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jueves, mayo 26, 2022

Tributo a Gary Brooker

Enterado, con meses de atraso, de la muerte de Gary Brooker, vocalista de Procol Harum y autor de los grandes éxitos del grupo británico junto a su amigo el poeta Keith Reid, mi corazón ha rebosado de melancolía. Hay días como este en que, apegado a cualquier pretexto, me descubro revisando una y otra vez sus temas en Youtube. Entonces me invade una dulce tristeza, algo así como la blanca palidez que baña su rostro de fantasma, el rostro de Ella. 
Procol Harum es un conjunto que recuerdan los de mi generación, mejor dicho, unos pocos de mi generación, que es la generación dorada de The Beatles, The Rolling Stones, Woodstock, Adamo, Leonardo Fabio, Gilbert Becaud, Domenico Modugno, Los Iracundos, José Alfredo Fuentes, Cecilia, Violeta Parra, Víctor Jara. Nunca vinieron a Chile porque sospecho que pocos habrían pagado por verlos. A Procol Harum se lo tragaron tempranamente los monstruos de la música rock y la relativa complejidad de sus creaciones.
En mi tiempo y aparte de los temas de la segunda etapa de The Beatles, hubo dos canciones que me estremecieron al oírlas por primera vez. Una de ellas fue A whiter shade of pale y la otra, Good Vibrations. Más adelante me ocurrió algo parecido con Still crazy after all these years, la notable invención de Paul Simon en la que de la nada irrumpe un brutal cambio de tonalidad. En cuanto a la primera, sin conocer la técnica del contrapunto y no habiendo escuchando antes a Bach, me impresionó un "descubrimiento" que atribuí a mi oído musical, pues parecía que nadie se fijaba en ese detalle. Se trataba de que la melodía dominante corría como un río subterráneo desde el órgano que tocaba Mathew Fisher, mientras la segunda melodía, que cantaba Gary Brooker, se revelaba desde la superficie como una secundaria y lejana imploración. Pasarían años antes de que me avergonzara de mi hallazgo: la ocurrencia tenía doscientos cincuenta años de antigüedad. Good Vibrations, por su parte, destacaba por su estructura de popurrí, con cambios de ritmo y arreglos vocales desconocidos para mi nula formación musical. Los había ideado Brian Wilson, un genio que sufría lo indecible por vivir a la sombra de los Beatles.
Quiso el destino que además me topara a estas alturas de mi vida con la serie televisiva The Flying Circus, de Monty Phyton, y es como si el círculo se hubiese completado. Aquel humor absurdo y aquellas imágenes pasadas de moda -mezcladas con las vírgenes vestales de la antigua Roma, las que custodiaban el fuego eterno, y con los relatos del viejo molinero- evocan a Schubert y a Yeats y lo que finalmente asoma a través de esa amalgama romántica son ganas de detener el tiempo, acariciar al personaje femenino de la canción antes de que el fandango se diluya y la habitación vuele por los aires, y despedir con un abrazo a Gary Brooker, desearle un buen viaje y darle las gracias por haberle regalado un puñado de latidos a mi corazón.
No existe una razón; la verdad es fácil de ver...   

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