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martes, septiembre 14, 2021

Historias maravillosas

... Y terminé así mis palabras: 
"Mi experiencia me asegura que cada uno de ustedes es protagonista de una maravillosa historia que daría para una larga crónica o una novela. Eso es todo, muchas gracias por haberme acompañado en este lanzamiento. Ahora los invito a pasar al quincho. Adelante, por favor".
Los asistentes agradecieron con los ojos enrojecidos y uno a uno se fueron levantando de sus asientos alrededor del fogón, cuyo humareda dispersada por el viento en todas direcciones los hacía lagrimear. En el quincho mis buenos amigos Cecilia y Marcos, anfitriones de la velada, habían preparado las mesas. En una destacaba la torta, tres termos de té chai, tazas y platillos. En otra había vino, espumante, frutos secos, salame, quesos, paté y rebanadas de pan artesanal. Una tercera mesa, al fondo, ofrecía mi libro y otros de mi autoría, estos últimos a precio de oferta. Un lanzamiento con todas las de la ley.
Mi esposa acompañó del brazo a una señora que contaba los días para su operación de las caderas. Los demás, la mayoría también de edad madura, entraron en fila india y naturalmente se fueron acomodando lo más cerca posible de la estufa a leña, donde el fuego resplandecía detrás del vidrio. El frío invernal se dejaba caer sobre el valle del río Elqui.
No soy un primerizo en esto de los libros. Ya sugerí que he escrito textos que se han ido apilando en cajas arrinconadas en mi closet; tampoco soy una persona joven. Aun así, acababa de estrenarme en el tema de las presentaciones literarias y por ende era la primera vez que daba uno de esos discursos entre emotivos, pedantes y latosos que suelen improvisar los escritores en momentos como estos. Y a pesar de que los asistentes no pasaban la decena, de que todos eran amigos o conocidos de los anfitriones y de que habían acudido antes que a una cita intelectual o artística a un evento social de día sábado, luego de la presentación me sentía sobreexcitado, alegre y dispuesto al intercambio de opiniones, tres características que no me son habituales.
Mi mujer conversaba con Ángela, la señora de la operación de las caderas. Dueña de una voz firme, Ángela le contaba que su trabajo en oficinas de Air France, Varig y Avianca en Santiago le había permitido conocer el mundo entero. Un viaje mensual al destino que quisiera volar. Luego, en La Serena, se había hecho cargo ad honorem de la rama cultural de la Alianza Francesa, de la que el último de sus tres maridos era director. Como actriz personificó a Gabriela Mistral en un celebrado monólogo. Ahora, viuda y alejada de toda responsabilidad, tomaba clases de canto. Mientras se me acercaba otro de los asistentes mi mujer me susurró al oído: "Ángela merece estar en uno de tus libros. Su historia es maravillosa, escribió unos cuentos infantiles magníficos y además es tía de una de las grandes sopranos que ha dado este país". Su sobrina, efectivamente, es Cristina Gallardo-Domas.
El hombre que se acercaba, moreno, de baja estatura, resultaría ser alguien seguro de sí mismo y al mismo tiempo bastante acomplejado. Abrió la conversación de forma directa.
"Escuché con atención las últimas palabras de tu discurso. Por qué te lo digo. Porque siempre he querido escribir mi vida, pero no sé cómo hacerlo".
Me estaba pidiendo un consejo; tal vez secretamente me rogaba que lo desanimara, que le quitara ese pensamiento que le robaba sus mejores horas de ocio. Le respondí con entera seguridad:
-El tuyo es un problema de fácil solución -me miró algo sorprendido, entre escéptico y atento-. Tú te expresas bien, eres coherente y fluido en el lenguaje oral, virtud que no poseen todas las personas, incluyéndome. Mi consejo es que te compres una grabadora. Elige una habitación solitaria y silenciosa, toma asiento, haz como si estuvieses conversando contigo mismo y cuéntate tu vida. Divídela en capítulos; digamos, infancia, adolescencia, algo grande que te haya ocurrido en el paso a la madurez, la formación de tu familia, tus años laborales y así hasta nuestros días. Graba un lado del casete por sesión y si te entusiasmas mucho, los dos lados, que equivalen a una hora. Junta unos diez casetes, págale a alguien para que te los pase al computador y tendrás tu libro. No puede ser un mal libro si refleja lo que ha sido tu vida. Por lo demás, para cada libro hay un tipo de lector, nos recuerda Borges.
