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lunes, julio 25, 2022

Diferencia entre el periodismo de antes y el de hoy

Cuando se me consultó acerca de la diferencia entre el periodismo de los ochenta y el de hoy, sonreí de buena gana y me dispuse a contestar, a sabiendas de que me metía en un problema mayor, no tanto porque no supiera la respuesta sino porque, sin estar realmente preparado para ir sacando datos del sombrero de mago que es mi mente, había que desarrollarla frente a un público que aguardaba en el espacio al aire libre. 
Me había metido en un problema relativo a la lingüística, esa era la verdad. O en términos más simples, debía hilvanar de la nada una respuesta creíble, debía juntar vocablos que tuvieran el mismo significado y sentido para mí y para los espectadores. Aún así, confiado en que conocía en algo la materia, me dispuse a responder.
"Todo empieza con las máquinas...", quise decir... "Las máquinas...", pero no lograba modular bien las palabras. Por más que trataba de juntar las sílabas me salía algo así como "was buáwiwa...". El imprevisto se me antojó una buena excusa para suspender la disertación, a pesar de que en un momento dado pude pronunciar claramente "las máquinas...", fue cuando mi mujer me tocó el brazo y desperté a medias, aunque de inmediato continué soñando, más aliviado, desligado de la responsabilidad que los presentadores me habían echado sobre los hombros. No es que me sintiese abrumado; era que para esa pregunta requería de un pequeño tiempo de reflexión, que fue lo que me permitió ese roce, de allí que no me canso de agradecerle a mi mujer la ayuda que me presta en ciertos casos.
Lo que realmente quería decir, pensé en el sueño, es que la gran diferencia entre estas dos etapas del periodismo era que en el de los ochenta el oficio se caracterizó por su trabajo grupal, manadas de reporteros que iban juntos de un lugar a otro, convidándose datos, comunicados de prensa, declaraciones de autoridades; y en el de hoy campea el trabajo individual, cada uno en su computador pero alerta a los millones de computadores encendidos a lo largo y ancho del orbe. La paradoja estriba en que mientras en ese periodismo anodino de los ochenta el público recibía noticias diferentes y golpes periodísticos entregados por diversos medios que se jugaban la vida en eso; en el periodismo brillante y colorido de estos días el resultado se parece más a una masa homogénea e insípida de contenido noticioso que a la antorcha de la verdad.
Sumo ya varios años despertando en la mañana con una sensación de desasosiego en la cabeza, como si se me viniera encima un tiempo de angustia. La mayoría de las veces se me pasa al levantarme, y ya cuando me dirijo al café me siento algo más confiado en la existencia. 
Tuve un mentor en mis años de adolescencia; era mi guía espiritual, a quien reverenciaba, un seminarista joven, sano, vigoroso, imbuido de un optimismo y una felicidad que le salía por los poros. Paseábamos de noche por las calles de mi ciudad, como si él fuese el filósofo y yo su aprendiz; una vez me confesó que nunca había tenido una pesadilla, que siempre sus sueños eran felices. Yo me quedé helado, no podía concebir que uno fuese capaz de administrar el contenido de sus sueños; pensaba que los sueños llegaban de otra parte y que podían ser buenos, malos, insólitos, pesadillescos, incestuosos, lo que tocara en suerte. 
Una de esas noches pasamos frente a un mendigo tirado en el suelo; era invierno, hacía frío. Mi consejero se agachó, le regaló unas palabras compasivas y le puso en la mano un billete de gran valor, unos veinte mil pesos al día de hoy. Mi maestro era un hombre de pocos recursos, los que le destinaba la Iglesia para su diario vivir, pero en ese instante se desprendió de ellos con una facilidad que me abismó, y no lo hizo para darme un ejemplo, lo noté en su semblante, sino realmente para aliviar, entregarle un soplo de esperanza a ese pordiosero, quien recibió el billete con la mirada perdida y una sonrisa en los labios.     

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