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martes, junio 12, 2018

El tren

-¿Dice que el tren partió de la Estación Central a las 20 horas y 10 minutos?
-Sí.
-¿Y que a usted le pareció que diez segundos después de partir, el tren se detenía en el andén?
-Así es.
-¿Y que nuevamente partió y casi de inmediato se volvió a detener?
-Sí.
-De modo que, según su percepción, el tren se detuvo dos veces entre las 20 horas y 10 minutos y las 20 horas con, digamos como máximo, 11 minutos.
-Esa fue mi percepción.
-Y sin embargo, ese escaso minuto transcurrido, durante el cual el tren se detuvo dos veces, equivalió para usted a varias horas, sin que el tren se haya movido más que unos 500 metros.
-Sí.
-Lo afirma porque de pronto se dio cuenta de que cuando partió por segunda vez y se detuvo casi de inmediato, usted había llegado a la ciudad de Victoria, su destino normal tras nueve horas de viaje.
-Eso es lo que le acabo de decir y eso es lo que no puedo entender, pero fue así.
-El crimen de su vecina se cometió en ese lapso.
-Sí, señor Dinen. Yo descubrí su cuerpo ensangrentado sobre su cama y di aviso a la policía.
Pil Dinen le dirigió una mirada serena, profunda y oscura a su cliente. Este esperaba que el detective le dijera algo que lo ayudara a comprender el misterio. Pero Dinen rompió el silencio con una orden insólita:
-Queda usted detenido.
El cliente, un hombre entrado en años, de apariencia modesta, estiró el cuello y su primera reacción fue entregarse a la justicia, pero al mismo tiempo le echó un vistazo a la puerta de salida, a su espalda, de manera inconsciente. Dinen lo observaba desde su sillón, sin mover un músculo. El hombre tragó saliva y le argumentó que no podía detenerlo porque era un detective privado y los detectives privados no detienen; a lo más investigan. Enseguida le hizo ver lo ilógico de apresar a quien lo había contratado para resolver el crimen. Parecía absurdo que el cliente pasara a ser no sólo el autor, sino la víctima de su propia iniciativa. A Dinen le resbalaban esos argumentos, de tal forma que por primera vez esbozó una sonrisa, nada de tranquilizadora para su interlocutor, antes de reiterar la orden.
-Queda usted inmediatamente detenido.
Llevado a ese punto, el cliente reparó en que no andaba con la ropa apropiada para pasar una temporada en la cárcel. Mientras pensaba en lo fácil que es entrar y lo difícil que es salir, cuestiones como el cepillo y la pasta de dientes, el pago de las cuentas y la visita al supermercado, que había dejado para el fin de semana próximo, pasaron a adquirir una importancia desmedida. En cuanto a su automóvil, por ejemplo, aquella máquina que era casi su razón de ser y en cuya brillante carrocería se miraba todas las mañanas como si estuviera ante el espejo, ¿quién se lo apropiaría una vez que estuviera tras las rejas?
Hizo un nuevo cálculo mental: uno de los dos era el más fuerte y no era él. No es que Dinen constituyese una exposición de músculos, sino que él se hallaba fuera de forma, tras años de entrega a una vida sedentaria. Descartó así la fuga por sorpresa; además no solucionaba nada: si la conclusión del detective era cierta, tarde o temprano terminaría por caer a la cárcel. ¿Darle un dinero extra al investigador para que guardara silencio? Dinen no se prestaría para esa bajeza. En fin, concluyó con pesar, en la lucha del individuo frente a la Policía existe el mito de la derrota del individuo.
Las ideas se le iban revolviendo en la cabeza, mientras le brotaban nuevas emociones. Dinen le empezaba a causar fastidio... y un inexplicable desasosiego.
-¿De qué me está acusando, señor Dinen?
En los hechos no estaba preso. Terán se daba por derrotado antes de tiempo o utilizaba un recurso femenil. Continuaba sentado y en sus muñecas no había esposas. No había dos gendarmes a su lado; en la calle, que se supiera, no permanecía furgón alguno aguardando a un criminal. Sin embargo, sí estaba detenido. Por el crimen misterioso e imposible de su vecina mientras él viajaba en tren, o parecía que aún viajaba en tren.
