Visitas de la última semana a la página

sábado, abril 25, 2020

Visita matinal del relojero Azócar

Osvaldo Azócar Catalán es relojero de oficio y como tal llega puntualmente a mi hogar, hora inglesa, trayendo mi viejo Delbana, el reloj luminoso con calendario que adquirí a los 12 años, juntando cinco mesadas.
Esto ya lo he contado más de una vez. Con el dinero en un sobre fuimos con mi papá a la relojería Schultz de calle San Martín, donde él era cliente de años. Mi papá le contó la historia de mi mesada, con esa forma tan enredada que tenía para contar las cosas, dejando las frases a medias, mezclando datos con sentimientos. El grandote del señor Schultz lo escuchó con los puños sobre el vidrio del mesón mientras su padre, el padre de Schultz, un viejecillo regordete, observaba cuidadosamente un engranaje con la lupa incrustada en un ojo, sentado al fondo del local. En el discurso de mi padre se adivinaba una especie de orgullo por la decisión que había tomado su hijo, aunque la verdad sea dicha, nunca sentí que él anduviera por el mundo alabando mis cualidades, esa era más bien mi madre; mi papá era de orgullo silencioso, más profundo. De modo que me paré frente al señor Schultz, al otro lado del mesón, desde donde divisé altiro mi Delbana. Ya lo tenía elegido de antes, por el precio y el diseño, esta visita no era improvisada; pero entonces me surgieron las dudas al divisar bajo la cubierta de vidrio tantos relojes bonitos y diferentes; esa visión me obnubiló. Tras unos segundos eternos de indecisión lo indiqué con el dedo, algo mareado.
"Llegó", anuncia mi mujer desde la terraza del segundo piso, donde disfruta el desayuno. "Vas a tener que abrirle tú, yo estoy en piyama". Salgo de la ducha, me peino a la rápida y hasta alcanzo a echarme algo de colonia.
"Está mirando la dirección... no se baja del auto... está esperando que den las nueve y media", me alerta mi mujer con algo de ironía, pues sabe de su visita. Recibo sus mensajes como la señal de que dispongo de un minuto extra para vestirme. "Pásame el suéter liviano, el clarito, sácalo del tercer cajón". Me lo pongo. "Arréglame el cuello".
Es una mañana de sábado y de casualidad me he levantado con buen humor. "Ahora va a tocar el timbre", agrega desde arriba mientras yo bajo la escalera. Y en efecto, suena. ¿El señor Mardones? Hola, ya voy. Entro a buscar las llaves, pero me doy cuenta de lo vano de mi afán y vuelvo a salir.
Tiene que arreglar el timbre. No, si suena. Pero tiene un papelito en vez de la tapa de metal. Se lo puse por mientras, para que no se vea el timbre colgando. Buen barrio este. Sí, van quedando pocas casas, la cuadra se llenó de edificios.
No lo puedo hacer entrar, por lo del coronavirus. Él frente a la reja, yo tratando de acercarme hasta que recuerdo lo del metro y medio. Además justo olvidé ponerme la mascarilla y a don Osvaldo, relojero de pantalón gris y camisa a cuadros, le da por toser de vez en cuando. En su mano izquierda, el Delbana envuelto en un papel. El día nublado y fresco, agradable. Los árboles plagados de loros.
¿Y usted en qué trabaja? Soy periodista. ¡Periodista!... yo conocí al Tano Bertolone. Ah, sí, lo conozco de nombre, trabajó en "La Nación" en los tiempos de Pinochet. El mismo. Me acuerdo que lo secuestraron, le digo. Sí, pero yo conozco mucho más a su hermano, el abogado Mateo Bertolone que vivía por aquí cerca, en Sucre, ¿cuál es Sucre? La calle de la esquina. Ah, ya veo, tenía la media pinta y era cliente del Mon Bijou, mesa reservada con su nombre, whisky gratis, mujeres, volvía manejando medio curado a la casa, dos tres de la mañana. Ah qué interesante, le digo. Un día el dueño del Mon Bijou llamó al Mateo y le dijo: Mateo, ahora te toca a ti hacerme un favor, claro, dime no más, mira, mi hijo se acaba de recibir de abogado y quiero que lo orientes, que le des una mano y te lo lleves a trabajar a tu oficina, cómo iba a decirle que no y le dije claro, dile que venga mañana mismo a la oficina, me sigue contando el relojero, y el cabro empezó a trabajar y con el tiempo se metió de fiscal, a veces lo despertaban para que fuera a reconocer cadáveres en un enfrentamiento, un día llegaron de la CNI y lo subieron a un auto y el cabro pensaba ¿y si no fueran de la CNI?, total que eran y en el lugar había balazos de un puro lado. Ah, y qué pasó, le digo. Al tiempo noté que el Mateo dejaba de ir a la oficina, lo veía pasar por la calle y no entraba, pero Mateo qué te pasa, ¿ya no vái a la oficina?, es que me da miedo, miedo de qué, miedo de que entren de repente los del otro lado y entonces no me van a preguntar el nombre, van a disparar a lo que se mueva, ni tonto vuelvo a la oficina, tienes razón, después el cabro escaló y creo que alcanzó a llegar a general, pero siempre decía que quería retirarse, porque también vivía intranquilo, total que un día la señora del fiscal lo llamó por teléfono y el fiscal no le contestó, la señora fue al departamento y corría el agua, se había muerto en la tina de un infarto, tenía como cincuenta años, murió joven el cabro.
