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viernes, marzo 26, 2021

Una maraña de problemas

Como casi todo el mundo, el señor Gálvez no sabía nada de medicina. Si ni los médicos sabían, qué iba a saber él. De modo que si el señor Gálvez había de caer en manos de alguien, ojalá no hubiera sido en las de los doctores (y puesto que su persona me despierta clemencia, diré que lo mejor para él habría sido no caer en mano alguna, sino haber salido del agua sin ayuda, hasta alcanzar la orilla). En los tiempos que corren, los médicos, que gustan de ser llamados doctores, parecen apasionarse más por los autos de gran cilindrada que por la medicina y en lo que concierne a su oficio propiamente tal, se han especializado en la refinada técnica originada en el mundo del billar consistente en sacarse el pillo. Ordenan exámenes; días después, con las fotos, los números y las rayas delante de sus ojos, números y rayas que son antecedidos por un forzoso reembolso monetario del paciente, conjeturan acerca de los resultados, que previamente les han sido traducidos en letra chica. Enseguida recetan el tratamiento y el medicamento, que pueden servir tanto como pueden no servir, sin mencionar los efectos colaterales. Pero antes de decidirse a seguir los consejos de los galenos hay que dejar la otra mitad de la billetera en la farmacia. Incorporado a estos pilares de la salud, a estos titanes protectores del cuerpo humano, a estos esculapios, a estos proveedores de la panacea, un letrero gigante brilla por su ausencia: "Nada garantizado". Y por si faltara una guinda para coronar la torta, de tanto en tanto a ellas o a ellos, como se dice ahora, les da por incursionar en la política...
A pesar de lo anterior, al señor Gálvez se le hizo imprescindible acudir al galeno. De un día para otro había comenzado a ver nubecillas de color violeta, ya fuera en los vagones del metro, alrededor de las cárceles, en las calles, oficinas bancarias, cultos religiosos; en fin, dondequiera se cruzara con personas. Concluyó esto último pues el vaho tendía a desaparecer en los parques y zonas despobladas. El señor Gálvez recuperaba la visión normal en zonas despobladas, de modo que forzosamente había algo en los humanos que le nublaba la visión. Sin que él nada pudiera hacer, una mancha violeta se iba apoderando del mundo, de su mundo.
El señor Gálvez pasó de mano en mano por los médicos. El oftalmólogo lo tapó de exámenes, que le costaron un ojo de la cara. Rendido ante la normalidad de su paciente procedió a emitirle una orden de consulta con un neurólogo. El neurólogo lo sometió a un scanner y para no quedar mal con su cliente, pues no tuvo nada que decirle, decidió derivarlo a un psiquiatra. El psiquiatra le hizo contar su vida entera, de la que desprendió que el señor Gálvez padecía una típica neurastenia pigmentada asociada a una deficiencia de la corteza visual primaria, enfermedad que desde luego era indemostrable, aunque tenía un nombre muy científico, largo y severo.
Del acostumbramiento a ver el mundo color violeta el señor Gálvez pasó al susto una vez que comenzó a oír voces y captar imágenes dentro de esas nubes. Siempre que algo va mal puede ir peor, sentenció su mente. Eran las voces internas de la gente que iba pasando a su lado, expresadas en ráfagas de imágenes que se disolvían en fracciones de segundo. Indudablemente pertenecían a esas almas, no a la suya, no eran voces ni imágenes inventadas, se autoconvenció. Al mezclarse con la multitud las visiones cinéticas crecían; al alejarse, iban desapareciendo. Las imágenes venían acompañadas de suaves lamentos escépticos, agobiados, retorcidos, angustiados, estoicos, voces que podían emparentarse con el sufrimiento y la desesperanza. Se le dibujaban perfectas entre el vapor violeta frases como madre mía, puchacay, mierda, por qué a mí, la puta que lo parió. En no pocas ocasiones el fenómeno tomaba la forma de palabras que armaban un pensamiento, incluso palabras mal escritas, palabras con faltas de ortografía. 
