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jueves, mayo 28, 2020

El recaudador de impuestos

Le habían dado el dato de un carnaval indígena donde las mujeres andan en busca de hombres. El recaudador de impuestos arribó por la tarde, en un bus destartalado, con el pretexto de una inspección zonal. Alquiló una habitación en el mejor hotel del pueblo, alojamiento que le quitó apenas un décimo de su viático; cenó algo liviano y salió a dar una vuelta. Una mujer entrada en carnes le echó el ojo cuando pasaba debajo de un farol. Sin mediar preámbulos lo condujo al interior de una ramada mientras le iba introduciendo su mano en el bolsillo, no precisamente con propósitos de hurto, sintió el recaudador. En la semioscuridad se percató de que adentro estaba solo y que la mujer ni siquiera había entrado. Por las separaciones de las varillas de las paredes alcanzaba a ver a otra mujer, más baja, que se acicalaba para él. Pensó que era la espía que le habían advertido que andaba detrás suyo, de modo que cuando ella entró a buscarlo a la ramada ya no sentía deseo sexual y trató de esconderse. La mujer escrudiñaba sin éxito; el recaudador se había logrado tapar con una esterilla. Ella daba vueltas alrededor suyo, no lo podía ver, y se fue, en el mismo momento en que entró la indígena entrada en carnes. Bailaron en el piso de tierra, el recaudador se le apegó al cuerpo y la sometió; pero entonces se metió la espía y ambas se besaron en la boca, delante suyo.
Por la noche, de vuelta a su pieza del hotel con el abrigo en el brazo, puso el sombrero en el colgador y se dispuso a recibir el llamado para ingresar a la puerta de la muerte. La habitación pesaba por su decorado y su luz ambiental, de la que emanaban sensaciones intranquilas y serenas. Primaban los colores café de la madera barnizada y rojo de la alfombra; reinaba un cierto olor a desodorante ambiental, a fragancia de vainilla.
La espera comenzó a tornársele molesta. No llegaba nadie. Salió a mirar hacia el largo pasillo y no divisó ninguna figura humana.
De pronto la indígena le dio tres golpes en la espalda, apurándolo, pero al darse vuelta ya se había ido.
"Por qué no vienen de una vez", se impacientó, como si ya quisiese estar muerto. La puerta de la muerte estaba al fondo de la habitación, frente a la entrada. Era un hueco negro abierto a lo desconocido. Pero no se atrevía a lanzarse por sí solo.

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