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lunes, agosto 19, 2024

Periplo de Callaos Cauros en tierras sureñas


El tío Pablo llegó a las siete y media de la mañana en punto, tal como se había convenido. Lo saludé en pijama desde la puerta y le abrí y cerré dos veces la mano derecha. Diez minutitos plis. No hay problema. Miré el pasto: no estaba escarchado, como lo pronosticaba el informe meteorológico. Podría haberlos ido a dejar yo mismo al aeropuerto; otro signo de las aprensiones que gobiernan mi vida. Tuvieron que pagarle el taxi al Tío Pablo.
Mis hermanos apuraban sus frugales desayunos y echaban las últimas prendas a las mochilas, mientras yo me iba haciendo a la idea de volver a la soledad. 
La soledad se padece antes de ser experimentada. Una vez que se asoma de verdad, se disfruta. Es mi caso, al menos; no siempre, pero sí la mayoría de las veces, y eso hace que el peso sobre los hombros se torne abordable.  
No hacía nada que los recibía en el aeropuerto, previo intercambio de chats. ¿Pasó algo que no salen? Llegamos hace rato. Pero dónde están que no los veo. En la salida. Pero si yo estoy en la salida. En cuál salida. En la única que hay. Nosotros también estamos en la única salida. ¿Están en la calle? ¡No, estamos adentro en la salida! ¡Yo también!
Primer desencuentro; las cosas parecen seguir igual que siempre. Callaos Cauros es un menjunje de ansiedades, dedos en la llaga, tallas pesadas. Pero esas capas rebotan en un cuero de elefante que protege el auténtico espíritu del grupo, fundado en el cariño. Nosotros lo tenemos claro, pero a los demás les toma un poco de tiempo darse cuenta.
Callos Cauros guarda cierta relación con el tío Pablo. El tío Pablo murió hace como veinte años y también fue taxista. El taxista que llegó a recogerlos se llama Carlos González. Si le puse Tío Pablo fue porque le encontré un dejo suyo en la apariencia y sobre todo en el carácter alegre, simplón.
Un día, cuando estábamos chicos, el verdadero tío Pablo nos llevó a jugar a la pelota a los alrededores de Codegua en su auto viejo. Todos felices porque andar en auto era sinónimo de felicidad, aumentada en ese caso por las bromas en el camino y el gustito que sentíamos en la guata en cada subida y bajada del camino de tierra. Los ocho primos Mardones hombres (había tres mujeres) echábamos el bofe en la canchita de tierra, con el tío Pablo en un equipo y no recuerdo si mi papá en el otro, cuando de repente el tío Pablo lanzó un grito:
-¡Callaos, cauros!
Se paró la pichanga. Qué pasa. Los Mardones expectantes en la cancha. Silencio sepulcral.
De pronto sonó un pedo, que nos hizo reír a todos. No fue un pedo de poto de elefante ni un pedo del estilo rompe tocuyo. Yo diría, por el recuerdo que guardo, que fue un pedo normal, algo agudo, más corto que largo, un pedo de niño. El juego continuó.
Durante el periplo sureño hubo un momento para analizar esa anécdota, que dio origen al nombre del grupo. En lo de la pichanguita en los alrededores de Codegua no hubo dos opiniones, pero en los hechos que le siguieron la cosa se bifurcó, no como en el jardín de los senderos de Borges, pero se bifurcó. Una versión le atribuyó el pedo al tío Pablo y la otra al Jorge, su hijo mayor, que entonces tendría unos diez años. Al Jorge lo bautizamos "Maravilla Gamboa" en honor al crack colombiano que brilló en el Mundial del 62, aunque Colombia no pasó la primera ronda. El Jorge, morenito, hacía cachañas parecidas a Delio "Maravilla Gamboa": quedó con ese apodo para siempre. Como la tecnología permite actualmente acometer empresas imposibles para otro tiempo, y ya que el ocio que genera la soledad me lo permite, me decido a llamar al mismísimo Maravilla Gamboa para salir de dudas.
(Suena el teléfono).
¿Hablo con Maravilla Gamboa? ¡Hola Huguito!, me pillaste manejando. Te llamo más tarde. No, dime no más, ando sin pasajeros. Es por un asunto muy puntual, se trata de la anécdota de Callaos Cauros; ¿sabes el origen? Claro, es de mi papá. Ah, entonces fue el tío Pablo. Claro; estábamos jugando a la salida de tu casa, en ese cuadradito que era una especie de antejardín. Pero eso era muy chico para jugar. Sí, pero no estábamos jugando a la pelota, estábamos jugando a las bolitas y de repente mi papá exclamó: ¡Callaos, cauros! Todos nos quedamos callados, intrigados por saber lo que iba a decir, y entonces soltó un gas. Ah, fue el tío Pablo; yo pensaba que habías sido tú. No, yo fui el que después contó la anécdota. Bueno primo, ¡gracias, nos sacaste de una duda!, sigue manejando tranquilo, adiós. ¡Chao Huguito!, ¿cuándo te dejas caer por Rancagua? Un día de estos.