Cuando ingresó de nuevo a la consulta del psiquiatra le contó que por las noches se despertaba dando manotazos al aire, según pensaba, debido a que su enfermedad lo hacía depositario de la maraña de problemas que aquejaban a la gente. Por una razón desconocida, le dijo, de pronto podía ver con claridad los problemas de las personas que pasaban por su lado, los enredos que tenían en la cabeza, problemas que ya era capaz de advertir a medida que se aproximaban dichas sufrientes humanidades, gracias o debido al tono violeta que irradiaban. Qué bien, tenemos aquí al salvador del mundo que de una sola plumada es capaz de descifrar los misterios del inconsciente, comentó el psiquiatra, intentando dar a sus dichos un tinte festivo, sin sopesar la crueldad hiriente y despiadada de su broma nada empática, que el señor Gálvez interpretó en su real medida, pues contraatacó de una forma lapidaria. A usted, doctor, lo abruma la hipoteca de la casa que se compró. La veo claramente, veo el farol a la entrada, la piscina en reparaciones. Pensó que la podría pagar y ahora se dio cuenta de que con los ingresos de su consulta no le alcanza y no halla qué hacer; es más, ha iniciado una relación sentimental con su secretaria, está a punto de separarse y sabe que eso le costará una fortuna. Lo está pensando ahora mismo, mientras simula que me presta atención. Bueno, entonces para qué viene a verme si sabe tanto, le preguntó el especialista. No se altere, doctor, no piense que estoy usando un truco para leer la mente; lo vengo a ver para que me cure, para eso le estoy pagando, argumentó el señor Gálvez, condenado por sus propios dichos a esperar poco y nada de la consulta que tan cara le salía. Voy a ordenar un scanner... No, lo interrumpió el señor Gálvez, lo que yo deseo saber es si me imagino las voces que siento o si realmente corresponden a las voces de las personas con las que me cruzo, como la suya dentro de esta nube violeta que nos rodea.
El psiquiatra se encogió de hombros. Esto me supera; me encantaría presentar su caso en nuestro próximo congreso en las Bermudas, le dijo mientras lo acompañaba a la puerta. 
La sensación de hallarse en un callejón sin salida lo llevó a confesarse con un sacerdote jesuíta que había conocido tiempo atrás. Enterado del pecado de "intromisión en la vida privada de la gente" del señor Gálvez, pecado que se cuidó de calificar de voyerismo, el presbítero se apresuró a absolverlo y lo invitó a charlar bajo la sombra de una palmera. A diferencia suya, Gálvez, le dijo, mis feligreses me confiesan no sus verdaderos y grandes pecados, sino lo que desean confesarme; luego de tantos años podría darle una lista exacta de esas faltas que aparentan abrumarlos. De tan simples que son, me refiero a la inmensa mayoría, pues también oigo pecados verdaderamente graves, como habrá de suponer, digo que esos pecados, de tan simples, han terminado hastiándome, se lo puedo confesar a usted, ya que veo que es capaz de leer la mente de las personas. No, Padre, no leo la mente completa de las personas, solo soy capaz de oír la maraña de problemas que las afligen, se lo aseguro pues cuando paso frente a jardines infantiles veo muy pocas nubes violeta sobrevolando el lugar, y esa escasa radiación emana desde luego de las parvularias y sus asistentes y poco y nada de los niños. También le admito que los problemas que me llegan a la cabeza son todos harto parecidos, aunque a diferencia suya, que oye generalidades, pues imagino que no es usted un cura que exige detalles en el confesonario, ninguno de esos problemas es igual en su forma de sentir y de describir, aunque no deja de ser sobrecogedora, diría lastimosa, digna de compasión, la pobreza de lenguaje que denotan las reflexiones interiores de la gente cuando es aquejada por sus problemas. Esto explicaría de paso por qué tenemos tanto que aprender de los sabios.
