío de cuerdas interpretaba en un rincón una pieza de Schubert; las notas iban muriendo aplastadas por las conversaciones y carcajadas que brotaban de las mesas. Los mozos, con sus blancos delantales, parecían volar como plumas y sus bandejas surcaban el aire cual aviones, sin jamás chocar. Solamente uno de ellos, siempre hay alguien así, entorpecía la plácida armonía del café con movimientos confusos. No obstante, se trataba de un lunar invisible entre la satisfacción que generaba el ambiente y que experimentaban hasta aquellos rostros de la mesa 21 que debatían el espinoso tema de las últimas semanas, la fuga del Orejón, que le había costado la salida al ministro del interior.
Cuando la vibración electrónica emitida desde arriba le indicó que ya estaban bajo el punto exacto, el Orejón ordenó detenerse. Los hombres que cargaban el bulto se quedaron en su sitio y los demás acometieron la tarea de amarrarlo a las grapas ubicadas en el techo del túnel. La maniobra no resultó fácil. Hubo que darle varias vueltas con alambres hasta que el peso logró resistir, sin peligro para el grupo. Luego el Orejón encendió el mecanismo de relojería y batió las palmas tres veces, señal de retirada.

miércoles, febrero 19, 2014

Signos

De pronto Vargas advirtió, como si recibiera un fogonazo, que todas las señales que llegaban a su mente estaban erradas. No querían decir lo que decían, o tal vez usando mejores palabras, expresaban sus mensajes correctamente, pero eran mensajes vacíos, sin otra misión que hacer rodar al mundo.
La comprensión exacta de una realidad cualquiera se da así, a través de un fogonazo. El receptor es golpeado por un brillo que le descubre el contorno de oscuridad y tinieblas que ha cubierto esa imagen, esa realidad, que siempre estuvo a la vista de los demás.
Vio el aviso luminoso gigante de una disco; reparó en que a todos quienes intervinieron en su diseño, confección e instalación les interesaban realmente otros asuntos, sus propios asuntos, estuvo a punto de añadirse a sí mismo la palabra "secretos". Para ellos el aviso era solo un medio para cumplir sus objetivos. No era el aviso lo importante. Lo importante era otra cosa, la prueba estaba en que ninguno de sus autores se hallaba a los pies del aviso. Y sin embargo el destino de aquella gigantografía era atraer. Tentar al receptor para visitar ese lugar, gastar parte de su dinero en la sala de baile, pasar la noche entera allí.
Hasta los nombres de las calles le decían lo mismo: que todo lo que rodeaba su materialización -hasta el decreto municipal que les había dado su origen- era hueco, falso. Sus cuentas del banco, ¿a quién le importaba que estuvieran al día? La máquina simplemente le diría: debe 124. Y si por burlarse del banco pagara los 124 de una sola vez, evitándose así el cargo de intereses, la máquina diría simplemente: debe cero. El receptor se reiría del banco a mandíbula batiente, pero el banco no acusaría el golpe; permanecería impertérrito ante la cifra pagada. ¿Y cómo reaccionarían entonces sus dueños ante el golpe artero, los dueños del banco? ¿Qué venganza estarían tramando sus mentes? ¿Y qué pensarían, con qué soñarían los cajeros que recibían y daban? ¿Y los estafetas que hacen de sus vidas una eterna fila ante las cajas?
De sus amigos, del barrio, de la ciudad y del mundo se desprendía una suma infinita de señales externas. Al entrecruzarse provocaban chispazos que reorientaban a Vargas hacia el camino que los demás le iban informando que era el correcto, tal como sucede cuando las hormigas se rozan con las antenas.
El fogonazo le había alumbrado durante un segundo de lucidez los túneles laberínticos por donde realmente se mueven los hombres, pero el brillo enceguecedor  le impidió ver lo esencial, la sustancia informe que se halla en ellos.
Vargas recordó que iba atrasado a su trabajo y apuró el paso.

