Visitas de la última semana a la página

martes, noviembre 29, 2016

Venía de excursión y me fui quedando

Un paisaje cercado por las dunas y por los excrementos de aves marinas que tiñen de blanco la cresta de las rocas del mar. El océano asoma en su plenitud desde la altura y se apropia, se burla del desierto, que baja a sus anchas sin pensar que será tragado por la azul voracidad. Ahora estamos en la cima. Me miras, sorprendida. Clic. Todo un horizonte se nos abre desde allí. El Sol abrasa cualquier intento pesimista. Su luz cegadora impregna la fotografía hasta sus márgenes.
Venía de excursión, me fui quedando y me establecí, protegido del exterior por las cortinas. La tarde entera en el sofá, dedicada a masticar, a desenredar el tiempo. Sobres y más sobres de fotos de los buenos tiempos, porque las fotos familiares solo se sacan en los buenos tiempos.
En este mundo comprimido, sin embargo, los errores del pasado se hacen visibles desde todos los rincones. Bajo el doble polvo del papel y la memoria surge una sonrisa mía de satisfacción junto a mi mujer y mis hijos pequeños en un camping, hijos que confían plenamente en mí, mujer hermosa y tierna, deseable por otros y a la que durante tantos años descuidé. Más abajo, mi padre exhibe unos mostachos al estilo mexicano y un terno a la medida con un impecable nudo en su corbata; está de pie en tercera fila, mirando como siempre hacia un horizonte indefinido ubicado arriba, a la derecha de la escena. Luego aparece sentado con los mismos compañeros del taller de la Braden Copper ante una mesa cubierta de botellas de vino a medio beber. La corbata está corrida y el botón superior de la camisa, abierto. Los ojos de casi todos los que miran a la cámara lucen vidriosos; el mantel, cuadriculado. Le sigue una foto que no está impresa en papel, sino en mi alma: mi padre llegando a casa al día subsiguiente, ebrio. En otro sobre está mi hermano, de chico más atractivo que yo. Mis primos, más grandes; la abueli, tan viejita, pequeña, sonriente y arrugada; mi madre, austera y prudente en su sonrisa y en el modo de disponer las piernas, ocultando, reprimiendo su pasión. El gran ciclista Hugo Miranda en el crepúsculo de su carrera, posando en uniforme deportivo tras su bicicleta, sin poder ocultar el asomo de su panza y acompañado de su mejor amigo, mi padre, que porta la bandera de partida. Hugo Miranda es la estrella y mi padre, el banderero. De pronto, la tía Dinorah con una corona de reina y tres de sus hermanos, ancianos y felices, en mi hogar. Todos muertos.
La unanimidad de los cuadros delata la ridiculez de las modas; la mayoría, la pobreza en sus detalles.
Las fotografías tienen la fuerza de un martillo que golpea blando.
Debajo de las fotos, al fondo del cajón, duermen tarjetas con dedicatorias románticas, cuentos infantiles de hadas del bosque y sádicos vampiros, libretas de notas, destinaciones periodísticas, medallas de servicio, el pasado familiar resumido en una caja.
¿Me preguntaba entonces si era natural lo que hacía? ¿Qué pensaba de verdad en aquel presente, tan lejano, pasado de moda?
Hoy quisiera saber qué hay detrás del espectro de la muerte, por qué la muerte ajena me resulta dulce al evocarla y la propia, la anunciada, me llena de angustia y paraliza mis días y los convierte en un infierno.
No estoy preparado, me asombra no estarlo, yo que he vivido del futuro. Un pequeño síntoma, un ligero malestar se apropian de mi mente y anulan mis proyectos, me vuelven hacia adentro. Indiferencia a la belleza de los momentos y los cuerpos que me rodean, temor de estallar, de confesar terrores que causarán risas, carcajadas, consejos vanos, como si los demás pudiesen comprender mi estado. Me pregunto si no son todos así, si esas reacciones bruscas tantas veces vistas por doquier no provienen del mismo fondo pantanoso que se halla sobre el espectro de la muerte...

lunes, noviembre 28, 2016

El "Pequeño gran circo"

Mi mamá me dio a elegir: Huguito, ¿quieres ir el sábado al "Pequeño gran circo" del Instituto O'Higgins o celebrar tu cumpleaños en la casa con invitados?
-¿Cómo al "Pequeño gran circo", mami?
-En el Instituto O'Higgins van a hacer un circo, con películas, globos, bebidas y torta. Ese sería el cumpleaños.
-¿Y los invitados?
-Los niños que vayan serían como invitados.
-¡Al circo!, respondí, sin dudar.
Mi decisión se reforzó durante la semana, pues todo el mundo -todo mi mundo, que no era más que la sala de clases, las casas de mis primos y los límites de la población Rubio- no hizo sino hablar del "Pequeño gran circo". Los comentarios se iban alimentando unos de otros y las expectativas subían como espuma. Al llegar el día sábado la ansiedad se tornó insoportable.
Bien pronto me arrepentiría de mi decisión.
Del "Pequeño gran circo" y de la torta me ha quedado poco y nada; de las películas, el sabor amargo de la frustración.
Aunque nunca me desvelé ante el panorama de una fiesta de cumpleaños, exceptuando el nervio al momento de recibir los regalos, tampoco habré de afirmar que el circo me quitaba el sueño. Con el Vitorio íbamos a casi todos los que pasaban por Rancagua, más que nada hipnotizados ante el desfile preliminar por Independencia, Brasil y San Martín, al mediodía de la primera función nocturna, cuando los artistas desplegaban al máximo sus encantadoras triquiñuelas y las fieras rugían que daba gusto (a causa del hambre, diría hoy, descreído). Solo una vez, de grande y con mis hijos sentados en mis piernas, abrí los ojos de par en par: fue cuando un hombre de goma hizo su ingreso a la pista dentro de un cubo de vidrio, una especie de acuario seco. Dos ayudantes lo trasladaban en vilo y lo dejaron sobre una mesa. El hombre fue sacando sus extremidades por parte hasta salir del depósito, entretuvo al público doblándose durante varios minutos como un monigote de plasticina, luego se metió de nuevo al cubo y fue sacado de la pista entre aplausos. En otra ocasión me impresionaron unos motociclistas que corrían alrededor de una esfera zumbando sus motores, cruzándose en un viaje metafórico, interminable, como si fuesen rutinarios seres humanos adiestrados por la rotación de la Tierra para renovar una y otra vez sus aventuras. Pero los circos de la infancia, lo admito hoy sin sombras de tristeza, me dejan el regusto de una compleja serie de sensaciones melancólicas: tal vez presentía que de vuelta a casa no hallaría a mi papá, tal vez las gracias de los animales no despertaban mi capacidad de asombro. Los payasos nunca me hicieron reír de verdad. Aún más que los trapecistas, los malabaristas me angustiaban con sus carreras tras los platillos dándose agónicas vueltas sobre un alambre que vaticinaba el fatal momento del error y su precio doloroso: la compasión de un público pegoteado de vergüenza ajena. De modo que no fue el circo lo que me llevó ese sábado al espectáculo organizado en el Instituto O'Higgins.
Fueron las películas.
La tarde pasaba en cámara lenta mientras el "Pequeño gran circo" continuaba la función. Para colmo no estaba resultando ser un circo hecho y derecho, sino exactamente un pequeño circo, un remedo de circo, sin pista, sin carpa, sin trapecistas, sin animales, y su show montado en el patio. Desganado, contemplaba acostado en la baldosa los números interminables cuando me animé a sacar la voz y le pregunté a mi mamá a qué hora daban las películas.
Me tomó de la mano y nos fuimos corriendo hacia las aulas. Atravesamos el mesón de las bebidas, el mesón de las tortas y el mesón de los globos. Me tomó en brazos y de pronto me vi dentro de una misteriosa oscuridad; al minuto pude advertir los rostros fascinados de otros niños mirando hacia una pantalla que cegaba la vista y doblegaba la razón. La sala estaba repleta, olía a niños agitados. El valeroso Tarzán voló en unas lianas y lanzó su mítico aullido en blanco y negro justo cuando dos palabras brillantes lanzaron un imprevisto mensaje en inglés:

The End

Los afortunados, que eran una  multitud, abandonaron la sala satisfechos, pero aún con energías para agarrar los últimos números del circo. Ya habían olvidado la película, aunque sospecho que el recuerdo les endulzaba el alma. Imaginé la ínfima posibilidad de otro filme de Tarzán o por último de una película cualquiera, pero mi mamá, tras hacer sus averiguaciones, me reveló tibiamente que la función había terminado. Yo estaba cumpliendo siete años y a esa edad ya estaba demasiado grande como para llorar, así que achaqué el episodio a la fortuna.
Mala suerte. Hora de volver a casa.  

viernes, noviembre 25, 2016

Boceto de la envidia

La envidia, en versos 

Uno a uno van cayendo ante sus ojos vigilantes para deleite de la envidia
que puja por salir de su escondite.
Hoy que libre asoma sobre campos miles de años cosechados
evidencia temblores agridulces:
detrás de cada muerte hay un Mesías.
Y en su dorado cuarto de hora siembra pestes, rodeada de testigos envidiosos.
Ha errado el camino; el sentido del ridículo la impulsa a volver a sumergirse
mas escrito está que permanezca abrasada por el sol, roída por la sal
congregando una multitud de adoradores
desterrados a la plaza pública.

-Debo admitir que escribes mejor que yo.
Inflamado por la vanidad acusó una respuesta humilde, pero falsa.
-Si pudiéramos unir tu genio con mi oficio...
Hablaban de la envidia y él, con esa falsa humildad que lo traicionaba a cada momento, había declarado su "admiración" por el genio de su amante, de modo que cuando ambos se separaron mentalmente para escribir sus pensamientos acerca de ese pecado capital, cada uno frente a su libreta de apuntes -corriendo el lápiz de uno más que el otro- presintió que esta vez sí sería el ganador. Le bastaría conectarse con su sentimiento más profundo, ese que en ella parecía estar ausente, para aplastar al fin su genio, sin pasársele por la cabeza el hecho de que si ella era más que él, como él lo suponía, su eventual padecimiento encubierto se debía dirigir por necesidad hacia alguien superior a ella.
Intercambiaron los papeles; ella dijo casi de inmediato:
-Debo admitir que escribes mejor que yo.
Luego de que él reaccionara como se acaba de decir, ella agregó:
-Es un interesante borrador de pensamiento, con pequeñas fallas y versos desafortunados producto del apuro. Te traiciona tu ímpetu, merecerías un mejor destino si escrutaras tus inspiraciones y fueses un poco menos práctico de lo que eres.
Bajó la vista, avergonzado de su pequeñez. Ante ella jamás había tenido capacidad de contraataque. De paso, entendió perfectamente que lo que para él había constituido un desafío, para ella no pasaba de una entretención destinada a matar algunos minutos de la tarde. La amaba, la odiaba, imaginaba su tibia indiferencia en todas las inflexiones de su voz y su tácito rechazo a la posibilidad de entregarse a él, y la envidiaba más que nunca.
Con la razón embadurnada de resentimiento clavó entonces los ojos en la libreta de su amante, sin comprender la frase escrita, que leía y releía silenciosamente:
"La envidia es una puta a la que un enano le arrancó los ojos".