El señor Gálvez se desviaba del tema que le interesaba al jesuíta, un hombre ansioso de llegar a la raíz del pecado con la pasión que despertaría el asunto en un filósofo moralista. La confesión oída le había despertado la idea de que el pecado podría derivarse de la mala salida que la gente da a los problemas que la atormentan. Pero dígame por favor qué oye, deme el ejemplo más exacto del contenido de las palabras que usan las personas que pasan por su lado. El señor Gálvez le explicó que, más que palabras, lo que a él le llegaban envueltas en las nubes violeta eran imágenes recubiertas de malestar, aunque él traducía fielmente las imágenes a palabras. Usted me lleva la delantera, reaccionó el cura, pues yo solo oigo voces, unas voces calladas y plenas de culpabilidad que emanan del otro lado de la ventanilla del confesonario. 
Picado por la curiosidad, el señor Gálvez le ofreció canjear pecados por problemas; el sacerdote le contestó que su juramento ante Dios le impedía aceptar la oferta, aunque agregó que no le faltaban ganas, ya que tenía más de ganar que de perder. Mientras el señor Gálvez se daría cuenta de inmediato de la simpleza de los pecados que confesaban los fieles, el sacerdote se acercaría a una verdad que hasta ese momento le era inabordable y que le serviría para probar una hipótesis que había comenzado a fraguar su mente: hasta qué punto los pecados de sus fieles dependen de los problemas que sufren, o dicho de un modo crucial, hasta qué punto el origen del pecado se halla en la tierra antes que en el paraíso. El señor Gálvez asumió la negativa y le propuso que se dispusiera a acompañarlo a la calle; entonces le contaría lo que iría escuchando. Se dio cuenta de que le convenía que un cura de aura intelectual se enterara de los problemas de la gente relatados por él, pues ante una arremetida contra sus poderes mágicos emanada de una persona natural o de cualquier institución, desde una insignificante junta de vecinos hasta el Poder Judicial, tenía para sí el aval de un representante del Supremo Hacedor, conveniente material de defensa. El sacerdote se ausentó un momento y volvió con una grabadora. Salgamos, le dijo. Y ambos se fueron caminando hacia una calle situada a unas cinco cuadras de la iglesia. Lo llevaré a una feria libre, le dijo el señor Gálvez, pues allí suelen presentárseme algunos de los mayores desprendimientos de nubes violeta. ¿Ah, sí?, se sorprendió el sacerdote. Sí, le respondió. ¿Y dónde están los otros? En los paraderos de la locomoción colectiva, en el interior de los vagones del metro, en las comisarías; en las salas de hospital, en las filas para pagar cuentas, aunque ninguno de esos escenarios se compara con el de las manifestaciones públicas, cloaca donde los problemas se hacen carne antes de ir a dar a la alcantarilla.
Escuche esto, dijo de pronto el señor Gálvez, al pasar frente a una vivienda. Al hombre que está sentado en el escusado lo atormenta su mala digestión y piensa que el colon lo podría llevar al hospital. Cree que se ha dejado estar y observa que hay un escape de agua bajo el lavamanos. Veo claramente la imagen de una pobre digestión y una hinchazón de vientre, y la humedad de la baldosa bajo el lavamanos. La mujer de la casa de al lado sigue pensando en la gordura que le delató el espejo antes de meterse a la ducha; en cada jabonada nota un rollo nuevo y se promete que retomará la dieta pero sabe que no lo hará y por eso está tensa, a pesar del agua caliente que corre por su espalda.