Seguimos frente a frente, la visita se alarga. Más tarde, cuando entré a la casa con el reloj a cuerda en la muñeca, mi mujer me diría "de qué te hablaba tanto el caballero", "de sus cosas, parece que tenía ganas de desahogarse con la cuarentena", "se te enfrió el té", "no, está tibio, todavía sirve".
¿Y cómo va el negocio?, le pregunto. Imagínese, ahora llevo veinte días parado, dos guaracazos seguidos, uno detrás del otro, esto ya venía mal, los carabineros cerraban el perímetro a las 11 de la mañana cuando había manifestación en la tarde, y cuando llegó por fin el mes de la salvación, que sería diciembre, el alcalde dejó entrar a los ambulantes y los ambulantes llenaron la calle y no dejaban ni caminar a la gente ¿y sabe cuánto nos cobran por el arriendo? No. Seiscientos, ¿con qué vamos a pagar?, yo arriendo dos locales, claro que a un poco menos, en uno mi hijo vende comida al paso y el otro es la relojería. ¿Y cómo le irá a la otra relojería, la del señor Erdmann?, le pregunto para abrir la conversación. Debe estar igual que yo. Antes de la cuarentena yo lo fui a ver tres veces y siempre estaba cerrado, cuando lo pude ubicar me atendió su señora y mientras yo esperaba, ella le cuchicheaba al otro cliente que su marido debió retirarse muchos años cuántas veces se lo había dicho apenas puede caminar le duelen las piernas pero él dale con venir. Yo entré a trabajar con Erdmann el 72. Son muchos años, le digo. Claro que sí, estuve todos esos años con él hasta que me instalé al frente en el pasaje y entonces me dejó de hablar, estuvo amurrado un buen tiempo hasta que se dio la posibilidad de que los locatarios compráramos nuestros locales, era una oportunidad de oro. Y qué pasó. Yo conocía a la secretaria del ministro del Trabajo y le pedí una audiencia con el ministro para que el ministro nos echara una manito el día del remate, la secretaria me respondió al otro día que me tenía lista la audiencia y que el ministro nos recibía el martes, pero Erdmann anduvo averiguando y me llamó, supe Azócar que el ministro le dio una audiencia, sí le dije, me conseguí una audiencia para el martes, aguántese un poco me dijo, yo tengo otra audiencia con el presidente Aylwin el miércoles, suspenda la audiencia del martes para que no se mezclen las dos audiencias, bueno le dije, aunque no entendí qué problema había que se mezclaran las audiencias, pero llamé a la secretaria y le conté, no se preocupe don Osvaldo, se la anulo, y me la anuló. Y qué pasó. Chucha, el miércoles Erdmann fue a La Moneda y no lo recibió el Presidente, lo recibió un asesor, después llegamos todos al remate y los locales salieron a 25 millones cada uno, ¡chucha, una millonada!, nadie podía pagar esa cantidad, así que nos decepcionamos. ¿No los compraron? No, nadie tenía esa plata. Y qué pasó. Chucha, al mes siguiente volvieron a salir a remate, pero nadie fue, ¡y se remataron a 12 millones!, por eso usted ve que seguimos arrendando, nosotros siempre pensamos que la única que se quedaría con el local sería la señora Viviana, la mamá de Saint-Jean. ¿Saint-Jean, el marido de la Myriam Hernández? El mismo, lo conozco de cabro chico, el día del remate lo veo en la calle y le digo hola Jorgito ¿vái al remate?, ¿al remate, qué remate?, ¡pero si van a rematar el local de tu mamá!, mejor, tanto que le he dicho que se retire y se vaya para la casa, el local no le da ni un cinco, ¡viera usted cómo lloraba después la señora Viviana cuando supo que otro interesado le había rematado su local!, al tiempo supe que se había muerto, chucha, no duró ni dos meses en la casa, el local era su vida.
Al fin le pido el reloj, me lo entrega y arreglamos el asunto de la plata.
Este reloj me lo compré a los 12 años juntando cinco mesadas, le confieso casi emocionado al despedirme. Es buen reloj, tiene cuerda para rato, fíjese que le volví a poner el secundario... ¿por dónde me recomienda volver a la casa? ¿Dónde vive?, le pregunto. En Independencia. Puede subir derechito hasta Providencia o doblar a la izquierda en la esquina de la bencinera y bajar por Lautaro Ferrer. Chucha, es que ando sin permiso, gracias...    