viernes, octubre 28, 2016

Hora de ofrecer explicaciones

Si bien no se encontraba en el banquillo y frente a él no había jurado alguno que determinaría su suerte, Vargas admitió que había llegado el momento de contar su viaje, de dar explicaciones, de ofrecer su versión de los hechos. Comenzó entonces a relatar lo vivido; resurgieron en su mente los grandes rascacielos, las salas de concierto, las avenidas luminosas, las líneas del tren subterráneo, los puentes, los locales de comida al paso, los tipos de personas, las conductas de la gente, los parques kilométricos, los ríos, los suburbios. Pero pronto reparó, al sentir el timbre de su voz dentro de los huesos de la cabeza, que de sus labios salían simples palabras. Por más acentuadas, adornadas con gestos o exageradas que fuesen, no lograban sorprender a nadie y para los demás seguían siendo palabras. En el fondo les contaba lo que ellos conocían por experiencia directa o tantas veces habían visto en revistas y películas. Lo adivinaba en sus miradas benévolas que, sin llegar a rozar lo que él no les decía, se rendían pronto ante el fracaso.
Lo real permanecía adentro, bien guardado, y con los días fue internándose más y más en el depósito fangoso de su mente. Combinados con la vuelta a la rutina, los recuerdos asomaban brillantes, alegres, también preocupantes, abriéndoles un paréntesis a sus pensamientos gastados.
Esa caminata eterna por el parque, por ejemplo, cuando su ansiedad le nubló el día soleado y convirtió el paseo en un pequeño infierno de pasos sin sentido. Buscaba con urgencia estatuas perdidas de nula importancia, iba siempre delante de su mujer, que lo seguía cansada y esperaba el sosegado momento del picnic en la hierba, al borde del lago artificial y frente a los edificios majestuosos, momento que cuando llegó lo hizo bajo el barniz de la amargura. Eso no lo había contado. ¿Qué sentido hubiese tenido hacerlo? Y esas noches en la habitación del hotel, hambriento, comiendo de un pote ante una pantalla que por más que cambiara de canales solo hablaba del candidato presidencial, comida deslucida y silenciosa bajo una luz mortecina y las cortinas cerradas, ¿no eran la esencia de su verdadera realidad? Cumplió un sueño, gastándose todo el dinero del premio recibido por escribir un relato divertido, pero el estrés de la gran ciudad se lo había comido y le había reflotado sus temores, esos dolores del cuerpo desde los órganos vitales hasta los rincones más absurdos. Con las molestias iban naciendo graves advertencias sobre su penoso futuro. ¿Qué le dolía tanto?
Durante esos días de ensueño las diferencias con su mujer le parecieron irreconciliables; en medio del viaje imaginó que este se convertía en el preludio de un final tantas veces anunciado, la prueba de un duelo no resuelto de caracteres que chocaban una y otra vez en el obcecado muro de sus propias limitaciones, muro que Vargas, ahora que habían pasado los días y todo había vuelto a la normalidad, ahora que se le despertaba un piadoso deseo de proteger a su mujer, atribuía casi a su entera culpa.
Podía vivir con ella y ella podía vivir con él. Los días juntos en su ciudad de residencia hasta podían tornarse dichosos, otoñales, serenos, cada uno en sus afanes. Se podía morir a su lado y ella también podría cerrar los ojos en su compañía. Ambos estaban conscientes de lo perdido y lo ganado.
Algo, sin embargo, los separaba desde el lejano comienzo, desde los primeros días en que se miraron y se gustaron, algo intangible que ni siquiera pertenecía al reino de los gustos comunes, algo de lo que adolecen casi todas las parejas del mundo, quería convencerse; una palpitación que no existe en el diario vivir sino que solo es posible de vislumbrar en la otra vida: el latido de la felicidad sublime, inalcanzable para dos meros seres que habitan el planeta. La paradoja era que ese algo tenía que ver con lo real. ¿Qué era lo real, para Vargas?
Eran los rascacielos salpicados de ilusión, de un futuro próximo feliz, planificado, ausente de peligros, la dulce vida en su máximo esplendor. Era -a la larga- la última verdad, ante la cual termina inclinando la cerviz el engañoso tránsito cotidiano: la noticia evitada del dolor que sobreviene a la muerte.

domingo, septiembre 25, 2016

Oculta trinidad

Una mirada firme, resuelta, empecinada. En ella, detrás de ella, dentro de ella, décadas de conocimientos, angustias inefables, ilusiones demenciales.
Oculta trinidad corroída por un hígado gastado.

viernes, agosto 19, 2016

Ven conmigo a mi casa

Tú y yo, bajo un cielo gris de primavera fallida, no hallando la forma de darnos la satisfacción tan ansiada por ambos.
Estábamos expuestos.
Descendimos a tu morada por un agujero en la estepa, descolgándonos por las raíces resbaladizas que surgían de la tierra gredosa. Ya abajo se nos abrieron horizontes insospechados.
"Ven conmigo a mi casa", me propusiste.
El sendero serpenteaba hacia ninguna parte, flanqueado por un ramaje de mediana altura. Te tomé entonces por detrás, sin encontrar la satisfacción esperada. Debíamos continuar caminando y así fue, hasta que desembocamos en una inmensa pradera. De lejos nos miraban. Parecían turistas, o pastores de camisas blancas.
Tu casa estaba más arriba.
Subimos un riachuelo por las rocas que sobresalían del agua. De improviso se nos ofreció un muro natural maravilloso, que escalamos para tener la visión de la catarata de agua verde desde arriba. Era una caída de agua sin intenciones, sin bullicio, incluso sin agua.
Dominábamos el panorama completo, las nubes seguían siendo las mismas y la temperatura tibia de la primavera fallida nos seguía acompañando.

lunes, agosto 08, 2016

Y entonces lancé un grito de espanto

Era una noche muy oscura; todo lo que se veía a mi alrededor me hacía recordar las jornadas vividas como enviado especial a Temuco, cuando cenaba en el restaurante del hotel Continental, un espacio del porte de una cancha de básquetbol con mesas dispuestas una tras otra y tras otra, sin más comensales que mi compañero de trabajo y un vendedor viajero que nos observaba de reojo a unos 15 metros de distancia, en diagonal. La vieja garzona emergía del fondo del salón con la bandeja humeante, posaba los platos en la mesa y se retiraba, se iba achicando con la perspectiva, como si volviera al destierro. En el comedor la temperatura era agradable, pero en la calle el frío calaba los huesos. Lo sentíamos cuando salíamos a dar una vuelta para estirar las piernas y beber un par de copas, antes de recogernos en la penumbrosa habitación.
En la noche que ahora paso a describir reinaba el silencio en el invierno del gimnasio en ruinas. Un ancho pasillo recto como vagón de tren, con paredes de madera sin barniz, conducía al baño de servicio; el cielo era tan bajo que casi se tocaba con la cabeza. Las pisadas fantasmales no dejaban huella en el suelo alfombrado. Una luz mortecina surgida de faroles alineados matemáticamente en los costados no ayudaba a elevar la moral, más bien la echaba al suelo. Toda la escena infundía al alma una sensación de inseguridad y abandono; daba la impresión de que la noche me iba arrinconando, decidida a encerrarme en ese baño claustrofóbico, apenas visible al fondo del pasillo.
Hubiese esperado que no ocurriera nada, que la noche diera paso al día con la velocidad que el sueño les regala a los muertos, pero yo mismo escribiría que no podía ser así. Ya dentro del baño, aprisionado en una atmósfera de incertidumbre y un presentimiento de tragedia, con la sensación de no haber corrido el seguro de la puerta, miré hacia la insignificante ventanilla mientras me lavaba los dientes: de la cara filuda de un hombre solo se veían sus dos ojos claros que me miraban fijamente, y el hombre no decía una sola palabra.

