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viernes, febrero 12, 2021

Un poema fácil, una prosa difícil

La carretera se va comiendo los kilómetros uno a uno, anunciados por monótonos letreros soñolientos. La noche le ha revelado que las cosas deben acometerse con audacia, dejando de lado toda familiaridad, renunciando aún al peso del amor. La esposa, muy bien, pero de este lado. Los arranques creativos, de este otro lado. La nieta, corriendo por el sendero intermedio. La forma cómoda de tomar la pluma, a la basura; así fue el sueño. Por alguna razón, durante el extraño verano se impuso el objetivo de dar con la síntesis que uniese al poema y la prosa. Un poema no tan avaro en palabras, una prosa ni cristalina ni lineal. Un poema fácil, una prosa difícil. 
Almas de diversa índole traspasan el parabrisas. Viejos de piel reseca y arrugada esperan el momento de la vacuna, cubiertos obedientemente con sus mascarillas. El científico indeciso con espíritu de niño desprotegido, generoso y amable hasta el cansancio, suelta de pronto una rabia que él mismo no logra entender. Surgen dos primas alegres de verse, de vivir, de afrontar las novedades; un infartado prudente, juicioso, místico, solitario. Esa suma de personajes, menos los viejos, vuelven a sentarse ante un fogón bajo las estrellas, y la conversación se encamina hacia el más común de todos los lugares: la vida después de la muerte.
Yo, que soy católico, creo que más allá no hay vida alguna, y sin embargo no puedo explicar que cada vez que le rezo a la Virgen, la Virgen oye mi plegaria, la atiende y me da lo que le pido
Yo doy fe de que entré al túnel, vi los rostros de mis abuelos y cuando me dirigía hacia la salida, donde me esperaba una luz enceguecedora, alguien me rechazó y me mandó de vuelta a la tierra
Yo estimo que sí hay vida, pero no individual, sino un cúmulo de datos, de información entrelazada
A mil quinientos kilómetros de distancia habla el académico retirado con estampa de capitán de barco, y su micrófono es el timón. Detrás suyo, una suerte de estrella italiana de los años 50 se adueña de la conversación. ¿Es ella el verdadero capitán del barco? ¿O él, demasiado listo, favorecido por una inteligencia que deviene en escepticismo y amargura, se deja guiar hasta que adivina los arrecifes bajo el agua y oye los cantos de las sirenas, y entonces gira, retoma el rumbo original y vuelve a dirigir la nave?
Graham Greene vivió sus últimos años en Francia, desilusionado de sus raíces británicas. Cuando lo entrevisté para mi tesis doctoral se había  empecinado con la trama de la mafia francesa 
Mi vecino arruinó su vida luego de una noche de excesos
Algo recuerdo...
Entra un amigo a su habitación y él, entre despierto y dormido, saca la pistola de debajo de la almohada y lo mata
Pero hacía tiempo iba cuesta abajo; se había farreado la herencia que le dejó su padre, le fue mal en los negocios
Pensaba que se le había metido un ladrón y terminó en la cárcel 
Un whisky bajo las estrellas, sintiendo el paso de la vida, nada se le asemeja
Oh -entre el paisaje movedizo se le cuela el recuerdo de la burrada del hombre afirmado en la baranda del departamento frente al mar donde lo acoge su benévolo anfitrión-. ¡Oh, camarada, qué inmensidad, la del vasto océano!
El académico lejano corrige a su interlocutor con delicadeza. ¿Ese Amigo americano de que hablas será el mismo Americano impasible?   