"La primera parte de mi libro sería hasta los cinco años", declaró con una firmeza que me llamó la atención. Algo ya me habían contado Marcos y Cecilia de ese hombre, de allí que al aconsejarlo usara deliberadamente la expresión "algo grande que te haya sucedido en el paso a la madurez", de modo que mi pregunta lógica vino a continuación.
-Tú has vivido muchos años en Canadá. De eso tendrás mucho que contar.
Sus ojos brillaron al responder. "Si tú no abrieras la boca pasarías por canadiense. Pero yo... moreno y chicoco, ¿a quién puedo engañar? He vivido 42 años en Canadá, tengo papeles canadienses, una pensión del gobierno canadiense, mis hijos son canadienses, pero yo nunca me sentí canadiense... porque en Canadá fui siempre un latino".
Me disponía a rebatirle, pero no me dejó hablar.
"Siempre trabajé a la intemperie, por mi especialidad en conexión de estructuras eléctricas. Una noche revisaba el pronóstico del tiempo en el campamento, vi los números y alerté a mi jefe. Mañana se anuncian 53 grados bajo cero. ¿No sería mejor pasar el día bajo techo? Mi jefe me contestó fríamente: Hay doce personas esperando su puesto".
Hablaba con rencor, conservaba esa respuesta en la epidermis.
"A la mañana siguiente, con los 53 grados bajo cero, cortaba unos troncos para despejar el camino y con el calor que me dio el ejercicio me quité el buzo, la parca y el polar, quedando solo con la camisa, la camiseta y los pantalones forrados. De pronto sentí un dolor agudo en el costado y caí a la nieve. La motosierra me aplastó las piernas y mi walkie talkie saltó a dos metros. Tardaron treinta minutos en darse cuenta de que no volvía. Cuando al fin dieron conmigo me llevaron a la base y me sumergieron en una tina con agua tibia, mientras yo gritaba de dolor. Ya recuperado, el doctor me dijo: usted es un tipo afortunado. Se salvó por minutos; el sudor se le congeló y su espalda le quedó igual que la carne que cuelga en los frigoríficos".
El hombre se me pegaba como lapa. Ansiaba contarme su vida con detalles, lo dominaba una especie de urgencia por lamerse la herida vieja, ese tipo de ansiedad que rebrota en los exiliados apenas el tema sale a la palestra; no le cayó nada de bien que un tipo largo como un flamenco, dueño de una de esas sonrisas que exhiben los europeos, sonrisas que dan la impresión de que siempre estuviesen felices (no es descartable: boca y ojos suelen reflejar la temperatura del alma) se acercara a la mesa donde se exhibían mis libros.
-¿Desea comprar alguno? -le pregunté, zafándome del canadiense.
-Los quiero todos.
Me sorprendí; él me explicó la raíz del antojo.
-Me servirán para mis noches de insomnio.
Tenía un dinero extra, se veía; o mayor interés por mi literatura, o tal vez la esperanza de que mis letras le provocaran más sueño que una píldora. Es un lugar común oír que los ancianos que ya se acercan a los ochenta duerman poco.
Algo me había soplado de él mi prima Eliana, su amiga de años.
-¿Cómo un noble suizo como usted vino a dar a Vicuña? -le pregunté a sangre de pato.