Pil Dinen revolvió unos naipes, como acostumbraba a hacer. Calculó que a su cliente le habían bastado unas horas para que su vida se derrumbara.
-Estimado señor, por el aprecio que mi superior siempre le ha tenido, le informaré que su caso contiene tres misterios, y los tres han sido develados.
El cliente quedó sin habla. Ignoraba que Dinen tuviera un jefe. Tras un incómodo silencio se atrevió a preguntar:
-¿Cuáles, señor Dinen?
Dinen no abrió la boca, pero pensó: el misterio del tren que avanza y no corre, el misterio de las nueve horas que le pasan por la ventanilla mientras comete un crimen del que tarde o temprano será acusado, y el misterio... el misterio...
Lo había olvidado momentáneamente. Solía quedar con la mente en blanco, de allí su silencio. Y de allí también esos raros signos que ahora escribía en su libreta.
-Señor Dinen, ¿me podría aclarar esos misterios? Le estoy... pagando... y harto me costó juntar el dinero -se atrevió a decir.
-Cállese. Está detenido.
El tercer misterio era el más grande de todos: el convencimiento de su inocencia al que se aferra un ser cuando se ve acosado por la sociedad. Cuántos crímenes se habían cometido en la historia de la humanidad escudados por esa creencia. Por algún motivo ese misterio se le había escondido entre las bambalinas de su mente. Ahora que lo había recordado sintió una amargura en la garganta.
El cliente se levantó y caminó a la salida. "Debo acudir esta misma tarde a un especialista, para que me diga qué pasó en esas nueve horas que para mí fueron segundos", pensó mientras el ascensor descendía. Al llegar al primer piso las puertas se le abrieron; enfiló por el pasillo hacia la calle, mas se halló de nuevo ante el nombre de Pil Dinen sobre el cristal labrado de la puerta. Estaba en el piso 17.
-Lléveme al doctor, me encuentro muy mal -dijo.
El hombre que le abrió, que no era Dinen, le respondió:
-El señor Dinen ya se retiró. Pero me encargó que le recordara que usted está detenido, señor... Pase, por favor.
-Gracias... ¿qué... hora... es?
-Son las siete de la tarde y cuarto -le respondió, con esa imperfección en el hablar y una voz carente de sentimientos. El cliente parecía un fantasma a su lado. No acertaba a explicarse que hubiesen transcurrido cuarenta minutos entre el momento en que salió de la oficina de Dinen y el momento en que volvió, sin saber cómo. Mientras aguardaba lo que pudiese venir le pidió a su custodio la guía de teléfonos. Debía consultar a un especialista.
Cinco minutos más tarde un hipnotizador tocó a la puerta y preguntó por él. El hombre de voz carente de sentimientos lo hizo pasar. Al cliente le pareció imposible que el hipnotizador se hubiese desplazado de un extremo a otro de Santiago en tan corto tiempo. La guía de teléfonos no podía mentir en cuanto a la ubicación de su consulta.
-A menos que haya venido en helicóptero -le corrigió el hipnotizador, sonriendo.
-Sí, es verdad -aceptó el cliente, pero entonces su mente le planteó un nuevo dilema: ¿había helipuerto en el edificio de Pil Dinen?
-No, pero eso qué importa -le respondió el hipnotizador.
Me está leyendo el pensamiento, pensó el cliente. Ese es mi oficio, le habló el hipnotizador.
Antes de pedirle al especialista que diera inicio a la sesión le surgieron dudas sobre la materia a la que debían circunscribirse. Había agregado problemas nuevos en su vida, tal vez más graves que el crimen mismo. El hombre le había confirmado que el edificio no disponía de helipuerto, de modo que el supuesto helicóptero no podía aterrizar en el edificio. El hipnotizador no pudo entonces volar en helicóptero. Aun así, había tardado sólo cinco minutos en llegar. Encima, le estaba leyendo el pensamiento.