jueves, abril 23, 2020

Los enterrados

El asunto de los enterrados en el fondo de la casa ocurrió dos décadas más tarde; debo confesar que mi energía estaba en plena decadencia, no lo digo porque me costara desenterrar los cuerpos; al contrario, fue esa una labor bastante fácil: la tierra se abrió como si fuese arena, pasando a llevar una estructura de ladrillo muy bien armada por los lados. Lamenté que una cosa llevara a la otra, pero ese día la prioridad era el uso de la pala.
Cuando de la tierra asomó un pie desnudo, un pie amarillento de uñas sucias, le hice cariño y corrí a dar el aviso. Los demás me siguieron y entre todos sacamos los dos cuerpos. El del fondo estaba hecho un ovillo, el más cercano se hallaba recostado en su camastro y al volver en sí buscó un diario para protegerse la cara de la luz. No era que quisiese retornar a su mundo de oscuridad, era que la luz le pesaba. Ninguno de los dos hizo comentarios de ningún tipo.
Culminada la proeza, ausente ya el peligro y mientras repasaba la escena, no lograba dar con la llave del misterio; se me hacía cuesta arriba razonar cómo lo habían hecho para sobrevivir. Entonces observé que ese entorno subterráneo incluía una pequeña habitación en la que se había formado una burbuja de aire, aunque no era tanto el espacio como para que el oxígeno sobrara. Incluso a mí me costaba respirar cuando imaginaba esas largas jornadas bajo tierra.
Si no me involucrara tanto en los problemas de mis seres queridos, me repetía, tal vez sería no más feliz, pero sí menos atormentado.