viernes, febrero 14, 2014

Jesucristo, los soldados, el transatlántico y yo

Por las noches se desataban mis fantasías. A los cuatro años ya avizoraba uno de los motivos centrales de mi vida. Necesitaba destacarme a como diera lugar, ser el mejor, el más brillante, el más famoso. La cama, la mente inquieta y la oscuridad eran el mejor caldo de cultivo para desarrollar ese proyecto a través de mi imaginación, ya que esta culminaba por la noche con su envase a medio llenar. Durante el día yo era lo que se podría llamar "un niño tranquilo", del cual nada haría pensar en arranques de ese tipo. La transformación ocurría a la hora de acostarse.
Cualquier sicóloga diagnosticaría de inmediato esa fantasía, que por amor propio no me animo a llamarla patología. La profesional (por alguna misteriosa razón los sicólogos infantiles son casi siempre mujeres) habría dicho simplemente en tres palabras: delirio de grandeza. Yo mismo relacionaba dicha fantasía años atrás, al analizarla, con la circunstancia de haber vivido bajo el paraguas protector de una madre perfeccionista y algo ausente. Hoy no veo así las cosas. Más bien me inclino a pensar que la necesidad humana de destacarse es propia de la especie, de lo que el hombre ha sido y será: un animal incompleto.
Barajaba mis cartas y me decía: pues a quién debes superar, cuál es tu misión de aquí en adelante. Y me respondía, anticipándome varios años a John Lennon: debo ser al menos tan conocido como Jesucristo. La cultura de un niño de cuatro años no es de las mejores, y por eso mismo es capaz como ninguno de visualizar la fama. Los famosos, los personajes realmente famosos, se cuentan con los dedos de las manos y entre ellos estaba y estará, mal que les pese a los no creyentes, Jesucristo.
Me avergüenza declarar algo tan infantil, tan cándido. Todo quedaba en mis fantasías. Jamás atisbé en la práctica la menor posibilidad de acercarme siquiera a algún obispo que representara a Jesucristo en mi diócesis, hablo de la fama del obispo. Años después, trasladadas mis fantasías al plano literario y sin haber escrito aún un sólo párrafo, el premio nacional de literatura me parecía poca cosa, no así el Nobel, que ya miraba con cierto respeto, a pesar de sus grandes desaciertos y omisiones.
Compartía mis fantasías megalómanas con las sexuales. Mi primera experiencia sexual la tuve entre los dos y tres años y mis primeras fantasías sexuales aparecieron a los cinco años. Ambas -fantasías y experiencias- hicieron un largo rodeo, que sorteó las preparatorias y buena parte de la secundaria, para retornar a la hora natural con furia, a veces impuras, pecadoras, llenas de malicia.
Algún día, cuando mi energía siga la corriente de un arroyuelo desconocido y retorne, vaporosa, ingrávida, al universo, la acción se acabará y ese día seré un agradecido de Dios: por fin me permitirá ver y gozar la vida de otro modo. En cuanto a las fantasías, no creo que acaben nunca; me acompañarán a la tumba y quizás se metan, pícaras, hasta dentro del cajón.
Entraba a los tres años cuando la vecinita del frente me invitó a jugar a su casa. Nuestro mundo era aún el del piso, pues las ventanas, muy altas, no nos dejaban mirar hacia fuera y los sofás parecían gatos enormes echados: no gratificaba almacenar el cuerpo en sus cojines.
Movíamos palitroques, carritos de madera, soldaditos, cuando desde la cocina apareció la mamá y se acuclillo frente a mí, sin ningún recato, por cierto, dejándome ver completos sus calzones blancos, que atravesaban su entrepierna de arriba abajo para perderse entre los glúteos. El brillo de la tela en esa penumbra prohibida escondía algo secreto, atemorizante, inimaginable, pero que ya era capaz de intuir. Abandoné mis soldaditos y clavé mi vista en ellos. En ese momento, y en lo que va de uno a dos, una corriente me recorrió el espinazo. Cuando me di cuenta de la sensación, ya no existía. La mujer se había puesto de pie y vuelto a la cocina.
A los cinco años solía dormirme por las noches con una imagen fija: la señorita Esperanza, mi maestra, caía al mar desde un transatlántico y yo la salvaba. Todo era gris: el océano ondulante, las nubes nocturnas, el metal del barco, el bote de madera al cual la subía, su traje dos piezas, el mismo que usaba cuando me enseñaba a leer en la clase. Después ambos nos acostábamos en una cama grande con sábanas blancas y nos abrazábamos y yo la besaba en la cara. A continuación volvía a caer al mar y de nuevo estábamos en la cama y entonces aparecía en el bote y luego caía y la besaba, hasta que me quedaba dormido.