miércoles, agosto 03, 2016

El mexicano

Poblete cuenta que ese día en el café Irlandés, donde él estaba, había un mexicano en la mesa de al lado, un mocetón bien vestido, de mediana edad. El mexicano se tomó dos cafés y pidió la cuenta. En la carpetita de cuero que contenía la boleta puso diez mil pesos, más un turro de dólares de propina. La chica que lo atendía se los recibió, boquiabierta. La carpetita no podía cerrarse con tantos billetes. El mexicano se despidió y se fue.
Poblete dice que él le ayudó a la chica a contar el dinero en una mesa del rincón. Contaron 35 billetes de 20 dólares. Eso sumaba 700 dólares, casi 500 mil pesos.
Al salir del café, Poblete llamó por celular a uno de sus amigos, porque necesitaba narrarle a alguien la historia. El amigo dijo posteriormente que lo notó deprimido.
Al día siguiente llegó a su otro café, el Haití, el café de la charla. Lucía cansado, pálido, ojeroso. Relató la misma anécdota a sus compañeros de la barra, uno de los cuales le preguntó si el mexicano le había pedido algo a cambio a la chica. Poblete se burló de la pregunta. Comentó que el mexicano no tenía necesidad de hacerlo, que así son los mexicanos. Su interlocutor le hizo ver que tal vez fuese lavado de dinero. Qué importa, dijo Poblete, que no lograba desprenderse de la sensación que le ocasionaba a su mente la acción presenciada con sus propios ojos.
Al día subsiguiente añadió que la chica que atendió al mexicano ahora está todo el día mirando hacia la puerta, esperando que el hombre de la generosa propina reaparezca.
Otro de los contertulios comentó: "Lo que fácil llega, fácil se va".

lunes, agosto 01, 2016

El jugo de naranja

-¡Hola, don Sergio, amor bello!
-Hola, Jackie.
-Altiro le preparo su jugo don Sergio, amor bello, precioso.
-¿Cómo está la caña?
-Nada, don Sergio, no celebramos. Íbamos a ir al Hipódromo, por donde yo vivo. Pero la pura entrada eran cuatro mil y adentro son más gastos. Comida. Bebida. Cobran muy caro. Hay que juntar para el Día del Niño, este domingo.
-¿Le gusta su nuevo presidente?
-No mucho.
-¿No votó por él?
-No. Yo soy fujimorista. Voté por Keiko. ¡Hola, preciosa bella!, ya le hago su juguito.
-¿Fujimorista?
-Sí, don Sergio. Es que sufrimos mucho en la selva...
-¿Sendero Luminoso?
-Por Sendero Luminoso. A mi mamá la mataron los terroristas. Yo tenía dos meses de vida. Le dijeron que tenía que doblegarse, pero ella dijo que al único que le pedía perdón era a Dios. Entonces la llevaron a su cuartel. Doblégate. No me doblego. Doblégate. No. Y le dispararon dos balazos en la cabeza delante de mis abuelos. Figúrese, no haberse doblegado, si tenía hijos chicos que mantener. Nosotros vivíamos en el Amazonas, don Sergio. Mi abuelo tenía 35 hectáreas de sembríos y lo perdimos todo. Después llegaron unos vecinos. Era de noche. Váyanse, que a las 3 de la mañana van a venir a buscarlos y los van a matar a todos. Nos fuimos a Trujillo, a empezar de cero. De norte a norte.
-Parece que su vecino de puesto sí que celebró, porque no lo veo.
-Ese gordo pasa curado. Toma por las puras, cuando hay fiesta y cuando no hay fiesta. Le va a pasar la cuenta el, ¿cómo se dice? el hígado... Tome, aquí está su juguito, amor bello.
-Gracias.

lunes, junio 06, 2016

El mar

Vinimos del mar y nos prestaron un tiempo a la ciudad. Pero llega la hora de volver.
Ella y yo, los amantes de siempre.
El mar no se halla lejos, menos aún del barco que aloja nuestros cuerpos. Demasiadas puertas, eso sí, una tras otra, puertas que conducen a la siguiente habitación, habitaciones más y más pequeñas en las que de pronto cabe apenas mi figura, no la suya, que se me pierde entre el laberinto de puertas blancas, puertas blancas en cada una de las cuatro paredes. Ya no son piezas, son clósets, receptáculos verticales blancos con manillas de puertas.
Antes de seguir debo confirmar que no estoy durmiendo. Lo hago abriendo bien los ojos, lo que me hace ver las cosas en detalle, especialmente las líneas y el color blanco invierno de las puertas. Hasta ese momento siempre avancé por la puerta delantera, creyendo que bastaría invertir el proceso para volver al principio. Ahora he decidido girar una manilla lateral. Así es como logro salir del barco y bajar a tierra, donde nos espera el mar, a ella y a mí.
Es una inclinación bastante molestosa; hay que hacer fuerza con las pantorrillas para no resbalar e irse de bruces.
Nos precede una mujer a la que llevan atada de una cuerda; la multitud festina con su suerte. Bajamos todos por ese camino de tierra dura y húmeda. Al borde del camino, una arboleda difusa. Al borde izquierdo, un vacío. Abajo la esperan los carabineros, delante de la multitud. Se percibe una vibración en el ambiente. Son varios funcionarios vestidos de verde, abrigados por el frío de la tarde.
Ella y yo nos distanciamos un poco para no ser confundidos, atrapados a los pies de la meta. Resuelvo que caminemos como dos personas de mediana edad, de modo de llegar al mar como una pareja de burgueses tomados del brazo, lo que en efecto nos salva del hostigamiento policial.
¡Ah, el mar! ¡Por fin el mar! ¡Volver a mis orígenes!
Piso ansioso unas piedras mientras me voy hundiendo en el agua. Me incomodan los zapatos, tan apretados, y la casaca de cuero. Pero son inconvenientes pasajeros y una vez que sea pez todo aquello habrá desaparecido, toda carcasa material, todo despojo del hombre que antes fui.
Sí, ya en el agua, pero... ¿y ella? ¿Cómo saber quién es entre decenas, cientos de peces que comienzan a rodearnos, dándonos la bienvenida?
Es el viaje definitivo; no podemos darnos el lujos de separarnos, de extraviarnos entrando al objetivo, al inicio del vasto e invisible horizonte oceánico.
Entonces distingo al rojo pececillo; lo acojo en la cuenca de mis manos. Reconozco en sus ojos, sus aletas y el lomo de su cuerpo a la compañera de mi vida.
Ahora sí estamos en condiciones de adentrarnos en el azulado paraíso.  