domingo, abril 19, 2020

El monte venenoso

Subíamos el monte escarpado agarrados de lo que fuera, salientes de rocas, ramas desleales, raíces exhibicionistas; oíamos los gritos de los abandonados y la sensación no nos hacía nada de bien, enardecía el alma y obligaba a redoblar unas fuerzas que ya estaban al borde del agotamiento. De la cima del monte escurría un líquido viscoso del color del petróleo; la cascada nos mojaba el pelo y era inevitable sorber ese veneno.
La experiencia que acabo de relatar la presentí en mi juventud; años después de vivirla recordé la importancia que tuvo esa vez la aparición de una luz pálida que guió mis pasos y me mostró el amplio valle que se abría ante mis ojos, ya sorteado el desafío. La fuente venenosa había quedado atrás, ahora sufrían su derrame quienes comenzaban el ascenso, y no tantos saldrían airosos como yo. Ninguno de ellos, sin embargo, llegaría siquiera a imaginar el deleite que la sublime irradiación me proporcionó durante diez meses exactos, los más intensos de mi vida...

viernes, abril 17, 2020

Un hotel de 121 pisos

Un hotel de 121 pisos. Desde abajo en la acera es una punta de flecha que se va cerrando al infinito cubierta de cuadrados, sus habitaciones. Las nubes le ocultan el extremo superior; han hecho desaparecer la azotea con sus luces de nostálgico cancán.
Tres pasajeros y yo ingresamos al ascensor; el tablero me confunde, no lo domino. Aprieto el 1 y luego el 9, pero el aparato sigue de largo. Aprovecho que un huésped desciende en el 20 y salimos juntos, él detrás de mí, pero yo bajo las escaleras y él se queda en medio del pasillo alfombrado de violeta; titubea.
Al día siguiente me levanto sin bañarme ni afeitarme; al dejar la habitación decido bajar al piso 18, donde se halla la piscina temperada y el sauna. Pero no doy con el lugar. Los mozos del restaurante no tienen la menor idea de nada, vestidos de traje calipso y solapa ancha brillante: mis preguntas los intranquilizan, se adivina de lejos que su misión es desfilar alrededor de las mesas vacías. ¡Pero qué tipo de gente atiende en este lugar! Se consultan entre ellos y responden idioteces, encima usando vocablos groseros, ¡qué falta de respeto!
En fin, doy con la piscina y al entrar noto que olvidé la toalla blanca... pensar que ya estaba a doce pasos y hasta sentía el calorcito del vapor. Me devuelvo a la pieza a buscarla y tras cartón la piscina de nuevo se me esconde. Ayer me bañé sin problemas. ¿Cómo es que siempre me pasan estas cosas, a mí precisamente? ¿Es que deberé bajar a hacer la consulta a la recepción, corriendo el riesgo de ser interceptado, llevado de un lado a otro, desviado de su afán por interpósitas personas?
Bueno, heme aquí en la recepción, haciendo la consulta. ¿No adivinan la respuesta de la dama de traje marengo? ¡Puras explicaciones absurdas! ¡Puras excusas de hotel de segunda!
Qué le voy a hacer, daré una vuelta por el hall. Frente a la joyería me ha parecido haber visto un centro de informaciones, claro que sí, lo atienden señoritas de delantal verde, muy educadas, agradables de trato.
¿Las aguas? -me preguntan- adelante, caballero, aquí están las aguas benditas.
Pero dónde me han hecho entrar. A una sala de primeros auxilios con dos camillas vacías. Pase. No señorita, busco la piscina temperada. ¿La piscina temperada? Esta es la sala de las aguas benditas. No quiero aguas benditas. Percibo al salir que debajo de la camilla manchada de sangre agoniza un anciano desnudo, acostado sobre la baldosa. Su carne venosa y transparente debe andar por los noventa; luce un feo corte sanguinolento al costado de la ceja derecha. ¿Así trata a los muertos este hotel de 121 pisos? ¿O aún no muere el viejo? En fin, no estoy aquí para andarme fijando en pequeñeces...