domingo, febrero 09, 2014

Alexander Nevsky

La orquesta había brindado una versión maravillosa de la cantata Alexander Nevsky. El público bajaba los escalones del Teatro del Lago, repleto esa noche de gala, y la dicha era visible en los rostros. Se trataba de gente más bien conservadora, de apellidos alemanes, gente de recursos, pero también había jóvenes y matrimonios de clase media venidos de todo el país a disfrutar del concierto. Decenas de lámparas verticales que semejaban cuchillos irradiaban una luz que hacía resplandecer la planta baja, donde la marea humana se confundía, comentaba la función y postergaba unos minutos la retirada, asumiendo el conjunto formado por esa arquitectura y los seres humanos que le daban vida una impresión de felicidad reverberante. Aunque doscientos, quinientos años más tarde el recinto sucumbiera ante el paso del tiempo y sus ruinas no fuesen sino un remedo de su edad de oro, esa imagen de una noche de gala permanecería grabada en la memoria universal, de la misma forma en que habían persistido las heroicas acciones del príncipe de Nóvgorod al derrotar a los teutones en la batalla sobre el hielo del lago Chudskóye.
En Frutillar era pleno verano y fuera del teatro llovía. Dos horas después volvería a ser el pueblito lacustre de casas idílicas y calles desiertas, silenciosas, mojadas. Pero en el intertanto, y siguiendo esa lógica que aspira a inmovilizar la felicidad (cuando en un descuido suyo se la ha logrado agarrar del moño) muchos de los asistentes habían entrado a las cafeterías y restaurantes con vista al lago a darle otra vuelta de tuerca a su dicha. En uno de estos locales, en una mesa del rincón, participaban de una amena tertulia un grupo de músicos de la orquesta. Decir amena tertulia es revelar la impresión que daban desde la puerta de entrada. Sin embargo, si el parroquiano se situaba en la mesa de al lado, la impresión se iba ajustando naturalmente hasta arribar al sentimiento verdadero que fluia de la charla. Comían los músicos los platos y sándwiches más baratos que ofrecía la carta del local, pero no era eso lo que los disminuía ante ellos mismos, era el visible encono que los dominaba por el trato que a su juicio les había dado el director. Durante la conversación no hacían más que lanzarle dardos venenosos, aunque discretos, no tan evidentes como para ser traicionados por algún Judas confundido en el grupo. Parecían molestos, sobre todo ante los inmerecidos laureles que se había llevado del público y de la organización. Toda la amena tertulia giraba en torno a él, a sus fallas de lectura, a sus problemas con las corcheas, al maltrato que les dio en los ensayos, a la pose seductora y vanidosa que utilizó ante la audiencia. Se les iba la cena en esas reflexiones en voz alta, que se iban sumando unas con otras hasta edificar una pequeña gran pirámide de resentimiento soterrado, pirámide que se disolvió al momento de pagar la cuenta. El local bajó la cortina y los clientes se fueron desgranando, los músicos caminaron hasta su hospedaje y Frutillar retornó a su apacible oscuridad nocturna. Desaparecieron como por encanto las hazañas de Alexander Nevsky, la algarabía en la sala de conciertos, los encendidos gritos del coro, las notas de la orquesta, las grandezas y miserias del café, el ronronear de los motores, hasta el ruido de los pasos se esfumó, dejando al pueblo a merced del rumor de las olas y de unas nubes que al abrirse dieron paso a las estrellas y a su eterno rodar, su eterno cambio.
Descontando la batalla sobre el hielo, de esto que relato fui testigo presencial.    