Mire a esa señora que compra lechugas, le comentó, ya en la feria. Vive en constante estado de estrés. Pareciera recién titulada y eso la inseguriza, todos le han dicho que debe salir de eso, romper ese círculo, pero ella no es capaz de cambiar. Está comprando lechugas, pero la atormenta eso que le digo. Se me aparece su figura haciendo clases, preparando trabajos interminables que no son tan necesarios, se me aparece llena de trabajo. La joven que selecciona el jengibre tiene una hija de ocho años que es súper alta, como ella. Le va  muy bien como ingeniera, pero le detectaron un cáncer precoz. La rodea una nube violeta muy tenue, porque espera los resultados de los exámenes con confianza; me aparecen ella y su hija entrando al cine, se trata obviamente de un problema muy menor, no porque la enfermedad no sea grave sino porque ella sobrelleva la situación con entereza. Fíjese en esos dos que echan frutas a la bolsa, son padre e hijo. El padre imagina a su hijo indeciso, sabe que le gusta el deporte y quisiera verlo estudiando pedagogía en educación física, kinesiología o veterinaria en la onda de la inteligencia artificial. Un amigo suyo empezó parecido y ahora diseña prótesis.
De vuelta a la parroquia el cura le aconsejó postular a uno de esos concursos que dan jugosos premios. El señor Gálvez se marchó casa rumiando el consejo, mientras su figura desaparecía entre una densa nube violeta. 
Un productor de TV, días más tarde, comprobó su poder cuando el señor Gálvez le leyó el pensamiento. La mente del productor era un hervidero de cifras mezcladas con vehículos de arriendo, teléfonos, rostros de invitados. Maravillado ante su don, le dijo: "Usted no me sirve. No sé cómo adivinó mis problemas, pero ¿qué pruebas le daría al público de algo que solamente usted puede ver? ¿Y si además al elegido, sumido en la excitación del show, no le aflora problema alguno? ¡Pasaríamos más vergüenzas que el tipo que hablaba 27 idiomas! El suyo no es un tongo, pero hay tongos mejores que el suyo".
Pasaban los días; se iba a completar un mes de nubecillas de color violeta en la vida del señor Gálvez, nubecillas que lo tenían más arriba del paracaídas. Se sentía como Atlas cargando el Cielo o San Cristóbal cruzando el río con el niño Jesús sobre sus hombros, misiones que no le hacían ninguna gracia. Bastantes líos tengo yo para meterme en la cabeza de los demás, que es lo mismo que los demás metan sus problemas en mi cabeza, se repetía. Esa noche, mientras dormía, su madre muerta le aconsejó que acudiera a tres clarividentes, quienes, cada uno en su estilo, darían con la solución, mensaje onírico que surtió efecto, como pasaré a relatar. Y así fue, en efecto. A la mañana siguiente vio al primero, quien le anticipó que la Luna haría desaparecer naturalmente el vapor violeta al completar tres veces su ciclo. El segundo le vaticinó un éxito seguro luego de beber tres buches de gorrión pasados por la juguera. Por la noche, el tercero le ordenó instalarse frente a la pantalla chica y ver tres partidos de la segunda división del campeonato de fútbol nacional.
Fuera por las razones que fuesen, el señor Gálvez despertó un buen día con la vista despejada y las calles retomaron para él las tonalidades normales del smog. ¡Qué alivio más grande, cantó triunfal, el de volver a ser mezquina víctima de mis puros problemas!
Y así llega abruptamente a su fin la historia del señor Gálvez, quien disfrutó a partir de entonces de una vida repleta de satisfacciones, hasta que le salió al encuentro Aquella que pone término a los placeres y dispersa a los amigos.    