Una pequeña luz le surgió en su afiebrada mente: ¿qué constancia tenía de que las cosas podían ser como las vivía y se las imaginaba, en circunstancias de que su historia se hallaba en manos del narrador?
"Me quiere enloquecer, el narrador me quiere enloquecer", pensó.
-No creo que sea así. El señor Dinen me asegura que el narrador lo tiene en alta estima -lo consoló el especialista. Sus palabras lo tranquilizaron, aunque de acuerdo al giro que tomaba la historia, no había razón para que causaran dicho efecto. De todos modos, pensó, no siendo ni él ni el hipnotizador dueños de sus vidas, la angustia ante el destino flaqueaba. Su problema, su caso, a lo más devendría en un pedazo de papel que el tiempo tornaría amarillento.
-Así me gusta -le dijo el especialista.
-Hipnotíceme. A ver qué sale de esto.
La habitación, a media luz, se inundó de suave música mientras el hipnotizador le hablaba a su paciente con voz melosa. El cliente se durmió. El hombre carente de sentimientos que los acompañaba se desplomó de su silla y cayó al piso. El especialista vio entrar a Dinen a hurtadillas y le ordenó al cliente obedecer a la voz que le hablaría de allí en adelante. Pil Dinen tomó el lugar del especialista.  
-Está a bordo del tren...
-Estoy a bordo del tren...
-El tren parte y se detiene...
-Parte y se detiene...
-Dígame dónde está ahora.
-En mi casa de Victoria.
-Cuánto demoró el viaje.
-Un suspiro.
-Qué ve en sus manos.
-Sangre.
-De dónde salió esa sangre.
-De la casa de mi vecina.
-Dónde está ahora.
-En la casa de mi vecina. 
-Qué le pasa a su vecina.
-Está sangrando en la cama.
-¿Está vestida?
-Está desnuda.
-Dónde está ahora.
-Me estoy lavando las manos en el baño de mi casa.
-¿Lo vio alguien?
-Estoy solo.
(El especialista se acercó a Dinen y le susurró al oído).
-Lo esperan en el bar de la esquina.
Dinen dejó a su cliente en manos del especialista y abandonó la oficina. Ya sabía lo que tenía que saber. El especialista completó la sesión.
-Ahora despertará y no recordará nada. Despierte.
El cliente abrió los ojos; en la habitación el especialista atendía al hombre de la voz carente de sentimientos, que seguía tumbado en el piso. El cliente aprovechó la ocasión para escapar. Abrió la puerta muy despacio y caminó por el pasillo hacia el ascensor. De lejos vio un cartel que decía "En reparación"; usó la escalera. "No lo logrará, no lo logrará", pensó y corrió frenéticamente, sudando de cansancio y de angustia. Llegó por fin a la salida. Empujó la puerta y entró.
-El nervio lo come, mi amigo. Vamos, siéntese -le sugirió el especialista, con una especie de provinciana gentileza.
-Es verdad, tiene razón. Soy un hombre destruido.
Así pensaba el cliente, según le iba leyendo el pensamiento el especialista.
"Soy un hombre destruido, el narrador me tiene en sus manos y el hipnotizador me lee el pensamiento. Se ha cometido un crimen, quieren hacerme creer que maté a mi vecina y estoy virtualmente detenido. Cada acción que intento iniciar para modificar mi destino me lleva hacia el despeñadero. La vida me pasa por la ventanilla del tren y no logro recordar lo que sucedió durante ese tiempo. En vez de ayudarme, Pil Dinen se convierte en mi enemigo. Nadie parece tener los sentimientos que yo tengo, nadie siente lo mismo que yo en el instante en que yo siento, de modo que nadie me entiende. Dinen se dedica a resolver casos insólitos; el especialista está atado a su oficio. Mi vecina... ¿la violenté? Un crimen así de brutal no me cabe en la cabeza, pero ¿lo sabré alguna vez o los días que me restan perdieron sentido? ¿Ha decidido el narrador que mi estrella se apague, con tanta cosa por hacer, tanto proyecto inacabado?"
Sonó el teléfono. Contestó el especialista.
