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sábado, abril 06, 2024

Leer a Bukowski

Leer a Bukowski me divierte, lo que es harto decir, y me plantea dudas. 
Cada libro que cae en mis manos condiciona mi estado de ánimo. Me levanto con Auster y ya sé lo que me espera; momentos de placer, pero raros; personajes con problemas de identidad y personajes fantasmas, el autor convertido en personaje, el personaje con el nombre del autor, yoes múltiples casi hasta el infinito. Borges lo supera en eso, dice lo mismo pero en forma sosegada, imprime en el alma una sensación de ironía, como de desdén accidental. Es tan grande su superioridad que no lo puede evitar. En una de sus clases en la universidad -recogida en un libro- contaba que corrigió a unos ingleses acerca del mensaje que contenía un letrero en un pueblo chico de Inglaterra. Ellos erraban en su significado y él los corrigió en su propia tierra, sin vanidad, al menos en apariencia. Leer a Borges siempre es un agrado, si estamos preparados para agachar el moño, y perdonándole sus trucos, a los que todo escritor tiene derecho. 
Leer a Teresa de Ávila es meterse en honduras, aunque escriba en fácil, es tomar conciencia de lo poco que vale uno, de las montañas de vanidad apozadas detrás de nuestras aparentes buenas intenciones; todo estriba en creerle lo que siente y no intentar darles explicaciones científicas, psicológicas, hasta patológicas a sus mensajes. Cómo se ha de sentir uno cuando lee que mientras está de rodillas en el templo Dios le toma el cuerpo de los pies y se lo levanta delante de las otras monjas, qué ha de de ser eso sino éxtasis místico.
Leer a Carla Guelfenbein es una prueba de paciencia y un desafío al alma para que esta no se entregue a la ira, cómo puede alguien escribir de esa manera y vender libros y ganarse el premio de 140 mil dólares de la editorial que la promueve al tiempo que organizó el concurso
Dos mujeres, ¡cuánta diferencia! 
Y sin embargo escribe bien, lo de Carla no es con mala intención, hace lo que le dicta su espíritu, no tiene errores, es loable su objetivo, hay trama e historia, ¡pero me dio una rabia!, menos mal que ya devolví el ejemplar en la biblioteca, leído hasta la última línea, testimonio de perseverancia y masoquismo. 
Leer Textos de Frontera es arrimarse a una hipótesis pretenciosa, que no puede ser más rebuscada, arrimarse a un invento de principio a fin, que pervierte al lector al convertirlo en voyerista de un onanismo literario. Leer lo que escribe Roald Dahl es maravillarse con argumentos ligeros para terminar aburriéndose un poco; leer Paris Review es asomarse a los secretos de los grandes, que no sirven de mucho; Roth es un judío neurótico que se ama a sí mismo, destaco lo de judío porque él se encarga de subrayarlo en sus libros y en las entrevistas que concede. 
Leer a Jorge Marchant es leer a mi compañero de curso, lo leo con cariño y recuerdo nuestro paso por la agencia de noticias Orbe, sección Crónicas, él como cronista, yo como fotógrafo. Pero no puedo dejar de experimentar la sensación de estar cayendo a una especie de túnel del tiempo, no me refiero a la época en que se desarrollan sus historias sino al lenguaje. Es como si el pasado hermanara la trama con la escritura. 
Leer a Bukowski es vivir un sismo de mediana intensidad. A las diez o quince páginas uno ya se acostumbra a las resacas (quiero decir que ya se las espera, ya se las echa de menos, alegran la mañana) se acostumbra a las peleas a combo limpio, a sus visitas al hipódromo, a la sensación de no tener nada y de aspirar a nada, de estar echado en la cama a la una y cuarto de la tarde escuchando música de Mahler con las cortinas cerradas, a los bares de mala muerte, a la ronda de putingas, a los recitales de poesía y a sus aspiraciones de escritor que no renuncia a sí mismo pero que con los años se va poniendo blandengue, incluso se acostumbra uno a las traducciones españolas, tomar por culo, chavales, vamos a por ellos. Con el correr de las páginas surge el Bukowski sensible, no era tan duro, él mismo hace que se lo echen en cara sus conocidos y conocidas, queda claro que sobre todo es un artista viciado. Y de pronto cambia del cielo a la tierra al conocer por fin a una persona a la que admiró por años; se vuelve tierno, cariñoso, ubicado, todo un caballero, como alguna vez nos ha pasado a nosotros mismos cuando se nos ha puesto por delante un viejo maestro que se va a morir. 
Allí es donde me entran las dudas con Bukowski. Porque no había un Bukowski, había dos bukowskis.   

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