Matilde Marchant es un nombre que no me decía nada hasta... que vi la imagen de Sonia la Única, acompañada de un breve mensaje de Facebook en el sitio "Fotos Rancagua Antiguo".
"Nos informan que ayer miércoles 11 de junio, lamentablemente falleció la señora Matilde Marchant, quien siempre vendía números de la lotería a la salida del Banco Chile de Independencia esquina Campos...", dice el mensaje.
Un breve paréntesis. Pocos recuerdan hoy que Sonia y Myriam fue un dúo de hermanas, oriundas de Valparaíso, que triunfaron con sus canciones en Latinoamérica en los años cuarenta, cincuenta y sesenta. Hacia el final de su carrera, disuelto el dúo, Sonia continúo lanzando éxitos en solitario con el nombre artístico de Sonia la Única. En honor a ella, Matilde Marchant fue bautizada por los jecistas rancagüinos como Sonia la Única, cuando los años sesenta entraban a su segunda mitad. Según la tesis de mi hermano, Víctor, el apodo surgió porque le gustaba cantar en las reuniones que tenían lugar en el viejo pero acogedor edificio de la Juventud de Estudiantes Católicos, Jec, en la esquina de las calles Estado y Campos, edificio que disponía de salas de reuniones que confluían en un salón de actos coronado por un escenario y al que al fondo, o detrás de la pared del escenario, se le agregaba un patio que hacía las veces de cancha de baby fútbol y de sitio para fiestas al aire libre. Allí, junto con todos nosotros, Sonia la Única vivió sus días de gloria.
¿Quién era, o más bien -penoso es confesarlo- qué era Sonia la Única para los jóvenes jecistas de entonces, frutos rancagüinos de una semilla esparcida en todo Chile años antes por el Padre Hurtado, merced a la notable mediación del cura Miguel Caviedes?
Un bicho raro. Pero simpático. Querible. Una muchacha de nuestra edad, tal vez un poco mayor que algunos de nosotros, con un ligero retraso mental y un estrabismo perceptible de lejos, que no se nos parecía en nada. Nosotros estudiábamos en el liceo o en la escuela técnica; ella no iba al colegio. Nosotros proveníamos de familias de la clase media, familias bien establecidas en su mayoría, familias con papá y mamá, familias con casa propia o arrendada; de ella no se sabía mucho. Nosotros éramos normales; ella era anómala. En suma, no era de los nuestros, pero compartía siempre con nosotros, hombres y mujeres, ya que la Jec en cuanto a género era un movimiento mixto. No participaba de las citas privadas a corazón abierto, en las que confesábamos nuestros miedos y esperanzas con el telón de fondo de la lectura de los evangelios y una once con quequitos horneados por las chiquillas en sus casas. No estaba incluida en esas ni en otras reuniones especiales, muy a su pesar, porque no era socia, no era miembro oficial, por llamarlo así, ya que esas categorías no existían, en la Jec era todo tan abierto e informal que a nuestra corta edad, catorce, quince, dieciséis años, hasta nos dejaban fumar. Excluida y todo, la Sonia rondaba, sapeaba, se apegaba cuanto fuera posible a los encuentros organizados por el padre Caviedes y el frater Nano Muñoz, y qué decir de las misas, donde se ubicaba en las primeras filas. No era una de nosotros, pero formaba parte de la Jec. En palabras simples, era algo así como una oyente de la Jec. Y todos la aceptábamos, la respetábamos y la queríamos, asumiendo la línea divisoria, menos ella que nosotros.
El tiempo fue pasando; la Jec se desintegró dentro de la misma oleada que desintegró al país. El sentimiento cristiano trocó por el sentimiento revolucionario, lo que conllevó naturalmente la consecuencia de que no surgieran camadas nuevas, consecuencia derivada de la realidad palpable de un proceso desgastado. Los jecistas veteranos, a esa altura exjecistas, se vieron enfrentados de pronto al dilema de los estudios superiores o del trabajo, y cualquiera de esos desafíos cuesta un montón, suponen dolores de cabeza, ingratitudes, cargas desconocidas hasta entonces, sin mencionar los resultados que conlleva el matrimonio, con hijos que toman leche, se enferman y llegan a la casa con una desmedida lista de útiles escolares en el mes de marzo.
Así, como es natural, los ideales de juventud se fueron olvidando, esfumando en el mar de los recuerdos. De modo que la Jec pasó a ser en Rancagua un sentimiento de nostalgia, la fragancia lejana de un día que fue mejor, el día de una adolescencia alimentada por el deseo de hacer el bien y ayudar, compartir con el prójimo. Cada año, luego cada dos, tres, cinco años, se levantó un campamento de fin de semana coronado con una misa oficiada en la ladera de un cerro doñihuano por el padre Caviedes, en la que los exjecistas volvíamos a ser jóvenes y en la que Sonia la Única era cuasi organizadora, mensajera de la buena nueva con semanas de anticipación y participante fija.
Para nosotros pasó a ser un lindo recuerdo que se fue desdibujando con los años, la Jec. ¡Qué tiempos, hermano! Para la Sonia se convirtió en una sagrada obsesión, en el ancla de una vida de sufrimientos y miserias, en el puente de los olvidadizos e incomunicados.
-¡Hugo, Hugo!, me gritaba desde su puesto de venta de boletos de lotería, en calle Independencia, al divisarme de lejos. Por esos días, en mis visitas a Rancagua, mi ciudad natal, yo solía pasear con mi tía Mireya; nos gustaba recorrer las calles céntricas, terminar el paseo en un café y luego volver a almorzar a la casa de calle Ibieta, sinónimo de días de infancia. La Sonia sentada en un piso y nosotros de pie; ella gorda, desaseada, con un bigotillo bajo la nariz y la visible ausencia de varias piezas dentales, deploro describirla de esta forma pero mi estilo me obliga a hacerlo; nosotros limpios, decentemente vestidos y con nuestras caries tapadas, conversábamos algunos minutos, acercamiento al que yo ponía fin cuando le depositaba un billete en sus manos; esto no lo digo por ostentar de generoso, sino porque con el tiempo su llamado a grito pelado me sembró la duda de si era para darme las noticias que siempre me daba, relacionadas solamente con la suerte que vivía uno u otro jecista, o para recibir una propina por dármelas, así de desconfiado me he ido poniendo con los años.
Los encuentros se espaciaron cada vez más y las noticias fueron cambiando. Los nacimientos de hijos se transformaron en nacimientos de nietos; los matrimonios en separaciones, los triunfos laborales en jubilaciones, la fuerza en enfermedades; la vida, en muerte. Últimamente debo confesar que al divisarla a la distancia atravesaba la calle, creyendo advertir con el rabillo del ojo cómo su cara parecía voltearse hacia mi evasiva figura. La verdad es que ya me importaban bien poco sus historias.
El movimiento se había disuelto a su pesar; Sonia la Única agarraba los hilos que quedaban y trataba de unirlos, sin éxito. Estaba escrito que las parcas que vigilan a los humanos desde lo alto algún día le tenían que cortar el suyo. No estaba en el plan de los dioses, sin embargo, que de paso se llevara a la tumba lo poco y nada que quedaba de la Jec. Eso fue lo que se sumó al obituario el pasado 11 de junio.
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