miércoles, junio 01, 2016

Escribir crónicas

En el periodismo hay personas que tienen alma de investigadores, de detectives, de científicos: son periodistas que escriben reportajes. En el reportaje lo que importa es la veracidad a toda prueba de los datos entregados, gran cantidad de fuentes, mucha información, todo esto para ofrecerle al lector un tema acabado.
En el periodismo también hay personas que tienen alma de escritores, de artistas, de poetas: son periodistas que escriben crónicas.
Los demás periodistas, la masa que conforma el oficio, nos limitamos a ejercitar la vanidad, a adaptarnos a rutinas de grupos, a ganarnos la vida.
La crónica es el género más bello del periodismo, pero no es privilegio de un profesional que haya pasado por una escuela de periodismo. Cualquiera puede escribir crónicas de excelente nivel. Facebook y los blogs son nidos de crónicas.
El cronista posee una buena dosis de holgazanería y dispersión. Se deleita en el ocio de mirar con los ojos de un niño, pero un niño que piensa y recuerda como adulto. El estudio de documentos le provoca rechazo. El alma humana le atrae. El mejor ejemplo que conozco de este tipo de cronistas es Roberto Merino.
El cronista es reportero. Observa, pregunta y luego crea. Evita la ficción, pero crea moldeando. Al momento de escribir, la observación se le achica como ojo afectado de glaucoma. Solo piensa en las letras que saldrán de su pluma, borradas una y otra vez hasta que las últimas lo dejen lo menos insatisfecho que se pueda.
¿Por qué hacer crónicas? ¿Qué necesidad existe de que se escriba sobre algo tan dicho, como un atardecer con granizos o un vendedor de fruta?
Si el cronista escribe es porque necesita escribir. Y no existe en el mundo nada igual a lo que escribe, que es su impresión sobre la vida que en suerte le tocó vivir.

jueves, mayo 19, 2016

19 de mayo de 2016

Las hordas dormidas despiertan
De la abundancia brota la escasez
La monótona compañera de ruta de la historia se ha vuelto herida abierta
Exigen placeres prohibidos, vida plena, el fuego de los dioses
Cuando pasen cincuenta años se dirá
Así vivían, a eso aspiraban
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Te quiero ver salir, te quiero ver feliz. Todos los viernes de mayo 10% dcto. en combustible en todas las bencineras de Chile pagando con tarjetas Cencosud Mastercard
Aconcagua conserva los buenos momentos. Frutas, jaleas y compotas
Estamos para grandes cosas. Antiácido Antiax, el buen comer
Luego todo vuelve a su lugar
Digo que todo vuelve a su lugar
Todo vuelve a su lugar
En la página del obituario
Andrés Michel Abufhele Bórquez
Sergio Alberto Adriazola Poblete
Irma Nidia Barrera Reyes
Eliecer Enrique Benavides Escobar
Elena Caques Zavala
Marcelina del Carmen Carrasco Banda
Pedro Carvajal Álvarez
Regina Claro Tocornal de Covarrubias
Enzo Raimundo Fantinati Caviedes
Eliana Franzani Fuenzalida
Marco Antonio Grez Muñoz
Rosa Natalia Ibarra Troncoso
Bernardo Loncon Ancao
Pedro César Osvaldo Olave Kiel
María Lidia Ramírez Contreras
Betty Reisberg de Oksenberg
Santiago Serrano Suárez
María Elba Suárez Godoy
Eleana Gloria Valencia González
Sara Amelia Vargas Spring
Josefina Vial Street
La muerte acecha y rapta, no solo al feliz desprevenido
Llegada la hora surge el mandato de aceptarla
Murmurando, rumiando quizá la frase amarga para el bronce
Dimos la pelea, fuimos doblegados
Las aves vuelan de sus nidos
El firmamento cubre de sombras
Invisible mínima difusa, la Tierra
Oh vana ilusión
Abro los ojos y de un portazo quedo a oscuras

jueves, mayo 12, 2016

Un día transfigurado

Usted, que se ve todo un caballero
Cómo entra con una mujer borracha
No me di cuenta. Debió de avisarme, ya que vive pendiente del peligro
Yo soy una mujer sana, caballero, no ando en esas cosas
Yo también soy sano, pero tengo mis fallas
Todos las tenemos
El caballero, según me confidenció días después, había sido abordado por una mujer borracha, quien lo hizo entrar a un edificio donde a toda costa quiso desnudarlo para lamerle el ano; él no se dejó y llamó a la señora de la casa, la que tras despedir a la ebria lo miró, sorprendida, para luego reprocharle:
Usted se ve un caballero. Cómo es que pudo venir con esa mujer.
A lo que él le contestó:
No me di cuenta, usted debió avisarme. Era una mujer salvaje y quizás estaba armada.
Eso es imposible, caballero, porque aquí hay cámaras. Aquí todo se graba...
Más tarde las cosas cambiaron. Con el semáforo en rojo, una joven automovilista instaló su todoterreno sobre el paso de peatones; él se lo hizo ver y ella reaccionó como si mi amigo no existiera. Este se acercó a la ventanilla, que estaba abierta, y le dio un puñetazo en la cara, que la hizo sangrar.
"Desconfíe de la gente a pie", le advirtió, excitado.
Me contó que por la noche, sentado en la platea de un teatro, escuchó que dos amantes caminaban bajo la luna que alumbraba las ramas negras del bosque. Ella le confesaba su angustia por llevar en su vientre un hijo que no era suyo, sino de un hombre extraño; él le respondía que el universo entero hablaba de gloria y que las llamas de pasión que desprendían ambos bajo la luz de la Luna lo transfiguraban todo, haciendo de la traición una prueba de amor.

jueves, mayo 05, 2016

Una casa que hace agua

Debe tenerse en cuenta, luego de un acucioso examen a la casa, que no se trata de una simple gotera. Como en tantas ocasiones, se culpa a la empleada de desempeñar mal sus funciones, descuidar sus obligaciones y se la condena usando un tono elevado, una voz prácticamente fuera de las casillas; ahora los hechos revelan que no ha sido suya la responsabilidad.
No fue despedida, pero se ha contratado a otra, que la acompaña en sus deberes. Es más joven y por la noche, al acostarse, levanta las sábanas y muestra el poto. Surge un deseo de meterse en esa cama, pero algo lo impide y el incidente queda en las ganas.
Calles vacías en una noche oscura; de las esquinas surgen sombras de mujeres. La cabeza, un torbellino. Vueltas y más vueltas; ojos cansados, oídos necios. Vagabundos, malhechores, ratas de la noche proclaman débilmente su poder.
La casa, en tanto, hace agua. Desde el segundo piso se dejan caer las goteras de los sectores menos pensados. El gásfiter ha hecho su visita y dictamina que el problema abarca todas las cañerías del hogar, pero no asegura nada. De todos modos, aunque jurara de rodillas el éxito absoluto, no se le podría encargar un trabajo como ese. La rotura de las paredes y del piso de arriba entero conllevan un desangramiento patrimonial.      