Alrededor del fogón el grupo medita y pide por Liesbeth. La pantomima holandesa llegó al hospital por un dolor de cabeza y ahora se halla ad portas de una operación al parietal izquierdo del cerebro. Elija con cuál de los cinco idiomas que habla se quiere quedar, le ha dicho el neurocirujano. El infartado prudente se la juega por su mejoría, el científico irascible no se aventura a opinar pero no duda en guiar la meditación, las primas truecan alegría por piedad.
¿Pasemos a comprar queso de cabra? 
Bueno, uno para cada hijo
Días de descanso, días enteros rodeados por árboles, flores y arbustos; almuerzos al atardecer, en la noche el fogón; y el libro atento siempre a la necesidad, esperando en la mesa de arrimo, cerca de la fuente de sandía en trozos y la cerveza helada. 
Y aun así hay angustia, se infiltra entre los sueños, por las mañanas o en los despertares nocturnos.
¿Pero si nada es mejor que esto, entonces qué, cómo, por qué?
Ya los ha visto antes. Son los dos muertos de la calle, uno de polera celeste, el otro con un cartón blanco en la boca, como si lo masticara con las muelas del lado derecho de la mandíbula, lo que le confiere un rictus enervante. Nos reunimos en la plaza de armas con mis amigos, es el punto convenido para iniciar el viaje. Serán las siete y media, las ocho de la mañana y nos sale vapor por la boca. Una prostituta delgada, sin curvas, de jeans, bastante pasadita en años, ofrece sus servicios profesionales. Uno de los nuestros se le acerca y le mete conversación. Indaga sobre los detalles, curioso. ¡Conque hay interés por la tercera edad! Pero la mujer se marcha sola, se pierde entre la gente. Otras tres nos miran pasar, sentadas en un escaño. El sol les da de lleno en la cara, descubre sus ungüentos. La más gorda hace alusión a las vestimentas de oso que cargamos sobre las espaldas con una sonrisa pícara, pero las cosas no van más allá. Deberíamos internarnos por los pasajes del sector para iniciar el viaje; sin embargo en la calle Estado los policías vuelven a bajar a los muertos, en realidad proceden a cambiarlos de vehículo. Los sacan de un furgón, los arrastran por el piso en dirección al otro furgón, que los espera con la puerta lateral abierta. No quiero verlos, no quiero ver esa escena, de modo que vuelvo la cabeza. Es paradójico contemplar un cadáver arrastrado por el suelo, más aun ver dos. Causan espanto la ausencia de reacción de los cuerpos, sus colores verdosos, el gesto al masticar el cartón, la vida que pudieron haber vivido y que se tronchó a raíz de un hecho violento, porque resulta evidente que ambos han muerto bajo dudosas circunstancias.
Siento dolores en las piernas, estimado. Me agacho y me cuesta levantarme; estoy pensando en seguir una dieta que vi en Youtube
Y yo qué le respondo al científico irascible. Nada. Solo oigo. Qué le podría comentar de mis dolores propios
Ay de los dolores ajenos causados por una masa enferma; se vieron venir, nadie les puso atajo y ahora es tarde para llorar sobre la leche derramada, ha llegado el turno de la sentencia
Estaba solo en el living, a días de regresar desde Canadá, cuando me vino el ataque. Llamé al 911, llegaron en tres minutos y detectaron el infarto. Si hubiese permanecido en el sofá esperando que pasara el dolor no me hallaría hoy entre ustedes 
En cuanto a dolores, no se lo doy a nadie el que provoca el manguito rotador
Llevo varios días con una molestia en el costado
El capitán del barco se va difuminando, cuesta distinguir las líneas de su rostro, su calvicie, su blanca barba bien cuidada, la mujer que vigila por detrás
Si todo se tratase de un poema fácil, qué fácil sería. Y qué difícil si a la historia se le exigiera más que historia...

