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jueves, abril 23, 2020

Los enterrados

El asunto de los enterrados en el fondo de la casa ocurrió dos décadas más tarde; debo confesar que mi energía estaba en plena decadencia, no lo digo porque me costara desenterrar los cuerpos; al contrario, fue esa una labor bastante fácil: la tierra se abrió como si fuese arena, pasando a llevar una estructura de ladrillo muy bien armada por los lados. Lamenté que una cosa llevara a la otra, pero ese día la prioridad era el uso de la pala.
Cuando de la tierra asomó un pie desnudo, un pie amarillento de uñas sucias, le hice cariño y corrí a dar el aviso. Los demás me siguieron y entre todos sacamos los dos cuerpos. El del fondo estaba hecho un ovillo, el más cercano se hallaba recostado en su camastro y al volver en sí buscó un diario para protegerse la cara de la luz. No era que quisiese retornar a su mundo de oscuridad, era que la luz le pesaba. Ninguno de los dos hizo comentarios de ningún tipo.
Culminada la proeza, ausente ya el peligro y mientras repasaba la escena, no lograba dar con la llave del misterio; se me hacía cuesta arriba razonar cómo lo habían hecho para sobrevivir. Entonces observé que ese entorno subterráneo incluía una pequeña habitación en la que se había formado una burbuja de aire, aunque no era tanto el espacio como para que el oxígeno sobrara. Incluso a mí me costaba respirar cuando imaginaba esas largas jornadas bajo tierra.
Si no me involucrara tanto en los problemas de mis seres queridos, me repetía, tal vez sería no más feliz, pero sí menos atormentado.

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