Nos acercábamos a la playa de Inglaterra; el día estaba nublado, agradable, las nubes teñían las arenas de un ocre suave y las confundían con el pastizal amarillento que le abría el paso al desconocido horizonte. Al acabarse el sendero esperaba ver el mar confundido con la bruma luminosa, pero ante mis ojos apareció un arroyo cristalino y serpenteante que recorría el plano ubicado bajo las alturas en que me hallaba. A primera vista era menos de lo que esperaba. Un arroyo frío y verde, silencioso; sin embargo bastaba aguzar la vista para descubrir las truchas. Una de ellas, la primera que vi, se desplazaba contra la corriente y había quedado semi astascada entre unas piedras que salían a la superficie. Trucha preciosa, parecida a un lenguado, gris como el acero. Se hallaba a unos 20 metros de distancia, pero había que bajar para pescarla, y no existía la facilidad para el descenso.
Seguí el trayecto del arroyo; luego de una vuelta en u se me presentó del otro lado. Ahora había que cruzarlo para llegar al hotel, donde ya ingresaba mi familia. Pero estaba el asunto de las truchas. Las veía, mejor dicho se me ofrecían ellas mismas, apenas camufladas en el agua, enormes. Con una dosis no exenta de cobardía quise meter la mano por el borde de una de las paredes que encajonaban el arroyo para pescar una y -para mi sorpresa- ella misma saltó a mis brazos. Era una trucha de excepción, cuya cola remataba en unos flecos. Alcé el trofeo, orgulloso, para exhibirlo a mi familia, pero lamentablemente ellos ya habían ingresado al hotel.
Mi nombre no tiene importancia, mi edad tampoco. Sólo diré que mi título de Vicioso y Hombre Malo me fue conferido, tras estudiar la vida entera en su academia, por una milenaria formalidad ideada naturalmente por los hombres. Y que si de algo soy testigo es de un derrumbe moral que me ataca por todos los flancos y me obliga a sumarme a él, en el entendido de que la verdad no es otra cosa que aquello que todos tratan de ocultar.
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