-Es para usted.
El cliente tomó el teléfono. Era Dinen.
-Estamos analizando su caso con mi superior. A él le caben ciertas dudas, pero personalmente yo le recomiendo que asuma la verdad ocurrida a la ciega vista suya, sentado en un tren que espera por usted
-Pero señor Dinen, infórmele a su superior que el tren no se movía, por favor. 
-Está detenido.
Pil Dinen apagó su teléfono y giró el asiento de la barra en dirección a su acompañante.  
-¿Estás satisfecho, Dinen? 
-Medianamente.
-Yo tengo mis dudas. Por lo que leo, tu cliente no ha confesado que la mató. Hipnotizado, solo te reveló que estuvo en su casa y que la vio desnuda en la cama, sangrando. Luego atravesó a su hogar y se lavó las manos. 
-Él nunca admitirá su crimen. Insiste en que el tren no se movía; me pidió que te lo informara. Casi me atrevo a decir que es un inocente atrapado por su culpa. Más digna de análisis me parece tu retorcida imaginación, que de la nada ha ideado un caso de esta índole.
-Tanto como de la nada...
-¿Me dirás la verdad? Te escucho.
-Hace unos días abordé un tren con destino a mi ciudad natal. Al iniciar el viaje, el tren se detuvo varias veces en el andén, en forma inexplicable. El fastidio que sentí contra la empresa de Ferrocarriles fue grande, pero logré aplacar la rabia ideando el cuento en que te hallas metido. Al personaje le desfila el tiempo ante la ventanilla de un tren sin que se percate, como si ese tiempo no existiera. Durante ese lapso se comete un crimen frente a su hogar, a cientos de kilómetros de distancia. Se supone que algo lo angustia, eso el cuento no lo dice, porque la historia parte cuando el hombre te contrata para aclarar los hechos y tú lo culpas a él. Mi intención es que más allá de una metafísica de principiantes el tema encierre un misterio criminal que solo pueda ser solucionado por tu perspicacia. Aún no logro dar con el final, pero como has visto, la solución ha sido bastante fácil, típica de los relatos policiales.  
Dinen guardó silencio un momento y luego continuó.
-¿Sabes? Es penoso que lo diga, pero te estoy perdiendo el respeto.
En el bar había pocas personas. El único que hablaba era Dinen.
-Ya en el segundo cuento me relegaste a personaje de segunda categoría, aunque eso fue comprensible, porque el tema debía centrarse en la persona de un cartero y no en la mía, como sucedió con el caso de las patentes 7777. Hace pocos meses escribiste acerca de un cíclope que se enamora de la Luna, metáfora bastante burda acerca del amor y la procreación. Allí me hiciste pasar por un imbécil; para cualquier lector atento hice el ridículo. En otros relatos aparezco de entrada y salida. Todo eso lo acepto, pero esto rebasa los límites.
-No lo veo de esa forma, Dinen. Estamos dando a luz tu postrer cuento fantástico.
-Descabellado, querrás decir.
-Puede ser fantástico y descabellado.
-Una vez más te equivocas. Te haces pasar por zorro viejo pero a mí no me puedes ocultar la candidez de tu pensamiento, de tu alma, de ese conjunto que te convierte en un ser humano. Perdóname la franqueza. Y conste que lo digo con envidia. Soy un casi-humano como tantos de este libro. Pero ya quisiera ser persona, como tú.
-No te entiendo.
-¡Te estás comportando como un niño!, estás abusando de nosotros debido quizás a qué situación personal. A mi cliente lo has acorralado, lo has dividido en dos. Me ordenas que lo detenga por un crimen alegórico, le haces perder toda noción de tiempo y espacio y le creas alteraciones de tipo esquizoide. Ese hombre está a punto de arrojarse por la ventana.
-No es lo que pienso hacer con él.
-¿Y qué me dices del hombre que aparece en mi oficina?: lo retratas como a un inepto, "una voz carente de sentimientos". Ni siquiera le pones nombre; nadie más que yo lleva nombre en esta historia. Ni tú llevas nombre. Eso es una niñería, una falta de educación.
