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lunes, abril 23, 2012

Mi deuda con el Julio

Si el objetivo de estas memorias, antes que crear una obra literaria, fuese serme fiel a mí mismo, penoso resultaría entonces, pero necesario, admitir que el Julio despertó en mí la conciencia de la envidia.
Me llevaba un año, pero en velocidad de pensamiento un siglo. Un domingo mi papá nos invitó a almorzar al Giovanni; el Julio pidió pato asado (¿por qué aún recuerdo el plato que ordenó, mientras el mío no existe para la memoria? Creo que alguien comentó que se trataba de una excentricidad de la carta, una excentricidad donde el Julio nadaba como pez en el agua, pudo ser por eso). En su alegría, durante el almuerzo no se cansó de inventar frases que rimaban, versos perfectos, tomando como objetos de inspiración al restaurante, a los mozos, a cada uno de nosotros, al menú, a lo que se le vino a la cabeza, haciéndolos reír a todos, mientras yo pensaba pero cómo es posible, de dónde saca tanta idea, y otra y otra más, nunca termina...
El Giovanni era el restaurante de lujo de Rancagua; no recuerdo otra ocasión en que ocupáramos una de sus mesas, salvo 34 años después, cuando mis padres celebraron su aniversario de matrimonio y en el local, que se había cambiado de calle y se hallaba muy venido a menos, comimos carne con arroz todos por parejo y encima a la rápida, porque era el día de la final del Mundial de Fútbol de Estados Unidos. Ese domingo el Julio no nos acompañó: había muerto hacía 21 años.
Antes de que nos perdiéramos, cuando él tenía cuatro años y yo tres, ya se contaba otra anécdota que nos relacionaba. Se trataba de que ambos jugábamos bajo el parrón de la casa de Ibieta, de pronto yo me largaba a llorar y mi primo corría a inculparse ante los mayores gritando que "Julio César tiró piedra a Hugo".
De los cinco primos yo era el bueno, el tranquilo y el acomplejado, eso era vox populi en la familia. El Julio era el revoltoso, el traguilla, el superdotado. Mi mamá solía profetizar, más con aire de tragedia que de triunfo, que "este niño no tiene términos medios: o va a ser un genio o no va a ser nada". ¡Cuánta razón tenía, y nadie fue capaz de torcer el destino!
Ese día en que nos perdimos la mañana estaba fría. La puerta de la casa de la abueli quedó abierta, el Julio me invitó a recorrer el mundo y yo acepté. Atravesamos la esquina de la avenida San Martín, enfilamos por Maruri, el barrio de las putas, para nosotros tan solo curiosas mujeres con vestidos almidonados, y llegamos a la feria "La doñihuana". Había un montón de frutas rojas y me robé una. Luego entramos a la estación y vimos llegar y salir a las locomotoras negras con su trenza de vagones de carga y pasajeros, sentados en un escaño del andén, ambos de pantalones cortos y con las piernas colgando. Las bielas hacían girar las ruedas, que se perdían entre un vapor blanco. De pronto un pitazo nos hacía llevarnos las manos a las orejas; bajaban del tren caras despistadas y subían caras apuradas, las vendedoras sacaban paquetes de sustancias de sus canastos y corrían a las ventanas abiertas. El humo denso de una chimenea se esparcía por el andén, impedido de volar por la techumbre. El frío, el contraluz en el andén, la dureza del cemento insensible y la vejez de la baldosa comprimían nuestros corazones de niños asustados y excitados.
Antes de que se inventaran los centros comerciales fueron las catedrales, los gimnasios y las estaciones de trenes. Las catedrales, imprescindibles por su altura, oscuridad y recogimiento, fueron perdiendo interés para el plano arquitectónico. Los gimnasios, lugares cerrados para el esparcimiento de la gente, cayeron reemplazados por las herramientas cibernéticas. Quedaron plantadas las estaciones como deslavados puntos de contacto, reminiscencias de los cruces de caminos, con sus pasajeros heridos por el viento como ovejas trasquiladas. El mall adivinó todo eso y también hizo suyo el vitrineo, ese frágil muro de adobe levantado contra el tedio, y se instauró imponente en el alma colectiva.