-Soy un trotamundos. En los años sesenta trabajaba para una compañía eléctrica. Pasado un tiempo me mandaron a la polinesia francesa, a Muroroa. Allí estábamos cuando Francia realizó su experimento nuclear. El día que lanzaron la bomba atómica bajo el mar nos metieron a todos a un refugio. Se sintió una vibración tremenda; después salimos y eso fue todo. Luego la compañía me destinó a Chile y aquí me quedé. Chile es un país extraordinario y los chilenos son de otra serie.
-Al revés de lo que solemos pensar nosotros cuando nos comparamos con los suizos.
-Ustedes no aprecian lo que valen como personas, como pueblo. Siempre se levantan, sortean los peores apuros; la gente sencilla tiene una chispa para salir adelante, usa un lenguaje vivo, pícaro, divertido. 
El hombre estaba animado y hablaba con soltura, aunque su acento seguía siendo el de un extranjero.
-En esos tiempos me ofrecí de fotógrafo a la revista Paula. Allí conocí a la Delia Vergara, a la Isabel Allende y a Sergio Larraín, con el que nos hicimos muy amigos. Hace unos años llegué a Vicuña y me compré una casa. Y hace poco adopté a una niñita de diez años y le di mi apellido; ella y su madre heredarán mis bienes, porque de aquí no me voy a mover hasta que me muera.
-Sergio Larraín es hoy todo un personaje. Se han hecho un montón de reportajes y documentales sobre su vida -lo interrumpí a sabiendas de que decía algo que él bien sabe.
-Hablábamos horas de horas y mientras conversaba se ponía a escribir, a inventar proyectos. Esas páginas, cientos de páginas, quedaron en mi poder, las conservo en mi casa. Nadie sabe eso, ni siquiera su hermana. Era una persona extraordinaria, ¡con una inventiva!
Los minutos iban pasando, el picoteo escaseaba en las mesas, al igual que mis libros, para mi satisfacción. El frío se adueñaba de la sala a pesar de la estufa a leña, que echaba el bofe intentando temperar el ambiente. Un grupo algo alejado de nosotros se había enfrascado en el tema del apetito desmedido de los productores agrícolas por el agua, dada su escasez en la zona. Entre ellos argumentaba un hombre dueño de unas de esas voces que sea por la inflexión, el modo de usar la palabra o el simple milagro se hacen escuchar. Nos fuimos acercando para integrarnos a la conversación.
-Como ustedes saben, mi relación con el agua viene de muy atrás -decía Orlando Alvarado, presidente de la junta de vecinos de Quebrada de Talca, cuya principal misión es la defensa del agua de los pequeños parceleros del sector.
Varios de los presentes, que ignoraban el "como ustedes saben", guardaron un incómodo silencio, sorteado cuando alguien recordó que Alvarado se hallaba en el sur para el gran terremoto de 1960.
-Tenía 15 años... vivíamos en Ancud... fue un remezón espantoso, duró demasiados minutos, pero lo aguantamos -declaró, y mientras hablaba iba bajando la voz. Era evidente que su ser entero se envolvía nuevamente en la aterradora experiencia. Confirmé una vez más entonces la diferencia que a grandes rasgos existe entre un periodista y las demás personas. Pues mientras los demás, por respeto a la intimidad de Alvarado, se acercaban con rodeos al tema, haciendo comentarios generales y evitando por pudor las preguntas obvias, aunque se morían de ganas de hacerlas, el periodista que se alojaba en mí fue directo al hueso, al centro de la herida, al centro de la emoción, al detalle de las cosas. Ante un personaje dueño de una historia tan fascinante me sentí obligado a volver al oficio. 
-¿Dónde estaba usted en ese momento?
-Dentro de la casa, pero se movía tanto que los pilotes perdieron la vertical y tuvimos que bajar a la playa, donde la arena amortiguaba el movimiento, que a todo esto no paraba. El día anterior había sido el terremoto de Concepción, que en Ancud se sintió fuerte, así que ya veníamos de pasar un gran susto.