lunes, enero 20, 2014

Las fiestas del gimnasio

Los sábados de invierno, a eso de las ocho de la noche, me engalanaba para ir a la fiesta en el gimnasio. Era la cita obligada de todo liceano rancagüino que se preciara de tal, y el que no asistía quedaba naturalmente excluido de las conversaciones del primer recreo del lunes. Frente al salón de actos del liceo me esperaban el Tonyi y el Tatán. Íbamos vestidos a la moda, con chaqueta y corbata, pero el Tatán, más audaz que nosotros, porque se había desarrollado un año antes, lucía la camisa abierta. Por esos días el Pata de Guagua, nuestro profesor de Artes Plásticas, nos había pasado la materia de los colores complementarios; no hice más que aprendérmelos y decidí que la combinación perfecta en el buen vestir era chaqueta morada, camisa amarilla y corbata morada y nadie me la sacó de la cabeza.
De esos sábados hubo uno que recuerdo especialmente. Mi papá me había dado unos pesos que elevaron mi autoestima y me hicieron sentir mayor, más de lo que era. Al ingresar al recinto, con la falsa sensación de un triunfo anticipado, eufórico por el lleno del local, el griterío de la chiquillada y los acordes del quinteto electrónico de los "Blue Birds" que prometían una velada fascinante, cometí el error de apresurarme y gastarme toda la plata de entrada en un trago que me bebí de un sorbo y que además me dio asco. Pedí un corto de pisco, pensando que bastaría para entonarme y así, armarme de valor, pero el vasito se me secó en la garganta nada más ingresar a mis sedientas fauces. De modo que lúcido, con los bolsillos vacíos y el Tatán desaparecido entre la multitud, no me quedó más que conversar a monosílabos con el Tonyi mientras mirábamos de reojo a las futuras víctimas que caerían rendidas en nuestros brazos.
Puedo hacer memoria más o menos exacta del comienzo de esa velada, porque la imagen de mí mismo al traspasar el umbral del salón de actos se me grabó en la mente. Fue aquella, en efecto, una fiesta de sábado que se realizó en el salón de actos, de proporciones más reducidas que las del gimnasio y por lo mismo más conveniente para forjar la impresión de una muchedumbre abigarrada e inconsciente. La multitud bailaba a los acordes de las guitarras eléctricas y el golpeteo de tambores y platillos; el sonido rebotaba en las angostas paredes laterales y generaba un eco que ahogaba al recinto en una sensación estereofónica que provenía de ninguna parte. Allí estábamos con el Tonyi, ambos enormemente pequeños, ante el mesón ubicado frente a la puerta de entrada, con dos tragos en la mano que nos acababan de vaciar los bolsillos.
No pecaría de mentiroso, sin embargo, si afirmara que fuera de este cuadro narrado con relativo detalle las demás fiestas de sábados eran siempre lo mismo. Y es que frente a la multitud enloquecida que se regía por la única ley del instinto, la alegría irresponsable y la atracción corporal, con el Tonyi nos comportábamos como dos perdedores y eso nos diferenciaba del Tatán. Pero a pesar de ser un ganador, el Tatán era también de los nuestros, porque era cercano, de carne y hueso y en la clase se sentaba una fila más atrás.
No describo este pasaje de mi vida para despertar compasión; créanme que lo hago en un intento por pellizcar la cáscara de la verdad. Ignoro el real sentir del Tonyi aquellas noches pero en cuanto a mí, estaba consciente de que daba demasiada ventaja a mis rivales. El rock and roll, el fox trot y qué decir el tango me privaban de saltar a las pistas. Me manejaba más o menos bien con las rancheras, las cumbias y los lentos, pero estos últimos, que eran los que esperaba con ansias, me ocasionaban el mayor de los problemas, la madre del cordero de los problemas de las fiestas del gimnasio: con la chica en mis brazos no sabía de qué hablar. Me limitaba a sentir el roce de mi mano entre la suya, de mi otra mano en su clavícula, de separar  caballerosamente nuestros sexos para que no brotara la menor sospecha de que quería aprovecharme de ella, y eso era todo, dejar pasar los maravillosos dos minutos de la canción para desear que el próximo tema también fuese un lento y nos quedáramos en la pista, lo que en efecto podía ocurrir dos y hasta tres veces, pero no cuatro, porque el visible tedio de mi compañera de baile la hacía alejarse de mí con cualquier excusa para volver a su sitio. Entonces, casi sin darnos cuenta, con el Tonyi terminábamos las fiestas bajo el escenario, a centímetros de la orquesta, fumando, escuchando la música. Allí estudiábamos la situación, evitando dar la impresión de fracasados, de modo que reíamos con algún chascarro ajeno o comentábamos sobre las curvas más espectaculares.