  


viernes, marzo 12, 2021

Rumores del otoño

Una vaharada de culpa rellenó sus mejillas en el momento del vacío. Esa tarde, con un libro en las manos, sintiendo la brisa que anuncia los primeros rumores del otoño, se preguntaba si su conducta más profunda se motivaba en el deseo de castigo, o si este aparecía naturalmente luego de arriesgarse a sobrepasar sus límites y gozar de la bofetada que le provocaba el riesgo, lo que lo conducía inexorablemente a echarse con resignación a los pies del padre eterno, como un perro apaleado. 
Recordó su ingenua inclinación ante la autoridad, su obediencia a los mandatos. La madre es la referencia, su autoridad es buena; la madre es buena. La desobediencia es obscena, la obscenidad es un pecado que arrastra por los adoquines el saco de la culpa; la culpa deviene en merecido castigo.
Pero en lo más profundo de su corazón palpitaba la desobediencia, la obscenidad. ¿No había sido acaso el fuego creativo de la desobediencia el que le permitió abrirse paso en la vida? ¿No ocurrió que cada vez que desobedeció logró elevarse de la tierra y levitar? 
Con cuánta nostalgia evocaba hoy las tediosas tardecitas de domingo en su provincia, la ingenuidad de los coléricos ignorantes del poder que les brotaba por los poros. Ahora las masas se habían organizado y la autoridad les tenía respeto, les temía, las intentaba controlar por las buenas. No era además su estilo el de los magníficos artistas que van y vienen por el mundo hablando incoherencias brillantes y viviendo de lo que el día les depara, ajenos a imposiciones previsionales y depósitos bancarios. En este punto no lograba precisar quién se alejaba más de la realidad, si él y su rutina o ellos y su desprecio; si los coléricos de antaño o los indignados de hoy.  

jueves, marzo 11, 2021

La vida, la fortuna, la muerte y el retorno

Frente al miedo
La vida
Frente al odio
La vida
El rompecabezas se desarma
La vida es un regalo

Nada tengo contra un comunista, en el fondo lo admiro
Nada tengo contra un millonario, en el fondo lo admiro
Entro en sospechas cuando el comunista es millonario

A los diez, inaudito
A los cuarenta, mala suerte
A los setenta, atento al lobo
A los cien, sombras nada más...

Volvería a Tomás y su Evangelio
Al éxtasis eterno
Aún más atrás de Pocoyó
Quisiera conocer el estado anterior a la caída 

miércoles, marzo 03, 2021

De qué se trata

Se trata de avanzar por los costados, sorteando obstáculos que se levantan como luces de neón, atractivos, populares, recubiertos de ira y descontento. Es un viaje un tanto solitario, no animado por espíritus de ninguna índole, sin aplausos; a cada paso surgen emotivas tentaciones que invitan a gritos al descanso y al retiro. No hay meta ni algo parecido, tal vez una orquesta de ciegos esté esperando en la falsa línea de llegada. El director echará a andar la música al percibir leves pasos lejanos y el premio de consuelo no será mucho más que eso, unas notas musicales emanadas de hombres con gafas en la cara y de una sola mujer, con las cuencas vacías.
También se trata de la desidia, de la voluntad oprimida por la batalla constante entre lo de adentro y lo de afuera; incluso de unos míseros pesos más pesos menos, sobre todo de las advertencias del soberano inclemente.
Las  nuevas ideas soplan poderosas; arrasan y avergüenzan al tiempo. En aras de una extraña coherencia el Estado defiende y protege ahora a los culpables y en cuanto a la plaza pública, solo abre la boca cuando oye sonar la flauta sin saber dónde se halla el asesino. A veces quisiera sumarme a este clamor; estaría cómodo, sería Alguien con mayúsculas y tendría tiempo hasta para echar al viento un lagrimón de cocodrilo. 
Pero se trata, en lo posible, de no prestar oídos a la fascinación de la venganza, al goce de disparar al cuerpo. Aún sabiendo que se lo tienen más que merecido. En la guerra de las verdades absolutas el más sordo ganará. Y el más olvidadizo. Puede que no el más justo; pero a la larga el más justo. Así es la suma de las guerras.
En última instancia se trata de que para escribir hay que necesitar escribir, necesitar conectarse con esas fuentes de luz y de sombra que ocupan el poso, o por decir las cosas por su nombre, con los pensamientos, emociones y recuerdos. Intuyo que mi amigo Rodolfo, no puedo dejar de asociar su nombre al de Sócrates El que Habla, ha optado sabiamente por dejar las luces y sombras que pueblan su poderoso ejército amontonadas en el yacimiento. No le nace el deseo de despertar a esos monstruos en reposo, deseo que sí me nace a mí, de lo contrario no estaría escribiendo.