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miércoles, febrero 03, 2021

Desde luego, le viene bien a mi temperamento

El auto bajó la curva del camino asfaltado que iba a dar al mar. Eran cerca de las dos de la tarde; había un sol radiante, desacostumbrado para el paisaje austral. Otro vehículo le fijó un límite por delante. Su auto hizo lo propio con el que lo escoltaba. En pocos minutos se había formado una larga fila de coches que esperaban el siguiente transbordador. Desde su lugar en la cadena de vacacionistas se alcanzaban a divisar los pelícanos que permanecían atentos a las novedades que ofrecían los botes de los pescadores. Paseaban por el muelle, sobrevolaban la orilla, nadaban mansos en las aguas aceitosas, con sus ojos de sueño. Costaba diferenciarlos, al igual que a los turistas, similares autos de precios parecidos, el mismo plumaje, similares parkas con los diseños de moda, vestidos sacados a crédito de las mismas tiendas, las mismas patas membranosas, gafas no tan diferentes unas de otras, barrigas calcadas por similares dietas, los mismos decibeles en los gritos de los niños, carcajadas uniformes que revelaban la emoción efímera de felicidad, lo que la gente común entiende por felicidad; el hambre rondando en torno a ellos.
Calculó que en una media hora lograría acceder al transbordador. Inmejorable ocasión para comer unas empanadas fritas con su familia. A los costados de la rampa y unos cincuenta metros hacia arriba del camino se sucedían las fritanguerías. La costumbre se había impuesto, los locales se pegaban unos con otros y cual más cual menos, ni uno solo abandonaba la pretensión de atribuirse el dudoso cetro que lo consagraba rey de las empanadas fritas.
El curioso recuerdo le surgió mientras leía "Herzog", de Bellow. El episodio en que Herzog llegaba a Vineyard Haven lo había conectado con un momento de su vida, acaecido diez a quince años atrás. Él viajaba al sur con su esposa, dos de sus tres hijos y su nieta. A la carretera austral. Las fritanguerías de paredes blancas, rojas y amarillas se le venían a la mente junto a la manida reflexión, al lugar común en que se ha transformado la comida como leit motiv de la existencia humana, del turismo como válvula de escape. Tenía algo de Bellow, había algo de Bellow en él, sin esa inteligencia desenfrenada, sin esa obsesión judía. Su estilo le era familiar, mezcla de crónica, cuento y ensayo. Antes de echarse a la cama, pasadas las doce de la noche, recapituló sobre su extraño día. Una molestia en la espalda -un lumbago doloroso- el paseo con su mujer por la plaza Pedro de Valdivia, la inquietante noticia de que en ese mismo sector, en la misma esquina por la que habían transitado apaciblemente el día antes, un hombre de 51 años había sido asesinado por resistirse a entregar su celular.
Escribir es fisgonear un sueño ajeno.
¿Por qué escribo? -caviló minutos antes de entrar a la región de las fantasías-. Desde luego, porque le viene bien a mi temperamento. No hablo del placer que provoca la palabra que desembarca en la página, sino de los objetivos últimos del proyecto. Desde mi nido de araña, al ocultar mis escritos en el océano de información circulante transmito el mensaje vanidoso que se asocia al de los poetas románticos: alcanza la gloria y conquista el futuro, aunque eso no dependa de tu pobre espíritu. 
¿Qué legado esperaban dejar a la civilización? Ninguno. A ellos los movía solo el anhelo utópico de saber para qué fue que llegaron a poblar un pestañeo de este mundo, conscientes de que no podíamos sacar provecho de sus letras, a menos que sirvieran para conectarnos con nuestro propio misterio.
Ideas así se le iban mezclando con el frescor de la noche y el reposo del alma. El encargado, que se hallaba de pie y vestía un delantal azuloso, ocupó un rincón de la sala gris, examinó los resultados de su examen de depresión y exclamó en voz baja: "Vaya, nivel 5".
¿Tan mal estaba? Él no lo veía de esa manera; ni siquiera se le pasaba por la cabeza que lo podía rondar una depresión. Caminaban por la calle abandonada con el  ministro Insulza, rumbo al edificio. No lograba dar con la entrada. Lo intentó por una puerta lateral; Insulza desapareció de la escena. Una vez adentro descubrió que el paso era custodiado por una joven de uniforme. "Si supiera mi importancia en esta historia me dejaría continuar, como no la conoce deberé entrar por la fuerza".
Adentro lo aguardaban las autoridades; la muchacha insistía en cerrarle el paso. Tomó fuerzas y se largó a correr; las autoridades lo seguían esperando, impacientes. Entonces las palabras se le confundieron con los números y con tardanza descubrió que la solución se hallaba en una nota al pie de página. 

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