Es una exageración afirmar que todo Rancagua nos andaba buscando, pero no lo es decir que los carabineros y los bomberos sí rastreaban nuestros pasos junto a nuestros padres, tíos y abuelos. Finalmente aparecimos y todo quedó allí, en un gracioso recuerdo.
Desde un costado del parrón habíamos elevado un volantín, los tres con el Lucho, y llegaba la hora de comer. El Lucho y el Julio dejaron amarrado el hilo a un palito, miraron hacia arriba -el volantín plácido dormitaba en el cielo- y entraron a la cocina. Yo busqué una tijera y corté el hilo, guardé la tijera y luego me senté a la mesa. Cuando descubrieron la tragedia no dije una sola palabra. Recuerdo exactamente la razón de mi maldad: ver fríamente cómo el volantín se iba a las pailas, verlo moverse para acá y para allá en el cielo, arrastrando consigo al hilo blanco, romper lo establecido, revolucionar la quietud de la tarde.
En ese mismo parrón jugábamos un día a la pelota. Disparé, la pelota de cuero picó en un charco de barro y le salpicó la cara. Sentí una felicidad enorme, que duró todo el partido. Al final, al último minuto, prácticamente en los descuentos, el Julio chuteó desde su arco, me tiré para atajar, la pelota rebotó en la tierra mojada y me llenó la cara de barro. El Julio saltaba y reía a carcajadas y yo no pude consolarme.
Historias como esas las recuerdo con pesar, porque hablan de la miseria de mi alma, de palabras feas, premeditación, odio, rencor.
El Julio me quería y me protegía; a él siempre le caí bien. Pero yo le tenía envidia y ese sentimiento recién se me empezó a pasar con mis primeros grandes triunfos, que fueron casi al mismo tiempo sus primeros grandes fracasos.
Hoy miro mis manos arrugadas. Las suyas no alcanzaron a arrugarse; murió a los 19 años.
Mi papá se enfurecía cuando el Julio entraba a la casa y se iba directo al refrigerador, lo sacaba de quicio esa decisión infantil. Yo no decía nada porque encontraba que no era tan malo tener hambre, pero iba aprendiendo que era mejor pedir permiso.
El Julio fue siempre una especie de alma libre, un espíritu sin cadenas y un cerebro sin dobleces ni método alguno, abierto y sincero para proclamar las virtudes y los defectos ajenos, lo que le granjeó amigos y puñaladas por la espalda. Un domingo, para el día de su cumpleaños, que era el 8 de abril, paseábamos por el centro y me invitó a comer un lomito a "La selecta", siguiendo la tradición que había impuesto mi padre para ciertos domingos al mediodía. Me pareció de una rareza increíble que un niño gastara su dinero para hacerse cargo de un acto tan solemne como ese, pero él simplemente andaba con plata y tenía hambre. Se lo comió de una mascada. Entonces, contra toda mesura y sentido de la austeridad, me ofreció otro. Así era mi primo.
Se enorgullecía de mis logros tanto como yo alimentaba el pozo de mi alma con sus derrotas, pero cuando fui creciendo y lo vi repetir de curso, cambiarse una y otra vez de colegio para terminar deambulando desorientado por los billares del Lucerna y las carreras del Hipódromo, cuando ya se había casado y descasado, cuando ya no me podía hacer sombra, no me dio tanta alegría y en mi corazón comenzó a florecer el amor y la compasión. Tendí a verle lo bueno y a perdonarle lo malo y casi al final de su vida se puede decir que me reconcilié con él, que nos hicimos grandes amigos.
En el otoño de 1973 se subió a un tren y partió a la Argentina a hacer fortuna. Lo fui a despedir a la estación Mapocho. Fue la última vez que lo vi.
Allá lo recibió la tía Olga. Pronto halló pareja y trabajo, de camionero. Vivió feliz, recorriendo la pampa de norte a sur, hasta que el 29 de noviembre se quedó dormido en la carretera, en la zona de Neuquén, y un choque de refilón con otra máquina le segó su brazo izquierdo y cuatro días más tarde, su vida. Los médicos esperaron que llegara la Mirita y el Lucho para desconectarlo. Los tres cruzaron la cordillera, de vuelta a Chile, el Julio en un cajón.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me parece de una gran valentia reconocer tus rencores y tus envidias....
Un abrazo