-Quise alivianar el relato...
-Para alivianar un relato antes hay que densificarlo. Disculpas puede haber muchas, pero eso no te salva. Has desaprovechado un caso interesante, todo un desafío para un verdadero escritor de cuentos policiales. 
El narrador rompió su silencio:
-Estoy en problemas, Dinen. La verdad es que no te cité por eso. Este cuento me tiene sin cuidado.
-¿Qué dices?
-Se me acaba el tiempo, los años se me han venido encima. Debo hincarle el diente de una vez por todas a una novela que vengo fraguando desde hace cuatro décadas, aquella que comienza con un hombre sentado a la orilla de un lago. 
-Escribe la novela. No veo la crisis.
-Lo que me intranquiliza es que he postergado esta decisión porque tengo miedo. Cada día que pasa el argumento va cediendo en consistencia; se me desdibuja, pierde la fuerza que tuvo en mi juventud. A mi pesar, acabé por comprender que al joven todo lo suyo le parece original. Ahora miro las bibliotecas llenas de libros, uno al lado del otro producto de meses, años de sudor; y qué hay dentro de ellos, palabras, artilugios, vanidades, malabarismos, alardes revolucionarios, conformismo, y cómo lucen, lucen vestidos con trajes marchitos, pasados de moda o con prendas relucientes, recién salidas de las manos del joyero y la modista, en medio de un carnaval de estrenos que semana a semana pechan por un sitio en los anaqueles, ante la serena indiferencia del lector. Lo que me intranquiliza es que después de escribirla, escribirla con esa ambición de estantería, de penosa vanidad, mi tiempo restante consistirá en mirar por la ventana, sentarme en una plaza, leer libros escritos por otros en mi café del barrio.
-Lo mejor que te podría ocurrir es vivir la vida. En cambio yo... para ninguno de tus lectores resultará dificultoso inferir que mi singular personaje se halla próximo a ser relegado a un cajón de escritorio.
-Así es, Dinen, me apena confirmártelo. 
Dinen miró al piso. El narrador atisbó en esa mente fría y algo decadente un dejo de humanidad.
-¿Puedo tratarte por tu nombre? -preguntó.
-Cómo no.
-Haré gala de mis habilidades, Sergio. Resolveré el caso que sin querer me has propuesto aquí en el bar y que de antemano nos condena, y lo haré de tal modo que tú vivirás y yo no dejaré de vivir, porque bien sabes que los personajes de ficción también poseen el instinto animal de la supervivencia.
-Pil Dinen resuelve dos casos el mismo día... qué tal.
-Préstame atención: tú ya no serás más mi jefe. De ahora en adelante mi jefe será aquel que llamaste "mi cliente".
-¡Tu cliente! ¡Un personaje, dueño de otro! 
-Déjate de ironías, no nos veamos la suerte entre gitanos. Tú lo conoces, es tu amigo, mi cliente está inspirado en él. Él mismo te ha revelado que escribe, te ha mostrado sus bosquejos literarios y tú le has dado alas. Alguna vez te testimonió su admiración por el personaje que represento y te solicitó contar con mi participación, en calidad de préstamo, en los relatos que estaban naciendo de su pluma. Ese día te desprendiste de mí, ¡ese día le regalaste Pil Dinen a otro autor! 
-Sí... recuerdo que le hice esa oferta.
-¡Menudo desprendimiento!
-Conque te mudas, conque haces las maletas. ¿Qué piensas hacer? ¿Cambiará tu personalidad? 
-Ese será un asunto entre mi cliente y yo. Mi misión, si él la asume como propia, será ofrecerme de inspiración para sus noches lluviosas, para aquellos momentos en que los amigos brillan por su ausencia. Comeré de su comida, beberé de su vino y resolveré los mejores casos que broten de su mente. Espero que esa vida me torne más sencillo y cariñoso de lo que he sido contigo.
-¡Caso cerrado!