miércoles, febrero 03, 2021

Desde luego, le viene bien a mi temperamento

El auto bajó la curva del camino asfaltado que iba a dar al mar. Eran cerca de las dos de la tarde; había un sol radiante, desacostumbrado para el paisaje austral. Otro vehículo le fijó un límite por delante. Su auto hizo lo propio con el que lo escoltaba. En pocos minutos se había formado una larga fila de coches que esperaban el siguiente transbordador. Desde su lugar en la cadena de vacacionistas se alcanzaban a divisar los pelícanos que permanecían atentos a las novedades que ofrecían los botes de los pescadores. Paseaban por el muelle, sobrevolaban la orilla, nadaban mansos en las aguas aceitosas, con sus ojos de sueño. Costaba diferenciarlos, al igual que a los turistas, similares autos de precios parecidos, el mismo plumaje, similares parkas con los diseños de moda, vestidos sacados a crédito de las mismas tiendas, las mismas patas membranosas, gafas no tan diferentes unas de otras, barrigas calcadas por similares dietas, los mismos decibeles en los gritos de los niños, carcajadas uniformes que revelaban la emoción efímera de felicidad, lo que la gente común entiende por felicidad; el hambre rondando en torno a ellos.
Calculó que en una media hora lograría acceder al transbordador. Inmejorable ocasión para comer unas empanadas fritas con su familia. A los costados de la rampa y unos cincuenta metros hacia arriba del camino se sucedían las fritanguerías. La costumbre se había impuesto, los locales se pegaban unos con otros y cual más cual menos, ni uno solo abandonaba la pretensión de atribuirse el dudoso cetro que lo consagraba rey de las empanadas fritas.
El curioso recuerdo le surgió mientras leía "Herzog", de Bellow. El episodio en que Herzog llegaba a Vineyard Haven lo había conectado con un momento de su vida, acaecido diez a quince años atrás. Él viajaba al sur con su esposa, dos de sus tres hijos y su nieta. A la carretera austral. Las fritanguerías de paredes blancas, rojas y amarillas se le venían a la mente junto a la manida reflexión, al lugar común en que se ha transformado la comida como leit motiv de la existencia humana, del turismo como válvula de escape. Tenía algo de Bellow, había algo de Bellow en él, sin esa inteligencia desenfrenada, sin esa obsesión judía. Su estilo le era familiar, mezcla de crónica, cuento y ensayo. Antes de echarse a la cama, pasadas las doce de la noche, recapituló sobre su extraño día. Una molestia en la espalda -un lumbago doloroso- el paseo con su mujer por la plaza Pedro de Valdivia, la inquietante noticia de que en ese mismo sector, en la misma esquina por la que habían transitado apaciblemente el día antes, un hombre de 51 años había sido asesinado por resistirse a entregar su celular.
Escribir es fisgonear un sueño ajeno.
¿Por qué escribo? -caviló minutos antes de entrar a la región de las fantasías-. Desde luego, porque le viene bien a mi temperamento. No hablo del placer que provoca la palabra que desembarca en la página, sino de los objetivos últimos del proyecto. Desde mi nido de araña, al ocultar mis escritos en el océano de información circulante transmito el mensaje vanidoso que se asocia al de los poetas románticos: alcanza la gloria y conquista el futuro, aunque eso no dependa de tu pobre espíritu. 
¿Qué legado esperaban dejar a la civilización? Ninguno. A ellos los movía solo el anhelo utópico de saber para qué fue que llegaron a poblar un pestañeo de este mundo, conscientes de que no podíamos sacar provecho de sus letras, a menos que sirvieran para conectarnos con nuestro propio misterio.
Ideas así se le iban mezclando con el frescor de la noche y el reposo del alma. El encargado, que se hallaba de pie y vestía un delantal azuloso, ocupó un rincón de la sala gris, examinó los resultados de su examen de depresión y exclamó en voz baja: "Vaya, nivel 5".
¿Tan mal estaba? Él no lo veía de esa manera; ni siquiera se le pasaba por la cabeza que lo podía rondar una depresión. Caminaban por la calle abandonada con el  ministro Insulza, rumbo al edificio. No lograba dar con la entrada. Lo intentó por una puerta lateral; Insulza desapareció de la escena. Una vez adentro descubrió que el paso era custodiado por una joven de uniforme. "Si supiera mi importancia en esta historia me dejaría continuar, como no la conoce deberé entrar por la fuerza".
Adentro lo aguardaban las autoridades; la muchacha insistía en cerrarle el paso. Tomó fuerzas y se largó a correr; las autoridades lo seguían esperando, impacientes. Entonces las palabras se le confundieron con los números y con tardanza descubrió que la solución se hallaba en una nota al pie de página.