miércoles, abril 27, 2016

La gata y la araña

A mi gatita Jiji le gusta cazar pájaros. Esta mañana atrapó a una cría de zorzal de un puro salto. El ave no se dio ni cuenta cuando ya estaba en las garras del felino. La Jiji lo hace de placer, no de hambre. No habían pasado ni cinco minutos cuando la vi subida al acacio del antejardín. Desde una rama gruesa vio a una paloma parada un poco más arriba. La Jiji quedó en posición casi vertical en la rama, estiró la pata delantera y lanzó a la paloma al piso con un manotazo. Entonces decidí darle una lección. Me encaramé al árbol con una tabla gruesa; la gata bajó de inmediato al piso de cemento. Cuando la vi justo abajo solté el madero. Le cayó en una vértebra del lomo; el golpe artero, desmedido, la hizo sangrar y a mí, arrepentirme del castigo.
Bajé y la consolé, la Jiji lloraba de pena, se sentía traicionada y me lo hacía ver con su llanto. La cáscara de la vértebra rodaba por el suelo.
Comenzaba la noche, la hora del juego. La arañita se dejaba llevar por la velocidad. Cuando el Metro avanzaba, la arañita se iba hacia atrás; cuando frenaba volaba hacia adelante, al igual que unas pelusas que la acompañaban en su viaje por el pasillo. La arañita flotaba zigzagueando como lo hacen los deportistas que desafían a las olas del océano. Se veía feliz, ignorante del peligro. Los zapatos de los pasajeros se le asemejarían colinas imposibles de cruzar; sus piernas, columnas de titanes homicidas. La arañita entre ellos, bajo ellos, jugaba a correr enloquecida por la noche, a darle unas cosquillas a su estómago de araña.
Cuando el carro se detuvo en la estación los zapatos se le fueron acercando, pero la arañita, alerta, corrió a guarecerse bajo una barra telescópica de acero. Al estudiar su refugio notó que más arriba la mole se arqueaba y desplegaba tres brazos que se unían finalmente en el firmamento, una cúpula coronada de enormes estrellas despidiendo luz cegadora al vagón.
Cuídate de los ataques que vengan del cielo, Jiji.

domingo, abril 24, 2016

Rutina humorística

Escribo esta historia en tercera persona para darle mayor credibilidad al punto de vista del narrador, que en este caso debe aproximarse lo más cercanamente posible a la objetividad. De otra forma lo que viene se parecería más a un lloriqueo angustioso que a un episodio de la vida real.
Las cosas no demuestran estar a su favor en la rutina humorística que se apresta a ofrecer en la sala. Mira por detrás de las cortinas y las caras que observa no están expectantes. Sentados, solo esperan. A ellos debe hacerlos reír, esa es su condena. Es él ante el gran público, han pagado para eso, y ha llegado el momento. ¿Cuánto se ha preparado? Poco. ¿Qué curriculum lo respalda? Ninguno. ¿Por qué entonces aceptó meterse en este zapato chino? Lo ignora.
No recuerda haber firmado contrato, pero un extraño lazo lo compromete con esta gente. Tal vez se trata de un desafío personal, aunque de algo está seguro: ni siquiera es una cuestión de honor.
Hubo una ocasión en que tuvo que demostrar sus pobres capacidades al piano delante de un auditorio parecido. Su maestro lo había echado a los leones y de entrada desafinó por completo: los dedos de sus manos se desplazaron una o dos teclas más abajo y los acordes sonaron como música de película de terror. No era capaz de leer la partitura y no se podía levantar; estaba clavado ante el piano, él y su vergüenza. Al terminar, la gente lo aplaudió por lástima, mas nunca pudo volver a practicar el instrumento. ¿Ahora le espera lo mismo? Está a segundos de saberlo.
"Hola". Así comienza su rutina. Optó por un saludo improvisado, por un estilo juvenil. En vez de buenas noches damas y caballeros eligió barrer el protocolo con la escoba. Tal saludo, para ser efectivo, debe acompañarse de algo más, de un chiste rápido, una confesión, algo que enganche. ¿Pero qué hay detrás de su rutina? El vacío.
A poco andar una chica esbelta de ajustado buzo coloreado se arrastra de espaldas por el suelo, lo que interpreta como una mágica ayuda del destino. La atención del respetable se desvía; el momento debe ser aprovechado. "Eso se llama exhibicionismo", proclama, subrayando cada sílaba. Entonces los vapores del alcohol y las ganas de orinar lo levantan de la cama. Siempre que le ocurre esto su mente examina de un latigazo, mientras camina descalzo al baño, lo que hubo y lo que habrá. Así, el día que comienza vendrá cargado de monotonía, alegrías o preocupaciones, según lo que ha planificado. Pero esta madrugada, antes del albor, la oscuridad del recinto no le ofrece buenas noticias. Hacía más de treinta años que no vivía esa sensación indescriptible de terror en su alma. No hay nada de qué asustarse, todo anda bien entre comillas, pero le está volviendo sin aviso y sin motivo, al igual que aquella vez, ese estado que lo tuvo dos años angustiado, deprimido, inapetente, horrorizado. Reconoce los síntomas previos. Ante él, un océano marchito negruzco denso cuyas olas lo rodean, cerrándole cualquier escape razonable. De esa isla es imposible huir, solamente le resta una última esperanza, que es rezar a Dios. Atrapado en esa isla, la muerte se le antoja un consuelo dulce, el abandono, el descanso que derrota a lo inefable. ¿Tuvo algo que ver esa pesadilla difusa, plagada de sensaciones incómodas y sorpresas grises? No lo cree, es la misma de todas las noches, en una de sus incontables variantes.
Vuelto a la cama, abrigado, con dos horas más de sueño por delante, se entrega a una propuesta que surja de las cavernas de su alma. Y cierra los ojos.    