Hablaba, desde luego, del gran terremoto de Valdivia de 1960, el domingo 22 de mayo, que a nosotros los chilenos, aunque lo disimulemos, nos provoca cierto orgullo, pues ha sido el más devastador de la historia, de acuerdo con los registros instrumentales. Alcanzó un insólito grado 9,6 en la escala de Richter y fue precedido por otro devastador sismo el día anterior, que asoló a Concepción, aquel que recordó Alvarado al introducir su historia.
-Cuando se cumplieron sesenta años de la catástrofe los periodistas viajaron a la zona y entrevistaron a un montón de sobrevivientes. A mí no me entrevistaron, porque estaba aquí, en el Valle del Elqui, y así fue como se perdieron una exclusiva, porque nadie como yo vivió el maremoto arriba de una lancha; todos los entrevistados lo vivieron en tierra firme.        
Relató entonces Alvarado que cuando se hallaban en la playa soportando el movimiento telúrico decidieron subir a la lancha de la familia, que estaba posada en la arena, porque era domingo, día de descanso. "Los Alvarado Vargas éramos quince; al lado nuestro había otro lanchón al cual se subieron otras veinte personas. De pronto vimos que el mar empezaba a subir, venía avanzando como un río suave y nos empezó a llevar tierra adentro con lancha y todo, hasta que las casas que se habían salido de sus bases nos encajonaron. Era como si la ciudad se desordenara, moviéndose sus partes de un lado a otro. El mar seguía subiendo y después empezó a retroceder, arrastrando a personas, animales, las cosas más increíbles. Yo vi pasar flotando a mi lado una máquina de escribir dentro de su estuche, estiré los brazos y la tomé, como si hubiera encontrado un tesoro. El mar nos devolvía a la playa; entonces mi papá nos ordenó tomar los remos y luchar contra la corriente para no irnos mar adentro. Eso fue lo que nos salvó, porque el mar se recogió, quedamos varados en la playa, nos bajamos y corrimos al cerro. Los del lanchón de al lado estimaron que era más seguro seguir con la corriente y arrimarse a una barcaza que sorteaba el movimiento en alta mar. Se subieron a la barcaza con la ayuda de la tripulación y se sintieron a salvo".
-¿Cómo terminó la historia?
-Yo ya estaba en el cerro cuando escuché un bramido espantoso, algo que no había oído nunca y que nunca más he vuelto a oír en mi vida. No era algo humano, ni tampoco animal. Venía del mar, de una ola de unos treinta metros que avanzaba enfurecida; traía a la barcaza con toda su gente y la arrojó a los roqueríos, donde la nave se desintegró. Entre tanto la ola seguía avanzando; pasó por encima de la costanera, llevándose todas las casas.
-¿Qué le pasó a la gente de la barcaza?
-Murieron todos, menos una madre que logró subir por las rocas y llegar a tierra firme con su hija de meses, pero a la hermanita de la bebé se la llevó el mar. A los pocos días internaron a la mamá en el psiquiátrico, pero luego se recuperó, si es que es posible hablar de la recuperación de una persona que vivió una tragedia como esa.
-¿Y ustedes?
-Quedamos con lo puesto y como familia tuvimos que separarnos. Yo me vine a Santiago y viví en la calle. Pasé hambre, pasé frío. No quise entrar a la escuela; sentía que debía ganarme la vida, trabajar, y así lo hice. Tenía solo 15 años, como ya he dicho. Con el tiempo la fortuna me regaló la posibilidad de conocer gente que me ayudó a volver a los estudios. Saqué la secundaria y entré a la universidad, trabajé en buenos puestos. Ahora tengo 78 años, soy jubilado, superé un cáncer de estómago, pero vivo con un cáncer de próstata y una leucemia.
-¿Nunca más volvió a Ancud?
