Mis pensamientos habían pasado del horror al miedo, del miedo al desaliento y del desaliento a la resignación. Abatido en la celda, echado como un perro viejo en un rincón del altillo, aguardaba las primeras señales del alba con la mente puesta en el Señor, y hasta llegué a desear su pronta visión, mas no fue su luz la que me encegueció, sino la de un rayo que partió la celda del castillo en dos, conmigo adentro. Desde el cielo se me reabrían las puertas de la vida y una vibración desconocida se apoderó de mis nervios; me hizo bajar las escaleras con la energía de un felino y pisar la hierba mojada que anunciaba el bosque impenetrable como si no hubiese recuerdos y mi ser entero fuese el solo momento del presente.
No era tiempo de analizar la despreciada ofrenda del abrazo divino. Un fenómeno imprevisto y misterioso me ofrecía un poco más de tiempo, mi cuerpo volaba hacia el bosque de la noche y las aves nocturnas ya ensayaban su concierto rutinario de notas disonantes.
Mi nombre no tiene importancia, mi edad tampoco. Sólo diré que mi título de Vicioso y Hombre Malo me fue conferido, tras estudiar la vida entera en su academia, por una milenaria formalidad ideada naturalmente por los hombres. Y que si de algo soy testigo es de un derrumbe moral que me ataca por todos los flancos y me obliga a sumarme a él, en el entendido de que la verdad no es otra cosa que aquello que todos tratan de ocultar.
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