lunes, abril 18, 2016

Envidia

La envidia tiene nombre de serpiente. Se arrastra entre mis pies, va envolviéndome hasta asfixiarme y entonces me muerde, venenosa.
La envidia nace afuera y tiene forma de automóvil, de chalet, de mujer. En todo caso, el causante superior es una persona viva, contemporánea y coterránea, alguien que se aloja siempre al lado mío. Yo no siento envidia de los animales ni del Sol ni de la Luna. A las aves las observo con ternura y a los gatos, con cierta admiración. La fidelidad del perro me da ganas de llorar; los leones me despiertan curiosidad cuando se desplazan por la selva y lástima cuando se pasean en su jaula o enfrentan a su domador. De niño me fascinaban sus rugidos, pero a la salida del circo ya iba con otros pensamientos y otras sensaciones. Graves problemas me esperaban en mi hogar.
He dicho alguna vez que sentí envidia de mi primo Julio. Era dueño naturalmente de una inteligencia vivaz que de inmediato lo hacía destacar, lo que yo perseguía con desesperación. Solucionaba con vertiginosa agilidad todo tipo de problemas y por eso no estudiaba y no se sacrificaba, como yo. No tenía necesidad de memorizar, en cambio yo intentaba memorizarlo todo.
Al final lo sobreviví, que es lo que cuenta. Él me quería y tal vez hasta admiraba algunos rasgos míos. Cuando lo supuse inofensivo yo también lo empecé a querer. Pero justo entonces se durmió al volante de un camión y se mató en el sur de Argentina.
Desearía envidiar a quienes no le temen a un temporal y lo toman como una inclemencia que se enfrenta con frialdad, pero no puedo. Ni siquiera me sumo a ellos. ¡No advierten los riesgos infinitos que tiende el futuro! ¡No son capaces de vislumbrar el drama, la tragedia de vivir! No existe nada realmente seguro y nada que proporcione eterna felicidad; todo momento alegre da paso a una sombra y así, los tiempos por venir solamente se alimentan de buenos planes y fantasías. Solo entonces vuelven la calma, el optimismo y las ganas de luchar. Mi lucha ha sido velar por mis seres queridos, por protegerlos y advertirles los peligros, en eso he gastado gratuitamente buena parte de mi vida.
Algo bueno debe de tener la envidia para que la hayan hecho suya cientos de civilizaciones a lo largo de miles de años. Se me antoja que la comparación a la baja despierta instintos asesinos que -al demoler al mejor- equilibran el sistema. Los genios deben ser pisoteados por las botas del pueblo. Al transformarnos en una masa de mediocres sufrimos menos, porque estamos entre iguales y nos sentimos más seguros.

lunes, marzo 28, 2016

Viña en el horizonte

Si la calle que piso me lleva a los característicos edificios del plano de Valparaíso, quiere decir que me equivoqué de bajada, de modo que debo devolver lo andado para retomar el camino a Viña del Mar.
Busco un atajo por los senderos arbolados del zoológico y cruzo una reja que da a la calle, pero se me ha hecho de noche y de pronto me hallo sobre un camino de ripio en ascenso. En vez de berma, maleza seca. Al costado, otra ruta similar, de una sola vía, asfaltada pero inaccesible.
Me encuentro con un campesino. Una lamparilla a parafina alumbra nuestro diálogo. ¿Voy bien?, le digo. "No, Viña está para el otro lado".
A buscar, otra vez, de noche y por territorios desconocidos, poco transitados, hasta peligrosos. ¿Tan difícil se me hace llegar a Viña del Mar, sabiendo donde queda la Ciudad Jardín? A lo lejos la vislumbro. En el horizonte veo sus luces, las ansiadas luces de la ciudad.
Pero antes hay poblaciones populares. Paso entre casas de conventillo, circulo por sus patios traseros, de tierra apisonada, percibo los vapores malolientes que emergen del interior de las viviendas. Es la única forma de acceder a senderos que me lleven al camino principal.
Podría ser asaltado, hay gente de la que no tengo ningún antecedente, ni bueno ni malo. Lo único cierto es que soy un desconocido para ellos, que no soy de ese grupo y que me he extraviado en lugares tortuosos por buscar la ruta a Viña.
Camino por un sendero de tierra que remata en una roca blanca, que bajo con extremo cuidado para no resbalar. A lo lejos, las luces de Viña...
Ahora ya estoy en la ruta principal. Tienden a aclararse las cosas para mí. Piso el cemento azulino y vislumbro la curva que esconde la bajada.
Antes de darnos las buenas noches, acostados, la luz apagada, le cuento el sueño a mi mujer. Le digo que me ha tenido el día entero dándole vueltas, buscándole el sentido.
-Pero si es muy sencillo -siento su voz en la oscuridad-, tú mismo lo dijiste: tienes el objetivo claro, pero hasta hoy transitas por caminos equivocados.

   

miércoles, marzo 23, 2016

Discurso

¿Qué es la crónica? A mi modesto entender, un poema noticioso. O un cuento noticioso. En todo caso, la literatura guiando al periodismo, la belleza guiando a la verdad. Por más disfraces que se le traten de poner, algo me dice que la crónica es antes que nada literatura. Pero sabiamente y al igual que la sociedad hace con el hombre, el periodismo le ha instalado un corsé, de modo que una buena cantidad de metáforas y qué decir de ocurrencias de la mollera deben resignarse a morir entre la grasa que le sobra del cuerpo, echando sus últimos suspiros a través de las amarras. A la orden de su amo, en la crónica los caballos desbocados han vuelto de mal humor a las caballerizas. De tal cárcel asoman sus narices, que exhalan vapores de libertad y tormento, pero es mejor que sea así. El lector termina agradecido.
Llevo más de 30 años escribiendo crónicas, casi podría asegurar que me jubilaré en el oficio. El género me hizo viajar a apartados rincones de mi patria, incorporar a la mente las ventajas de la observación aterrizada y resumida, descubrir a la ciudad gente que salió por un minuto de su anonimato gracias a mi pluma. Me bastarían esas tres razones para abrazarme a sus rodillas, tributario de sus virtudes; pero este minuto inadecuado de traiciones, minuto en el que decido abrir voluntariamente mi corazón ante ustedes, me incita a confesar algo de lo que tal vez me arrepienta apenas doble esta hoja de papel. Y es que el centro de mi vida productiva no ha sido ser cronista. La ambición de mi vida ha sido ser poeta, empresa vasta, inaccesible como castillo de Kafka y a la vez humilde, mínima como ruiseñor de Keats.
Esa aspiración se me pegó en el alma desde que tuve uso de razón. Venía conmigo y lo ignoraba. Y de ignorante, la ignoré. Dejé pasar preciosas ocasiones de ser pobre, de echarme al borde del arroyo y compartir con Endimión sus aguas cristalinas; escapé con dientes y uñas del abismo que lleva a la gloria, me agarré del precipicio y cuando logré caminar, cuando al fin avancé entre el matorral de problemas de la vida diaria, cuando aprendí a reconocer las amenazas ya era otro, un hombre cubierto de armaduras, el hombre cactáceo que decidió proteger a su hijo.
El precio fue ser feliz, y lo pagué junto con las cuentas del agua y de la luz.
Recuerdo que de joven entraba a la iglesia los domingos. ¿Cuántos poetas como yo, fatalmente arrepentidos, sepultados por toneladas de culpa, se ocultaban bajo las sombras del incienso? Rezando arrodillado adivinaba sus miradas oblicuas. Entre las naves nos estudiábamos, nos reconocíamos y nos dábamos ánimo para enfrentar la luz del sol a la salida, separados como lo ordenan las leyes, devueltos a la dichosa orgía.
Todos quisimos ser poetas, bien pocos se atrevieron.
Pero he aquí otra prueba más de las ironías del destino. Ahora que los años se me han venido encima, ahora que los sufrimientos dieron paso a la esperanza, el niño que me habita se las da de vivo y reclama su oportunidad. Clama por gritar su nombre al viento, decir me llamo Huguito y exijo volver a la población Rubio de Rancagua para abrir mis ojos soñolientos y pisotear la realidad. Ansía el pequeñajo darse el gusto de decir las cosas como son y en eso, en lo caprichoso de sus sueños, se parece a Odradek, aquel carrete de hilo que le quita el sueño a un padre de familia al rodar día tras día por la baranda de la escalera.
Por mí le diera el pase, pero se me antoja que el geniecillo manipulador dejó pasar su momento. A saber, los poetas no saludan al mundo pasados los sesenta, a menos que estén fraguando un plan perverso. Por eso yo, que lo conozco, lo mantengo a raya: su risa infantil que cruje como las hojas secas lo delata.

