Subíamos el monte escarpado agarrados de lo que fuera, salientes de rocas, ramas desleales, raíces exhibicionistas; oíamos los gritos de los abandonados y la sensación no nos hacía nada de bien, enardecía el alma y obligaba a redoblar unas fuerzas que ya estaban al borde del agotamiento. De la cima del monte escurría un líquido viscoso del color del petróleo; la cascada nos mojaba el pelo y era inevitable sorber ese veneno.
La experiencia que acabo de relatar la presentí en mi juventud; años después de vivirla recordé la importancia que tuvo esa vez la aparición de una luz pálida que guió mis pasos y me mostró el amplio valle que se abría ante mis ojos, ya sorteado el desafío. La fuente venenosa había quedado atrás, ahora sufrían su derrame quienes comenzaban el ascenso, y no tantos saldrían airosos como yo. Ninguno de ellos, sin embargo, llegaría siquiera a imaginar el deleite que la sublime irradiación me proporcionó durante diez meses exactos, los más intensos de mi vida...
Mi nombre no tiene importancia, mi edad tampoco. Sólo diré que mi título de Vicioso y Hombre Malo me fue conferido, tras estudiar la vida entera en su academia, por una milenaria formalidad ideada naturalmente por los hombres. Y que si de algo soy testigo es de un derrumbe moral que me ataca por todos los flancos y me obliga a sumarme a él, en el entendido de que la verdad no es otra cosa que aquello que todos tratan de ocultar.
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