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miércoles, noviembre 30, 2011

El viejo contador

Cansado, con una gran deuda de sueño por pagar, envuelto en la monotonía y en sus eternos miedos, imaginando el paraíso del retiro, así amaba. ¡Le era tan difícil concentrarse en su amor! Cuando se sentía bien, enérgico, pensaba en cosas sucias y se olvidaba de ella, o le nacían celos ilógicos, lo que viene siendo una redundancia.
Ella, por lo demás, había dejado de hablarle hace mucho tiempo. ¿Lo amaría, aún?
En días como estos la buscaba, la espiaba; creía, como si se tratara de una posibilidad cierta, que a través de un acto impuro como el de rastrear su nombre la podía atraer hacia su corazón.
En el fondo se sentía abandonado, y el desaliento natural que surge de un sentimiento de esa calaña lo hacía dudar del amor de ella, no del actual, pues era irrebatible que de este pedazo de tiempo no podían brotar grandes esperanzas; sino del original, del resplandor que por un tiempo cubrió de luz toda la Tierra y su alma también.
¿Acaso no se había abandonado él mismo a su suerte, no se había hecho la víctima, obedeciendo al destino que lo marcó desde el inicio? ¿Cómo fue que ese resplandor no tuvo el poder de quemar la nave del pasado, con sus velas y sus mástiles, para dársela de regalo a los peces que se alimentan de naufragios? ¿O su intuición le decía que no era un resplandor tan sagrado como parecía, venido de la inmensidad más recóndita del Cielo, sino un fuego fatuo nacido bajo la losa de un cementerio?
En días como estos se hacía tales preguntas y no llegaba a nada. El cansancio lo vencía; pero el recuerdo del resplandor, cual chispa que arde en la mente a pesar de los años, alimentaba sus venas y así podía continuar con su vida.
Hubiese preferido alimentarse de su luz, no del recuerdo de su luz. Sin embargo no le urgía que otros lo hicieran. Era el tema de haberse bañado de ella, de la luz que desprendía, lo que lo trastornaba.
En el fondo estos versos en prosa intentan esbozar una alegoría de la locura. Al respecto se cuenta la siguiente historia. Un viejo contador de provincia, por una casualidad que no viene al caso detallar, accedió al libro de contabilidad de una empresa dedicada al rubro de la poesía. Hizo un trabajo correcto y entregó su informe, que en síntesis refrendaba el parecer de la compañía auditora. Al siguiente año empezó a esperar la llegada del libro con meses de anticipación. Cuando le llegó se sumergió en sus páginas, con tal pasión que no quería salir de ellas. Luego volvió a entregar su informe; la compañía auditora reparó en un par de fallas "por exceso de ímpetu", consignó. Al siguiente año pasaron los meses y el libro no le llegó. El contador lo tomó como un hecho de la causa y se rindió mansamente, sin protestar. Pero en las tardes de otoño pensaba ante la estufa a parafina que al menos pudo haber preguntado de qué se trataba todo esto, si era tan normal que le llegara un libro y después no le llegara más.
Hay tantos amores, tantas clases de amor, pero no cabe confundirse: quien ha sentido ese fulgor cae presa de la llama y jamás lo olvida.

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