lunes, marzo 21, 2016

Domingo de marzo

Es un domingo de marzo. La luminosidad del Sol anuncia al otoño. Apacigua el calor la brisa fresca; el silencio se suma a la desesperanza del retorno. En la tarde de Ocoa la atmósfera entera se asemeja a los dulces cuentos de Poe, extraviados en la persecución de la belleza divina y perfecta que solo la pluma imagina; las aves sobrevuelan la nube de angustia que a esta hora cubre la casa y los roedores corren por la hierba seca, proyectando largas sombras antes de esconderse en el hueco del tronco de un boldo. Esas tardes, en esos jardines, con esas criptas que guardan cadáveres adorados.
¿Son todos los viajes así? La víspera, explosión de locura irresponsable. Se enancha el alma y pugna por volar desnuda. El día del regreso se repliega como tortuga avergonzada. Y con tarjeta paga la cuenta del bar.
No esperar nada de la vida. Crear, como si los domingos fuesen lunes. Carecer, como joven que sueña con lo que hoy engorda. He allí tres mandamientos para ser enfrentados a la hora inevitable de la gravedad del confesionario.

sábado, febrero 27, 2016

Vida almacenada

Vida almacenada, y si volara, qué.
A tu lado cae una mujer. Mi cuerpo está rígido, al suelo por creerme lola se disculpa ante tus ojos de hombre. Luego hace ejercicios ridículos con los brazos, un-dos, un-dos.
A leguas de distancia a mares de distancia el sueño de Endimión reposa, misterioso. Y aquí mismo, en la mesa del café, el maldito libro pirateado de Cortázar me roba las mejores páginas de Keats.
Yo sentía, yo siempre he sentido y oculté. Por mostrar lo que no era, he perdido. Me faltó esa valentía que no es temeridad sino locura apasionada que nace y muere en el centro de uno mismo.
Invoco al niño, pero el niño fue peor, ni por asomo hablaba. De modo que la barra de eucaliptus que rodeaba la laguna falsa del cerrito San Juan de Machalí, la turbadora ansiedad de bajar al pueblo por ese camino retorcido llevando en una bolsa los restos de la fiesta, la fila para esperar la micro roja que me devolviera a casa, el silencio después de un día agitado, el vacío existencial en la fila de gente, la brutal materia que encierra la espera de una micro, las voces de mis primos, los ecos de mi padre y de mi madre, todo aquello no salía. Atrapado, se agitaba en la coctelera de mi alma anestesiada.

martes, febrero 23, 2016

La memoria. Decadencia, confusión

Amaneció sin fuerzas. Se levantó y le pesaron las piernas; caminó, se cansaba. En el comedor de diario tuvo que sentarse mientras el hervidor calentaba el agua. ¿Había entonces que encender la radio? No lo recordaba. ¿Debía desplazarse en bata o el mandato era meterse a la ducha y bajar vestido y rasurado a la cocina?
En vez de sumirse en la desesperación analizó la situación que estaba viviendo. Buscó papel y lápiz, para dejar el rastro de su pensamiento. Pero al momento de escribir había olvidado los signos, de modo que el papel registró garabatos únicamente descifrables para su mente de ese momento.
Quién soy. No lo recuerdo.
Dónde estoy. Creo que en mi casa.
Con quién vivo. No lo sé, mas también aquí otras personas parecen haber dejado sus huellas.
Qué edad tengo. Lo ignoro.
Soy un niño o soy un adulto. Me miro las manos y me digo que soy un adulto.
Qué debo hacer después del desayuno. No sé.
Podría llegar atrasado a mi trabajo. Sí.
Tengo un trabajo, estoy cesante o estoy jubilado. Puede ser.
No debo desesperarme. No.
Esto puede ser solamente una pesadilla. Sí.
Me duele el cuerpo. No, es cansancio.
Qué día de qué mes de qué año es hoy. Quisiera saberlo.
Estoy vivo o estoy muerto. Estoy vivo.
Estoy soñando o estoy despierto. Creo que estoy despierto, pero no lo sé con certeza.
Culminado el análisis, sorbió el té y mordió la tostada con mantequilla que su mujer le había dejado en la panera. Parecía increíble cómo ambos habían envejecido en tan corto tiempo. La sangre de las venas navegaba por sus manos contenida en ríos turbios y azulosos que sorteaban los huesos y arrugas.
Se sacó la bata; ella arrojó la suya al piso. Bailaron con la música de la radio, abrazados a pie pelado sobre la baldosa, sin decirse nada, desnudos, bañados en una vaga tensión.
¿Estás preparada?
No.  

viernes, enero 15, 2016

Sentimientos

Angustia frente al regalo de la vida
Deseo secreto de egoísta soledad
Serenidad ante la victoria
Miedo de que te la arrebaten
Ansias de fortaleza
Envidia de lo que no tienes
Tentación de humillar
Piedad con los infortunados
Temor de Dios