De esta anécdota surgen tres aristas, como se dice hoy. La primera es que la memoria engaña. La segunda es que la verdad suele teñirse de luminosos colores y cuando sale a relucir es gris. La tercera es el poder que tienen los recuerdos sucios, hasta el punto de que la memoria los conserva sobre otros hechos de sobra más importantes. Hasta Freud ha metido mano en el asunto, con su teoría de la fase anal, que todo niño desarrollaría entre los dos y cuatro años. Yo prefiero regocijarme pensando simplemente que el recuerdo de la anécdota del tío Pablo se mantiene vivo por la sorpresa que provoca un pedo cuando sale en público, que es algo que causa risa si se trata de una excepción, pues como hábito despertaría fastidio. Tal vez de ahí venga el dicho "chiste repetido sale podrido".
Aclarando las cosas, Callaos Cauros no somos cuatro hermanos, como dije el principio, sino dos hermanos más dos hermanos que forman un  cuarteto de primos hermanos, a tal punto que tenemos los mismos apellidos. Dos hermanas Labra se casaron con dos hermanos Mardones. Esa fuerza de parentesco nos llevó a vivir prácticamente juntos durante toda la infancia, de allí que Luchizo decidiera un día cualquiera de su adolescencia tratarnos de "hermanos". Y en el fondo somos hermanos, qué duda cabe. Luchizo (Luis) es el mayor de todos, coronel en retiro de la Fach. Le sigo yo, Huguizus (Sergio Hugo, Hugo para la familia), periodista jubilado y escritor, si ser escritor es haber escrito diez libros. Después está Papazete (Víctor, mi hermano de mamá y papá), arquitecto, empresario, cinéfilo, dibujante y fotógrafo por vocación. Y cierra el grupo Merterele, también llamado Gl (Miguel), ingeniero civil, pensionado, rentista, bajista del grupo Nieve, fanático de Paul McCartney hasta un poco más allá de la exageración. Si no hubiese muerto Julchus (Julio) a los 21 años, Callaos Cauros sería un quinteto.
Merterele es de talla fácil, liviana. Durante este viaje que acaba de finalizar me rebautizó como El cochero de Drácula. Años antes me había puesto Palmer, porque cuando me peinaba hacia atrás el pelo se me abría como palmera. Dábamos la vuelta completa al lago Llanquihue y como siempre, le tocó el asiento trasero junto con Papazete. Luchizo, de copiloto. El auto de dos puertas se bamboleaba ante ciertos baches del camino y además porque es un auto duro, de campo más que de ciudad. ¡Puta, vamos en la carroza de Drácula!, protestaba Merterele, de vez en cuando. Esa tarde pasamos por Puerto Octay y como siempre hago con las visitas, los llevé a la preciosa costanera y les enseñé el monolito en memoria de los músicos mártires de la banda del regimiento de Valdivia, fallecidos el 28 de febrero de 1931, al ser despedazados varios de ellos por las hélices de un barco cuando se disponían a rendir homenaje a los príncipes de Gales Eduardo y Jorge, futuros reyes de Inglaterra. Se dice que los príncipes andaban huasqueados; prefirieron quedarse en el bar de la casa Centinela -que luego derivó en el Hotel Centinela- antes que acudir al tributo organizado para ellos en la península del mismo nombre. Los músicos bien gracias, pero tenían que partir de vuelta a Valdivia y para eso los debía ir a buscar un buque para llevárselos a Puerto Octay y de ahí a Valdivia por tierra. Pero falló el vapor, no tenía leña para encender los motores. Ansiosos, descubrieron una lancha para veinte personas y se subieron. Mientras tanto el vapor se consiguió leña y partió a buscarlos desde Puerto Octay a Centinela. Plena noche. El barco no vio a la lancha y la partió en dos. Al echarse para atrás, las aspas dieron cuenta de algunos músicos; los otros, desesperados, nadaron al centro del lago en vez de nadar hacia la orilla y se ahogaron. Doce víctimas en total. Los príncipes no tuvieron la culpa pero igual se echaron al pollo al otro día y mandaron una corona de flores desde Argentina. ¿Alguna vez habrá conocido Wallis Simpson esa historia de labios de Eduardo VIII? ¿Le habrá aumentado la tartamudez a Jorge VI con el shock? Callaos Cauros la conoció esa tarde y Merterele, impresionado, buscó más detalles en Google.