-Voy de vez en cuando a ver de nuevo la casa de mi infancia: la reconozco en una roca debajo del mar.
Todos quedamos helados, tanto como la sala, impregnada de un frío que ya se hacía insoportable. La reunión había llegado a su fin natural. Nos despedimos de los visitantes con grandes abrazos; luego ellos subieron a sus vehículos y tomaron la ruta que los conduciría a sus hogares. Ya en el living de la casa, y mientras disfrutábamos la última copa de la noche, les recordé a mis anfitriones la frase que usé para rematar mi presentación. 
"Detrás de cada persona se guarda una historia maravillosa y esta tarde los asistentes a la presentación han dado buena prueba de ello, con la excepción, quizás, de esa señora bajita de lentes que estuvo siempre en un rincón con un tejido en las manos. No debe de haber tenido nada importante que contar", mencioné.
-No te engañes -me aclararon-. Esa señora de la que hablas se lanzó al vacío desde el séptimo piso de su departamento y sobrevivió. Sufrió gravísimas fracturas y perdió la vista de un ojo, pero hoy le manifiesta a todo el mundo que la vida le dio una segunda oportunidad.    
       


lunes, septiembre 13, 2021

El Director

El presidente de la compañía conversaba de pie con uno de sus asesores. Yo los miraba desde más abajo; al parecer no estaba a la altura de ellos. Al acabar el diálogo le notificó mi nombramiento como nuevo director. Me quedé de una pieza.
De modo que ahora era yo el Director. Pero necesitaba de una prueba para confirmarlo.
Mi dirigí al Club de la Unión y entré, mirando a todos lados. Hasta ese momento seguía siendo un ser anónimo; las parejas charlaban en los pasillos de baldosas a cuadros blanquinegros o en los gabinetes reservados, los mozos se desplazaban con las bandejas de cocktails; en general primaba un ambiente sofisticado, teñido con esa alegría serena de los poderosos. Nada de gritos ni carcajadas destempladas. Divisé a uno de los Grandes Asesores. Destacaba por su pelo engominado y sus lentes de marco negro. Y su porte imponente. Parecía muy interesado en su charla con una dama de la alta sociedad. Su mirada no se cruzó con la mía. O sea, no me reconoció. Y si no lo hizo fue porque yo aún no era famoso. ¡Pero ya comenzaría a hablar de mí la gente!
El director que dejaba su cargo me ofreció asiento en su escritorio. Quise preguntarle en qué consistiría mi misión, pero me callé. Parecía abatido; se notaba que no quería abandonar el puesto que había desempeñado durante tantos años. Era un hombre cultísimo, bien relacionado, dominaba los avatares empresariales y políticos, pero me temo que había sido víctima de un capricho del presidente de la firma. Mi nombre era hoy la novedad, el signo de cambio, la esperanza de la compañía. En el fondo me estaba haciendo ver que el peso de su trayectoria quedaba atrás por un novato y un ignaro como yo, hablaba de eso y de otros asuntos. De pronto se retiró a un rincón y estampó su firma: el cambio estaba hecho.
Recorrí la sala entonces con otros ojos. Una vieja secretaria se me acercó con un papel de bienvenida, escrito en el tono en que lo haría una vieja secretaria. Sin demasiada imaginación ni menos conceptos de orden técnico, profundos o enrevesados; las típicas palabras que mezclan hechos de la cotidianidad con celebraciones de oficina. Lo leí con hipócrita atención. No me interesaban sus palabras. Lo que ansiaba era impresionar a los poderosos. Recorría la sala consciente de mi nuevo estatus. ¡Cuánto se hablaría de mí a partir de este momento!
Después de todo, no era tan difícil ser Director. Detrás de él hay equipos; a otros les corresponde sugerir las soluciones. Aunque había que hacer cambios, para eso estaba yo. Ir acorde con los tiempos, imprimirle un poco más de democracia a la empresa, abuenar los ánimos.