Daban las once de la noche cuando el narrador salió del bar. Caminó por una avenida adornada de frondosos árboles, una calle amable, silenciosa, iluminada; caminaba inmerso en una nube de pensamientos turbios, confusos. No terminaba por convencerlo el final de la historia. Dinen había hablado demasiado y tras entrar en confianza se había salido de su papel de detective parco, austero, de pocas palabras, probando suerte en el terreno de la retórica con resultados que a él, al narrador, no lo dejaban satisfecho. Borges no haría algo así, pensaba, desalentado, él no caería en ese juego. En el camino detectó otra inconsistencia. Dinen resuelve en el bar un nuevo caso que los involucra a ambos; sin embargo solamente él inicia una nueva vida en manos de su nuevo jefe. ¿Qué problema le ha resuelto al narrador? ¿El narrador vivirá mejor de allí en adelante? Nada en el cuento lo sugiere. El narrador viviría supuestamente mejor, viviría de verdad, una vez que haya producido su última obra. Solo entonces se podría decir de él que disfrutaría del mundo real, no del que ha construido su mente, de modo que eso no guarda relación con el regalo de Pil Dinen a su amigo. Por otro lado, qué le asegura que su amigo cumpla su palabra y haga suyo a Pil Dinen. Alguna vez su amigo le dio a leer el comienzo de una historia basada en sus años de juventud. Eran unas pocas páginas; la historia quedó trunca. Su amigo, una persona cariñosa, sigilosa, cercana a lo indescifrable; un confesado admirador de su vecina, a la que colma de atenciones, sin atreverse a dar el paso decisivo, frontal; su amigo, dueño de una pasión silenciosa, voyerista, no poseía vocación de escritor. Dinen estaba condenado al olvido.
Las cosas no cuadraban. Debía sentarse ante el computador apenas entrara a su hogar. Necesitaba pulir la lógica interna del relato, necesitaba algo redondo.
De modo que esto ha sido lo que acabo de construir. Una nueva historia de Pil Dinen basada en la brusca detención de un tren, absurda y retorcida como las anteriores, en la cual no se vislumbra ni una sola gota de humanidad. Una historia pretenciosa que no hace ni reír ni llorar ni reflexionar, una historia dentro de la cual mi alma trata de ocultarse detrás de la máscara del narrador, como si aquello me absolviera. 
¿Y qué hacen los personajes? Sufren. Reclaman. Cada uno aporta su propio sufrimiento, su reclamo. El cliente se le queja a Pil Dinen, Pil Dinen le reclama al narrador, el narrador se sumerge en narcisistas tormentos creativos; el hipnotizador y el otro personaje que se cae al suelo pasan sin pena ni gloria. ¿Qué deja este tren? ¿A quién quiero engañar? 
Alguna vez, años atrás, me emocioné hasta las lágrimas al tomar conciencia de las caricaturas que salían de mi mente. Mis compañeros pensaron que montaba una obra cómica, que lloraba lágrimas de cocodrilo, no les cabía en la cabeza que alguien derramara lágrimas por caricaturas ridículas. Pero no me estaba haciendo, eran lágrimas genuinas que me brotaron de repente, por alguna situación que no recuerdo, probablemente porque me vi disminuido ante ellos, reducido a la figura de un pobre gusano. Fue parecido al llanto en que rompí la noche en que me bautizaron en el internado de la escuela normal Abelardo Núñez, cuando de pronto mis compañeros de pieza, confabulados, me agarraron a patadas y a colchonazos en la cabeza hasta que fui a dar al suelo y solté el llanto. Ese día, el de las caricaturas, comprendí que yo, ante mí mismo, me tomaba como una caricatura, me mofaba de mi alma para defenderme de los males del mundo. En esos tiempos ya me hallaba en pleno proceso de construcción de la costra que fue cubriendo mi piel durante veinte, treinta, cuarenta años. El llanto desapareció para siempre y las caricaturas se confundieron con mi personalidad, se integraron a mi ser, pasaron a formar parte del personaje que todos los que me conocen describen de manera similar. 
Está llegando la hora, tarde pero aún esperanzadora, de despedir esos tiempos, romper la costra y volver al pasado remoto. 

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