Aunque el diccionario de americanismos afirma que el dicho correcto es "echarse el pollo", yo prefiero usar "echarse al pollo".
El restaurante La Olla no es de delicatessen; es de salón amplio con cuarenta mesas y gran cocina a la vista. Ahí nos mandamos sendas merluzas y congrios a lo pobre o con papas salteadas, Papazete se inclinó por un plato de verduras. Esa fue una de las salidas; otra fue a La Tropera, donde la noche del arribo nos mandamos al pecho dos pizzas y sendas degustaciones de cervezas. Otra fue al hotel Elún. Pasamos la mañana y la tarde entera gozando de los sillones, la conversación frente a la chimenea, la comida, el café y la hospitalidad del local con vista al lago. Y otra fue a Cancagua, pleno bosque frente al lago. Allí se nos vino la noche disfrutando dos horas y media un baño con el agua a 41 grados de temperatura. Merterele encontró un poco cara la experiencia, aunque días antes había materializado la reserva de un viaje de cinco días a Montevideo para ver a Paul McCartney. Cada uno con sus gustos, como decía la vieja.  
Las mañanas en la cabaña comenzaban con la diana militar con canto de gallo incluida, que seleccioné de Youtube especialmente para este encuentro. El único que se reía era yo. Las noches empezaban relativamente temprano, tipo ocho, los cuatro sentados ante la pantalla de 50 pulgadas. La serie escogida fue "El encargado". Yo la he visto tres veces pero Papazete la conocía solo de oídas y como en Santiago las hace de administrador de su edificio en plena Zona Cero del estallido, quería verla. De modo que a las ocho y diez minutos la escena era la siguiente: Papazete y quien habla con un whisky en la mano, viendo la serie; Luchizo estirado en un sofá, roncando; Merterele, haciendo como que la veía pero al ratito, roncando sentado. Después, a convertir los sofás en camas, a preparar el colchón inflable para Luchizo y a dormir.
Yo pensaba que en este encuentro nos íbamos a ir de conversa profunda, porque era la primera vez en la vida que pasaríamos cuatro días solos, pero fue lo de siempre. No se pueden forzar las cosas, y si se sobreentiende el cariño entre nosotros (aunque a veces nos pasamos a pullazos y peleas) para qué entrar en profundidades; no hay necesidad de abrazos ni declaraciones rimbombantes; además, y de la nada, podrían haber reflotado sentimientos cochinos. Hubo sí un episodio que me llamó la atención. En una de esas noches salió a relucir la violenta reacción de Papazete cuando lo tratábamos con el apodo de "Toronjo asesino" en la niñez. En vez de reírse, dijo:
"Me sentía pequeño y tenía que defenderme". ¡Vaya, eso no lo había oído nunca!, es un dato de la mayor importancia. 
Luchizo sigue siendo una montaña rusa de emociones, que van desde sus grandes entregas de amor, en la cima, a quejumbrosos lamentos en que da la sensación de haber sido traicionado, burlado, mirado en menos. Merterele, cuando logra vencer su manía de andar cerrando la puerta tres veces o repasando la posición de las llaves del gas, lo ve todo desde su apacible rincón, y de repente lanza un guadañazo que resulta divertido, como ya lo dije, intervención que no molesta como las bromas de Papazete y en menor medida, las de Luchizo, que son más cautelosas. Porque Luchizo es cauteloso y Papazete, frontal. En cuanto a mí, me veo ahora mismo envejecido diez años en un par de días, a juzgar por las fotos del viaje que va registrando Papazete con enervante decisión, fotos que nos obligan a esperarlo a regañadientes en el auto, que generan quejas, a sabiendas de que serán el testimonio del periplo.
Son mis primeras vacaciones en diez años, se defiende. Lo que no deja de llamarme la atención. 
Tú, que no tienes problemas económicos, ¿primeras vacaciones en diez años? 
Sí, dice, y su explicación se me borra de la memoria.
Escapa a esta pintura de brocha gorda la posibilidad de adentrarse en los ríos subterráneos que fluyen dentro de Luchizo, Papazete, Merterele y quien habla. Ningún retrato reflejará completamente la esencia de ningún ser humano si el retratista no posee las armas para bucear en oscuridades clausuradas al mundo. Los silencios y los sueños son los señores de la verdad del hombre; ni siquiera quien sueña o quien guarda un silencio reflexivo conoce su verdad. Da la impresión de que por una razón misteriosa las personas esconden de las miradas de los demás lo más importante de sus vidas. Juntos, esos días, conformamos un grupo de hermanos, Callaos Cauros, y posiblemente nos unimos más que nunca; pero esos silencios nos mantuvieron separados, como siempre.     
 
 


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