No dejaba de llamarme la atención la presencia, sábado a sábado sin faltar uno solo, de un hombre entrado en años que desentonaba por completo en ese ambiente, al punto de pasar por un entrometido. Para nuestra edad de entonces, decir entrado en años era decir de 30 o poco más, cifra impropia de una multitud que promediaba los 18, descontando a los profesores. Pero ese tipo no era ni remotamente un profesor; más bien parecía un feriante que se acicalaba para ir a la fiesta, un hombre engominado, de terno pasado de moda, manos gruesas, caballeroso en el trato, especialista en los bailes en retirada, porque él mismo estaba en retirada, y de ello daba cuenta su presencia. No me costó demasiado concluir que era un extraño ejemplar que iba con la sana pero urgente intención de buscar pareja. En algún momento de su ardua vida, en algún instante ocurrido entre la venta de una lechuga y un kilo de plátanos, decidió que había llegado el momento de casarse y se hizo el plan de conquistar a una chica. De allí que lo viéramos bailando cada sábado con una liceana diferente, comportándose con la galantería más romántica que se podía dar en la ciudad histórica, sonriéndole con su boca gruesa y tentándola con tragos y pastelillos que eran posibles gracias a sus bolsillos llenos. Como tenía que suceder, finalmente dio en el clavo. Dejamos de verlo en las fiestas, lo perdimos de vista y lo olvidamos hasta que un domingo, al año siguiente, a la salida de la misa de 12 de la Catedral, pasó frente a nosotros. Lo acompañaba su última conquista y ambos, radiantes de felicidad, paseaban en el coche al producto de su amor, una guagua rozagante y con pulmones de elefante.
En comparación con ese hombre tosco y desagradable yo me sentía aun más feo y lo peor, ignorante en las artes del amor. Esa materia no se dictaba en el colegio y aunque los amigos más grandes la enseñaran gratis, costaba aprenderla. La mujer, para mí, era el gran misterio del universo; su aparente fragilidad encerraba un poderío enorme y el solo hecho de pensar en conquistar, enamorar a una, me causaba una instantánea depresión, que nacía de la incapacidad.
A las dos o tres de la mañana volvíamos con el Tonyi a casa, caminando por la vacía y pobremente iluminada calle Independencia, echando argollas de humo al aire. Aún rumiando nuestra frustración hablábamos entonces de lo que tal vez más nos unía, que era la lucha de nuestros padres por superar el vicio del alcohol. Yo le contaba de los ascensos y caídas del mío; él, de los ascensos y caídas del suyo. No eran temas sencillos, se trataba de historias trágicas que comenzaban siempre en la esperanza y terminaban en la incertidumbre. Aquellos eran padres que se transmutaban de santos a pecadores en cosa de minutos, que volvían a ser santos, luego pecadores, en un cuento sin fin que teñía nuestros relatos de sentimientos de amor, rabia, piedad, desastre e ilusión. Atravesábamos Freire y nos íbamos acercando al punto donde nuestros destinos se bifurcaban. Antes que eso nos fumábamos el último cigarrillo y así acababa la noche de fiesta.
Aquel ciclo y aquella hermosa amistad tuvieron un corte brusco. Imbuido en ese idealismo divorciado del sentido común propio de la adolescencia -idealismo reforzado por los cambios que anunciaban los años sesentas- una noche denuncié los apetitos vulgares y superficiales de la masa de seres humanos que pueblan la tierra. Veía entonces la verdad de forma tan clara que no temí darla a conocer ante el grupúsculo de muchachos reunidos bajo un farol de la población Isabel Riquelme. El Tonyi era uno de ellos y contrastó mis argumentos con los suyos, mucho más razonables y aterrizados. En respuesta lo acusé de mediocre y me autoproclamé original, predestinado. Él no dijo nada, pero vi que el desaliento cundió en sus ojos.